Gilipollas, gilipollas, gilipollas, gilipollas.
No me puedo creer lo gilipollas que es.
Estoy constantemente intentando decidir si tengo o no una buena razón para irritar a mi jefa haciendo llamadas personales a Nueva York. Cualquier emergencia pequeña se soluciona llamando a Natalie, mi amiga de Boston: tensión con un compañero de trabajo, planes para la noche, aburrimiento… Pero aquello, aquella completa y total humillación a manos de un hombre, definitivamente es una emergencia y, por lo tanto, merece una llamada urgente a Wendy.
Minimizo mi pantalla de correo por si acaso la editora jefe pasa por aquí. En lugar de ver la puñalada trapera que me ha dado Jeremy en forma de email desde Tailandia, Shauna verá Vaquero millonario, el manuscrito que supuestamente estoy editando esta semana.
Y llamo a mi amiga al trabajo.
—Dígame —contesta Wendy, con su mejor tono de corredor de bolsa.
Lo odio. Lo odio y lo odio.
—Soy yo.
—Debo tener poderes. No iba a contestar, pero he pensado que serías tú.
—¿Y también tenías la premonición de que el gilipollas iba a conocer a alguien en Tailandia y me lo iba a contar por correo electrónico? Jamás volveré a hablar con él. Si me manda otro email, lo borraré sin leerlo. Si me llama, colgaré el teléfono. Si se da cuenta de que no puede vivir sin mí, se mete en el primer avión con destino a Boston y aparece en mi casa con un anillo de diamantes que cuesta el sueldo de cinco meses… eso si tuviera salario, claro, le daría con la puerta en las narices. (Bueno, seguramente me casaría con él. No estoy tan loca).
—Mierda —dice Wendy, tan expresiva como siempre—. ¿Quién es ella?
—Ni idea. Una chica que conoció mientras estaba «buscándose a sí mismo». Lleva tres semanas sin llamar y ahora escribe para decirme: «Hola, guapa, ¿cómo estás? Yo estoy bien y me he enamorado de otra».
—¿Ha mencionado la palabra amor?
Jeremy nunca ha escrito o pronunciado la palabra amor. Seguramente sus manos y sus labios están genéticamente programados para no poder combinar las letras a-m-o-r.
Y lo odio.
—No. Solo me hace saber que está saliendo con otra.
—Pero tú le dijiste que podía ver a otras mujeres, ¿no?
—Bueno, sí. Pero no pensaba que fuera a hacerlo.
Desgraciadamente, lo imagino haciéndolo constantemente. Sueño con Jeremy montando orgías con un montón de tailandesas en pelotas. En lugar de trabajar en el Vaquero millonario, me lo imagino en la cama con una diosa de metro ochenta más guapa que Claudia Schiffer, con taconazos de aguja y pantalones de Roberto Cavalli. Hasta el momento creí que esa tortura era solo un ataque de cuernos. Pero claro, ¿por qué no ha querido viajar conmigo a Tailandia si está enamorado? Jeremy debería haber vuelto a casa para decirme que, mientras se buscaba a sí mismo, ha descubierto cuánto me ama y que quiere pasar el resto de su vida besando mi cuerpo desnudo y usando la palabra amor cada veinte minutos.
Por supuesto, el imbécil ha hecho todo lo contrario.
—Jackie, lleva dando vueltas por Asia casi dos meses. Probablemente se habrá acostado con la mitad de Tailandia. Léeme el email.
¿El ordenador funcionará si vomito encima?
—No puedo leerlo en voz alta. Te lo mando ahora mismo. Espera… ¿te ha llegado?
—Voy a abrir el correo —Wendy me deja con la musiquita del teléfono y yo levanto los ojos al cielo.
Sé que estoy a punto de llorar porque veo turbia la pantalla del ordenador, como si le hubieran pasado un borrador barato por encima.
Debo pensar algo alegre, me digo. En Julie Andrews bailando. En los huevos de chocolate. En que mi hermanastra de dieciséis años, Iris, me cree la persona más moderna del mundo. «Jackie, eres igual que Sarah Jessica Parker, pero más guapa todavía».
Muy bien. Ya puedo ver la pantalla otra vez.
¿Qué más pensamientos felices? Jeremy, acariciando mi cuello…
Mierda, mierda y mierda.
