Muy bien, no fui el miércoles después de trabajar, pero no fue por pereza, lo juro. Sino porque ahora tengo un nuevo plan de vida. Voy a hacer las cosas bien. En lugar de aparecer por allí, llamaré para pedir cita. ¿Ves lo organizada que puedo ser cuando me pongo? El maestro Nan Chu me dijo que fuera el sábado por la mañana para la clase de prueba. Y gratis. Un momento… ¿para qué necesito una clase de prueba? ¿Y si no le gusto? ¿Podría echarme?
Voy a parecer la chica de Flashdance cuando bailaba She’s a maniac. Afortunadamente, tengo unos pantalones cortos de Calvin Klein y un top a juego que compré en las rebajas.
Mañana es sábado, así que esta noche no puedo salir. O no puedo salir hasta muy tarde. Si quiero estar en el estudio de Tae Kwon Do a las once, tendré que salir de casa a las diez. Y debería tomar un desayuno fuerte, de modo que me levantaré a las nueve.
Pero lo primero es lo primero. Esta noche me voy a Orgasmo con Natalie. Si llega, porque llevo esperándola una hora en el portal encaramada en los tacones.
Por fin veo un brillante BMW. La conductora tiene dientes de anuncio y el pelo largo y brillante. Natalie me hace señas por la ventanilla.
—Jackie, te presento a Amber.
¿Amber? ¿Una cantante, una estrella del porno?
—Hola, Amber, encantada.
Lleva las uñas superpostizas y esos pechos…
—¿De qué os conocéis?
—Éramos compañeras de clase.
Seguro que no fue a la universidad. Tiene pinta de boba.
—¿El instituto?
—No, el primer año de universidad —contesta Amber con voz chirriante.
—Vivimos muy cerca —dice Natalie.
—Ah, qué bien.
Ahora le toca el turno a Amber de hacerme una pregunta. Silencio. Muy bien. Pues me toca a mí otra vez.
—¿Qué haces en Boston?
—Vivo aquí.
Sí, eso ya lo sé, mema. Quería saber en qué trabajas, pero evidentemente estás todo el día limándote las uñas o comiendo ensaladas sin calorías.
Desde el episodio del exhibicionista, Natalie se niega a ir andando a ninguna parte. De ahí la aparición de Amber.
—¿Dónde vamos a aparcar? —pregunto. Nadie me contesta. ¿Dónde estoy, en una absurda obra de Beckett?
Por fin, Natalie se vuelve hacia mí.
—Amber aparca delante del cuartel de bomberos.
—¿Delante del cuartel? ¿Es que tenéis algún amigo allí?
Nadie contesta.
—¿Tu padre es bombero?
—No, es cirujano.
Ah, claro, qué tontería.
—Entonces, ¿tú eres bombero?
—No, soy dentista.
Ah, vaya. Entonces no es mema, es una asquerosa.
El cuartel de bomberos está detrás de Orgasmo. Seis hombres, bomberos me imagino (no había que ser muy lista, lo sé), están fumando en la puerta. Pero un bombero no debería fumar, ¿no?
—Tontead con Fred, ¿vale?
¿Fred, quién es Fred?
Amber sale del coche y veo que no solo tiene dientes de dentista, toda ella parece un tubo de pasta de dientes… aplastado por abajo. Todo el material está arriba, en las tetas. Falsas, por supuesto. Más falsas que Judas.
Y la nariz también parece falsa.
Un hombre bajito de aspecto oriental se acerca a nosotros.
—Hola, Fred —dice Amber, pasando la mano por su brazo—. ¿Me has echado de menos?
—¡El amor de mi vida! Pensé que te habías olvidado de mí.
—¿Olvidarte? Imposible.
Amber besa a Fred… en los labios.
¿Será su novio?
—¿Te acuerdas de mí, Fred? —pregunta Natalie.
—Claro que me acuerdo de ti. ¿Cómo voy a olvidar una cara tan bonita?
Y Fred va y besa a Natalie en los labios.
¿Yo también tengo que besarlo?
