¡Me ha llamado! ¡Me ha llamado! Gracias a Dios no contesté medio dormida. Podría haber dicho algo horrible. Podría haberle dado las gracias, llorando. ¿Por qué ha llamado tan temprano? Debo gustarle mucho porque me llamó nada más despertarse. O quizá se había despertado a las ocho, fue a correr un rato para disipar la energía sexual que le sobraba y después no pudo evitar llamarme.
¿Y si quiere salir esta noche? ¿Y si lo llamo y me dice que quiere invitarme a comer? ¿Y si cuando venga a buscarme dice que debe usar el baño? Tengo que limpiarlo. Después lo llamaré.
Entro en el baño. Hay pelos míos en el suelo.
—¡Sam! No sé cómo limpiar esto.
Cinco segundos después aparece Sam, con un cestito lleno de botes, estropajos y una especie de escobilla que debe ser para la taza.
—¿Por qué yo no tengo nada de eso?
—No vienen con el baño, sucia amiga mía. Se compran separadamente, como las pilas.
—Gracias, gracias, gracias.
—No pienso limpiarlo. Solo voy a enseñarte cómo se hace.
—Ah.
Media hora, una botella de detergente y dos rollos de papel de cocina más tarde, estoy satisfecha.
Ahora puedo llamar a Jonathan. Quizá había planeado una merienda en el campo con champán y fresas. Pero antes tengo que ponerme presentable. Ahora mismo tengo el pelo como Pippi Calzaslargas. Me ducho, me seco el pelo e intento sacar lo que queda de quitaojeras. Incluso me doy brillo en los labios. Pero me pongo el albornoz. No quiero vestirme antes de saber dónde voy.
Escucho de nuevo el mensaje: «Jackie, soy Jonathan Gradinger. Mi número es 5552854. Llámame cuando puedas. Llámame cuando puedas».
No sé por qué ha dicho esa última frase dos veces. Me recuerda los mensajes de la abuela de Wendy: «Wendy, soy la abuela. Llámame, cariño. Soy la abuela, cariño». Anoto su número de teléfono y marco.
—Hola —escucho su voz. Ay, Dios mío, estoy hablando con Jonathan Gradinger.
—Hola, Jonathan…
—Estás hablando con Jonathan Gradinger. No puedo ponerme ahora mismo, pero deja tu nombre y tu número de teléfono y te llamaré en cuanto me sea posible. Deja tu nombre y tu número de teléfono y te llamaré en cuanto me sea posible. Muchas gracias.
De nuevo, repite una frase. Eso debería ponerme en guardia, pero no quiero complicarme la vida. En este momento, lo único que puedo pensar es: Ay, Dios mío, estoy hablando con el contestador de Jonathan Gradinger. Cuarenta y ocho horas antes no lo habría soñado siquiera. Si unas horas antes una bruja me hubiera dicho que iba a tener el teléfono de la casa de Jonathan Gradinger no la habría creído.
Un momento. ¿Cómo sé que es el número de su casa?
Tengo que dejar un mensaje, pero mi mente está en blanco. No sé qué decir. Así que cuelgo.
Debería haber estado preparada para eso. ¿Dónde hay un bolígrafo? A ver, algo sencillo.
Hola, Jonathan. Soy Jacquelyn.
Demasiado formal.
Hola, Jonathan. Soy Jackie.
Después de quince minutos sigo dándole vueltas al asunto.
—¡Tu cuarto de baño está limpísimo, estoy impresionada! —ésa es Sam, interrumpiendo mi concentración—. Jackie, ¿dónde estás?
—En mi habitación.
—¿Qué haces? —pregunta mi irritante compañera de piso, asomando la cabeza, como si temiera que algo vivo saltara de mi cesto de la ropa sucia.
—Escribiendo una nota.
Le cuento el asunto y Sam me mira, pensativa.
—A ver… puedes decir: «hola Jonathan, soy Jackie. Llámame cuando puedas». ¿Qué tal?
—Estupendo.
Vuelvo a llamar a Jonathan. Sam me sujeta la mano izquierda para darme apoyo moral.
