8
He creado un monstruo

A las 9:30 Damon está sentado en el banco de la esquina. Lleva una camisa gris con una raya verde horizontal. Su armario debe ser como un gráfico.

—Hola —me saluda con un beso en la mejilla. Entonces me doy cuenta de que lleva vaqueros. ¿Vaqueros en la primera cita? Lo que falta es que se meta la mano en los bolsillos para rascarse la entrepierna. ¿Llevaba vaqueros en Orgasmo? No sé. Estaba demasiado entusiasmada como para fijarme en eso.

Al menos, ha dejado de llover.

—Hola. ¿Dónde vamos?

—No lo sé. ¿Dónde quieres ir?

Esto es una cita. Se supone que Damon debería saber dónde vamos, debería haberlo planeado. Además, ¿dónde demonios está ese café francés en el que, supuestamente, iba a revelarme los secretos del universo?

—¿Qué tal La Rosa? Está cerca de aquí.

Sin saberlo, acaba de ahorrarse pasar a la historia como esa cita que: me-hizo-quedar-en-la-esquina-llevaba-vaqueros-y-no-sabía-dónde-ir.

La Rosa es un bar muy mono, pero solo hay otra pareja. Las mesas son redondas, de madera, como la mesita de café de casa. Pero en casa me veo la cara porque Sam la limpia cada cinco minutos y aquí veo huellas dactilares. Nos sentamos cerca de la barra.

Hablamos de lo simpático que es el bar.

Yo empiezo a ponerme nerviosa. ¿Por qué no viene la camarera?

—¿Qué pasa? —me pregunta Damon.

—Las sillas no son muy cómodas.

Traducción: vete buscando otra mesa. U otro bar.

—Voy a pedir las copas. ¿Qué quieres tomar?

Nada que tú puedas ofrecerme, guapo. Por el momento, no estoy nada impresionada con el de la raya.

—Martini, por favor.

Lo veo en la barra pidiendo las copas; parece nervioso. No pienso pagar la mía. Me niego.

—Vamos a la terraza —dice, con una jarra de vino en la mano—. Por lo visto, las sillas son más cómodas.

Ah, qué detalle. Quizá estoy siendo demasiado dura con él.

En la terraza hay diez mesas de metal, cada una con una velita. No hay nadie más que nosotros.

—Espera… —me dice cuando voy a sentarme—. Creo que la silla está mojada.

Otro detalle. Desde luego, estoy siendo demasiado dura con él. Quizá no sale mucho, quizá no sabe que no debe llevar vaqueros en la primera cita, que debería haber elegido un café francés, que debería haber ido a buscarme a casa. ¿Serán mis ideales demasiado elevados? ¿Habrá algún hombre que cumpla los requisitos?

Mi silla está mojada y Damon la limpia con una servilleta.

—¿Te importa si fumo? —pregunta, sacando un paquete de Marlboro.

—No.

Nunca he fumado, no me gusta. Pero los fumadores, al menos, siempre tienen algo que hacer con las manos.

Saca un cigarrillo y lo enciende con la vela. Yo le digo que me encantan los helados de Boston y él me dice que sufre intolerancia a la lactosa y debe tomar unas pastillas que valen quince dólares por caja. Luego hablamos del queso; los dos estamos de acuerdo en que no es cheddar a menos que sea curado. Entonces dice que tras el café de la cena solo se deben beber Baileys y yo le digo que me gustan más las fotografías en blanco y negro que las de color.

La terraza empieza a llenarse de gente, bueno, no tanto, pero al menos hay otras tres mesas ocupadas. Hablamos de relaciones y de exnovios. Le pregunto y me dice que él ha cortado recientemente una relación y yo le digo que a mí me ha pasado lo mismo.

De repente empieza a llover y los ocupantes de las otras mesas toman sus copas y entran en el bar.

—¿Dónde vives? —le pregunto.

—A la vuelta de la esquina, en las torres Platino.

¿Eso es una información o una invitación?

—Ah, ya.

—Pero son pisos de renta antigua.

—¿Vives solo?

—No, vivo con otra persona.

Estamos mirándonos a los ojos, de forma magnética. Le digo que me gustan sus gafas, que nunca he encontrado unas que me queden bien y que llevo lentillas. Me prueba sus gafas para ver cómo me quedan.

—¿Qué tal estoy?

Él me dice que guapísima.

—A los hombres no les gustan las mujeres con gafas.

—¿Quién lo dice?

Se las devuelvo y nuestras manos se rozan y… oh, cielos, Damon toma mi mano. Si yo fuera una de las protagonistas de Cupido diría que siento un escalofrío por la espalda, pero la realidad es que el roce se me sube a la cabeza. ¿Es ésta la química por la que Julie siempre está lanzando gemidos? Julie, el personaje, no Julie la editora. ¿Cómo puedo saber si es la química o el Martini? ¿Hay alguna diferencia? ¿Debería estar borracha todo el día?

—Dorothy Parker lo dice.

—Ah, Dorothy. ¿No era alcohólica? —pregunta Damon, sin soltar mi mano.

Yo dejo escapar una risita.

—¿Y qué hay de malo en eso?

Damon está acariciando la palma de mi mano como hacía Matt Roland en sexto. Me dijo que cuando un chico te acaricia la palma de la mano es porque quiere sexo y yo le di un puñetazo.

—Vamos a jugar a Autor —dice mi futuro esposo.

—¿Qué es eso?

—Yo digo un título y tú tienes que adivinar el autor.

—Vale, empieza.

—David Copperfield.

—Demasiado fácil.

—El viejo y el pan.

