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¿Para qué voy a levantarme de la cama?

Mi primer pensamiento aquella mañana fue para Jonathan Gradinger. No para @.

Por lo tanto, oficialmente ya se me ha pasado.

En realidad, mi primer pensamiento fue djjfshkadd… ¿por qué demonios suena mi teléfono un sábado a las 9:15 de la mañana? Espero que sea una emergencia. En realidad, solo son las 9:05, pero yo adelanto el despertador —enorme, que tengo que verlo sin las lentillas— para no llegar tarde a trabajar.

—¿Dígame?

—¡Fern! —es mi padre—. ¿Estabas durmiendo?

—No —digo yo. Siempre digo que no estoy durmiendo aunque lo esté. No sé por qué.

—¡Estás perdiendo horas del día!

—Estoy despierta.

Me pesan los ojos, no puedo abrirlos.

—¿Qué tal va todo?

—¿Eh? No sé.

—¿Quieres llamarme cuando te despiertes?

—No, estoy bien.

De acuerdo, de acuerdo. Me siento en la cama. Casi no tengo quita ojeras y ningún hombre se enamorará de mí y será culpa tuya.

—Si todo va bien, ¿por qué no me has devuelto la llamada?

Ay. No es lo que ignore a mi padre a propósito. Es que constantemente olvido que existe.

—Es que he tenido mucho trabajo.

—El trabajo es bueno. ¿En qué estás trabajando ahora?

—Un libro.

—¿Qué clase de libro?

¿Me has despertado para hablar de Vaquero millonario, papá? ¿Cómo es que tú no eres un papá millonario?

—Una novela de amor, como siempre.

—¿Y de qué va?

—Un chico conoce a una chica, se enamoran. El chico le hace la puñeta a la chica.

—¿Ésa es la historia?

¿Por qué me llama tan temprano? Pero no se lo pregunto para que no me diga lo de «a quien madruga, Dios lo ayuda».

—No, eso no es todo. El chico se disculpa, se casan y viven felices para siempre.

—Ah, muy bien. ¿Y tú qué tal? ¿Sigues saliendo con Jeffrey?

«No, papá. Ahora mismo está follando en Tailandia».

En realidad no digo eso o le daría un ataque al corazón. El pobre sigue pensando que soy virgen.

—Se llama Jeremy, papá. Y no, ahora mismo estoy sin novio.

—No te preocupes, hija. Tú tranquila.

La mayoría de los padres insistirían en que buscase novio, pero mi padre no. Sigue pensando que tengo quince años. Cada vez que se va de viaje me trae una de esas camisetas de talla infantil. Janie, por otro lado, dice constantemente eso de «algún día quiero que me llamen abuela».

Si tengo hijos les diré que la llamen Janie, solo para fastidiarla.

—¿Y tú qué tal, papá?

—Ahora estoy en un grupo de excursionismo.

—Qué bien. ¿Y el trabajo?

—Bien. Solo trabajo cuatro días a la semana.

—¿Y eso?

—Quiero tener algún tiempo libre. Hay que vivir, hija. No pienso perder toda mi vida trabajando.

Esto debe ser influencia de Bev, su mujer. Mi padre solía trabajar sin descanso, especialmente después del divorcio. Pero desde que Bev lo llevó a un psicólogo, le ha dado por preguntar a todo el mundo «cómo te hace sentir eso».

Oigo la voz de Bev al fondo.

—¿Estás hablando con Fern? ¿Puedo hablar con ella?

—Bev quiere decirte hola. Un beso, cariño.

Es demasiado temprano como para hablar con Bev. No es que no me caiga bien, es que tenemos algunas diferencias. Bev es adicta a los programas matinales de la tele. Y en lugar de trabajar como una mujer del siglo XX, se dedica a planear vacaciones para sí misma, con la excusa de que es agente de viajes a tiempo parcial. Cuando no está de viaje, está viendo la televisión o cocinando sin grasas. Verbos como «compartir» y «descubrir» se combinan en su vocabulario con palabras como «alma» y «el ser mismo».

—Hola, Fern. ¿Cómo vas de ánimos?

—Bien, gracias.

—Estupendo, estupendo. Fenomenal. ¿Qué tal la terapia?

—Genial.

