Ella nunca había sentido un deseo tan profundo. Cuando aplastó el duro torso contra ella, sus pezones se endurecieron. Supo entonces que no quería esperar. Estaba húmeda y preparada. Quitándose las braguitas blancas, se colocó encima y, de una sola embestida, él la llenó con su rígida masculinidad.
Es difícil concentrarse en poner comas cuando mi trabajo me recuerda dónde deberían ir otras cosas. Aunque después de la semana que he tenido, la idea del sexo casi me da asco. Primero Jonathan el jueves y después un exhibicionista el viernes. El café me ayudará a concentrarme.
Voy a la cocina de la editorial, pero no encuentro mi taza. Busco en el lavavajillas, pero tampoco está. ¿Quién ha podido llevarse mi taza? En realidad es la taza de Sam, pero aún no ha notado que no está en casa así que, en teoría, es mía. Tiene un oso polar monísimo y es mía, mía, mía. Ahora tendré que quitarle la taza a alguien. Me ponen negra estas cosas.
—Buenos días, Jackie —me saluda Julie, la otra editora de la serie Amor verdadero. Aunque es muy seria, es una de las editoras que mejor me caen.
—Buenos días, Julie. ¿Cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—Bien, bien.
—Jackie, quería preguntarte una cosa…
Yo estaba esperando que me dijera: ¿se deben poner mayúsculas después de dos puntos? Pero lo que dijo fue:
—¿Te importaría salir con mi hermano?
—¿Eh?
—Yo creo que eres su tipo.
No sé cómo Julie ha llegado a esa conclusión ya que ni siquiera yo misma sé qué tipo soy, pero ella parece muy segura.
—¿Y qué tipo soy?
—Lista, pelo rizado, mona, simpática, bajita.
Y pensar que siempre he tenido tantos problemas para definirme a mí misma en los tests sicológicos…
—¿Y cómo sabes que él es mi tipo?
Si puede definirme tan rápidamente, quizá sepa cuál es mi tipo de hombre. Y eso me ahorraría mucho tiempo.
—Mi hermano Tim es un chico estupendo.
Consejo número 3 de cualquier revista femenina: aléjate de hombres a los que se define como «estupendos». «Es un chico estupendo» es el equivalente masculino de «tiene mucha personalidad».
Además, si Julie piensa que es mi tipo, seguramente será bajito, con el pelo rizado y con personalidad. O sea, horrible.
No tengo nada contra los tipos bajitos y de pelo rizado, pero no pienso salir jamás, pero jamás, con alguien que se llama como mi padre. Demasiado raro. Demasiado freudiano. ¿Cómo podría susurrar su nombre? ¿Cómo voy a gritar su nombre en éxtasis? Enfadada quizá. Aunque no estoy enfadada con mi padre. Solo con mi madre, a veces, aunque no sé por qué.
—La verdad es que estoy saliendo con un chico.
Mentirosa.
Hora de tomar un segundo café. El café me recuerda al recreo, aunque en el trabajo no hay ningún chico guapo al que me coma con los ojos. Ni siquiera hay tíos regulares. De las doscientas personas que trabajan en Cupido, ciento sesenta y siete son mujeres. Treinta y cinco de ellas, embarazadas.
Este abrumador porcentaje, femenino da como resultado que sea imposible ligar o incluso conocer amigos que te presenten a otros amigos. No puedo ir a un bar y acercarme al primer tío que encuentre para preguntarle: Oye, ¿tú quieres ser mi amigo? Andrew sería un amigo excelente, pero no he vuelto a verlo desde el fiasco del cine. Pensé que estaría en Orgasmo el viernes, pero no, seguramente estaría revolcándose con la rubia.
El viernes por la noche…
En lugar de hablar con Andrew, tuve que pasarme la noche intentando evitar a Eric. Aparentemente, no pertenece a la nobleza, solo es un tío con mucho dinero. Natalie no estaba nada impresionada, así que insistió en que no le hiciéramos ni caso. Eric insistía en invitarnos a Martinis que Natalie rechazaba y que, por lo tanto, tenía que tomarme yo. Evidentemente, la indiferencia de mi amiga consiguió volver loco a Eric, probando de nuevo el consejo número 4 de las revistas femeninas: los hombres te desean más cuando tú no los deseas. (Este consejo es diferente del consejo número dos, en el que debes hacerte la indiferente para llamar su atención; el consejo número cuatro te advierte que la excesiva frialdad puede llevar consigo que alguien te persiga exageradamente y tampoco es eso). Jonathan, por ejemplo. Salimos juntos hace seis días y ya ha llamado siete veces. Ha dejado tres mensajes y ha colgado cuatro.
El sábado: Hola, cariño (¿Cariño?). Soy Jonathan. Llámame. Llámame.