—¡Hola, chicos! —saluda Amber a los demás. Todos saludan con la mano.
—¿Habéis venido a entretenernos? —pregunta Fred.
—Esta noche no, cariño. Vamos a Orgasmo.
—¿Necesitáis ayuda?
Puaj, qué asco. ¿Todo esto para que nos dejen aparcar?
—Otro día. Supongo que podemos dejar el coche aquí —dice Amber, no pregunta.
—¿Quién puede decirle que no a tres chicas tan guapas?
—Gracias, de verdad.
Amber vuelve a besarlo. En los labios.
Natalie lo besa. En los labios.
Yo le digo adiós con la mano.
La camarera me saluda con la cabeza. Aparentemente, me he convertido en una habitual. Pero es Amber quien sabe su nombre y quien consigue una mesa al lado de la barra. Amber y Natalie escogen las sillas que miran hacia el bar mientras a mí me toca la que mira a la pared.
—¿Qué queréis tomar?
—Un Manhattan —dice Amber.
Me gustaría preguntar lo que es un Manhattan, pero sé que sería una pregunta tonta.
—Yo también —dice Natalie.
—Yo también.
Vale, no debería. Pero Amber parece la clase de chica que sabe qué pedir en un bar como Orgasmo.
—¡Creo que acabo de ver a Darlene Powel! —exclama Natalie—. No, no puede ser ella. Me la encontré la otra semana en Saks y estaba horrorosa. Tenía unas bolsas bajo los ojos más grandes que las que llevaba en la mano.
La camarera trae tres copas con un líquido rosado. Está rico. Muy rico. Al menos vales para algo, Amber, Heather, Tiffany o como te llames.
—¿Has visto el anillo de Debbie? —pregunta Natalie.
Amber se pasa una mano por la larga melena lisa.
Eso no es un diamante, es una birria. Qué vergüenza.
No puedo soportar esa conversación.
—Vuelvo enseguida.
Me acerco a la barra, pero tengo que abrirme paso a codazos. Además, al moverme se derrama un poco del líquido rosado.
Por fin consigo llegar. ¿Y si el amor de mi vida está al otro lado? ¿Y si solo va a estar allí durante cinco minutos más? Si no me encuentro con él ahora mismo, es posible que esté condenada a vagar por la tierra sola durante toda la eternidad.
Oh, cielos, el rubito del jersey con la rayita. Está sentado en un taburete, solo. Pero está muy lejos. ¿Cómo voy a llegar hasta él? Si lo intento me tiraré todo el Manhattan encima. Horror, nunca llegaré al amor de mi vida, mi adorable, inalcanzable objetivo.
Pero entonces descubro que puede ser un golpe de suerte porque acabo de ver a Jonathan Gradinger apoyado en la barra. Lleva un jersey negro de cuello alto, que me reafirma en la idea de no salir con hombres que llevan jerséis de cuello alto.
Y, por cierto, ¿por qué el rubito vuelve a llevar un jersey con raya? ¿Algún cuelgue de la infancia? Quizá sea el tipo de hombre ordenado que planea cada detalle. Como yo. ¿No he llamado al estudio de Tae Kwon Do con antelación? El rubio ha planeado su futuro: esta noche conoceré a la chica de mi vida: yo. Me enamoraré de ella: yo. Le pediré que se case…
Un cabello rojo aparece ante mi vista. ¿Andrew? Gracias a Dios. Ahora podré hablar con alguien que conozco mientras pruebo a los escépticos que tengo amigas.
Me acerco a él dando codazos. Alguien me toca el trasero.
Andrew sonríe al verme.
—Hola, Jackie. Me había parecido verte… ¿has venido sola?
—No, no he venido sola, bobo —contesto, dándole un golpe en el brazo—. He venido con Natalie y otra amiga.
—Ya me imagino —sonríe él—. Supongo que no sales por ahí sola todas las noches.
—Qué bobo eres. ¿Quién era la rubia?
—¿Rubia? ¿Dónde? —pregunta Andrew, mirando alrededor.
—La del cine.
—Ah, no sé, estará estudiando.
