—¿Hola? ¿Samantha?
Genial. No hay nadie en casa. Nada me gusta más que estar sola. No fue siempre así. Cuando estudiaba en Penn, me encantaba entrar en casa y ver a mi amiga Wendy tirada en el sofá, viendo la televisión. «Qué bien. Estás en casa», solía decirme. Y después hacía un café brasileño divino mientras me contaba qué había hecho aquel día. Por ejemplo:
—Y entonces entré en la cafetería y vi a Crystal Werner y a Mike Davis.
—¿Siguen juntos?
—Sí, después de habérsela pegado con otra. ¿Te lo puedes creer?
Yo creo que fue muy egoísta por parte de Wendy irse a Nueva York y dejarme sola.
La lucecita del contestador está encendida y hay tres mensajes.
No quiero pensar que alguno sea de Jeremy. No quiero esperar que haya cambiado de opinión y que en cuanto pulse la tecla escuche: «Hola, soy yo. Te echo mucho de menos», con su voz ronca de neoyorquino. Solo habrá un mensaje suyo cuando no lo espere. De esa forma tan enferma funciona el mundo. Lo veo claramente: pulsaré el botón del contestador pensando en otra cosa y allí estará el «Hola, soy yo. Te echo mucho de menos». Como la ducha de agua fría que tengo que tomar cada mañana porque Sam usa todo el agua caliente.
Pero tengo mensajes. La, la, la. ¿De quién? Los escucharé mirando al tendido, como si no me importase lo más mínimo.
—Hola Sam, soy mamá. Llámame.
Primer mensaje.
—Jackie, Jackie, ¿dónde estás? Te llamé a la oficina, pero no estabas. Voy a salir y tengo que hablar contigo. Estoy atravesando una crisis emocional. Matthew le ha dicho a Candie que le gusto y a mí no me gusta nada. ¿Qué hago? Llámame en cuanto llegues a casa. Pero voy a salir, así que deja un mensaje.
Mi hermanastra Iris siempre tiene alguna crisis emocional. ¿Quién sería Matthew?
Tercer mensaje.
—Hola, Jacquelyn. Soy Janie. Solo quería decirte hola. Llámame cuando puedas.
Maldición.
Janie es mi madre. Desde los cuatro años insistió en que la llamase Janie y no mamá. Aparentemente, lo de «mamá» era una conspiración burguesa para que las clases dirigentes —los padres— mantuvieran el poder. Pero cuando cumplí seis años, a mi padre lo ascendieron de dependiente a gerente de planta y Janie empezó a desechar todas esas filosofías marxistas, descubriendo a la chica material que llevaba dentro. Y para entonces era demasiado tarde, ya no podía llamarla mamá. Yo quiero mucho a Janie, desde luego, pero es un poco frívola.
* * *
Fem Jacquelyn Norris es mi nombre completo. Pero jamás uso el Fem. Lo odio. Sigo sin saber por qué mis padres me pusieron un nombre tan espantoso. Supongo que Janie debió elegirlo en su época de pastillera, en los setenta. La he convencido para que me llame Jackie, pero mi padre parece tener un serio problema de aprendizaje.
Una vez viví con mis padres en una calle llamada Lazar en Danbury, Connecticut, y mi mejor amiga era una niña con coletas llamada Wendy. Hoy, Wendy es mucho más alta, sigue siendo mi mejor amiga y ya no lleva coletas (aunque reaparecieron durante unos meses en los noventa para capturar el look «aniñado»). Mi padre, que se llama Tim, pero al que puedo llamar papá como he dicho antes, vendía ropa de mujer mientras Janie hacía pulseras. Hizo miles de ellas, algunas con piedrecitas, otras con estrellas y lunas. Vendió unas cuantas a las tiendas del barrio, pero la mayoría de ellas siguen guardadas en cajas que están detrás de la librería.
