—Hola, cariño. ¿Vamos andando? —pregunta Natalie, tomándome del brazo.
—Venga. Así me acostumbro a los tacones.
Boston no es una ciudad nada fácil, las calles tienden a desaparecer o a mezclarse unas con otras. A mí me han dado ataques de pánico (nunca encontraré el camino de vuelta a casa, acabaré en una mala zona, me robarán, me matarán y no encontrarán mi cuerpo descompuesto en el asiento del coche hasta meses más tarde), pero Back Bay es una zona bastante fácil.
—Esta noche no puedo tomar más de tres copas —dice Natalie.
La sobriedad no es algo que preocupe mucho a mi amiga. Es una loca de las calorías y tiene un cuaderno en el que anota todo lo que come. En eso es tan histérica como Sam con la limpieza.
—Ya sabes que una copa de vokda tiene sesenta y dos calorías —sigue diciendo.
—No, no lo sabía. Y me da igual. Esta semana por lo menos. Ciento veinticuatro calorías para el cuerpo. ¿Y qué?
Hoy Natalie no parece nada gorda. Está igual que siempre, muy, muy delgada y muy, muy alta. Bueno, no muy alta, pero sí comparada conmigo (todo el mundo es alto comparado conmigo ya que apenas mido un metro sesenta). Natalie debe medir un metro setenta, pero a mi lado parece Michael Jordán.
En realidad, se parece a Buffy Cazavampiros. Aunque nunca lo admitirá, según Sam, Natalie visitó al doctor Harvey Gold, uno de los mejores especialistas de Boston en rinoplastia, como regalo de graduación de sus padres. La primera vez que fui a su casa en Beacon Hill, examiné cada fotografía buscando una de «antes». De las treinta y cinco fotografías enmarcadas que había en la casa, ninguna era de antes de los dieciocho años. Sospechoso, ¿no?
Y viste como Buffy (más o menos). Esta noche lleva un top negro de Dolce & Gabanna y unos pantalones rojos que deben costar más que el alquiler de mi apartamento. Afortunadamente, es el tipo de chica que puede permitírselo, económica y estéticamente. En cuanto a mí, yo tiendo a camuflar en lugar de mostrar.
Natalie trabaja como voluntaria en varias clínicas psiquiátricas. Un día piensa hacer un master en psicología. Un día, la gente perturbada podrá pedirle ayuda. Qué susto. Incluso la remota posibilidad de que abra una consulta me aterroriza.
Ocho minutos más tarde llegamos frente a la puerta del bar, donde unas veinte personas esperan, nerviosas, en la cola.
—¡George! —grita Natalie, dirigiéndose al matón de dos metros con gafas de espejo.
—Hola, sexy —la saluda él.
Beso, beso y beso.
—George, quiero presentarte a Jackie. Es una de mis mejores amigas.
—Hola —digo yo, con una sonrisa de estrella de cine.
—¿Cómo está el cielo? —pregunta Natalie. Ése es el código para saber si tiene algún moco en la nariz.
—Sin nubes —contesto yo.
—¿Y la calle?
Ése es el código para saber si tiene algo entre los dientes. Francamente, no sé qué podría tener entre los dientes ya que no come nada. Su sonrisa brilla como brillan los dientes con fundas.
—Limpia. ¿Y yo? —pregunto, por si acaso, inclinando la cabeza a un lado.
A nuestra izquierda está el ropero. Me alegro de que el buen tiempo me haya permitido salir sin chaqueta. (Tengo que exponer todo lo que pueda desde el principio; Natalie, por otro lado, podría llevar un saco de patatas y, aun así, los dejaría muertos). A la derecha está la pista de baile. Algunas mujeres medio desnudas… (cielos, ¿yo llevo esa pinta?) están haciendo como que bailan mientras miran a los tíos. La música está tan alta que solo puedo descifrar: boom, boom, guarra, boom, boom, cómeme. Genial.
—Vamos —digo, abriéndome paso entre la multitud para llegar a la barra, donde una chica con un escote de vértigo me pregunta qué quiero.