Hay que intentarlo de nuevo: el diez que me puso el profesor McKleen por el ensayo sobre Edgar Allan Poe. El día que me quitaron el aparato de los dientes y me tiré seis horas delante del espejo. Muy bien. Estoy estupenda.
Ay. De repente noto que Helen, la editora senior, está mirando por encima del panel separador. Siempre aparece en el momento menos oportuno. Como el período, que siempre me baja el día que voy a la discoteca o cuando tengo fiesta en alguna casa con piscina. Cada vez que miro los estrenos en Internet o llego un poquito tarde a la oficina, allí está Helen. Tiene como superpoderes.
Helen lleva un moño estirado y, como siempre, no se le mueve un pelo de su sitio. Debe usar pegamento. Y se parece a Lilith, la psicóloga de Frasier.
—¿Sí? —le pregunto con el tono de «uy, estoy ocupadísima».
—Siento molestarte, pero ¿te importaría… no hacer tanto ruido? —susurra Helen, poniéndose un dedo sobre los labios—. No puedo concentrarme.
Controlo el deseo de decirle que me toque las narices. El primer día de trabajo en la editorial Cupido, casi dos meses antes, decidí no dejar que ese tipo de persona, esa marisabidilla, me afectase. El primer día, cuando le dije que había estudiado en la universidad de Penn, me contestó qué ella tenía una amiga que estudió allí porque no pudo soportar la presión de Harvard. Y, por supuesto, ella es licenciada en Harvard.
Y un día, cuando todavía estaba dispuesta a darle una oportunidad, le digo:
—Shauna quiere hablar conmigo y contigo.
—Jacquelyn, es… Shauna quiere hablar contigo y conmigo —me corrige Helen.
Y, por alguna extraña razón, las otras editoras de Cupido parecen pensar que Helen es estupenda. Ja.
«Eres la reina de las comas, Helen», le dicen. O «¿Cómo es estudiar en Harvard, Helen?». O «Cuéntanos lo de la deconstrucción y la subjetividad del Ulysses de Joyce, Helen». En fin, ¿qué clase de persona se pasa la hora del almuerzo leyendo Los paraísos perdidos, de Milton, o Historia de la crítica literaria?
Seguramente tiene unas cuantas teorías sobre la deconstrucción y la subjetividad y estaría encantada de contárselas a todo el mundo.
—El segundo año en Harvard, mi profesor, que era una eminencia, insistió en llevarme por todo el país para presentar mi tesis…
Bla, bla, bla. También yo tengo una licenciatura en filología. Y medio curso de posgraduado. Pero Helen no deja que nadie hable de sus méritos. Además, ¿qué hace una licenciada en Harvard trabajando en Cupido?
Debería estar en alguna editorial de categoría, discutiendo sobre el significado de la vida, no editando la tórrida historia de amor entre un robusto vaquero y su novia virgen. Mucho Harvard, pero seguramente sacó un aprobado raspado.
Pero, por supuesto, yo no dejo que me afecte.
—Lo siento —me disculpo—. Es que estoy teniendo una crisis por culpa de un punto y coma.
—¿Ah, sí? —murmura Helen, mirando la pantalla del ordenador—. Si necesitas ayuda, podemos mantener una reunión esta tarde. Si lo dices en serio.
—Claro que lo digo en serio.
Me asombra que haya gente como Helen en el mundo. ¿Los horteras saben que son horteras? ¿Se despertaría por la mañana y, al mirarse al espejo, pensaría: jo, soy una tía hortera? Probablemente no. ¿Significa eso que quizá yo también soy una hortera y no lo sé? ¿Los tontos piensan que son listos? ¿Las feas se miran al espejo y ven a Cindy Crawford? ¿Es posible que yo no sea tan mona y tan ingeniosa como creo? ¿Será por eso por lo que Jeremy me ha dejado? ¿Seré una tía fea e insoportable?
Helen golpea el panel separador con el bolígrafo, señal de que se ha tragado lo del punto y coma.
—Muy bien. Como hay otras editoras con el mismo problema, tendremos una reunión de grupo —dice, con las mejillas coloradas de emoción. Los signos de puntuación para Helen son como una noche de amor para mí—. ¿A las cuatro te parece bien?
Sí, genial. Vamos, justo lo que estoy deseando.
—Me parece muy bien.
—Enviaré un correo electrónico a todas mis editoras.