Cuando tenía seis años me enteré de que mis padres se llevaban fatal. Ahora lo entiendo perfectamente. Todo parece muy fácil cuando uno mira hacia atrás: la respuesta correcta en un examen, el chico al que le gustabas y a quien tú no prestaste atención hasta que empezó a salir con una animadora, esa mirada al retrovisor que te falló antes de tomar la curva… Pero entonces la ruptura me horrorizó. Mi padre se fue a vivir a un estudio y Janie y yo a un apartamento de dos habitaciones en el centro de la ciudad.
Unos meses más tarde, mi padre se casó con Bev, una agente de viajes, y se fueron a vivir a Dufferin. Unos meses después, Janie se casó con Bernie, un viajante de comercio, y nos fuimos a vivir a su apartamento, que era solo un pelín más grande que el nuestro. Entonces, cuando yo tenía ocho años, Janie se quedó embarazada de Iris, mi hermanastra, y los cuatro nos fuimos a vivir a un apartamento más grande en Finch. (Iris, por cierto, puede llamar «mamá» a Janie). Cuando mi hermanastra —a quien yo llamo hermana porque lo de hermanastra me suena fatal— tenía cuatro años, Janie decidió que estaba harta de tener vecinos, harta de sentir que vivía bajo una bolera, harta de no poder poner la música a todo volumen sin que alguien llamase a la policía (sí, eso ocurrió de verdad) y decidió que nos mudábamos a una casa.
Vivimos en la avenida Kelsey hasta que Janie decidió que estaba harta de ir todo el día en zapatillas de deporte. Y entonces nos trasladamos a Boston. Afortunadamente ese «nos» no me incluía a mí porque tenía que irme a la universidad. Vivieron en Newton durante cuatro años hasta que Janie decidió mudarse a Virginia porque «todo el mundo debería poder meter los pies en el mar después de un paseo de diez minutos».
En mis veinticuatro años en este planeta, he tenido catorce habitaciones diferentes. Para llegar a ese número incluyo el dormitorio de la universidad, mi primer apartamento en Penn con Wendy, mi segundo apartamento en Penn con Wendy y mi propio apartamento en Penn cuando Wendy consiguió un puesto de trabajo en Nueva York. Yo me quedé en la universidad, supuestamente para terminar un curso de posgraduado, pero en realidad para estar con Jeremy. Esa lista incluye los apartamentos en los que vivieron mis padres cuando Janie estaba embarazada de mí.
Y no me apetece llamarla ahora mismo. Prefiero tumbarme en el sofá y ver la televisión. Click, click, click. No hay nada interesante.
Decido entonces admirar las botas de piel negra que he comprado en la calle Newbury cuando volvía del trabajo. Una chica siempre necesita botas nuevas. Es el primer paso para olvidar un corazón roto. En realidad, hay cinco pasos. Wendy y yo los escribimos en la universidad cuando rompió con… ¿cómo se llamaba? El que la engañó con la del aparato verde en los dientes… ah, sí, el capullo.
Encuentro la lista en uno de mis cajones, entre una cinta del día de San Valentín con clásicos como I just called to say I love you, Lost in love, Glory of love y dos entradas para el concierto de New Kids on the Block. Creo que habíamos pensado enviar la lista a Cosmopolitan o algo así. La lista, escrita con tinta rosa, huele a Marlboro rancio. Fue durante nuestra época de fumadoras.
Cómo recuperarse de una ruptura:
Asombroso. Cinco años después, los pasos siguen siendo válidos (casi todos).
Los pasos del uno al cinco deben ser repetidos frecuentemente hasta que a la chica se le pase el disgusto. Los pasos uno y dos deberán ser levemente alterados con el uso de sandalias de tacón, pantalones de cuero, un top escote palabra de honor, mechas, decapados… En fin, ya sabes.
Esta noche, sin embargo, no hay tiempo para bombones.
Me ducho con agua caliente para variar, (incluso uso el champú carísimo que estaba guardando para la vuelta de Jeremy. ¿Lo ves? Prácticamente olvidado ya), me aliso el pelo con el secador (me quemo los dedos con el secador, pero da igual porque me queda ideal), me pongo una falda de cuero negro con raja hasta el muslo, un top rojo y las botas nuevas que ahora mismo valen los ciento cincuenta dólares que me han costado.