«Esas tetas», pienso. No lo digo para que no piense cosas raras, pero la verdad es que me encantaría tener ese escote. Cierto que tengo una talla ochenta y cinco y Jeremy parece suficientemente contento (que en la mano quepa, ya sabes) y aquella chica seguro que solo tiene una talla más, pero a mí me haría falta un Wonderbra para tener ese escote. Pero el asunto es: ¿qué pasa cuando llegas a casa y te quitas el sujetador? ¿Cómo lo explicas?
Al final, pido dos Martinis, intentando mirar a la camarera a los ojos.
—¿Preparada? —pregunta Natalie.
¡Claro! ¡Pienso emborracharme! ¡Voy a pasarlo bien! Ya lo estoy pasando muy bien. Lo estoy pasando tan bien que prácticamente me he olvidado del gilipollas.
—Mira, ahí está Andrew Mackenzie —exclama Natalie, señalando hacia la puerta mientras saca el cuaderno de las calorías del bolso.
Por favor, por favor, que alguien me diga cómo voy a olvidarme de Jeremy si sus amigos de la universidad aparecen por todas partes. Particularmente el que nos presentó.
Andrew se acerca. Glub.
—Me habían dicho que estabas en Boston —dice Natalie—. Estábamos hablando de ti.
¿Ah, sí?
—¿Y qué estabais diciendo? —pregunta él, dándole un beso en la mejilla.
¿Qué estábamos diciendo?
—Que eres muy sexy —contesta Natalie, rodeando su cuello con los brazos.
Natalie es una ligona nata, aunque no precisamente la reina de la originalidad. ¿Quién dice «que eres muy sexy»? Pero en general los hombres no hacen revisión de contenido en cuanto se refiere a ella. Y no entiendo muy bien a qué viene ese repentino interés por Andrew. Yo he intentado emparejarla con él docenas de veces para que Jeremy y yo tuviéramos alguien con quién salir. Corrección: hubiéramos podido tener. Andrew estaba encantado, pero Natalie no quería saber nada del asunto. «Demasiado bueno», decía.
—¡Jackie! —exclama Andrew entonces—. No sabía que estuvieras en Boston.
Oh, cielos. Oh, cielos. Eso significa que Jeremy no habla de mí con sus amigos. Aparentemente, soy tan insignificante que ni siquiera me menciona. Asqueroso.
O quizá Andrew y Jeremy no se hablan. Sí. Creo que esa posibilidad es la que me gusta más. No se hablan para nada.
Andrew incluso se parece un poco a Jeremy. Bueno, en realidad no. Los dos son muy altos (lo sé, lo sé, todo el mundo es muy alto comparado conmigo). Sí, eso es todo. Jeremy se parece un poco a Ethan Hawke, sexy contemporáneo (incluso llevó durante algún tiempo una perilla), y Andrew es más clásico. El pelo de Jeremy es castaño claro y Andrew es más bien pelirrojo. No rojo, rojo, más bien rubio con reflejos rojos. Reflejos de verdad, no mechas como las mías. Y tiene los ojos castaños mientras Jeremy los tiene azules. Muy bien, Andrew y Jeremy no se parecen en nada, pero antes salían juntos y me recuerda a él, ¿vale?
—Trabajo en Boston —digo yo.
—¿Dónde? ¿Cuándo te mudaste?
—Trabajo en la editorial Cupido. Y llevo aquí un par de meses.
—¿De verdad? ¿Estás escribiendo?
—No. Trabajo como editora.
—Me alegro por ti. ¿Conoces a Fabio, el modelo de las portadas?
No sé por qué todo el mundo me pregunta eso cuando digo dónde trabajo.
—No, no conozco a Fabio. Yo no hago las portadas. Bueno, ¿y a ti cómo te va?
—He estado trabajando en Nueva York durante unos años y ahora estoy haciendo un master.
—¿De verdad? ¿Dónde?
—En Harvard —contesta él, con una sonrisa que se puede traducir por: «me encanta poder decir que estoy en Harvard, pero sin embargo no quiero parecer un esnob».
Ajá. Eso explica el repentino interés de Natalie.
—En Harvard, qué bien —digo yo.
—Es increíble, Andy —sonríe Natalie, poniéndole la mano en el hombro. ¿Andy? ¿Desde cuándo lo llama Andy?