—Estás hablando con Jonathan Cradinger. No puedo ponerme ahora mismo, pero deja tu nombre y tu número de teléfono y te llamaré en cuanto me sea posible. Deja tu nombre y tu número de teléfono y te llamaré en cuanto me sea posible. Muchas gracias.
Intentando que mi voz suene lo más natural posible, dejo el mensaje y cuelgo.
Ahora solo me queda esperar.
¿Tendré que esperar todo el día?
¿Cómo va a ver mi superlimpio cuarto de baño si no viene a buscarme?
—¿Qué hago, Sam? ¿Qué vas a hacer tú hoy?
—Corregir deberes.
—¿Le pones deberes a niños de seis años? Qué crueldad.
—Tengo que ponerles deberes.
—¿Quieres que vayamos de compras?
—No puedo, estoy en la ruina.
—Sí, yo también. ¿Y qué?
—Ir de escaparates me deprime.
Pues nada. Veré la televisión. Jonathan me llamará dentro de un par de horas, seguro.
Las seis. Ni rastro de Jonathan.
Las siete. Supongo que habrá salido.
Las ocho. Ya debe haber llegado a casa… estará viendo Los Simpson.
Acaba de terminar. Estará a punto de llamarme.
Son las once de la noche y he dejado de esperar. Detesto a Jonathan Gradinger. Seguramente ha conocido a otra chica, se ha enamorado y se ha olvidado de mí. Nadie volverá a quererme jamás. Mi vida consistirá en ir a trabajar, mis noches en ver la televisión. Y me pasaré los sábados por la tarde en el cine… sola.
Me voy a la cama, sola.
Al día siguiente, en la editorial, intento corregir un manuscrito, pero después de cada párrafo compruebo si tengo algún mensaje.
—El servicio contestador la informa de que no tiene mensajes.
Vuelvo a casa sintiéndome patética. Pero ¿qué es esto? Desde la puerta veo la lucecita encendida del contestador. Por favor, que no sea Janie, por favor que no sea mi padre…
—Hola, jackie, soy Jonathan Gradinger. Llámame. El número de mi consulta es 5559478. El número de mi consulta es 5559478.
Esta vez no espero, no limpio el cuarto de baño. Me da igual que la cama esté sin hacer. Lo llamo inmediatamente.
—Clínica Darmouth —escucho una voz femenina.
—Hola, ¿puedo hablar con el doctor Gradinger?
—¿De parte de quién?
—Jackie —contesto. Sigue sin hacerme mucha gracia que repita las frases dos veces, pero…
—¿Su apellido, por favor?
Evidentemente, la enfermera está loca por Jonathan. Quizá incluso estuvo anoche con él.
—Norris. El doctor Gradinger me conoce. Le estoy devolviendo la llamada.
—Un momento, por favor.
Me quedo esperando. ¿Dónde querrá ir en nuestra primera cita? Se pueden saber muchas cosas de un hombre por el tipo de cita que sugiere. Cenar juntos significa que no tiene miedo a una relación.
—¿Jackie? —oigo su hermosa voz masculina.
—Hola, Jonathan.
—Me alegro de que hayas llamado.
—Yo también.
—Ya te dije que lo haría —ríe él.
—Lo sé.
Una copa sería genial.
—¿Qué tal el fin de semana?
—Bien, gracias. ¿Y tú?
—Muy bien.
¿Muy bien? ¿Muy bien?
—¿Qué haces el jueves por la noche?
—Nada, ¿por qué?
¿Por qué? ¿Por qué he dicho eso? A veces digo cada estupidez…
—He pensado que podríamos ir juntos al teatro. Quiero ver El Apartamento.
Aquello no lo esperaba. Las entradas para ver El Apartamento valen un dineral.
—Me encantaría.
—Estupendo. La función empieza a las diez, así que iré a buscarte a las nueve, ¿te parece?
—Muy bien.
—Te llamo el miércoles para concretar.
—Muy bien.
—Vale, que tengas una buena semana.
—Tú también.
Me quedo mirando el auricular, como atontada. Después, me quito los zapatos y los dejo al lado de la puerta para que Sam no vea que he entrado en el salón calzada.