Sí, estoy pina.
Busco la página de sombra de ojos en Cosmopolitan e intento seguir las instrucciones sin sacarme una pupila. Dejaré a los hombres mareados con mis ojos verdes, bueno son castaños, pero con puntitos verdes. Me pondré perfilador para mostrar mi sonrisa y sonreiré para mostrar mis hoyitos.
Incluso llevo un tanga para que me dé suerte.
Estoy harta de esperar que me pasen cosas. Es hora de salir y agarrar la vida por los… bueno, ya sabes. Tengo veinticuatro años, soy joven y me niego a quedarme aquí viendo cómo me crece el culo mientras Jeremy se lo pasa en grande. Las mujeres siempre están esperando que un hombre las mire, que un hombre las llame, que un hombre las bese.
¡Un momento, un momento! La primera vez que esperé un beso fue en el instituto. Era como si todo el mundo ya se hubiera dado un beso de tornillo, menos yo (yo me imaginaba a las que trabajaban en una ferretería todo el día practicando), incluida Wendy, que había jugado a la botella en el cumpleaños de su primo. Ted y yo llevábamos cuatro días saliendo y estábamos sentados en el patio del instituto, hablando sobre nada (hace calor, ¿verdad?), experimentando el sudor de manos y los latidos trémulos del corazón del «ay, que me va a besar». Por fin, la cara de Ted apareció frente a la mía y allí estaba, el beso. Bueno, no fue exactamente un beso porque teníamos la boca cerrada y nuestros labios se encontraron así de golpe, como si nos hubiéramos chocado en el metro. Pero, de repente, estábamos besándonos. Entonces recordé las instrucciones de Wendy: abre la boca y mueve la lengua. La lengua de Ted era como blanda y sabía a regaliz.
Esperar es horrible. Después del primer beso, las chicas deben esperar su primer amor, y luego tienen que esperar hasta que pierden la virginidad. O, si estás harta de buscar el amor, puedes echar un polvo con Rick el muerto, que llamaba (y seguramente sigue llamando) «tío» a todo el mundo. Sí, puedes echar un polvo con alguien, como hice yo. Es lo mejor, te lo recomiendo.
¿Sabes lo que odio de las películas? Que la gente no folla por follar. O se dan un piquito o se acuestan con el hombre de su vida. Un tío empieza a desabrochar el pantalón de una chica y ella dice: «No estoy preparada para acostarme contigo». Y el tío dice: «Ah, vale». Y no pasa nada.
No se ve el tío intermedio, ése con el que te acuestas antes de conocer al hombre de tu vida. Aunque todas mis amigas se han dejado meter mano por arriba y por abajo.
Yo no me acosté con Rick inmediatamente. Fuimos poco a poco hasta que un día decidí que, en lugar de pensarlo, me apetecía hacerlo.
La primera vez fue un domingo por la noche en la cama de su dormitorio del campus, con Skeletons from the closet sonando en el estéreo. Cuando llegamos a la segunda canción, todo había terminado. Yo sentía como si me hubieran desgarrado y él estaba sentado en la cama, fumando un cigarrillo. Me olían las manos a goma y recuerdo que pensé: «¿Esto es todo?».
Con Jeremy todo fue… diferente. Me pasaba la mano por la espalda y yo no podía concentrarme en nada más que en sus dedos. Tenía unas manos preciosas. El doble que las mías y nunca le sudaban. Él no solía darme la mano, pero siempre me pasaba el brazo por los hombros. O por la cintura.
Bueno, ya está bien de Jeremy. Cambiemos de canal.
JulieAndrews, JulieAndrews, JulieAndrews.
Bombones de fresa. Mírame con estas botas, que estoy que rompo.
Más que eso, parezco un putón. Estoy esperando a Natalie con aquel atuendo cuando oigo a Sam y Marc entrando en el apartamento. Riendo. Siempre se están riendo. O tocándose. Son una pesadez.
Cuando firmé el contrato de alquiler no sabía que tendría dos compañeros de piso, no uno solo.