—Gracias. ¿Queréis una copa?
La bruja de Natalie está distraída porque un tío con traje de Armani la está llamando.
—Vengo enseguida, ¿vale?
—Sí, me apetece una copa —digo yo.
Volvemos a hacernos sitio en la barra. ¿Debería preguntarle por Jeremy? No, mala idea. Aunque estoy absolutamente convencida de que ya no se hablan, si le dice a Jeremy que he preguntado por él quedaré como una imbécil.
La del escote pregunta a Andrew qué quiere. Él mira el escote y luego a mí.
—¿Qué quieres tomar?
No pienso preguntar por Jeremy. No pienso preguntar por Jeremy. Ni siquiera mencionaré su nombre.
—Un Martini.
—Dos Martinis —sonríe Andrew, dejando una tarjeta de crédito sobre la barra.
—Gracias.
Ah, pues qué bien. Además, me invita.
Andrew señala dos taburetes vacíos frente a la barra.
No pienso preguntarle si sabe algo de Jeremy. No pienso preguntar nada. No pienso preguntar.
—¿Qué tal te van las cosas?
—Bien. ¿Sabes algo de Jeremy?
Maldición.
—No sé nada desde que se fue a Tailandia. ¿Seguís juntos?
Estupendo. De repente, se me llenan los ojos de lágrimas. No volveré a mencionar el nombre de Jeremy. Si tengo que pensar en él a la fuerza, usaré un símbolo abstracto, como para nombrar a Prince. A partir de ahora será @.
Me cubro los ojos con la mano para que Andrew no se dé cuenta de que estoy llorando. Me siento como esa niña del instituto que solía taparse la nariz con una mano para hurgársela con la otra.
Andrew, por supuesto, sabe que estoy llorando. Me pasa un brazo por los hombros y yo me pongo a sollozar sobre su pecho. Seguramente le estoy dejando una mancha en la camisa y se me correrá el rímel…
Tiene el pecho durísimo.
Muy bien, no es Ethan Hawke, pero es muy mono y un master en Harvard lo hace parecer más mono todavía. Podría seducirlo esta noche. Podríamos hacer el amor loca, salvaje, apasionadamente. Y después nos despertaríamos sonriendo uno en brazos del otro e iríamos a desayunar de la mano, paseando por la orilla del río…
Huele muy bien.
Huele como @.
Me niego a tener una aventura con alguien que huele como @. El asunto es estar con alguien que no me recuerde a @, sino que me haga olvidarlo. Al menos, durante un tiempo. Éste es el plan: @ sufrirá tanto que se dará cuenta de que soy su verdadero amor y me suplicará que volvamos a estar juntos. Y entonces viviremos felices para siempre.
Se supone que no debo pensar esto en voz alta, ¿no?
Sé que debería conocer a otro hombre, pero en realidad estaría encantada de usar a ese otro hombre para recuperar a Jeremy.
Suspiro. Lo sé, soy patética.
—Lo siento mucho —le digo a Andrew—. Tengo que ir al lavabo a arreglarme un poco.
Por supuesto, el pobre tiene una mancha en el centro de la camisa.
—Muy bien —dice él, anotando algo en una caja de cerillas—. Llámame si quieres hablar, ¿de acuerdo?
—Gracias —murmuro yo, cortada.
La verdad es que es un chico muy majo.
Entro en el lavabo de señoras y me encuentro con diez tías arreglándose delante del espejo. No sé qué tienen los espejos de los bares, pero las mujeres se convierten en animales. Se arreglan el pecho, se perfuman y se retocan el maquillaje como si les fuera la vida en ello. En aquel momento, una chica con minifalda de piel de serpiente saca una bolsa de cosméticos del bolso, la vacía sobre la repisa y saca el rizador de pestañas.
Yo me miro al espejo. Parece que, en lugar de la sombra de ojos copiada del Cosmopolitan, me he pasado el cenicero por los párpados.
—Perdona —le digo a la chica de la falda de serpiente—. ¿No tendrás crema limpiadora?
—Sí, claro, guapa —dice ella. Es mayor que yo, por eso puede llamarme guapa—. Y también tengo algodones.