La cabeza de Helen desaparece por detrás del panel. Como si no pudiera decírselo a Julie personalmente. Las únicas editoras que trabajan en la serie Amor Verdadero somos Julie y yo. Y, además, ¿cómo se atreve a usar el posesivo «mis»? No le pertenecemos. Shauna es la editora jefe. Shauna redacta los informes. La serie de Helen solo es una de tantas.
—Lo siento, Jackie —oigo entonces la voz de Wendy por teléfono—. A ver, lo estoy leyendo… bla, bla, bla. Alguien me ha robado la camiseta que me regalaste… qué imbécil de tío… Estoy saliendo con una chica estupenda y llevamos un mes viajando juntos. ¿Eso es todo?
—No, se te ha olvidado lo de «pensé que te gustaría saberlo» —suspiro yo.
—¿Es una broma?
—Desgraciadamente, no.
Pero, un momento. ¿Y si es una broma? ¿Y si tengo un extraño virus en el ordenador conectado con mis más profundos miedos?
—Y tú sin hacer nada los fines de semana mientras él anda con unas y con otras… Ridículo. ¿Te das cuenta de que no has conocido a un solo tío desde que te mudaste a Boston?
A veces Wendy no tiene ninguna caridad.
—He conocido a alguno. Pero no he salido con nadie.
—Eres patética.
Eso es cierto. Soy patética. Incluso me negué a salir con uno que se parecía a Jason Priestley porque me preocupaba que Jeremy se enterase. No habría podido llevarme un tío a casa… porque mi habitación es un santuario de fotografías de Jeremy: Jeremy y yo en el parque. Jeremy y yo vestidos de noche, las fotografías de su graduación, fotografías de Jeremy por todos lados. No se me ocurrió pensar que él no tendría fotografías mías al lado del saco de dormir, que quizá había llegado el momento de guardar esas fotos en un álbum de recuerdos.
Patético.
Pero un momento…
—¿Es posible que salir solamente signifique salir? ¿Comer juntos y tal?
—No —contesta Wendy.
Patético.
—Tienes razón. Voy a empezar a salir con tíos este mismo fin de semana. Es más, voy a salir con todos los tíos de Back Bay.
Back Bay es la zona carísima y pijísima de Boston donde vivo.
Ha llegado el momento de soltarse la melena.
Saldré con tíos ricos que me regalarán joyas, me enviarán rosas a la oficina y me dirán palabras de amor mientras masajean mi dolorida espalda. La vida será maravillosa. Me despertaré cada mañana con una sonrisa en los labios, como las modelos de dentífricos.
—Tienes razón. Se acabaron los lloros… —digo, muy convencida. Pero no puedo salir sola—. No tengo amigas para salir.
—¿No tienes ninguna amiga?
La vida es horrible. Mi vida es horrible. Tendré que enviarme rosas a mí misma y decirme cosas bonitas frente al espejo.
—Bueno, puedo llamar a Natalie.
—Habrá alguien más, ¿no?
A Wendy no le gusta Natalie. Las tres vivíamos juntas en Penn. Natalie dice que Wendy es una cursi intelectual y Wendy dice que Natalie es una elitista. La verdad, Wendy es una cursi intelectual y Natalie, que pertenece a una de las mejores familias de Boston, es más bien elitista.
—Desgraciadamente, no tengo a nadie más a quien llamar.
Las únicas personas con las que he hablado desde que llegué a Boston, además de mis compañeras de trabajo, son mi manicura y el administrador del edificio donde vivo. No he salido mucho del apartamento, la verdad. Dedico mi tiempo a ver episodios de Seinfeld y Friends y a leer Cosmopolitan y Mademoiselle para enterarme de qué estoy haciendo mal en mi relación de pareja, para convertirme en mejor persona y tener una vida llena de éxitos, glamour y sexo seguro. En la página 5 dicen: «pídele que salga contigo», en la 12: «quien debe llamar es él», en la 40: «él quiere una mujer independiente», en la 52: «se irá si no haces que se sienta necesitado». ¿La nueva sombra de ojos dorada de Chanel me convertirá en una mujer más deseable? ¿Más deseable que si me hago la cera brasileña hasta quedar pelada como un pollo? Todo es muy confuso.
—Pues sal con Natalie esta misma noche y búscate nuevas amigas. ¿Qué tal Samantha? —me pregunta Wendy.
Sam es mi irritante compañera de piso. Ella y su novio, Marc, están todo el día metiéndose mano.