Bev convenció a mi padre para que me enviase setenta y cinco dólares a la semana, destinados a una sesión de terapia. Está convencida de que los niños nunca superan un divorcio y que mi marcha a Boston puede hacerme perder la cabeza. El dinero ha sido muy terapéutico por el momento: me he comprado unas gafas de sol de Versace y las botas de putón. Y estoy ahorrando para comprar un DVD.

—¿Has aprendido algo sobre ti misma esta semana?

—No mucho —contesto yo—. ¿Qué tal te va?

—Como siempre. Escribiendo en mi diario de gratitud.

Me niego a preguntarle qué demonios es eso.

—Y esta semana he leído un libro maravilloso. Estoy segura de que te gustará.

—¿Qué libro?

—Pues… es sobre una niña que fue víctima de un incesto. No me acuerdo del título, pero la historia me ha llegado a lo más hondo.

No veo la relación entre la protagonista y mi madrastra, que nació en Manhattan y está todo el día de compras. Pero nunca nos hemos tomado muchas confianzas y no se lo digo, claro.

—Dime el título del libro cuando te acuerdes, ¿vale? Bueno, tengo que colgar.

—Muy bien. Adiós. Piensa en tu espíritu.

—Sí, claro.

Cuelgo el teléfono y me vuelvo a dormir.

Cuando me despierto, casi a las dos de la tarde, tengo el primer pensamiento coherente: Jonathan Gradinger, mi futuro marido.

Puede que salgamos. Pronto.

¡Yupi!

Voy a salir con Jonathan Gradinger. La cosa es que cuando nos casemos tendré que dejar de llamarlo por el apellido. Parece el personaje de una novela de Jane Austen: Buenos días, señor Gradinger. Por favor, páseme el periódico, señor Gradinger.

¿Por qué no me ha llamado todavía?

Admito que estoy siendo un poco exagerada. Según Cosmopolitan, hay que esperar al menos tres días. ¿O eran cinco? ¿Cómo voy a esperar cinco días?

Tengo que llamar a Wendy.

La llamo al trabajo. Patético, sí. Es sábado y ni me molesto en llamarla a casa.

—¿Dígame?

—Hola.

—Hola —contesta ella—. ¿Qué tal va todo?

—Estupendo. Jeremy es historia.

—Sí, seguro —replica Wendy, sarcástica.

—En serio. Me he encontrado con mi futuro marido.

—Ah, me alegro. Entonces, ¿yo seré la primera dama de honor?

—No, la primera no. Iris me hizo jurar que sería ella. Pero tú puedes organizar la despedida de soltera.

—Muy bien. Pero tú tendrás que ser mi primera dama de honor. Si algún día tengo tiempo de volver a salir, claro.

Wendy lleva practicando la abstinencia desde que empezó a trabajar en Nueva York.

—Claro que seré tu primera dama de honor. Ya he escrito mi discurso y todo.

—¿Y quién es el futuro señor Norris?

Yo hago una pausa dramática.

—Jonathan Gradinger.

—¿Qué?

—Lo que has oído.

—¡Dios mío! ¿Cuándo lo has visto? ¿Seguro que no ha sido un sueño?

—Seguro.

Estoy muy segura de que no era un sueño. ¿Había sido un sueño? Miro alrededor para buscar evidencias de mi noche en Orgasmo. La falda negra tirada en el suelo, las botas cada una por un lado…

—¿Y cómo fue? —pregunta Wendy.

—Nos encontramos en un bar, hablamos y me pidió el teléfono.

—¡No me lo puedo creer! ¿Sigue estando tan bueno?

—Por supuesto. Quizá no tan buenorro como antes, pero sigue estando macizo.

—¿Te ha llamado?

—Aún no.

—Ah.

¿Ah? ¿Cómo que «ah»?

—Nos vimos anoche. ¿Qué tío llama por la mañana? Seguro que me llamará esta tarde, después de Los Simpson.

—Si quiere que salgáis esta noche…

—No me va a pedir que salgamos esta noche.

—¿Por qué no?

—Porque entonces parecería un desesperado. No es así como se juega, Wendy.

La pobre Wendy. La pobre, dulce e ingenua Wendy.

—¿Y tú qué sabes cómo se juega? Solo llevas un día de marcha.

Pero puedo recordar LVADJ (la vida antes de Jeremy). Entonces tenía una vida.