—Gracias —practico la sonrisa delante del espejo hasta que parece falsa y diabólica. Quizá debería convertirme en una golfa. A los tíos les encantan las golfas.
Después de arreglarme un poco, vuelvo al bar.
—Un Martini, por favor —digo, sentándome en un taburete.
La rubia teñida que está a mi lado se inclina tanto para hablar, que el tío que está con ella se la come con los ojos. Los tres hombres que tengo a mi izquierda están dando números, puntuando a las tías según pasan. Uno con la piel cetrina calcula un nueve y medio por la morena que está sentada cuatro taburetes más allá y que lleva una falda larga con una raja hasta la axila. Cuando dice ocho, pienso que se refiere a mí. Y me gustaría echarle la copa encima al imbécil, pero decido mirarlo de arriba abajo. Después de todo, las copas son muy caras.
¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué no estoy en casa, viendo la televisión? Son casi las once y podría estar viendo La ley de Los Ángeles con Samantha. Las risitas de la rubia teñida suenan como risas enlatadas. Odio Orgasmo. Odio Boston y odio a Natalie. ¿Dónde demonios está?
Un momento.
¿Es ése quien creo que es?
¿Jonathan Gradinger?
¿Jonathan Gradinger, que hizo el papel de Danny Zukoe en el Grease que montaron en el instituto cuando yo estaba en segundo? Me senté en la primera fila durante tres noches porque estaba buenísimo. La fotografía de Jonathan Gradinger, recortada del periódico del instituto, estaba pegada en mi taquilla, al lado de la foto de Kirk Cameron. Incluso escribí en mi cuaderno: Jackie Gradinger, Fern Gradinger, Jacquelyn Gradinger. Me sabía los horarios de Jonathan de memoria y solía encontrarme «casualmente» con él por los pasillos. Afortunadamente, el pobre nunca se dio cuenta.
Aquí empieza a hacer mucho calor. Y tengo escalofríos. La letra de Grease me pasa por la cabeza. Tomo mi copa y pienso en su chaqueta de cuero.
De espaldas parece él. Habría reconocido esa nuca en cualquier parte.
Si se vuelve un poquito… solo un poquito más… ¿por qué lo distrae esa bruja? ¡Se marcha! ¡Espera, espera!
Intento enviarle mensajes telepáticos: «Vuélvete, vuélvete ahora mismo, Jonathan Gradinger. Enamórate locamente de mí».
Mi telepatía no funciona. Habrá que tomar medidas drásticas. Accidentalmente, dejo caer mi vaso. Mejor desperdiciar una copa que una oportunidad.
Smash.
Es él. ¡Es Jonathan Gradinger del instituto! ¡Y está mirándome!
Muy bien, todo el mundo está mirándome. Creo que el de la piel cetrina me ha dejado en un seis.
—¿Te encuentras bien? —pregunta la camarera del escote.
—Sí, perdona. No sé qué ha pasado.
Sí lo sé. Sé muy bien lo que ha pasado. Y sé que ha funcionado porque Jonathan Gradinger se acerca a mí.
Oh, cielos.
Viene para acá.
Yo nunca he hablado directamente con Jonathan Gradinger.
¿Qué puedo decirle?
Necesito una copa. ¿Dónde está mi copa?
Ah, sí. La he tirado. Mierda.
Cálmate, respira profundamente. Piensa en un baño de espuma, en uno de los masajes que Iris solía darte a cambio de dos dólares. Un sofá, un paisaje verde, el sonido de la televisión…
Coño, me estoy quedando dormida.
—Hola —me saluda una voz muy familiar—. Yo te conozco. ¿No eres de Danbury?
Jonathan Gradinger está hablando conmigo.
Jonathan Gradinger está hablando conmigo.
Jonathan Gradinger está hablando conmigo.
Jonathan Gradinger está hablando conmigo.
Wendy no se lo va a creer.
Cálmate. Tú puedes hacerlo.
—Shjds sjsdyh jksav jasdadj dhij.
—¿Perdona? —pregunta él. Lo cual es perfectamente lógico porque no sé lo que he dicho.
