La luz del sol se cuela por las rendijas de la persiana, iluminando las partículas de polvo que flotan en el aire. Estoy tumbada en el sofá en posición fetal, escuchando a mi amiga. Sam está sentada en la mesa, mirando al techo.
—Buenos días —digo con voz ronca.
—Una mierda de día.
Ah, ya, espacio. Sam le dio un ultimátum a Marc y no le gustó su respuesta.
Cuando entré en el salón estaba completamente histérica. Sollozando, apenas podía pronunciar palabra.
—Dice que… no sabe… si… soy… la mujer… de su… vida.
Siguió llorando hasta que me comí todas las galletas de queso. Y luego empezó a gritar:
—¡Ese cerdo dice que no sabe si soy la mujer de su vida! Cree que va a encontrar a alguien mejor que yo. ¿Mejor que yo? ¡Qué busque a alguien que lo soporte tanto como yo! ¡Mierda, mierda, mierda! ¿Es normal que sea tan inmaduro?
Después de las galletas me termino la caja de cereales mientras vemos amanecer. Después, debí tumbarme en el sofá, pero no me acuerdo.
—¿Llevas mucho tiempo levantada?
—Desde ayer.
Intento sentarme. Oh, Dios mío, no puedo moverme. Ay, qué dolor. No puedo moverme. ¿Tendré atrofia muscular? ¿Un esguince cervical? He oído hablar de esas cosas: estás bien y, de repente, te entra meningitis. Y me voy a morir en el salón de mi casa en lugar de en un café en París o en la cama con Jeremy.
—Creo que tengo meningitis.
—No tienes meningitis —dice Sam—. Tienes agujetas.
Ah, es verdad.
—El Tae Kwon Do.
Hay algo raro en el salón.
—¿Le has hecho algo a la mesa?
—La he limpiado con cera… ¡Con cera! ¿Por qué limpio con cera una mesa de cristal? ¡Ahora entiendo que Marc no quiera casarse conmigo!
No sé de qué está hablando, pero sí sé que debería darme una ducha. Intento levantarme, pero tengo que agarrarme al sofá.
—¿Qué le has hecho al suelo?
—Lo he limpiado con cera.
Cuando entro en la cocina veo que todo está reluciente. Y mi cuarto de baño huele a lejía.
—¿Has limpiado mi baño?
—No te preocupes. Llevaba guantes.
—Pero si lo limpié yo la semana pasada…
—Lo sé, pero ahora está limpio.
Esto pide a gritos una investigación. Entro en mi cuarto y veo que mi cama está hecha, el suelo limpio.
Abro la puerta del armario y mis jerséis están organizados por colores. Esto no es normal.
Me llevo a Sam de compras. No sé qué hacer con ella. Tiene quinientos dólares ahorrados para una emergencia y ésta es, desde luego, una emergencia.
—Quiero irme a casa —dice al ver una pareja de la mano.
—No, vamos a ir de compras. ¿No recuerdas los consejos para sobrevivir a una ruptura?
—Yo no soy de las que se compran botas altas.
—Pues peor para ti. Mira dentro de tu alma, la chica que compra botas altas está escondida en alguna parte.
Sam deja escapar un suspiro.
—Muy bien. Vale. No quiero pensar más, me duele la cabeza.
Llegamos a la sección de cosmética y perfumería. Ése es un buen sitio para olvidar la depresión. Acaban de llegar los nuevos coloretes de Mac y tengo una idea: maquillaje hecho por expertos. Son gratis y te hacen de todo, excepto arreglarte el pelo y quitarte la celulitis. Y, además, no tienes que comprar más que algún producto después. Afortunadamente, porque algunos de esos productos valen lo mismo que un mes de alquiler.
Pero no compraremos barras de labios porque ésas te las dan gratis con las muestras. Por supuesto, nunca te dan el color que te gusta y nunca los últimos que salen al mercado, pero…
El único problema con los maquillajes son los maquilladores. Dan miedo. O son tías divinas de caerse de espaldas o son drag queens más guapas y más impresionantes todavía.
Para Sam elijo a una maquilladora que parece medio simpática.
—Hola, mi amiga quiere comprar algunos productos. ¿Podríamos hacerte unas preguntas?
Traducción: ¿puedes maquillarla gratis con todo lo que tengas a mano?
Coloco a mi letárgica compañera de piso en el taburete y la maquilladora le dice que tiene una piel estupenda, pero que un buen maquillaje ayudaría mucho.
—Muy bien —dice Sam.
Yo leo sus pensamientos como si fueran un libro abierto: si tengo una piel maravillosa, Marc querrá pasar el resto de su vida acariciándome. Pero si no compro este maquillaje otra mujer lo hará y Marc se enamorará de ella y yo me quedaré sola con mi preciosa piel que no es tan preciosa porque aquí, la Barbie ésta, dice que necesito maquillaje.