—Me llamará el domingo y me pedirá que salgamos el martes. Y el martes me dirá que cenemos juntos el sábado.

—Ya veo. ¿Y dónde iréis?

—¿El martes o el sábado?

Wendy no contesta. Veo que todo esto es demasiado complicado para ella. No salir con nadie en un año está empezando a derretir su cerebro.

—Sherri Burns se va a morir de envidia —dice por fin.

—¡Lo sé! Es maravilloso.

—Deberías poner el anuncio de la boda en el Times.

—Yo había pensado hacernos una foto y enviarla a la página web del instituto.

—Buena idea… oye, tengo que irme a una reunión.

—¿Una reunión? ¿Hay más gente en la oficina el sábado?

—¿Quién no está en la oficina?

—Pobrecita. ¿Seguro que no quieres un trabajo normal?

—Hablaremos más tarde. Adiós.

—Adiós.

¿Qué debo hacer? Probablemente levantarme. Son las dos de la tarde.

—¿Hola? ¿Hay alguien en casa? —llamo desde la cama.

—¡Hola! —grita Sam—. Estoy limpiando el baño.

Estoy segura de que limpia el baño todos los días. La he visto colarse en el baño con desinfectante después de que entrase algún invitado. Es igual de psicótica con la nevera. Tira las cosas dos días antes de caducar y da igual que le expliques que la fecha se refiere a la compra.

—¿No vas a comerte eso? —me preguntó hace unos días, señalando una bandeja de pavo. Si hiciera las cosas como quiere Sam, todo lo mío estaría en la basura.

Saco las piernas de la cama y pongo los pies en el suelo. En el frío suelo. ¿Dónde están mis zapatillas? ¿Tengo zapatillas? No, no las tengo. ¿Dónde están mis calcetines?

Me pongo unos pantalones cortos. No quiero que Sam me vea con las bragas de abuela que uso para dormir.

—Buenos días.

—Buenas tardes —me corrige ella, frotando los baldosines—. ¿Te acostaste tarde anoche?

—Sí. Lo pasé muy bien.

—Me alegro. Puedes usar este detergente si quieres limpiar tu baño.

Tengo la impresión de que eso es una sugerencia.

Pero como hoy no tengo nada que hacer… y mi cuarto de baño está bastante asqueroso. La última vez que lo limpié fue… a ver… ¿Lo he limpiado alguna vez?

—Gracias. Lo haré después de desayunar. Bueno, de comer.

Me hago un bocadillo. De lechuga, porque Sam me ha tirado la bandeja de pavo. Muy bien, limpiaré el baño después de comerme el bocadillo y ver un rato la televisión.

¿Qué hay? Cheers. Esa Diane… tan literaria. Yo siempre quise que se casara con Frasier. Lilith no se lo merecía. En cuanto llegué a Boston, lo primero que hice fue visitar el bar. Una desilusión. Nadie gritó: «¡Jackie!» cuando entré. Muy bien. Las tres. Hora de ponerse a limpiar. Pero acaba de empezar una serie que me encanta…

Son las cinco de la tarde y no me he movido del sofá. Tengo el culo dormido. Debería levantarme. Sam ha dejado los productos de limpieza en mi cuarto de baño.

¿Por qué no me ha llamado ya?

Seis y media. Tengo hambre. ¿Macarrones? No tengo leche ni margarina. Pido una pizza. ¿Qué voy a hacer esta noche? Natalie habló del Punto G. Debería llamarla. Cuando empiecen los anuncios, me digo.

Las siete y cuarto. Sigo teniendo hambre. ¿Dónde está mi pizza? ¿Qué ha sido de la media hora? Llamo a Natalie.

—Hola, Jackie.

—¿Qué haces?

—Nada. Me estoy vistiendo.

—¿Dónde vas?

—A cenar. Con Eric.

—¿Quién es Eric?

—El chico con el que hablaba anoche.

Un momento. ¿Un tío al que conoció anoche la ha llamado?

—¿El del traje de Armani?

—Ese mismo. Me llamó esta mañana. Creo que es un noble europeo, pero no estoy muy segura. Como no le entiendo…

—¿Te ha llamado esta mañana?

—Sí.

—¿Y te ha pedido salir? ¿Esta noche?

—Sí. ¿Debería haberle dicho que no? Me lo pidió anoche y le dije: ya veremos. Pero me ha llamado a las once para confirmar y me he dicho, ¿por qué no?