¡Yupi!
Estoy segura de que llevarme a ver una obra de teatro es mucho más importante que invitarme a una copa.
Por favor… estoy prácticamente comprometida.
—Yo creo que se ha adelantado un poco… —dice Wendy—. ¿Ha comprado entradas antes de llamarte?
—Está intentando dar una buena impresión.
—O quizá pensaba llevar a otra chica.
—O quería impresionarme.
—¿Y si no hubieras podido el jueves? ¿Se lo pediría a otra? Esas entradas valen doscientos dólares.
—Es médico, Wendy: ¿Qué son doscientos dólares para un médico?
—Es un podiatra, nena. ¡Trabaja con pies! Además, ¿no crees que esperará algo de ti después de pagar doscientos dólares?
—Jonathan no cree que yo sea una prostituta, Wendy.
—De todas formas… Yo que tú tendría cuidado.
—Gracias por animarme, guapa. Voy a llamar a alguien que me quiera de verdad.
—Adiós.
—Adiós.
Cuelgo, enfadada. ¡En tres días veré al amor de mi vida! ¿Qué me pondré? ¿Debería ponerme algo tipo Sandra Bullock o un vestido muy sexy, tipo Sharon Stone?
Solo quedan tres días. ¿Y después del teatro… lo invito a entrar en casa para ver el show de David Letterman? ¿Letterman y la cama? ¿Café, Letterman y la cama?
¿Debo ser yo quien dé el primer paso o debo hacerme la dura? A ver qué dice el Cosmopolitan… Consejo número 2: las mujeres deben hacerse las misteriosas en la primera cita para que el hombre quiera saber más y más.
Estoy confusa. Intento recordar mi primera cita con Jeremy.
¿Intento recordar? Eso es buena señal.
En la primera cita me llevó al hotel Motley… al restaurante, no a una habitación. Pidió una botella de vino y yo le dije que blanco porque el tinto te mancha los dientes. (Admito que estoy un poco zumbada en lo que se refiere a los dientes. Llevé aparato durante cuatro años y, cuando por fin me lo quitaron, todo el mundo en la consulta lanzó vivas de alegría. Desde entonces juré no maltratar mis perlas y eso significa nada de tabaco, ni vino tinto, ni curry ni salsa de tomate. Sigo poniéndome el aparato los domingos por la tarde y pienso seguir haciéndolo hasta el día que me case).
Jeremy me vio observando la brocheta de carne con ojos golositos y, sin parpadear, la pidió para mí. Cuando llegó la factura, hice aquello de meter la mano en el bolso para sacar el monedero, pero él me detuvo con una sonrisa. Yo, silenciosamente, dejé escapar un suspiro de alivio porque si hubiera tenido que pagar la mitad de la factura habría pasado el resto del mes comiendo macarrones. De modo que sonreí y dije: «De acuerdo, pero la próxima vez pago yo». Lo cual fue muy inteligente porque implicaba una segunda cita.
Una segunda cita en McDonalds, si tenía que pagar yo.
Y juro que no me fui a la cama con él después de la cena. Le di las gracias y un besito en la mejilla. Y ese día, horror de los horrores, se me rompió el contestador. Jeremy debió pensar que yo era supermoderna, superenrrollada y que me daba igual que me llamase o no, cuando en realidad estaba analizando la cita en detalle para adivinar por qué no me llamaba: ¿pensará que soy una cerda porque no dejaba de mirar la brocheta?, ¿pensará que soy una ruin porque no saqué el monedero?
Cuando me di cuenta de que nadie había llamado en tres días, ni siquiera Janie, sospeché que el contestador estaba roto.
El siguiente problema era que no sabía si Jeremy había llamado o no. Pensaba que, como salimos el sábado y era jueves, si estaba interesado debía haber dejado un mensaje. Decidí arriesgarme y llamar. Jeremy me contó que había dejado dos mensajes y que estaba preguntándose qué me pasaba. Inspirada de repente, le dije que lamentaba no haberlo llamado antes, pero que había tenido mucho lío.