—Es una pesada. Me hace usar estropajos de colores para fregar. Rosa para los vasos, azul para los platos, verde para la cocina.
Aun así, una amiga histérica es mejor que ninguna amiga.
—¿Y por qué te cae bien Natalie?
Natalie no es la mujer más inteligente de Boston, pero es divertida. Las pijas tienen sus cosas. Conoce a todo el mundo y podría presentarme a un par de tíos de buen ver. Cuando la llamé para decirle que me mudaba a Boston, fue ella quien me consiguió el apartamento con Samantha.
—Si te vinieras a vivir a Boston podríamos salir juntas. Como te niegas a dejar Nueva York, solo me queda Natalie.
Ciertamente, Wendy es un poquito cursi con sus cosas. Una de esas personas que siempre saca notas extraordinarias y no tiene paciencia con los demás. Nos conocemos desde el instituto, donde compartimos nuestro amor por Michael Jackson y las muñecas repollo. Fuimos inseparables durante los traumas de la adolescencia, el instituto, la universidad y Ted Abramson. Ted Abramson, menudo pollo. Salió conmigo en quinto para dejarme por Wendy. Naturalmente, un año después dejó a Wendy y volvió conmigo.
Pero nuestra amistad sobrevivió a la crisis de Ted como sobrevivió al «accidente». Tiré su aparato de los dientes a la basura y, hasta hoy mismo, sigo jurando que ella lo había guardado en papel aluminio y por eso creí que era un trozo de sándwich. Y el primer año de universidad nuestra amistad sobrevivió a que casi la mato cuando le contó a Andrew Mackenzie que yo estaba loca por Jeremy, su compañero de piso. Jeremy y yo coincidíamos en la clase de Prosa americana del siglo XX. Cuanto más flotaba Huckleberry Finn río abajo, más colgada me quedaba yo. Por supuesto, Andrew se lo contó a Jeremy. Lo pasé fatal.
No debería haberla perdonado tan rápido.
—Todo esto es culpa tuya.
—¿Culpa mía que no tengas amigos? Te recuerdo que tú seguías en la universidad cuando me ofrecieron este trabajo. Además, ¿cómo podía rechazar un puesto en Wall Street?
Wendy había recibido ofertas de trabajo incluso antes de terminar la carrera, no solo por sus notas, sino porque escribía en el periódico de la facultad, enseñaba inglés en África durante el verano y trabajaba a tiempo parcial en el centro de informática. Mientras el resto de la gente, incluyéndome a mí, se dedicaba a vaguear o a hacer cursos que no valían para nada, Wendy hizo un curso de «Nueva crítica de la narrativa rusa comparada con la norteamericana». Y por eso nos hicimos amigas. Wendy me pasaba los apuntes, no solo en detalle sino divididos por materias y en varios colores.
—Mi relación con Jeremy es culpa tuya. Tú la provocaste.
—Pues no debería sorprenderte que te engañe con otra. Siempre ha sido así.
Odio que Wendy use contra mí cosas que yo misma le he contado.
—Paso de hablar de eso ahora, ¿vale?
—Muy bien. Llama a Natalie. Dile que quieres conocer a alguien inmediatamente.
¿Wendy, guapa, no tienes ya suficiente gente en Wall Street a la que mangonear?
—Lo haré.
—Estupendo.
—Pues eso.
—Buena suerte. Un beso, llámame más tarde —dice mi amiga antes de colgar.
Entonces marco el número de Natalie. Excepto durante los años de universidad, Natalie siempre ha vivido con sus padres. Se pasa el día de compras, haciéndose las uñas, buscando marido y, si tiene tiempo, haciendo trabajos de voluntaria pija.
Una llamada. Dos. Estará comprobando quién es.
—Hola, Jackie —exclama, con su voz de pito—. ¿Cómo estás?
—Esta noche salimos. Quiero ligar —digo yo, sin más preámbulos—. ¿Dónde vamos?
—Lo siento, hoy no puedo salir. Estoy gordísima.
Natalie pesa menos de cincuenta kilos. Y hoy no tengo paciencia para chorradas.
—¿Y cómo voy a conocer a alguien si no salgo?
—¿Por qué quieres conocer a alguien de repente? ¿Qué ha pasado con Jeremy?
—No quiero hablar de ello. Se ha terminado. Tengo que conocer hombres.
—Pues…
—Por favor, por favor, por favor, por favor…
—Bueno, vale. Nos vemos en tu casa a las nueve. Iremos a Orgasmo.