El domingo: Hola, cielo (¿Cielo?). Soy yo. Solo llamaba para ver qué tal el fin de semana. Llámame. Llámame.
El martes: Hola, sexy (sexy está bien, pero viniendo de él…). ¿Quieres que pasemos juntos el fin de semana? Llámame. Llámame.
Sé que debería ser adulta y devolverle la llamada, pero no estoy interesada. Y supongo que si lo ignoro lo suficiente dejará de molestarme.
En fin, al menos no estaba en Orgasmo. Después de los seis Martinis a los que me invitó Eric podría haberle dicho a la cara que me daba asco. O podría haberme ido a casa con él. Estoy hablando de Jonathan, no de Eric. Aunque todo es posible.
Pero sí vi a un rubio que estaba muy bueno. Llevaba unas gafas muy Nueva York y un jersey de lana de ésos con una raya, que siguen siendo muy chulos aunque se llevasen en 1996. Estaba sentado en un taburete hablando con dos amigos e intenté utilizar mis poderes telepáticos para ver si me miraba.
Pero no funcionaron.
A las dos, Natalie y yo decidimos irnos a casa. Como está muy cerca íbamos paseando, pero entonces me fijé en un tipo con cazadora vaquera que nos miraba desde una esquina.
—Eric es muy mono… —estaba diciendo Natalie—, pero apenas entiendo lo que dice. Si pudiera hacerme princesa o algo así…
Una manzana después, el tipo de la cazadora vaquera nos estaba siguiendo.
—Natalie, hay un hombre detrás de nosotras. En la esquina cruzamos la calle.
—¿Es Jonathan?
—No, Jonathan es un acosador telefónico. No conozco a este tío.
Natalie se quedó lívida; pude verlo a pesar del perfectamente aplicado maquillaje de Mac.
Cruzamos la calle.
—Vale, ahora vamos a hacer como que nos atamos los zapatos.
—Pero si no llevamos cordones…
Era verdad. Yo llevaba las botas. Nos ponernos a mirarnos los tacones… Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve…
Pensaba que se habría ido, pero el tipo estaba cruzando la calle.
—¡Mierda! Vamos a hacer como que vivimos aquí —dice Natalie, señalando un edificio—. No puedo correr con estos tacones.
Afortunadamente, el portal estaba abierto. Yo saco el móvil del bolso, pero no sé a quién llamar.
—Marca lo que sea —grita Natalie, histérica—. Va a pasar por aquí en cualquier momento.
De repente, el acosador pasa por delante del portal, mira y sigue adelante.
Natalie deja escapar un suspiro de alivio. Pero dura poco porque el tipo vuelve a aparecer, esta vez con los pantalones por las rodillas, sujetando lo que supongo debía ser su rígida masculinidad. Ja.
—¿Te lo puedes creer? ¡No mires, no mires!
Yo estoy marcando el número de mi casa mientras el acosador está… en fin, ya te puedes imaginar.
—Tenemos que hacer algo…
De repente, el imbécil «termina», se sube los pantalones y se marcha como si nada.
—Dígame… —contesta una voz muy dormida y muy irritada al otro lado del hilo.
Cuelgo sin decir nada. Pobre Sam.
—Ay, qué asco —digo, señalando el regalo que el exhibicionista nos ha dejado en la acera: un charquito blanco.
—Voy a vomitar —dice Natalie.
Entonces vimos pasar a una pareja y corrimos histéricamente hacia ellos para rogarles que nos acompañasen.
Natalie durmió en el sofá porque no quería volver sola a casa.
—¿Y si el cerdo ese me sigue?
Despertamos a Marc y lo obligamos a mirar por la ventana para comprobar que no estaba fuera.
—No deberías haber vuelto a casa andando.
—Ah, entonces, ¿es culpa nuestra? ¿Es culpa nuestra habernos encontrado con un pervertido?
Marc se encoge de hombros.
—Solo digo que deberíais tener más cuidado. ¿Lo habéis visto bien?
—No seas desagradable. No queríamos mirar… ahí abajo.
—Me refiero a su cara. Para identificarlo.
—No, yo no.
—Quizá debería llevar un arma —murmura Natalie—. Una pistola para asustar a los pervertidos.
—¿Dónde crees que estás, en Texas? No puedes ir por ahí disparando a la gente —replico yo.
—Deberías haberle dicho que quieres casarte, que quieres un compromiso serio. Eso lo habría asustado —dice Sam, irónica.
—¿Recordáis lo que llevaba puesto?
—Sí, tejanos y una chaqueta vaquera —contesta Natalie—. ¿Te lo puedes creer? No se puede llevar tejanos y chaqueta vaquera. Qué mal gusto.
Ignoramos el comentario, por supuesto. Pero luego tuvo una idea medio decente: hacer un curso de defensa personal. De modo que al día siguiente me puse a buscar en Internet. La idea de patear a un tío donde más duele me apetece, francamente.