¿Por qué no? ¿Y qué voy a hacer yo?

—¿No teníamos planes?

—¿Ah, sí? Pensé que te daba igual.

—Sí, bueno… —yo sabía perfectamente que si la situación fuera la inversa, haría lo mismo.

Consejo número uno de cualquier revista de moda: que ningún hombre se interponga entre dos buenas amigas. Y que ningún hombre se interponga entre dos amigas mediocres… a menos que esté buenísimo. Pero ¿por qué va a ir una a un bar con una amiga mediocre si no es para ligar? ¿Para hablar de política? De modo que cuando un tío como mi Jonathan llama, una espera que la amiga sea comprensiva. Aunque un tío tan ideal como mi Jonathan no llamaría tan pronto.

—No querrás que cancele la cita, ¿verdad?

Pues sí.

—No, claro que no. Que lo pases bien.

—Tú puedes ir al Punto G.

¿Quién va sola a una discoteca de moda? Tendría que esperar dos horas en la cola. Y luego tendría que hablar conmigo misma en la barra.

—No, la verdad es que estoy cansada… —en ese momento llaman al timbre—. Me traen la pizza. Tengo que colgar.

—¿Seguro que no estás enfadada?

Estoy enfadada.

—No, claro que no.

—Vale. Un beso, cielo. Que lo pases bien.

Pensaba comerme la mitad de la pizza y guardar el resto para mañana, pero como no tengo que ponerme nada ajustado esta noche me la como entera. Odio mi vida. Me paso el sábado delante de la televisión. Jeremy no me quiere. Jonathan Gradinger no me ha llamado y el ligue de Natalie la llama al día siguiente…

Sam entra en el salón. Como me pregunte si he limpiado el baño, agarro la pizza y la restriego por la taza.

—¿Qué tal? —pregunta.

—Mal.

—¿No vas a salir esta noche?

—No.

—¿Quieres venir a ver la última de James Bond?

—No —contesto. Aunque la verdad es que me apetecería—. Bueno, no sé.

—Venga, ¿por qué no? Llevas seis horas en el sofá.

—¿Y desde cuándo ir al cine es un ejercicio aeróbico?

—Al menos tendrás que levantarte del sofá para ir al coche.

—Muy bien, iré.

Bajo la ducha descubro unas manchas redondas parecidas a hongos que han aparecido en la bañera. Mañana limpio el baño, seguro.

Marc aparece a las nueve menos cuarto y Sam le planta un beso en los labios. Si van a pasarse toda la noche besuqueándose, me siento en otra butaca.

Marc tiene un coche de dos puertas y maniobro para sentarme en el asiento de atrás, recordando una bronca que oí a través de la pared:

—¿Dos puertas? —estaba diciendo Sam—. Que no tenemos dieciséis años…

—¿Cuatro puertas? Oye, que no tengo cuarenta años.

Y yo, sentada en la cama, con la oreja pegada a la pared. Hasta que me vi obligada a escribir una carta a Toyota para rogarles que hicieran un coche de tres puertas, a ver si así me dejaban dormir.

Piso una bolsa de hamburguesas que hay en el suelo. Huele a verduras podridas. ¿Sam le deja tener eso en el coche?

—Deberíamos lavar el coche —dice ella entonces, arrugando la nariz.

—Sí, mamá —murmura Marc, encendiendo la radio. Me pregunto si alguna vez ha tenido la tentación de restregar una hamburguesa por la taza.

—No seas grosero.

—¿El cine está lejos? —intervengo yo para que no llegue la sangre al río.

—No.

Llegamos a los multicines y Marc busca aparcamiento, pero debe haber mil coches. Aparentemente, no somos los únicos que no saben qué hacer un sábado por la tarde. ¿Es que la gente no sabe hacer otra cosa? Marc encuentra sitio al otro lado del aparcamiento.

—¿No podrías habernos dejado en la puerta del cine? —protesta Sam.

—Lo siento. No me he dado cuenta.

Eso habría estado bien. O que nos montase en un carrito para llevarnos a la puerta. ¿No podrías sacar un carrito del maletero, Marc?

No sería mal negocio. Un carrito que recoja pasajeros del aparcamiento, como en Disneylandia.

