CAPÍTULO XXXVIII

Se salda una deuda

Creíamos que la señora Sommer removería cielo y tierra antes de consentir que su hija Raquel se casara con Yerujam; pero al fin se avino a disponer la boda. Ellos hubieran preferido celebrarla dos o tres meses antes, pero más vale tarde que nunca.

Al mirar a Raquel siento que el asombro me invade. Ayer era todavía una niña y hoy ya es una mujer casada. Aunque a vosotros os parezca una persona adulta, para mí sigue siendo una niña. ¿Cuántos días han pasado desde que le hablaba como a una niña?

Felicité a Raquel sin mirarla y dije a mi otro yo: «Tenemos un trato según el cual tú no debes tentarme con una mujer casada. O te atienes al trato o en el futuro me abstendré también de mirar a las solteras». El muy necio creyó que hablaba en serio y me hizo apartar la mirada de Raquel.

Y ya que la faz de Raquel se ha ido de mí, mis ojos y mi corazón vuelven a ser libres. Soy libre y puedo hacer lo que me apetezca. Miro al marido de Raquel y me pregunto por qué siento afecto hacia Yerujam. ¿Porqué ha estado en Israel? ¡Pero si se marchó de allí y habla mal de la tierra! ¿O porque habla hebreo con naturalidad, mientras que Erela y sus discípulos lo hablan con afectación? Al oírles hablar te parece estar viendo un montón de patatas podridas en las que no hay más vida que la de los gusanos que las roen, pues su conversación está salpicada de esos neologismos de mal gusto que cada cual se inventa a su medida. ¡Qué distinto es Yerujam! Cuando él habla, te parece estar viendo a un buen cosechador y percibes el olor a tierra buena.

—¿Por qué no va a visitarnos? —me preguntó Yerujam.

—¿Dónde? —le pregunto.

—¿Dónde va a ser? A nuestra habitación.

—¿Cuándo? —le pregunto.

—¿Cuándo va a ser? Cualquier noche.

—¿Cualquier noche le va bien?

—Sí, y toda la noche.

Saqué el reloj, lo miré y dije a Yerujam:

—¿Y qué le parecerá a Raquel?

Yerujam se pasó los dedos por los rizos y dijo:

—Ella quiere lo que yo quiero y yo quiero lo que quiere ella.

Su pelo negro brillaba y él me miró de frente, contento.

—Ya sabe dónde encontrarme —le dije—; pase a recogerme después del trabajo.

Yerujam llegó en el momento de terminar la oración y se quedó esperándome en la puerta de la sinagoga. Yo pensé: «Que espere hasta que coja frío y entonces entrará». Pero inmediatamente se me ocurrió: «Su mujer le estará esperando». De modo que me puse el abrigo y salí a su encuentro.

Antes de salir, dije a Rabbí Jayim:

—No sé a qué hora volveré. Tome usted la llave y cierre cuando se vaya, por favor.

Cierto que me prometí a mi mismo no soltar la llave; pero hay veces en que es preciso doblegarse a las exigencias del momento.

Hay en Szybuscz una calle llamada de la Sinagoga porque antes de la destrucción de la ciudad por Chmelnitzky se levantaba en ella una sinagoga. Hoy la capilla ha desaparecido y ya no quedan judíos en toda la calle, a excepción de Yerujam y su esposa, que se han instalado allí, entre cristianos.

A mi llegada, Raquel se levantó, vino hacia mí y me estrechó la mano afectuosamente. Yerujam se agachó, abrió la puerta de la estufa y echó un par de leños, luego se subió las mangas, cogió de las manos a Raquel y, guiñándome un ojo, me dijo:

—¿Bailamos la horra[*] con ella?

Raquel se desasió, inspeccionó la mesa y dijo:

—Ni siquiera has ofrecido una silla a tu invitado.

Yerujam me acercó una silla, Raquel retiró la servilleta que cubría las naranjas y se sentó en la cama, al lado de su marido.

Yerujam cogió una naranja y la peló como se pelan en Israel. Hizo un corte circular alrededor del extremo del tallo y seis cortes longitudinales, luego separó la cáscara y me presentó la naranja entera. Raquel observaba maravillada todos sus movimientos, como el que contempla algo realmente hermoso.

Cogí la naranja y pronuncié dos bendiciones, la bendición de la fruta y la bendición: «Porque nos has permitido ver estas cosas». Partí el fruto, conservé la mitad para mí y ofrecí la otra mitad a Yerujam. Él enrojeció y me dijo:

—Ahora me da la media naranja que hubiese debido darme a mi llegada a Israel.

—Con esto queda saldada la cuenta y podemos empezar una nueva página —le dije.

Raquel miró a su marido, luego a mí y preguntó:

—¿Qué cuenta es ésa y qué secretos se traen los dos?

Cada uno de nosotros le dio su versión de los hechos.

—Ahora no tienes ya nada que reprocharle —dijo a su marido.

—Desde luego, Yerujam no tiene ya nada más que reprocharme, pues nada le debo ya; pero él sí me debe algo. Tiene una poesía mía que ahora deseo reclamarle.