Ah, qué bonita sombra dorada. Me pongo un poquito en el párpado.
—¿Prefieres maquillaje en crema o en polvo? —pregunta Barbie.
Sam la mira como si estuviese hablando en coreano, pero la maquilladora no se inmuta.
—¿Compacto, líquido, en barra, en polvo?
Acabo de ponerme un poco de colorete y parezco Heidi. ¿Dónde está la leche limpiadora? ¿No suelen dejarla al lado del espejo? Ay, qué laca de uñas más bonita. Me pinto el meñique de la mano izquierda… parece que he metido el dedo en un frasco de caramelo.
—¿Loción hidratante? ¿Prefieres una fórmula sin aceite?
Sam se pone a llorar.
Oh, no.
—Lo siento —le digo a la maquilladora—. Me parece que hoy no es un buen día. Vámonos, Sam.
Salimos de los grandes almacenes en silencio.
—¿Qué quieres hacer?
—Comer.
—Vale, pues vamos a comer.
Comida: el opio de las amargadas.
Sam no come en cualquier sitio (por los gérmenes), de modo que acabamos en una cafetería muy elegante.
—Voy a pedir una ensalada —dice, sacando unos cubiertos de plástico del bolso.
—¿Con pollo?
—No, ensalada verde. No solo tengo una piel horrible, también estoy gorda y por eso no me quiere.
—Evidentemente —murmuro yo, levantando los ojos al cielo—. ¿No será porque eres una obsesa compulsiva?
—¿Qué quieres decir?
—No, nada.
—Trabajé en un restaurante un verano. Y no lavaban bien los cubiertos.
—¿Eras camarera? —pregunto yo, atónita.
—No, llevaba la caja.
Yo pido una hamburguesa y ella una ensalada verde.
—Por favor, el aliño aparte.
Cuando llegan los platos, Sam lo mira y explota.
—¿Qué clase de lechuga es ésta? Esto no es lechuga, es césped. ¿No pretenderán cobrarme una millonada por algo que no es comestible? —entonces llama al camarero y yo prácticamente me escondo debajo de la mesa—. Esto está asqueroso. Quiero otro plato.
—Muy bien, señorita. ¿Qué quiere tomar?
—Desgraciadamente, he perdido el apetito. Solo quiero un trozo de tarta de fresa. ¿Quieres un poco, Jackie?
—No, gracias.
—Hazlo por mí, por favor. Yo te invito. Seremos como Las chicas de oro.
Sí, claro, con su pastel de queso.
—¿Jackie?
—¿Sí?
—¿Por qué tienes colorines por toda la cara?
Después de comer, Sam insiste en que volvamos a casa, lo cual sería muy fácil si pudiera encontrar mi coche en el aparcamiento.
—Sé que aparqué en la sección D.
Estamos en la sección D, pero el coche no aparece.
—¿Por qué no nos llevamos uno de éstos?
Hay un BMW y dos Mercedes, cualquiera de los cuales me vendría bien. Media hora más tarde encontramos mi coche en la sección G.
—Pues solo me he equivocado por una consonante.
Sam está tan deprimida que ni siquiera sonríe.
Más tarde, Andrew aparece en casa con un destornillador. Desgraciadamente, es una herramienta y no un combinado de vodka y naranja. Después de tomar una pizza, extendemos las instrucciones de la estantería en el suelo de mi dormitorio.
—¿Dónde está Sam? —pregunta, subiéndose las mangas del jersey. Afortunadamente, aquel día no huele como Jeremy, huele a otra colonia.
—Durmiendo.
Por fin. Estoy agotada.
—No me puedo creer que hayas tenido esto durante cuatro meses y no lo hayas montado.
Cierto. Las piezas llevan meses debajo de mi cama. Quizá porque si monto la estantería tendré que sacar los libros de las cajas y el día que los metí en cajas fue cuando empezó el desastre con Jeremy. O quizá porque soy una vaga, yo qué sé.
Empezamos a montar la estantería, o, más bien, Andrew empieza a montar la estantería mientras yo miro.
—¿Quién te ha colgado las fotografías? —pregunta, mirando las paredes.
—Me ayudó Sam. No soy una inútil, perdona.
—No he dicho que lo fueras.
—Bueno, háblame de Jess —le digo.
—Es simpática.
¿Qué pensaría Jess si supiera que Andrew la describe simplemente como «simpática»? Yo me tiraría a las vías del tren.
—Entonces, ¿no vas en serio?
—No. Me divierte salir con ella, pero no es la mujer de mi vida.
Traducción: me gusta acostarme con ella, pero no quiero acostarme solo con ella.
—Cerdo.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Porque solo la quieres para acostarte con ella.
—Los dos disfrutamos de eso, Jackie.