Pero me paso tanto tiempo en Internet que se me amontona el trabajo. He empezado a ver comas hasta en sueños. Hoy trabajaré durante la hora del almuerzo en el manuscrito de esta semana: Por el amor de un vaquero.
Le doy un mordisco al bocadillo y leo:
La increíble sensación lo hizo gritar. Inclinó la cabeza y acarició sus erectos pezones. Nunca había deseado a una mujer como deseaba a Julie. Excitado, enredó las largas y torneadas piernas alrededor de su cintura y la embistió profundamente, enterrándose en su terciopelo húmedo. Cada vez se movía más rápido y ella gemía sin parar. Le daba igual lo que dijera su familia. Tenía a aquella mujer y nunca podría dejarla ir.
—¡Oh, Ronan! —susurro, con los labios medio pegados por la manteca de cacahuete. Sigo leyendo:
Aplastó sus labios, introduciendo la lengua profundamente en su boca. Con cada movimiento estaba más dentro de ella, convirtiéndose en uno, montando juntos una ola de placer inexplicable…
El teléfono interrumpe mi lectura. Uy, se me había olvidado editar. Pero ¿quién puede prestarle atención a los condones… uy, perdón, a las comas, cuando aquí hace tanto calor? Julie —la protagonista— tampoco parece prestarle mucha atención a los condones, por cierto. Esperemos que tome la píldora.
—¿Dígame?
—Cariño, soy yo.
Cariño soy yo. Y «yo» es Jonathan Cradinger. ¿Cómo ha conseguido el número de mi oficina?
—Hola, Jonathan —digo, con el tono de alguien que está ocupadísimo—. ¿Cómo estás?
—Bien, bien. ¿Y tú?
—Bien, muy ocupada. Siento no haberte llamado. Ya sabes, el trabajo.
—Sí, desde el maratón de la semana pasada yo he tenido la consulta llena.
—¿Qué maratón?
—El de las mujeres, para protestar por el maltrato, una tontería feminista.
Está claro. Lo odio.
—Pues yo pienso hacer un curso de defensa personal.
—¿Un curso de kárate?
—No, defensa personal.
—Dale una patada al tío en las pelotas y dejará de molestarte.
Algo que podría practicar contigo, guapo.
—Bueno, quería saber si te apetece ir al cine esta noche.
—Lo siento, Jonathan. Tengo mucho trabajo y no sé a qué hora voy a terminar.
—No pasa nada, te espero. Podemos hacer lo que quieras.
—No, de verdad. No quiero que esperes.
—Pues entonces, mañana.
Qué tío más pesado.
—No creo que sea buena idea, Jonathan. La verdad, sigo enamorada de otro hombre.
No me puedo creer que haya usado al imbécil de Jeremy como excusa. Al menos, me sirve de algo.
—No me lo habías dicho.
—Lo sé. Es que pensaba que podría, pero aún no he podido olvidarlo.
—¿Qué pasó?
—Que no funcionó.
—Muy bien, lo entiendo. Llámame si cambias de opinión.
—Lo haré.
No lo haré, por supuesto. Seguramente le estoy rompiendo el corazón, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Consejo número cinco de las revistas femeninas: es mejor ser cruel al principio que engañarlo durante mucho tiempo.
—Jackie, ya que tú no quieres salir conmigo, ¿puedes presentarme a alguna amiga?
Acabo de llegar a una conclusión: todos los tíos son gilipollas. Particularmente, los tíos con los que yo salgo.
Pero este gilipollas es peor que Jeremy.
Jeremy debía haberse venido a Boston conmigo. Yo no había terminado el máster y él estaba haciendo tercero de carrera. No es que sea lento, es que estuvo involucrado en política desde el primer año. Era vicepresidente del consejo de alumnos. Yo misma pegué los pósters con su fotografía por todas partes. Estaba monísimo hasta que alguien le pintó los dientes de negro.
—Ya te dije que no debía sonreír en la foto —protestó Jeremy.
Qué egocéntrico ha sido siempre.
Como cuando tomaba más palomitas que yo de la caja. Nunca se dio cuenta de que más palomitas para él significaba menos palomitas para mí.
Yo iba con él al dentista porque no podía soportar ir solo, pero cuando se nos rompió el condón no fue capaz de ir conmigo al ginecólogo. Tuve que llevarme a Wendy.
Y ahora que hablamos del egoísmo de Jeremy, permite que describa el fiasco de Boston. Imagínatelo: tu novio te dice que en esa ciudad hay un millón de oportunidades, trabajos estupendos, gente cultivada… y te pide que vayas con él. Tú aceptas, no por las posibilidades profesionales sino porque es tu novio.