—¿Y tú cuándo estudias? Porque siempre te veo por ahí.
—¿Yo? Solo he salido tres o cuatro veces este año.
—Sí, claro. Y tres en la última semana.
—Lo más importante es… ¿dónde has estado tú todo el año?
—Por ahí.
Por mi apartamento, vaya.
—Yo solo salgo cuando me saca Ben —dice él. Una morena nos empuja sin querer. Estamos muy cerca. ¿Se da cuenta Andrew de lo cerca que estamos?
¿Sabes que cuando alguien está muy cerca puedes sentirlo aunque no puedas tocarlo?
—¿Quién es Ben? —pregunto, después de aclararme la garganta.
—Mi compañero de piso. ¿No lo conoces? Él sí que sale.
La morena se ha apartado y volvemos a la posición inicial.
—¿Es guapo?
—¿Guapo? Yo no sé si un tío es guapo.
—Venga ya. Yo sé si una chica es guapa o no.
—¿Quién es guapa, por ejemplo?
—Olvídalo. No pienso aportar nada a tus fantasías lésbicas hasta que me digas si ese Ben es soltero.
¿Morena? ¿Morena? Vuelve, morena, vuelve ahora mismo y apretújame contra este chico.
—¡Ben! —llama Andrew a un rubio con camisa blanca—. Ben, ¿estás soltero esta noche?
Yo le doy un golpe en el brazo.
—¿Por qué me pegas?
—Porque eres tonto.
—¡Ben!
El rubio se acerca y me mira de arriba abajo.
—Hola.
—Ben, Jackie. Jackie, Ben.
El rubio me besa la mano.
—Encantado de conocerte. ¿Quieres una copa?
—¿Por qué no le devuelves la mano a mi amiga y pides copas para todos?
—Es que tiene la piel tan suave…
Y él tiene los labios muy suaves. Pero huele a alcohol.
—Olvídate. Está comprometida.
¿Comprometida? ¿Andrew tiene algún interés? ¿Debo decir algo? ¿Me gusta Andrew?
Sonriendo, Ben suelta mi mano y se acerca a la barra.
—¿Por qué me estropeas el rollo con un chico tan guapo?
—Porque Jeremy no me perdonaría nunca si te dejo salir con Ben.
¿Jeremy? ¿Jeremy?
—¿Jeremy?
—Quiero decir…
—Que la única razón por la que hablas conmigo es para comprobar que yo estoy sola mientras Jeremy se tira todo lo que pasa por delante, ¿no?
—Oye que no, no quería decir eso… Acuéstate con quien quieras —dice Andrew, nervioso—. Pero como amigo, como amigo de tu ex, no puedo recomendarte que te acuestes con un tío que se tira a cuatro tías por semana y se bebe una botella de vodka al día.
—Ah.
—A menos que te guste ese tipo de tío.
—No, la verdad.
—En ese caso, te perdono. Al menos, no has vuelto a pegarme.
—Toma, guapa —dice Ben, ofreciéndome un chupito de un líquido marrón.
—¿Qué es?
—No te preocupes, tú bébelo —sonríe el rubio, al que yo miro ahora con otros ojos—. Por la guapísima amiga de Andrew.
—Muy bien, brindemos por eso.
—Por echar un polvo. Esta noche —dice Ben entonces.
Yo casi me atraganto.
—¿Qué?
—¿Quieres venirte a casa conmigo, guapa?
—No.
Ben se encoge de hombros y vuelve a la barra.
—Por los ruidos que salen de su dormitorio, creo que te pierdes algo bueno —dice Andrew.
—Lo dudo. Lo que oyes será a tu amigo vomitando en el cesto de la ropa sucia. O sus sollozos cuando descubre que no se le levanta.
—¿Seguro que no quieres pensártelo? A pesar de todo no es mal chico.
—¿Hace un minuto me aconsejabas que no me acercase a el y ahora eres mi chulo?
—¿Para qué están los amigos?
¿Amigos? Qué concepto tan interesante.
—No te puedes imaginar lo difícil que es hacer amigos en una ciudad extraña —le confío—. Por alguna razón, acercarte a un extraño y pedirle que te cambie unas bombillas no es tan fácil.