Y me preguntó si quería ir al cine el viernes.
Una hora antes le había prometido a Wendy que iría con ella a una fiesta.
—Ya tengo planes para el viernes, lo siento.
No se puede cancelar una cita con tu mejor amiga por un hombre. Consejo número 1 de Cosmopolitan.
—¿El sábado entonces?
—Muy bien —dije yo, percatándome de que, sin darme cuenta, estaba siguiendo los consejos de la revista al pie de la letra. Mi actitud, aunque accidental, lo estaba poniendo de rodillas.
Si hubiera podido seguir así… pero no.
En la primera cita con Jeremy llevaba un pantalón negro y un jersey ajustado de color marrón. En la primera cita con Jonathan debía ponerme algo más radical. Las botas negras son lo único tipo Sharon Stone que hay en mi vestuario y Jonathan ya las ha visto. Además, unas botas de putón son inapropiadas para una buena obra de teatro.
Debo consultar el Cosmopolitan.
Debo ir de compras.
El martes me llega la factura de la VISA.
Oh, cielos.
Al final, no puedo ir de compras. Ya sé, me pondré el pantalón negro y el jersey marrón que usé para la primera cita con Jeremy.
El miércoles me doy cuenta de que no puedo ponerme eso; sería como gafar la cita. Muy bien, me compraré un jersey y me pondré los pantalones negros que me quedan genial porque me hacen el culo más pequeño.
El jueves salgo pronto de la oficina para prepararme. El nuevo jersey es… casi igual que el antiguo, pero nuevo. Los pantalones negros están sobre la cama, bien estiraditos.
Suena el teléfono justo cuando estoy poniéndome colorete.
—Hola —es Natalie—. ¿Qué vas a ponerte por fin?
—Los pantalones negros y un jersey que acabo de comprar.
—Ah.
—¿Qué significa eso?
—No es que… bueno, da igual. Ya es demasiado tarde.
—¿Qué? ¡Qué!
—Pues que seguramente él llevará un traje de chaqueta. Mis padres fueron a ver El Apartamento el otro día y los tíos iban de esmoquin.
¿De esmoquin?
—No pienso ponerme el vestido de la fiesta de graduación —digo yo, histérica.
—Pero tienes que ponerte un vestido. ¿No tienes un vestidito negro?
Silencio.
—¿Quieres que te preste uno?
Natalie tiene como nueve vestiditos negros perfectos para cualquier ocasión. Nueve vestiditos perfectos… y demasiado estrechos para mí. Y voy a ponerme a llorar. Y entonces se me correrá el rímel.
—Tengo que irme —murmuro, antes de colgar. ¿Qué puedo hacer?—. ¡Maldita sea, maldita sea!
De repente, Sam, mi hada madrina, entra en la habitación.
—¿Qué pasa? ¿Ha cancelado la cita?
—No, no la ha cancelado.
—¿Entonces?
—No puedo ponerme esto. Tengo que ponerme un vestido negro perfecto para cualquier ocasión… y no tengo ninguno —digo yo, respirando lentamente, como si estuviera de parto.
—¿Quieres que te preste algo?
¡Sí! ¡Puedo ir al baile! No sé por qué nunca se me había ocurrido pedirle algo a Samantha.
Asiento sin poder hablar, de la emoción.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—Veinte minutos.
—Vale. Ponte unas medias negras.
Veinte minutos más tarde me parezco a Gwyneth Paltrow, con un ajustado vestido gris y un chal negro.
—Deja que te arregle el pelo.
Sam me hace un moño alto que me da un aspecto muy maduro, muy atractivo.
Veinticuatro años y por fin me siento una mujer madura.
Y entonces suena el timbre.
—¿Sí?
—Soy Jonathan.
—Hola, Jonathan. Te abro.
—Espera —dice Sam, corriendo detrás de mí con la laca, que me echa no solo en el pelo sino por toda la cara.
—Al menos ahora no se me moverán los pelos de las cejas.
—¿Dónde está tu bolso?
Pienso en mi enorme bolso y me doy cuenta de que Donna Karan no lo aprobaría.