—Venga, chicas, que llegamos tarde —nos dice Marc entonces. Bueno, me lo dice a mí, que ando despacio.

¿Qué culpa tengo yo? Soy bajita y tengo las piernas cortas.

Si nos hubiera dejado en la puerta como un caballero, ya tendríamos las entradas en la mano.

Después de comprar las entradas hacemos cola para comprar refrescos y palomitas de maíz. Sam y Marc solo piden coca-cola sin calorías. Por favor… no comprar palomitas en el cine es como ir a un partido de béisbol y no tomar un perrito caliente. ¿Para qué si no se va a un partido de béisbol?

—Mientras tú compras palomitas, vamos a buscar unas butacas decentes —dice Sam, que desaparece de la mano con Marc.

—Palomitas grandes con mantequilla y un refresco de naranja —le digo al crío que atiende el mostrador y que lleva un piercing en la ceja.

—¿Quiere el refresco grande, señora?

¿Señora?

—No, gracias.

—Solo vale treinta céntimos más —insiste el chico—. Y tiene derecho a otro si se lo termina.

—Bueno… vale.

—¿Quiere las palomitas gigantes? Solo valen cincuenta céntimos más, señora.

—No, gracias. Bueno, sí, ¿por qué no?

Me dirijo a la sala con un refresco gigantesco y un cartón de palomitas que me tapa la cara. Y que metía costado lo mismo que la entrada para el cine.

Horror. Tengo que ir al baño. Iré ahora, así no tendré que levantarme en medio de la peli. Pero ¿cómo voy a hacerlo con las palomitas, el refresco, la pajita y el bolso?

Jeremy me enseñó a no meter la pajita antes de estar sentada en la butaca. Parece una bobada, pero te sorprendería la cantidad de veces que he salido del cine con manchas de refresco en los vaqueros.

No voy al baño.

La sala está a oscuras y en la pantalla aparece el anuncio de: «Por favor, apaguen sus teléfonos móviles».

¿Cómo voy a encontrar a Sam y Marc?

Miro alrededor. Parece que estoy buscando a Wally.

No.

No.

No.

Sigo buscando entre un coro de: «Siéntate ya» y «¿Qué haces ahí de pie?». ¿Dónde demonios están Sam y Marc? Seguramente estarán sentados en la parte de atrás, en la fila de los mancos.

Pero no están.

Entonces veo a Sam moviendo los brazos desde la primera fila.

—Perdona, se me han olvidado las gafas. Espero que no te importe.

Me pregunto si es una grosería sentarme sola en medio del cine, como una persona normal. ¿Y si me ve un futuro novio sola y concluye que soy una misántropa que no tiene a nadie con quien salir un sábado por la noche y que solo va al cine para escapar durante unas horas de un apartamento lleno de gatos?

Me siento a su lado en la primera fila. Echo la cabeza hacia atrás e intento ponerme cómoda.

Esto no va a funcionar.

—Voy a buscar un asiento en el medio —le digo al oído. Soy mayorcita. Puedo sentarme sola en el cine. Veo un asiento libre al lado de una chica rubia en la fila diez y me levanto.

—¡Siéntate!

—¡Quítate de en medio, guapa!

Me siento, intentando buscar sitio para el refresco y las palomitas gigantes.

Jeremy y yo siempre nos sentábamos en una butaca de pasillo. Corrección: Jeremy siempre se sentaba en una butaca de pasillo. Le gustaba estirar las piernas. Por supuesto, nunca me preguntaba si quería sentarme yo. Yo tenía que sentarme al lado de alguno que ponía el brazo en mi butaca. Una pregunta: si solo hay un brazo de la butaca entre dos personas, ¿por qué el otro tiende a pensar que es suyo?

Bueno. Al menos la rubia me deja sitio. Está besándose con su chico. No le veo la cara, pero tiene un pelo rubio precioso y la odio.

Tengo que ir al baño. Debería haber ido antes de que empezase la película.

Guau. Pierce Brosnan está como un tren. Natalie dice que es demasiado guapo. ¿Cómo que demasiado guapo? Dice que nunca saldría con un tío más guapo que ella porque si entrasen en un restaurante todo el mundo lo miraría a él. Ojalá tuviera yo esos problemas.

Pero tengo que ir al baño.

Cruzo y descruzo las piernas. No sé por qué, pero tomo más refresco.