—Normal. Es el intercambio de toda la vida: trabajo manual por sexo. ¿De cuántas bombillas hablamos exactamente?
—Un par de docenas. Y una estantería que tengo que colocar.
—A ver si lo entiendo. ¿Yo me mato a trabajar en tu apartamento y no consigo nada a cambio?
Puedes conseguir lo que quieras a cambio.
—Mi amistad eterna. Y una cena.
—¿Sabes cocinar? ¿Cuál es tu especialidad?
—Pedir pizza por teléfono —contesto yo, mientras vuelvo coquetamente a la mesa con Natalie y Amber—. Y sé hacer reservas de maravilla.
Tengo que sentarme. Me duelen los pies. ¿Por qué los zapatos más ideales son siempre tan incómodos? Estoy a punto de sentarme cuando veo que el rubio del jersey de la rayita está en la silla de Amber.
—He vuelto.
Es muy mono. El pelo rubio le hace parecer muy joven, pero las gafas fashion Nueva York le dan un toque serio.
—¿Dónde estabas? —pregunta Natalie.
—Hablando con Andrew.
—¿Andrew? ¿Dónde?
—En la barra.
—¿Con quién está?
—Con un tal Ben.
—¿Ben Manson?
—No lo sé.
—¿Alto, guapo, rubio?
—Sí.
—¿Borracho?
—Ese mismo.
—Ese chico siempre está borracho —dice el rubio del jersey.
Natalie lo mira y luego me mira a mí.
—Vuelvo enseguida —dice, que traducido significa: me marcho para que puedas ligar con él—. Amber no quiere que perdamos la mesa, así que no os levantéis.
¿Levantarnos? Lo dirás de broma.
—Hola, soy Jackie.
—Damon —dice él, estrechando mi mano con fuerza. Buen apretón, buena personalidad.
—Hablame de ti —sonríe Damon—. Yo soy escritor.
Esto debe ser cosa del destino.
—Yo soy editora. ¿Qué estás escribiendo?
—Una novela.
—¿La primera?
—Sí.
—¿Sobre qué?
—El despertar de un chico en Boston.
Oh, Dios mío, no me lo puedo creer. Si yo escribiese una novela, sería precisamente sobre ese tema. Bueno, sobre el despertar de una chica porque la profundidad de la mente masculina se me escapa todavía. De hecho, desde Jeremy, empiezo a preguntarme si la mente masculina tiene profundidad alguna. Además, probablemente acabaría escribiendo sobre una chica que se hace mujer en Connecticut. Lo único que conozco de Boston es este bar y no me parece un sitio adecuado para que a una chica le llegue el período.
Damon sonríe estilo Jack Nicholson.
—¿Cómo te hiciste editora?
—Estudié filología inglesa y después hice la mitad de un máster.
—¿En qué te especializaste?
—En literatura del siglo XIX. En el curso de postgraduado estaba estudiando los períodos romántico y realista de la literatura norteamericana.
Pero lo había dejado para seguir a Jeremy hasta Boston.
—Supongo que tú también estudiaste filología.
—Sí, claro —sonríe Damon.
Nunca he salido con un licenciado en filología. En el instituto solo había brutos que jugaban al fútbol o chicas estupendas, pero ningún chico sensible y guapo interesado en la literatura, ningún chico que pudiera hablar del universo a las dos de la mañana, ninguno de los que dicen «mi idea de un buen fin de semana es leer a Karl Marx, desnudo, en una playa de México».
—¿Y tú? ¿En qué te especializaste?
Si dice poesía, la búsqueda ha terminado. Llevaré mis botas de putón al primer convento que encuentre y aceptaré mi destino.
—Intenté concentrarme en la poesía lírica.
Oh, Dios mío. Oh, Dios mío. Dentro de cincuenta años estaremos sentados en un porche, viendo anochecer. Yo lo ayudaré a terminar su última novela, quizá en una casa en las colinas como La casa de la pradera pero con buenas cañerías, vitrocerámica y ordenador. Y un piano. Un piano, sí (quizá debería empezar a estudiar mañana mismo). Yo tocaré el piano, él pagará las facturas y coleccionaremos objetos de arte.