Dejas el máster que no habías terminado, aceptas alquilar tu propio apartamento porque «él» todavía no está preparado para una relación de pareja tan seria, aceptas a pesar de las recomendaciones de tu madre de no seguir a un hombre a menos que tengas un anillo en el dedo porque te dices a ti misma que tienes veintitrés años y eres demasiado joven como para casarte. De modo que buscas trabajo como editora porque no quieres ser profesora y no estás segura de qué otra cosa puedes hacer con un título en filología inglesa.
Te ofrecen un puesto de trabajo en Cupido. Sabes que corregir gramática no es lo que quieres hacer con tu vida, pero como lo único que te apetece es estar con tu novio, aceptas. Llamas a tu amiga de la universidad, Natalie, que te presenta a Samantha. Firmas un contrato de alquiler y tu novio sigue buscando piso.
Y entonces un día, cuando estás guardando los libros en cajas, el amor de tu vida llama al timbre. Qué rico, piensas, te ha traído el almuerzo. Y te lo lleva, comida china. Pero también lleva un billete de avión.
Uno solo. Para Tailandia.
Dice que tiene que encontrarse a sí mismo. Tú te preguntas cuándo se ha perdido, pero no lo dices. Él insiste en que no pasa nada, que solo serán unos meses. Tú empiezas a llorar y le preguntas por qué te hace eso, pero él dice que no tiene nada que ver contigo.
Entonces sugieres una idea: te vas con él. Te mereces unas vacaciones. Pero él ya no está mirándote, está mirando una fotografía que te regaló por tu cumpleaños, El Beso. A ti te pareció superromántico que te regalara esa fotografía.
—Esto es algo que tengo que hacer —dice él.
Tú te quedas de piedra. De repente, empiezas a llorar otra vez y él te besa. Tiene las manos debajo de tu blusa y, de repente, estáis en la cama.
Y después vas con él a comprar un saco de dormir, una mochila y una guía de Tailandia. Al día siguiente, él te dice: Tenemos que hablar.
Y entonces quieres que se calle, que se calle la boca, pero él te dice que quiere ver a otra gente mientras está en Tailandia.
Traducción: quiere acostarse con alguna tailandesa. O con varias.
—¿Estás rompiendo conmigo? —pregunto yo. Pero él insiste en que no, en que solo quiere ver a otra gente. Tú no dices nada, no te atreves. Y a la mañana siguiente te despides y le dices que te escriba.
Lo más irónico ahora mismo es la yuxtaposición de mi vida amorosa con la vida amorosa de las protagonistas de Cupido. Todas encuentran el amor. ¿Dónde está el mío? ¿Dónde está mi príncipe azul? ¿Dónde está mi héroe?
Jeremy no es. Está demasiado ocupado follando con tailandesas. Y posiblemente con suecas.
Tampoco es Jonathan. Los héroes deben saber besar.
¡Bueno, ya está! Volvamos a Ronan y Julie.
En mi salvapantallas, un vaquero desnudo de cintura para arriba, sonriendo. Menudo torso. ¿Dónde hay un torso así? ¿Hay alguno para mí?
Yo necesito un hombre guapo, pero con arruguitas alrededor de los ojos. Un hombre que huela a sudor. Un hombre que mate algo con sus propias manos. Un hombre que pudiera matar si tuviese que hacerlo.
Eso es lo que necesito ahora mismo. Una aventura con un héroe duro como una piedra. Con brazos como troncos, piernas como columnas. Se acabaron los babosos. Y los hombres cuyo nombre empieza por J.
¿Dónde puedo encontrarlo? ¿En una obra, en un rodeo? ¿En una clase de artes marciales…? Buena idea.
Busco en Internet las escuelas de artes marciales de Boston. Hay una de Tae Kwon Do que está cerca de casa.
Diez tíos musculosos aparecen en mi pantalla dando patadas. Solo quinientos dólares. Excelente. Por supuesto, eso no incluye el uniforme, los cinturones, ni los ladrillos que tienes que romper. Pero allí conseguiré:
1. Conocer a pedazo de tíos.
2. Aprender a defenderme para que hombres con muy mal gusto no puedan usarme como objeto sexual en plena calle (a menos que yo decida ser usada como objeto sexual en plena calle, que tampoco estaría mal).
3. Conseguir un cuerpo mucho mejor que el de la sueca de Jeremy. Y si Jeremy vuelve a Boston alguna vez, podré darle una paliza.
Después de trabajar pienso ir al gimnasio.
«Ven a vernos», leo en la pantalla.
Iré, iré. Pienso conoceros a todos.
—¿Qué tal el almuerzo? —me pregunta Helen, con su voz nasal.
—Bien, gracias.
Entonces mira mi escritorio, donde está la taza que he tomado prestada.
—Ah, has sido tú quien me ha robado la taza esta mañana. Me preguntaba quién sería el culpable. No me importa que la tomes prestada, pero la próxima vez pídemela.
¿La taza de Helen? Mierda.