Bueno, en realidad apenas veo a Marc. Sam tiene una televisión y un cuarto de baño en su habitación y apenas salen de allí. Están todo el día en la cama. Y ven La ley de Los Ángeles que, aparentemente, ponen en todos los canales a lo largo del día.
Pero lo que de verdad me molesta de Sam es esa mirada de «por qué no limpias tus cosas, me pones negra». Por ejemplo, cuando encuentra mis calcetines sobre el sofá. O cuando me pregunta por qué dejo latas abiertas en la nevera.
El caso es que si terminas algo tienes que limpiar, doblar o tirar, lo cual significa que también tendría que cambiar la bolsa de basura y bajar la bolsa al sótano… eso es mucho trabajo.
Me pasa lo mismo con el agua. Nunca termino la jarra porque entonces tendría que volver a llenarla.
Creo que aún no he descubierto el placer de terminar algo.
Sam se enfada porque, según ella, todo es su responsabilidad en casa. Hablar con el casero, pagar las facturas, regar las plantas, dar de comer al gato… La verdad, siempre pienso que se encargará ella porque yo me encargo de otras cosas, ¿no? Pero no me pidas que defina qué otras cosas. Ahora mismo estoy en lo intangible (Jeremy, Jeremy). Afortunadamente, Sam siempre acaba haciéndolo todo porque de otro modo nos echarían del apartamento, se nos morirían las plantas y… el gato.
Estoy de broma con lo del gato. No tenemos gato, lo juro. Sam abre la puerta. Ella y su anexo llevan en la mano una bolsa del supermercado.
—¡Mírala! ¡Qué sexy! ¿Dónde vas esta noche?
—Voy a Orgasmo.
Marc suelta una carcajada.
—Qué suerte.
Sam suelta una risita, deja la bolsa sobre la mesa y toma a su novio por la cintura.
—El bar Orgasmo, tonto.
—Lo sé, era una broma, osita mía.
Marc la llama «osita mía». No sé por qué. Ni siquiera sé qué significa.
—Lo sé, oso mío.
Sam lo llama «oso mío». No sé por qué y no quiero saberlo.
—¿Con quién has quedado? —pregunta mi compañera de piso.
—Con Natalie. Vamos a emborracharnos y a conocer hombres. ¿Queréis venir?
Por favor, decid que no. Decid que no.
—No, gracias. Vamos a ver La ley de Los Ángeles.
Gracias a Dios.
—Y si mi osita es buena, puede que después le compre un helado.
—¿Es normal que alguien sea tan tonto? —ríe Sam, dándole una palmada en el trasero.
—Tú eres más tonta —replica el anexo.
Por segunda vez en un día, creo que voy a vomitar.
Cuando se meten en la habitación, decido preparar todo lo necesario para embriagarme mientras espero a Natalie.
Saco el Martini y dos vasitos. Llegará enseguida. Lo mejor será empezar a servir las copas.
¡Esta noche salgo! ¡Yupi! Aunque nunca he estado en Orgasmo, Natalie me ha hablado del bar:
—Es lo mejor de Boston —me contó un día, intentando convencerme para que fuese con ella. Pero yo le dije que tenía mucho trabajo. Como si me llevara trabajo a casa… Ja. No me pagan lo suficiente para eso. No me pagan lo suficiente, punto.
—Los tíos más guapos de Boston están allí.
Espero que sea verdad. En cualquier caso, esta noche lo comprobaré. Si Natalie llega de una vez. Nat, ¿dónde estás?
Jeremy, ¿dónde estás? Unas largas piernas de sueca aparecen en mi mente.
Mira, lo mejor será que empiece con el Martini. ¿Para qué esperar? Además, no quiero pensar en el gilipollas de Jeremy.
Maldita guarra sueca y maldito piercing en el ombligo.
Y la copa de Nat está ahí, sola, esperando.
Así que me la tomo justo cuando acaba de sonar el portero automático.
—He encontrado algo que ponerme —dice Natalie—. Baja ya mismo.
¿Lo ves? Si no me hubiera tomado las dos copas, habría tenido que tirarlas al fregadero.