—¿Y qué es lo que editas? —me pregunta mi futuro esposo.
—Pues… manuscritos.
—¿Qué tipo de manuscritos?
—Novelas femeninas.
—¿Las nuevas Virginia Woolf?
Pues no.
—Trabajo en la editorial Cupido.
—¿Novelas de amor? —ríe Damon—. Henry James estará dando saltos en su tumba. Oye, ¿te apetece una copa?
—Un Manhattan, desde luego.
—¿Manhattan? Una bebida sofisticada.
Gracias, Amber.
—Yo soy una chica sofisticada.
—Entonces tendré que volver corriendo.
—Sí, por favor.
Todo va perfectamente. He conocido a mi alma gemela por fin. Damon vuelve rápidamente con dos Manhattan.
—Ah, sigues aquí.
Como si pudiera irme a alguna parte ahora que nos hemos emparejado (no literalmente, pero pronto).
—Quiero que me cuentes algo más sobre tu novela —digo, bajando la cabeza. ¿Y si se me ponen los dientes rojos con el Manhattan? Tendré que beberlo cuidadosamente, sin dejar que roce las encías—. ¿Dónde has publicado?
—En Playboy, en Dinero… en alguna otra revista. Relatos cortos casi siempre, pero también he hecho algunas entrevistas. Solía escribir…
No me entero del resto porque me he quedado con lo del Playboy.
—¿Qué escribiste para Playboy?
—Un relato.
—¿Ah, sí? Me encantaría leerlo.
—¿Te gustan los relatos eróticos?
¿Los relatos eróticos? Soy la reina del erotismo.
—Trabajo en Cupido, ¿recuerdas?
—Ah, es verdad. ¿Qué haces mañana por la noche?
Eso sí ha sido repentino. Yo hago como que me lo pienso.
—¿Qué te apetecería hacer?
—Me gustaría invitarte a una copa.
Por fin, la clase de hombre que te habla de Joyce en un bar a las dos de la mañana.
—Muy bien. Siempre que no quieras salir conmigo porque me dedico al porno suave.
Lo digo de broma, claro. Supongo que también él se da cuenta de que ha encontrado a su alma gemela.
Damon mira hacia la barra.
—Veo que mi amigo me está haciendo señas. Tengo que irme… pero quiero confirmar que te veré otra vez.
No solo es sensible (obligatorio para un escritor), también es listo.
Se acerca a la barra para pedir un papel y un bolígrafo y veo que la camarera le pregunta: «¿Has ligado?». Qué inmadura.
Escribo mi número y mi nombre en la servilleta. Mi nombre en letras grandes. Es lo primero que le he dicho, pero quizá entonces Damon no sabía que acababa de encontrarse con su destino.
Y allí me quedo sentada, sola. Pero no pienso quedarme allí mucho tiempo, así que me abro paso hasta la barra.
—Hola —le digo a Natalie, que está hablando con Ben.
—Hola. ¿Qué te ha parecido Damon? Os dedicáis a lo mismo.
—Parece muy agradable. Quiere invitarme a una copa otro día.
—¿Ah, sí? Yo pensé que seguía con Suzanne.
Se me viene el mundo encima.
—¿Quién es Suzanne?
—Su novia, pero debe haber cortado con ella.
—Damon es buena gente, ¿verdad?
—Es un cielo.
—¿Quién es un cielo, yo? —pregunta Ben.
—Damon.
—¿Damon qué?
—Damon…
Maldita sea, se supone que debía haberle preguntado el apellido. Nunca me acuerdo de esas cosas, ni de los cumpleaños, ni de dónde guardo los billetes de avión. Aunque eso solo me pasó una vez, lo juro. Por mucho que diga Janie, el otro billete lo perdió ella.
—Damon Strenner —dice Natalie.
Jackie Strenner… suena bien.
Ben hace una mueca.
—¿Vas a salir con Damon Strenner? Pero si ese tío es un pelagatos.