Orgasmo es un bar estupendo donde sirven las mejores copas de Boston. Y donde van los tíos más guapos.
—Perfecto.
—Antes de salir, prepárame un Martini. Pero no sé si tengo algo que ponerme. Puede que mire en tu armario.
Ay, qué risa. Yo uso dos tallas más que ella.
Helen vuelve a asomar la cabeza por encima del separador.
—Jacquelyn…
—Luego nos vemos, Natalie.
Después me vuelvo, sonriendo como una hiena.
—Lo siento mucho. Realmente estoy abrumada por los signos de puntuación. Supongo que me entiendes.
—Sí, claro —dice Helen.
Pero yo no estoy prestándole atención. Voy a salir. Me convertiré en la reina de la noche. Olvidaré a Jeremy. Me sentaré en una terraza pina con unas sandalias de tacón y un vestido ideal para ligar con mi nuevo novio. En plural. Novios. ¿Jeremy qué?
Jeremy, el gilipollas. Jeremy, el que sale con una rubia impresionante que tiene un piercing en el ombligo. Seguramente será inteligente, además. Y le enviará rosas y notitas de amor.
¿Jackie? ¿Jackie qué? Ah, sí, ésa, la chica con la que salía en la universidad antes de enamorarme locamente de esta diosa de piercing en el ombligo.
Será sueca, seguro. Las suecas son guapísimas. A Jeremy le da igual que llevemos saliendo desde la universidad y que, hasta hace una hora, fuese el centro de mi vida… Lo único que yo quería era ir a Tailandia, pero, aparentemente, encontrarse a sí mismo es algo que un hombre debe hacer sin su novia. Incluso una novia tan enamorada que lo habría dejado todo para irse con él.
Necesito un novio. En Boston debe haber un hombre que me encuentre maravillosa. Debe haber una tonelada de hombres solteros…
Internet. En Internet lo saben todo. Proyecto: ¿cuántos solteros hay en Boston? ¿Cuántos solteros entre veinticinco y treinta años? Búsqueda: hombres solteros.
Después de media hora de paseo por buscadores como Pareja Ideal, Cómo pillar a un nombre sexy, Lo que quieren los hombres… encuentro el censo de los Estados Unidos. Quince minutos después, encuentro la información sobre Boston. Renta media: 581 dólares. ¿581 dólares? ¿Dónde viven, en un cuarto de baño?
En Boston hay casi tres millones de personas. 1 324 994 hombres. 1 450 376 mujeres. Maldición. Más mujeres que hombres.
Sigo buscando: de veinte a veinticuatro. Demasiado jóvenes. De veinticuatro a cuarenta y cuatro. ¿Cuarenta y cuatro? Muy viejos.
Mi padre casi tiene cuarenta y cuatro… Bueno, no, tiene cincuenta y algo. No me acuerdo. No voy a acordarme de cada detalle. Pero un hombre de cuarenta años tiene la vida solucionada. Hay 210 732 personas entre veinticuatro y cuarenta y cuatro años. Unos 100 000 hombres. Ojalá estuviera Wendy aquí para hacerme un gráfico.
Cien mil hombres. Y yo solo estoy buscando uno. Un hombre atractivo, inteligente, con pelo (que no use parte del pelo para cubrirse la calva), que tenga una carrera interesante (no me importaría que tuviera también un descapotable), que no lleve jerséis de cuello alto, que no tenga acné ni en la cara ni en la espalda, que use una buena colonia (preferiblemente, cara), que sea bueno con su madre (pero no un niño de mamá,) que sea sensible, no, fuerte… no, sensible pero no demasiado sensible… ¿que pueda llorar delante de mí? Que pueda llorar, pero no demasiado.
Entonces veo que acabo de recibir un email.
Quizá Jeremy ha recapacitado y me escribe para decir que no puede vivir sin mí y que está harto de la sueca de metro ochenta.
Atención: Editoras de True Love. La reunión sobre el punto y coma tendrá lugar en la sala de juntas en cinco minutos. Por favor, llegad a tiempo.
Helen.
Maldición.
Tendré que escuchar a Helen darnos el rollo durante una hora. Y es culpa mía. Me imagino a mí misma estrangulándola con los puntos suspensivos. Y me imagino poniéndole a Jeremy un buen paréntesis alrededor del cuello.
Gilipollas, gilipollas, gilipollas, gilipollas.