—Tengo uno para ti —dice Sam, sacando un bolsito negro del cajón—. Mete la barra de labios, unas braguitas y un cepillo de dientes, por si acaso.
—¿Estás loca? Ahí no cabe un cepillo de dientes.
Llaman a la puerta. Y yo sonrío ante el espejo.
Cuando abro, me encuentro a Jonathan Gradinger con un traje gris muy James Bond. Y me alegro mucho, pero mucho de haberme cambiado.
Por ahora, no se me ha hecho una carrera en la media. Estamos entre lo casi perfecto y lo perfecto.
Jonathan abre la puerta del BMW para mí. Mmmm… asientos de cuero.
—¿Te gusta Dave Matthews? —pregunta, señalando el estéreo.
—Me encanta.
—A mí también. ¿Eres una fan o solo te gusta el tema Crash?
No sé el nombre de ninguna otra canción.
—Solo Crash.
—Ah.
Eso no suena nada bien.
—Estás guapísima esta noche… en caso de que no te lo haya dicho.
—Gracias.
A la entrada del teatro, una mujer se nos acerca con una cesta llena de rosas.
—No, gracias —dice él, sin mirarla.
Sé que lo de las rosas está pasado de moda, pero me hubiera gustado que me regalase una. Y encima, Jonathan ni siquiera ha mirado a la chica.
Una vez dentro del teatro, el más antiguo y elegante de Boston, me siento estirada para que no se me marquen los michelines. Afortunadamente, existen las medias de control en la cintura.
Jonathan está sentado con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, las manos en el regazo.
—Estoy deseando ver la función.
—Es fantástica.
—Ah, ¿ya la has visto?
—Dos veces. Y tengo la banda sonora.
—Ah.
Jonathan toma mi mano y me mira a los ojos.
—¿No sabes que eres la única para mí? —me canta con su ronca voz masculina.
—¿Eh?
No sé muy bien qué está cantando, pero entonces lo recuerdo en el instituto, cantando Summer Nights. ¿Cómo puedo haber olvidado lo bonita que es su voz?
—¿Quieres pasar las manos por mi pelo?
—¿Perdona?
—Es la letra de una de las canciones.
—Ah.
—Ya empieza —dice Jonathan, sin soltar mi mano. Creo que estoy enamorada.
Hasta que rompe a cantar.
Primero tararea y, de repente, levanta la voz. Empieza a cantar en voz alta. En medio del patio de butacas. Canta a voz en grito en el teatro más elegante de Boston.
Levantando mi mano como si fuera un micrófono suelta:
—Tus pechos me derriten.
Muy bien, puedo soportar una estrofa mientras se calle inmediatamente.
Jonathan se calla. Dios existe.
Pero después vuelve a cantar, más alto todavía.
Haciendo un dueto.
Con voz de chico: ¿Por qué no te pones los pantalones de cuero?
Con voz de chica: Prefiero bailar desnuda.
Oh, Dios mío. Dios mío.
Una mujer de pelo gris se vuelve para fulminarlo con la mirada.
Jonathan no le presta atención.
El hombre que está a su lado lo mira como si le hubieran crecido dos cabezas.
La pareja que hay detrás de nosotros se está partiendo de risa.
La gente se ríe, no de la obra sino de nosotros.
Voz de chica: ¿Te gusta que sea mala?
Voz de chico: A veces es bueno ser malo.
Malo. Muy malo. Fatal.
—Qué canción tan buena —dice Jonathan cuando termina—. Pero mi favorita está en el segundo acto. También me sé la letra.
Horror. Horror. Horror. Que alguien me saque de aquí.
Afortunadamente, permanece callado hasta el final del primer acto. Aunque rompió a aplaudir cuando nadie más lo hacía. Sin cortarse un pelo. Yo corro al lavabo para esconderme durante el entreacto.
Las luces se apagan para señalar el comienzo del segundo acto. La obra empieza de nuevo y tengo que sentarme. Jonathan toma mi mano y la aprieta con fuerza.
Muy bien, es afectuoso. Me aprieta mucho, pero es Jonathan Gradinger. Si no vuelve a cantar otra vez, si no vuelve a cantar jamás, podremos ser felices.