Natalie levanta los ojos al cielo.
—En veinte minutos has llamado pelagatos a tres tíos. ¿Hay alguno en el bar que no te lo parezca?
Ben arruga la frente, como si le hubieran hecho una pregunta difícil.
—Sí —dice por fin—. Andrew.
—Dime otro que no haya sido amigo tuyo desde los cinco años.
¿Desde los cinco años? Esto es interesante.
—¿Cómo es que conoces a Andrew desde los cinco años?
—Nuestros padres son amigos —contesta Ben con una sonrisa traviesa.
¿Qué es esto, una mano en mi espalda? ¿Es su mano deslizándose por mi espalda?
—¿Dónde está Andrew? —pregunto, intentando apartarme.
—No lo sé. He visto a Jess… así que supongo que se han ido juntos.
—¿Quién es Jess? —pregunta Natalie.
—Su chica.
Jessica, la rubia. ¿Su chica significa su novia, su rollito?
La mano de Ben está en mi culo. Le digo a Natalie que es hora de marcharnos.
De vuelta en el apartamento cuarenta y cinco minutos más tarde, encuentro a Sam en el sofá. Está viendo una película romántica como hipnotizada.
—Hola. ¿Estás viva?
Sam murmura una respuesta ininteligible mientras yo me quito las botas.
—¿Hay algo de comer?
—Cereales.
Ah, pues muy bien. Yo no sé por qué la gente no toma cereales todo el día. Junto con la leche forman dos grupos alimenticios fundamentales. Siempre que eches la cantidad exacta para que el cereal no se quede demasiado blandurrio.
—¿Qué ha pasado?
—Lo odio.
¿Qué ocurre, problemas en el paraíso? Oh, no, aquí llegan las lágrimas.
—A ver, cuéntame —digo, sacando un pañuelo—. Para eso estamos las compañeras de piso, para contarnos las penas. Por cierto, ¿a quién sueles contarle tus broncas con Marc? —pregunto entonces, percatándome de que no conozco a ninguna amiga de Sam.
—¿Qué quieres decir? Se lo cuento a Marc.
Uy, esta chica necesita una terapia urgente.
—¿A nadie más?
—A mi madre.
—¿No tienes amigas desde que sales con Marc?
—No.
—¿Cuándo empezaste a salir con Marc?
—Hace cinco años —contesta Sam, sin dejar de mirar la televisión—. Pero Natalie es mi amiga.
—Y la última vez que hablaste con Natalie fue…
Sam me mira entonces, horrorizada.
—Tienes razón. No tengo amigas y tengo un novio que nunca se casará conmigo.
¿Casarse contigo? ¿Quién está hablando de matrimonio?
—Tengo veinticinco años y me convertiré en una solterona.
—Tengo noticias para ti, querida. A menos que te reconstruyas el himen, nunca serás una solterona. Además, tú estás más cerca del matrimonio que cualquier otra persona que yo conozca.
—Mi madre me tuvo a los veinticuatro. Se casó a los veintiuno.
—Sí, la mía también. Y mira lo bien que salió.
—¿Es que no te das cuenta? Seguiré saliendo con Marc hasta los treinta y entonces mi reloj biológico empezará a llamar la atención y tendré que cortar con él y nadie más me querrá.
¿Reloj biológico? Yo no tengo ni reloj de pulsera. Estos temas están más allá de mi radar.
—Bueno, primero tienes que dejar de ver esa película —digo, tomando el mando—. Lo segundo, cuéntame qué ha pasado para que pueda ayudarte. Para empezar, dime cómo conociste a Marc.
—En una biblioteca —contesta Sam, medio llorando—. Siempre estudiaba en la misma mesa que yo. Un día metió una nota en mi libro de psicología infantil…
—¿Para qué estudiabas psicología infantil, para entender a los hombres?
—No, para entender a los niños.
—Ah, claro.
—La nota decía: «Hola, ¿quieres que cenemos juntos?». Yo, por supuesto, le dije que sí y…
—¿Lo escribiste o se lo dijiste de palabra?