—Y del cine.
—El preludio a la cama.
—Entonces, ¿qué es lo que no te gusta de Jess?
Andrew me mira, en silencio.
—No debería decirlo. No es apropiado.
—Venga, dímelo.
—Es una princesa. Espera que yo lo haga todo. Es como si viviéramos en los cincuenta. Tengo que llamarla yo todo el tiempo, tengo que ir a buscarla, ni siquiera se ofrece para pagar una copa… Es agotador. Además, no estamos hechos el uno para el otro, ¿entiendes?
—Entonces, ¿por qué sigues saliendo con ella?
—Porque está muy buena.
—¿Lo ves? Eres un cerdo. Y nunca conocerás a la mujer de tu vida si sigues saliendo con ella. Tienes que conocer a otras chicas… yo te presentaría a una amiga, pero en este momento está neurótica perdida —digo, señalando hacia el salón.
—Sam es muy mona —dice Andrew—. Pero prométeme que no me liarás con Natalie.
—¿Por qué?
—Porque es más princesa que Jess.
Mmmmm. ¿Por qué esta charla sobre princesas me está haciendo sentir incómoda? Ah, ya. Salto de la cama y me siento a su lado en el suelo.
—¿En qué puedo ayudarlo, señor?
Soy una compañera de piso inigualable y ésta es la razón:
—No te preocupes, Sam. Siempre hay un roto para un descosido.
Después de decirlo miro al techo. Horror, estoy empezando a hablar como mi padre.
La primera semana DM (después de Marc) parece interminable.
El lunes, Natalie intenta animar a Sam, pero la pobre está tan deprimida que se va a la cama.
El martes, Sam limpia la casa.
El miércoles pongo en la tele La ley de Los Ángeles sin darme cuenta y Sam se pone a llorar, mientras limpia la casa.
El jueves, Andrew nos lleva a cenar alitas de pollo. No me hace mucha gracia comer alitas de pollo delante de un tío porque me pongo perdida de grasa. Lo observo comerlas y veo que deja el hueso pelado sin mancharse en absoluto. ¿Cómo se pueden comer alitas con tanta elegancia? Estábamos perfectamente hasta que… boom, Sam ve al mejor amigo del hermano de Marc y yo me tiro media hora intentando convencerla para que salga del lavabo.
El viernes por la mañana me despierto al oír a Gloria Gaynor cantando I will survive.
—¿Hola?
—¡Buenos días! —me saluda Sam, abriendo la puerta.
—Buenos días.
—¡Buenos, buenísimos días! Por primera vez en toda la semana, hoy quería levantarme.
—Me alegro.
—Soy una mujer nueva. Buscaré amigas, saldré con chicos y, a partir de ahora, quiero que todo el mundo me llame Samantha.
—Me alegro por ti —digo yo, medio dormida.
—No pienso perder más el tiempo. Marc es un crío. ¿No quería espacio? Pues pienso darle todo el espacio que quiera. A ver qué dice cuando me folle a todos los hombres del planeta.
La palabra «follar» en boca de Sam suena rarísima.
—Me alegro por ti.
—Es hora de encontrar un hombre maduro —dice entonces, subiéndose los pechos y mirándose al espejo—. Estoy preparada.
—¿Para qué? ¿Para acostarte con un hombre maduro?
—No. Para Orgasmo.
Y hablando de ir de la sartén al cazo… Intento convencerla para que vayamos a un sitio más tranquilito, pero ella insiste. Natalie, afortunadamente, la convence de que Aqua es el sitio para conocer hombres maduros.
Natalie es la conductora esa noche, de modo que solo toma una copa.
—Esto me está matando —se queja Sam. Se refiere a las tiritas colocadas sobre sus pezones, por si acaso tiene frío. Natalie le ha prestado un top muy escotado en la espalda con el que no puede ponerse sujetador.
—Pues ya verás cuando te las quites —ríe Natalie.
—¿Qué tal estoy?
—Divina —contesto yo.
Y lo está. Incluso un poco guarrilla. Perfecta para salir de noche.
Estamos a punto de tomar el ascensor que lleva al bar cuando una mujer nos dice que tenemos que dejar los abrigos y que cuesta diez dólares.
—Yo prefiero conservar el abrigo —dice Natalie.
No es por el dinero. Es que no confía en que los extraños guarden sus posesiones.
—Tiene que dejarlo —insiste la mujer.
—No es verdad —murmura Natalie—. Yo siempre subo con el abrigo.
Tomamos el súperrápido ascensor, que nos deja directamente delante de una camarera.
—Hola, mesa para tres, por favor —dice Natalie.
—Lo siento, no hay mesa.
Yo veo una mesa vacía cerca de una de las ventanas. Esto requiere medidas drásticas. Nos miramos y, entre las tres, reunimos diez dólares para la camarera borde.