Yo devuelvo el apretón. La señora de Jonathan Gradinger.
De repente, siento que me pone la mano en el muslo.
Uy.
Un momento, vaquero.
El pulgar se acerca peligrosamente a mi… feminidad, como lo llamarían las autoras de Cupido.
Ah, no, eso sí que no.
En el escenario, uno de los personajes está muriendo sin dejar de cantar. ¿Por qué no cantas, Jonathan? Canta, hijo, canta.
Empujo su mano hacia mi rodilla.
Él empieza a besarme la oreja.
—Eres tan sexy —me dice al oído.
—Por favor, mira la función.
—Ya la he visto. Prefiero mirarte a ti.
Pues entonces deberías haberme invitado a cenar, como cualquier tío normal.
Jonathan empieza a besarme en el cuello y yo me aparto. Pero vuelve a ponerme la mano en el muslo.
En el escenario están cantando una canción de amor.
—El verdadero amor entra como un guante —canta Jonathan en voz alta.
Seguimos en guerra durante el resto de la función. Cuando aparto su mano, me besa el cuello. Cuando aparto la cara, me toca el muslo. Este gilipollas no se merece un Oscar por persistente, sino por la peor cita de mi vida.
Después de la función, me toma de la mano para salir del teatro, de nuevo el perfecto caballero. Quizá no anularé la idea de casarme con él… todavía.
—¿Te ha gustado la obra?
—Sí, mucho.
Cuando vamos hacia el coche, me pasa un brazo por la cintura.
—Los problemas con los que se enfrenta la gente son increíbles: pobreza, drogas, desarraigo familiar. Es una tragedia.
Un hombre con vaqueros sucios y camiseta verde se interpone en nuestro camino.
—¿Tienen algo suelto?
Jonathan lo ignora por completo.
Va a tener que comprarme un anillo de veinte quilates para compensarme por esta noche. Yo saco una moneda de veinte céntimos y se la doy.
—Qué noble —murmura Jonathan, sarcástico.
—Me han dicho que en Nueva York han bajado el precio de las entradas para que pueda ir más gente.
Me lo ha dicho Wendy.
—¿Y eso?
Yo lo miro, sorprendida. Desde luego, no es precisamente el tío más generoso del mundo.
Cuando llegamos frente a mi casa, aparca y se vuelve hacia mí.
—¿Nos sentamos en ese banco un ratito?
—Vale —digo yo.
Por supuesto, sé lo que eso significa. Muy bien, lo admito, soy boba. Todavía no he decidido descartarlo por completo. Es Jonathan Cradinger, después de todo. Tiene un BMW, está bueno, es médico… Aunque sea un imbécil que no entiende la ironía de pagar doscientos dólares por ver una función sobre vagabundos.
Esta vez no me abre la puerta del coche. Nos sentamos en un banco frente a mi portal. De repente, noto humedad entre las piernas. Pero no es la clase de humedad de cómo-me-gusta-este-tío, no. Es que el banco está mojado. Sam me matará si le ensucio el vestido.
Cuando intento levantarme, Jonathan lanza sus labios sobre mi cara.
Y digo «lanza» en sentido literal. No me besa. No pienso degradar el verbo «besar» para describir esta afrenta. El labio superior no lo veo, pero sí veo su lengua.
Me aparto, por supuesto.
—Tengo que irme.
En fin. Tendré que devolverle el anillo de diamantes.
—Pero si es muy temprano…
Afortunadamente, es jueves y puedo usar la excusa del trabajo.
—Tengo una reunión a primera hora. Gracias por invitarme al teatro.
—De nada. Siento que tengas que irte. Lo estaba pasando muy bien.
Sí, claro.
—Buenas noches —digo, sacando las llaves del bolso.
Ojalá pudiera decirle «espero que sigamos siendo amigos». Pero no es Danny Zukoe.
Puedo soportar a un pervertido. La falta de sensibilidad, en fin, se puede sobrellevar…
Pero un hombre que no sepa besar, no.
Al menos ahora sé por qué sigue soltero.