—Se lo dije.
—¿Y cómo sabías quién era?
—Porque estaba sentado frente a mí.
—¿Y sabías que había sido él quien te escribió la nota?
—Claro.
—Podría no haber sido él.
—¡Claro que fue él!
—¿Cómo lo sabes?
—No seas boba, era él. ¿Quieres que te lo cuente o no?
—Venga, sigue.
—Salimos a cenar y hemos estado saliendo desde entonces.
—¿Ésa es toda la historia?
—Ésa es toda la historia.
—Sería más interesante si el que escribió la nota hubiera sido otro.
—Por favor… Ahora el problema es que tenemos que llevar la relación a otro nivel.
¿Otro nivel?
—¿Estás diciéndome que no os habéis acostado? Porque no pienso creérmelo.
—Claro que nos hemos acostado. Pero hay otros niveles, hija.
—Lo siento, yo de esos otros niveles no sé nada.
—Llevamos juntos cinco años y creo que es hora de que vivamos juntos.
¿Está loca? ¿Ha perdido la cabeza por completo?
—Ésa es muy mala idea.
—¿Por qué? ¿No crees que dos personas que se quieren deben vivir juntas?
—Claro que sí. Pero no creo que una amiga deba dejar a otra con un apartamento de dos habitaciones.
—No me marcharía hasta septiembre, mujer. Te daría tiempo para buscar otra compañera de piso. O podríamos buscar un apartamento para los tres —dice Sam.
—Ya, seguro.
—Aún no se lo he dicho —suspira Sam—. Pero le he dado un millón de pistas.
—¿Qué clase de pistas?
—El año pasado, cuando Angie se marchó, le pregunté a Marc qué debía hacer y me dijo que pusiera un anuncio buscando otra compañera de piso. Pero debía haber dicho: es hora de que vivamos juntos.
—¿Estás enfadada por algo que dijo hace un año?
—No, estoy enfadada por algo que ha dicho esta noche. Quería que me quedara a dormir en su casa y cuando le he dicho que tenía que venir a buscar algunas cosas va y me dice: deberías tener cepillo de dientes y ropa interior en el coche. ¡En el coche!
—¡En el coche!
—¡En el coche! No en su apartamento, sino en el coche. Y yo pregunto, ¿eso te parece normal? Por supuesto, no me quedé a dormir con él después de ese comentario.
—Quizá le dé miedo el compromiso.
—Sí, claro. ¿Y cómo lo sabré?
En eso yo soy una experta.
—Por lo visto, depende de lo que se lleve a la boca.
—¿Qué?
—He leído en la revista City Girls cómo descubrir si un hombre tiene miedo al compromiso dependiendo de eso. Espera, voy a buscarla —digo, levantándome del sofá para ir a mi habitación—. ¿Usa algún tipo de refrescante para el aliento?
—Pues… unas pastillitas de esas blancas.
Yo miro el artículo de la revista.
—Éste es de los que desaparecen.
—¡Venga ya!
—¿Qué pide tu chico como primer plato? ¿Pollo al limón, ravioli o costillas?
—Pues… ravioli.
—Fatal. Eso significa: una no es nunca suficiente.
—¿Qué quiere decir?
—Que no puede comprometerse con una sola mujer.
Sam me mira, desesperada.
—¿Y qué debería comer?
—Costillas. «Un hombre que pide costillas es un hombre dedicado a una sola relación. Y cuando las cosas se ponen difíciles, allí está él».
—¿Quién come costillas?
—Evidentemente, Marc no.
—Yo no quiero que coma costillas, lo que quiero es que viva conmigo.
—Pues buena suerte. Pero espera hasta septiembre, ¿vale?
Cuando por fin me meto en la cama son las 3:30 de la mañana. Horror, tengo que levantarme a las nueve para ir al gimnasio. Estoy decidida a hacer Tae Kwon Do. Muy bien, quizá podría levantarme a las diez y pasar del desayuno. No, tengo que comer algo antes de liarme a patadas. Quizá podría comprar algo de camino. Algo ligero.
Costillas, por ejemplo.