Quizá podría convencer a la gente de marketing para que pongan una fotografía de Pierce en la portada de nuestra nueva serie de espías. Por supuesto, no me invitarían a la sesión fotográfica, pero Pierce odiaría a la modelo rubia de bote que le ha tocado como compañera. Yo, por supuesto, pasaría por allí accidentalmente y él preguntaría: «¿Qué tal ella?», con su hermoso acento británico. «¿Ella?», exclamaría Helen. (Aunque Helen solo es editora senior y tampoco tendría derecho a estar allí). «Pero si solo es una editora». Al final, Pierce exigiría que yo fuera su pareja en la foto y, mientras el ventilador hiciera volar mi pelo, me preguntaría: «¿Querrías ser mi chica Bond en la próxima película?». Y yo sería una experta en ADN con un top blanco y ajustados pantalones dorados de Versace.

Oh, no. Una escena en una cascada. Esto va fatal.

—Tengo que ir al baño. Ya.

—Perdón, perdón, perdón…

—¡Siéntese!

—¡Baje la cabeza!

Corro al lavabo de señoras y coloco papel higiénico en la taza. No soy Sam, pero tampoco estoy loca.

Y cuando estoy a lo mío… flash. ¿Qué pasa con estos retretes automáticos, que sueltan agua cuando una está a lo suyo? ¿Cómo voy a ser una chica Bond si ni siquiera sé usar un retrete?

Vuelvo a la sala, seguida de los consiguientes «Siéntate», «No molestes más» y, a pesar de la tentación, no le pregunto a la rubia qué me he perdido. No quiero que piense que, además de ser un incordio, no tengo amigas.

Cuando termina la película me levanto de un salto para correr al bar. Tengo derecho a otro refresco gratis y, por Dios, pienso conseguirlo.

—¿Jackie?

Me vuelvo y veo a Andrew Mackenzie abrazando a la rubia.

No pienso volver a sentarme sola en el cine nunca más.

La rubia me mira, como pensando: ah, de modo que éste es el aspecto que tiene alguien sin amigos.

—¡Andrew! Parece que he venido sola, pero no es así. He venido con unos amigos… pero están en la primera fila y a mí me dolía el cuello…

Los dos me miran, sin expresión.

Andrew le contará a Jeremy que me vio sola en el cine… después de verme llorar en un bar. Estupendo. Mejor me tiro bajo las ruedas de algún coche. El Toyota de Marc, por ejemplo.

—¿Cómo estás? —pregunta Andrew.

—No, en serio, no estoy sola.

No pienso moverme hasta que Sam y Marc aparezcan.

—Jackie, te presento a Jessica. Jess, Jackie.

¿Quién es esta Jess? ¿Y por qué no me ha dicho que tiene novia? Aunque en Orgasmo no le di oportunidad para hablar de sí mismo.

Sam y Marc están en la salida. Maldición. Han ido por el otro lado.

—Bueno, encantada de volver a verte. Tengo que irme.

Al menos, no hay cola en el bar…

Porque está cerrado. Qué robo. Soy la peor chica Bond del mundo.

Pero me da igual. No quiero ser una chica Bond. No me gustan los pantalones dorados.

No hay ningún mensaje. Tampoco esperaba ninguno… pero nunca se sabe. Jonathan no me llamaría un sábado por la noche. Eso significaría que piensa que estoy en casa porque no tengo nada mejor que hacer. ¿Y por qué iba a estar él en casa un sábado por la noche?

Gracias a Dios no ha llamado. No me gustan los fracasados.

Me lavo la cara. Las manchas verdes alrededor del grifo empiezan a asustarme. De verdad tengo que limpiar el baño mañana. Incluso pondré el despertador a las nueve. Bueno, a las diez.

Riiiiiiiiing. El teléfono. Son las 9:57. En realidad, las 9:48. Tengo tres minutos. No pienso contestar, papá. Sigo durmiendo.

Me despierto. Mierda. Son las 12:40. Había prometido limpiar el baño. Pero tengo un mensaje. No era mi padre. La pantalla dice: número privado. ¿Qué desconsiderado llama a las 9:57 de la mañana un domingo?

—Jackie, soy Jonathan Gradinger. Mi número es 5552854. Llámame cuando puedas. Llámame cuando puedas.