—Hola —digo por fin. Despacito, así vas bien—. Sí.
Hala, le he dicho dos palabras a Jonathan Gradinger. Ahora tendré algo que contarle a mis nietos.
—¿Fuiste al instituto Stapley?
¿Más? Oh, cielos, quiere mantener una conversación.
—Sí —contesto, asintiendo con la cabeza.
Lo estoy haciendo. Estoy manteniendo una conversación.
—¿Estabas en mi curso? —pregunta él, pasándose una mano por el espeso cabello oscuro… ya no tan espeso. ¿Qué ha sido de su pelazo negro?
—La verdadeskiostabansegundo —consigo decir, a punto de caerme del taburete.
—Espera un momento —sonríe él entonces—. Ahora me acuerdo de ti. ¿No eres tú la chica que me seguía? ¿Jackie no sé qué?
Oh, Dios mío. Sabe mi nombre. Danny Zukoe sabe mi nombre.
Asiento con la cabeza. No puedo hablar. Parece que no encuentro la lengua.
—¿Quieres una copa? —pregunta Jonathan.
Jonathan Gradinger me invita a una copa. Asiento de nuevo. En realidad, creo que no había dejado de asentir con la cabeza. Parezco un muñeco articulado, por favor…
—Parece que te gusta… —empieza a decir Jonathan mirando al suelo— el Martini, ¿no?
—Especialmente si es contigo —digo yo. No, es de broma. No dije eso. Seguí asintiendo con la cabeza.
—Bueno, cuéntame, ¿te gusta Boston?
—Ahora que estoy hablando contigo me gusta mucho.
Un momento. Esta vez sí lo he dicho. Horror, no debería… Pero a ver… él se está riendo. Cree que soy graciosa, cree que estoy tonteando con él. Estoy tonteando con él. Estoy tonteando con Jonathan Gradinger.
—La verdad es que me gusta Boston —digo, ya más tranquila—. ¿Y a ti?
Bueno, tampoco es como para darme un premio. Pero son dos frases seguidas, jolín.
—Yo ya llevo aquí algún tiempo. Y me gusta mucho.
—¿Cuándo viniste a Boston? —dos preguntas. Estoy que lo tiro.
—Hace ocho años.
—Ah, entonces ya eres un auténtico bostoniano.
Una broma. Me daría de besos.
Él ríe. Yupi.
—No del todo. Aún no vivo en Beacon Hill.
Pausa. Pasa un segundo. Pasan dos. ¿Qué hago ahora? Espera, un momento.
—¿Y qué haces en Boston?
Estupendo, hay que darle a un hombre la oportunidad de hablar sobre sí mismo. Qué lista soy.
—Soy médico.
¡Médico! Jonathan Gradinger es médico.
—¿Cirujano, pediatra…?
—Podiatra.
—¿Cómo?
—Médico de los pies.
Por supuesto que lo sabía. Soy editora. Un podiatra es alguien especializado en el tratamiento de los pies.
—Pues debe de ser… interesante.
¿Qué puedo decir? Al menos, yo tengo los pies bonitos. Del número treinta y seis y medio y muy monos. Mi pedicura incluso dice que es un placer hacerme las uñas. Aunque puede que lo diga para que le dé propina. No debería hacerlo porque es la dueña del salón, pero una vez vi a una dándole una propina de cuatro dólares por una factura de veinte y me dio corte no dejar nada. Y ahora cada vez que voy tengo que dejar veinticuatro dólares en lugar de veinte y es una ruina.
En fin…
—Entonces, ¿estudiaste aquí?
—En Tufts. ¿Y tú, qué haces?
—Soy editora.
—¿Dónde?
—En la editorial Cupido.
—¿Cupido?
—Publicamos novelas de amor.
—Ah, mi madre las lee. ¿Conoces a Fabio?
Me río con mi mejor risita de tonteo (llevo siendo amiga de Natalie el tiempo suficiente) y le doy un golpecito en el hombro, muy chula.
—Desgraciadamente, no. ¿Y tú?
—Es paciente mío. Tiene unos pies muy bonitos.
—Lo dirás de broma, ¿no?