Yo suelto una carcajada. Es un juego de palabras, se refiere a El viejo y el mar.

—¿Quién es tu poeta favorito?

—No puedo elegir solo uno.

Entonces empieza a recitar una poesía, pero a mí nunca se me han dado bien esas cosas. Además, yo me especialicé en el siglo XIX. Todo lo anterior me suena igual.

—¿John Donne?

—No, pero cerca. Andrew Marvell: A su tímida amante.

Creo recordar el poema de la universidad. Un hombre intenta convencer a su amada para que se acueste con él diciéndole que debería disfrutar la vida mientras sea joven y hermosa porque algún día será demasiado tarde.

Sé que no debería hacer esto. Cada consejo de mi madre, cada consejo de las revistas femeninas me avisa: ¡No!, ¡no! con grito de aterrada adolescente en una película de miedo. El problema es que han pasado cuatro meses desde que… eso son más de ciento veinte días. Pero ¿cómo se convertirá esto en una relación de almas gemelas si me acuesto con él el primer día? Una auténtica heroína romántica no se acostaría jamás con un hombre en la primera cita. La tensión sexual tiene que crecer hasta el capítulo nueve, donde se convierte en un «deseo imposible de resistir». En un momento de pasión, ella se deja llevar y acaban en la cama. Normalmente se queda embarazada, desaparece del mapa y solo vuelve a verlo dos años más tarde, cuando se lo encuentra en una tienda de vídeos. Y, por supuesto, ella va con un precioso niño, Adam, que tiene la misma sonrisa que su padre. Y, por supuesto, ella jamás ha olvidado al padre de Adam.

¡No! ¡No! ¡No!

A tomar por saco la timidez; esta noche me siento valiente.

Me inclino un poco y le doy un beso. Y no un simple roce, sino la clase de beso que sacaría a la Bella Durmiente de su estado de coma.

Un siglo después él dice:

—Vámonos de aquí.

Y mientras corremos bajo la lluvia no me suelta la mano. Somos como modelos de un anuncio de colonia. Seguro que su apartamento es muy masculino, decorado con libros, un póster de Reservoir Dogs y ceniceros en forma de mujer desnuda.

—¿Dónde vives? —me pregunta.

¿Dónde vivo? ¿No vamos a tu casa? Mi cama está sin hacer y colgando sobre el cesto de la ropa sucia hay cosas inidentificables. Así que le doy otro beso.

—Vamos a tu casa. Está cerca de aquí, ¿no?

—Sí, pero yo quiero ver la tuya.

Pienso en Sam y su ultimátum. Mi casa puede ser mal sitio. Lo beso de nuevo.

—Y yo quiero ver la tuya.

Poniendo un brazo alrededor de mi cintura pasamos por delante de las torres Platino. A lo mejor su casa también está hecha un desastre y no quiere que piense que es un cerdo…

—No podemos ir a mi casa.

—¿Por qué no?

—Porque no.

Y, de repente, tengo una iluminación.

—Vives con tu novia.

Ahora entiendo por qué vive en un edificio tan caro. Probablemente su novia paga los gastos mientras él escribe.

—Estoy buscando otro apartamento, pero el salario de un escritor free lance no es precisamente…

—Vete al infierno.

—¿No podemos ir a tu casa?

—No pienso acostarme con el novio de otra.

—No quería acostarme contigo —dice Damon.

¿Perdón? ¿Cómo que no quieres acostarte conmigo?

—¿Y qué pensabas hacer, recitar poesías?

Damon me mira a los ojos.

—Podernos hacer otras cosas que… no son consideradas relaciones sexuales.

—¿Te refieres… al sexo oral?

—Por ejemplo.

¿Pero quién demonios te crees que eres, imbécil? Andrew Marvell no estaba intentando convencer a su chica para que le hiciese una mamada.

Si supiera algo más de Tae Kwon Do le daría una patada en la ingle.

—Vete a tomar por culo.

Me doy la vuelta, indignada. No es un gesto muy original, pero sí efectivo.

Llamo a Wendy.

—No te lo vas a creer.

Le cuento lo que ha pasado.

—¿Qué número te dio?

—Un móvil.

—Claro, eso es porque no quería darte el de su casa.

—Me siento fatal.

—Y te sentirías peor si te hubieras acostado con él.

A las tres de la mañana me parece oír ruidos en la habitación de Sam. Supongo que estará revolcándose con Marc. Qué suerte. A las 3:30 oigo gruñidos en el salón. ¿Por qué lo están haciendo el sofá? ¿Y si me entra hambre?

A las cinco suena el teléfono. Oigo sollozos. ¿Quién es?

—¿Dígame?

Sollozos.

—Soy yo —dice una voz—. ¿Estás despierta?

—Sí —contesto. ¿Por qué siempre digo eso si cuando no es verdad?—. ¿Qué ocurre?

—Me he comido todo el helado de chocolate y ahora me estoy comiendo las galletas.

Sollozos.

—¿Qué ha pasado?

—Dice que necesita su espacio. No quiere vivir conmigo. No me quiere.

—¿Quién eres?

—¿Qué?

Ah, Sam. ¿Por qué me ha llamado por teléfono si está en el salón?

—He leído en la revista City Girls que cuando un tío dice que necesita espacio es porque no sabe si salir corriendo o casarse…

—¿Dónde estás?

—En el salón, hablando por el móvil.

—Voy para allá.

Pero primero paro en la cocina. ¿Sam ha dicho algo de unas galletas de chocolate? Genial. La caja está vacía. Voy a comer unas galletitas de queso. Me huele que va a ser una noche muy larga.