—La mesa está libre —dice la tía—. Pero tienen que dejar los abrigos abajo.
—Preferimos conservar el abrigo.
—Lo lamento. No puedo sentarlas hasta que dejen el abrigo.
En silencio, yo pulso el botón del ascensor.
—Queremos dejar los abrigos —dice Natalie.
Cinco minutos después, el ascensor vuelve a dejarnos delante de la camarera.
—La mesa, por favor.
—Lo siento, no hay mesas libres.
Cincuenta dólares después, estamos sentadas a la mesa por la que habíamos pagado antes.
—¿Te ha llamado? —pregunta Natalie. Se refiere a Marc, por supuesto.
—No.
El momento está puntuado por un largo silencio. ¿Qué podemos decir después de eso?
Pedimos tres Martinis.
—Le gusta que lo aten —anuncia Sam entonces.
—¿Perdón? —yo casi me atraganto con la copa.
—Que lo aten. Y, sobre todo, con esposas. También le gusta que le pegue.
Yo no puedo tragar. Parece que Sam sí entendía lo de SM después de todo.
Natalie suelta una risita.
—¿Y eso te pone?
—A veces. Pero es un poco raro.
Nunca podré mirar a Marc de la misma forma.
—¿Creéis que usará las esposas con otra chica? —pregunta Sam entonces.
—No compras una nueva caja de condones cada vez que te acuestas con un tío, ¿no? —contesta Natalie.
—Yo creo que debería comprar esposas nuevas para cada pareja —digo yo, que no sé ni lo que digo—. Las esposas son algo muy personal. Los condones no. A menos que estén usados, claro.
—No sé… yo no pienso tirar el vibrador.
Sam y yo estamos tomando la segunda copa cuando nos fijamos en dos tíos que hay en la barra. Los dos llevan traje y deben andar por la treintena. Uno está hablando por el móvil, el otro tiene sombra de barba y los dos son muy, pero que muy guapos.
—Vamos a llamarlos —dice Sam.
A mí me parece que a los hombres no hay que llamarlos. Se darían cuenta de que estamos desesperadas.
—Lo mejor será mirarlos fijamente.
—De eso nada —dice Natalie—. Ni llamamos ni miramos.
—¿Y qué hacemos entonces?
—Reírnos mucho, como si lo estuviéramos pasando bomba. Y los ignoramos por completo.
—¿Ése es el plan? —pregunto yo. Creo que Natalie debería leer más revistas femeninas.
—Ése es el plan.
—Creo que necesito otro Martini —suspira Sam.
—Tómate el mío —se ofrece Natalie.
Veo la turbación en el rostro de mi compañera de piso. ¿Debe tomar la copa de Natalie sin preocuparse de los gérmenes?
—Vamos, Sam, eres una mujer nueva, ¿recuerdas? —la animo.
—Gracias —asiente ella.
Natalie suelta una estruendosa carcajada, echando la cabeza hacia atrás. De modo que lo de «aparentar que lo estamos pasando bomba» ya ha empezado.
Diez minutos más tarde, los dos del traje están sentados con nosotras. Natalie está ligando con el que necesita un afeitado y Sam con el del móvil. Yo pensé que Sam ligando sería como una chica que sale del baño con el vestido metido dentro de las medias, pero tiene un talento sorprendente. Una vez que se presenta como Samantha, se convierte en una ninfa. Empieza por aparentar muchísimo interés en lo que él le cuenta para después volver el foco de atención hacia sí misma.
—Yo soy profesora —contesta cuando le pregunta a qué se dedica. Como le pregunte qué signo es, vomito.
—Espero que no castigues a tus alumnos.
—Normalmente, no. Hacen muchas trastadas, pero yo sé cómo controlar a los niños malos.
¿Lo que abulta en el pantalón es el móvil o es que está contento de verla? Quizá esto de los azotes tiene su cosa.
En el ascensor, el de la barba pregunta cuándo puede volver a vernos.
—Desgraciadamente, eso no será posible —dice Sam, dejándonos boquiabiertas—. Pero encantada de conoceros —añade, besándolos a ambos en la mejilla.
¿Eh? ¿Me he perdido algo?
—¿No querías conocer hombres? —le pregunto cuando no pueden oírme.
—Olvídalo. Ni siquiera nos han invitado a la copa.
—Pero si ya las habíamos pagado.
—Nada, son unos ratas —insiste ella. Natalie asiente—. Además, ¿qué clase de idiota liga con una chica en un bar?
Quince minutos más tarde, Natalie nos deja en casa.
—¿A que no sabes qué vamos a hacer mañana? —pregunta Sam.
—¿Dormir?
—Sí. Y después nos vamos a hacer un piercing en el ombligo.
Esta Samantha está empezando a asustarme.