—Sí, claro. Pero ya sabes lo que dicen sobre la gente con pies bonitos.
—¿Qué?
—Que llevan buenos zapatos.
¿Puedo soportar estas bromas sobre pies? Intento reírme de nuevo.
—Y tú llevas unas botas muy bonitas —dice Jonathan entonces.
—Gracias. Acabo de comprármelas. Son botas de chica soltera.
—¿Y, eso?
—Porque son botas para que me miren.
—Yo te estoy mirando.
¿Me está mirando?
—Me alegro —sonrío, encantadora.
—Has crecido mucho.
—Claro, no has vuelto a verme desde que llevaba aparato en los dientes.
—Estás muy guapa, Jackie.
—Gracias. Tú también.
Estás muy bueno. Muy bueno. Con menos pelo y algún michelín… pero muy bueno todavía.
—¿No sales con nadie?
Eso es lo que intento decirte, hijo.
—No. ¿Y tú?
—Soy soltero —contesta Jonathan, poniéndome una mano en el hombro.
—¡Jackie! ¡Jackie! —oigo la voz de Natalie. No sé cómo puedo oírla por encima de la música, pero es muy irritante. Está haciéndome señas.
—¿Me das tu número de teléfono? —dice Jonathan.
Por fin. Las palabras mágicas han salido de sus labios.
—Sí, claro.
Me siento un poco como Cenicienta. Y mis botas son mucho más guays que los zapatos de cristal. Aunque siempre he deseado tener unos zapatos de cristal, que conste. Le pido a la del escote una caja de cerillas y busco un bolígrafo en el bolso. La camarera me mira con mala cara y no me da las cerillas.
Asquerosa de tía.
Jonathan me quita el bolígrafo de la mano, muy autoritario él.
—Dime.
Yo recito el número y él lo escribe en la palma de su mano. Qué tierno.
—¡Jackie! ¡Jackie!
—Tengo que irme —digo, señalando a Natalie.
Estupendo. Parece que tengo amigas.
—Muy bien. Te llamaré.
Sí, por favor.
Me paso el resto de la noche siendo presentada, pero sobre todo posando para que Jonathan Gradinger vea lo sexy que soy. Y yo lo observo atentamente para comprobar que no borra mi número para escribir el de alguna rival. Pero de una forma discreta, no lo miro con ojos de hiena.
¿Me llamará? Es viernes, quizá me llame mañana. ¿Quizá esta misma noche? Quizá llamará en cuanto llegue a casa. Quizá me diga que no podía dormir hasta escuchar mi dulce voz.
—¿Lo estás pasando bien? —me pregunta Natalie. Estamos sentadas a una mesa con el del traje de Armani y tres amigos más. Uno de ellos me habla con acento francés. Yo asiento con la cabeza, pero no entiendo nada. Lo único que entiendo es «¿otra copa, sí?».
Definitivamente, sí. Qué noche tan maravillosa. Voy a tener el novio perfecto. Querrá casarse y, como es médico, no tendré que decirle: «no, cariño, eso no es el clítoris». Querrá casarse y mis compañeras del instituto se morirán de envidia. Y querrá casarse. Me gusta particularmente lo de la envidia. Hala, que se tiren de los pelos. Sobre todo Sherri Burns. «Fíjate, soy la única de primero que ha sido invitada al baile de graduación. Soy tan mona. Pienso salir con el más guapo del instituto y ser capitana de las animadoras».
Estoy deseando que se entere. Estoy segura de que estaba enamorada de Jonathan, pero eso da igual. Puedo ser condescendiente. Es posible que la llame esta noche y le cuente lo de mi compromiso con Jonathan, aunque no sé su número. Quizá debería organizar una reunión de antiguos alumnos. Y diré,
como si nada: iré con mi prometido, Jonathan Gradinger.
O podría enviar una fotografía nuestra a la página web del instituto. Pero entonces tendría que llevar una cámara fotográfica a nuestro próximo encuentro…
Eso me gusta más.
—Mañana iremos al Punto G, ¿vale? —dice Natalie.
—Muy bien —sonrío yo. Pero no sé si podré ir, es posible que mañana salga con Jonathan Gradinger.