Yerujam me miró fijamente y preguntó:

—¿Una poesía suya?

—Sí; aquella que habla de amor sincero y de las murallas eternas. No pienso dejarle en paz hasta que la diga.

Yerujam comprendió entonces que yo deseaba oírla. Se puso en pie, se echó el cabello hacia atrás y declamó:

Amor sincero hasta la muerte.

Yo te juro por el santo Cielo

que cuanto por el mundo hallare

diera por Jerusalén.

—¿Ya terminó? —dije—. Me parece que antes había alguna estrofa más.

A ti ofrezco santas fiestas.

Mi espíritu, alma y vida.

Mis alegrías, mis Sábados,

despierto y en sueños te consagro.

—¿Es eso todo, señor censor? Si no me equivoco, la poesía era más larga.

Murallas altas, eternas,

vuestro Rey ha desaparecido;

mas mientras el tiempo exista

sueños de púrpura os envolverán.

Al llegar a este punto, cogió entre las suyas las manos de Raquel y siguió recitando con voz más sonora:

Cuando, un día, yo baje a la tumba,

aunque todo el Reino de los Muertos se oponga,

en ti seguiré esperando,

¡oh, poderosa soberana de todas las ciudades!

Miré el reloj y dije:

—Es hora de que me vaya.

—¿Irse, adónde?

—A cenar.

—En el hotel tampoco tienen aceitunas —dijo Raquel—. De modo que lo mismo le dará cenar con nosotros. Todo está dispuesto.

Yerujam me miró y dijo:

—Cene con nosotros. ¿Teme que le demos faisán? Sepa que yo tampoco como carne.

Raquel sacó pan, mantequilla, huevos y una fuente de arroz. Y, para beber, té. Comimos, bebimos y charlamos. Charlamos de todas las cosas posibles y hasta de las imposibles. De las cosas que llevas en el corazón y para las que encuentras palabras, de Israel y sus bellezas, de judíos y árabes, del sentir de un pueblo y de las colonias obreras grandes y pequeñas. De todas las cosas posibles e imposibles. Raquel, recostada en su silla, nos escuchaba. Poco a poco, iba palideciendo, pero aunque su marido no la dejaba de instar para que se acostara, ella rehusaba hacerlo.

Yerujam se levantó y echó más leña a la estufa, y Raquel se levantó, trajo más té, volvió a sentarse y cogió una naranja. Cortó primero el casquete superior y luego hizo seis incisiones a lo largo; quería ejercitarse en pelarla como se pelan en la patria. La naranja exhalaba su aroma y en la habitación se respiraba tranquilidad y seguridad. Fuera, al otro lado de la ventana, al otro lado de la puerta, los campos estaban llenos de nieve, pero la luz y la estufa de dentro impedían pensar en lo inhóspito de la noche.

Raquel comía la naranja con deleite, gajo tras gajo. Hacía años que ni ella ni nadie de Szybuscz habían visto una naranja y ahora disponía de toda una caja.

El dulce calor de la tierra de Israel preso en la naranja brillaba en los ojos de Raquel. No puede decirse que ella reproche a Yerujam haber abandonado aquella tierra, ya que, de no haberlo hecho, no hubiese podido casarse con ella. De todos modos, su decisión la deja asombrada.

Raquel es una mujer inteligente que sabe reservarse sus pensamientos. Ama a su marido, pero le gusta pensar por cuenta propia, aunque no trata en modo alguno de imponer sus ideas. Permanece callada, cruza una pierna encima de la otra y escucha atentamente el relato de su marido.

Yerujam está hablando de nuestros camaradas de la tierra de Israel. Yerujam no pretende ser un hombre como los demás; aunque lo pretendiera no le creerías. Pero cuando le oyes hablar de nuestros camaradas, crees tener delante a un buen padre de familia judío que observa la conducta de los demás, se divierte con ella y se ríe de todos. En primer lugar, porque ahora Yerujam está contento. Y, en segundo lugar, porque en la tierra de Israel cada cual representa algo especial para sus camaradas. Y el que no tiene ningún rasgo característico se distingue también de sus camaradas precisamente por no tener nada que lo distinga.

¿Siente Yerujam nostalgia de la tierra y de sus camaradas? Estoy convencido de que Yerujam ha roto definitivamente con el pasado; o tal vez sea que un hombre en la primera semana de su matrimonio no piensa más que en su mujer. Pero si pudiera hacer un agujero en el cielo y mirar a Israel a través de él, estoy seguro de que miraría.

Raquel permanece muda, con la cabeza hundida entre los hombros. A veces entorna los ojos y sus párpados tiemblan como si quisiera apresar todo lo que se escapa a su mirada; y a veces los abre y mira fijamente a su marido. Yerujam siente su mirada, pero finge no darse cuenta, se lleva la mano a la frente y aparta el mechón hacia un lado. Raquel pone sus manos sobre el corazón, igual que el hermoso mirto cubre su tronco con las hojas. Y yo me maravillo. Creíamos que el encanto de Raquel residía en su altivez y ella nos muestra ahora todo el encanto que hay en su sumisión.

Volvamos al tema y oigamos lo que dice nuestro amigo Yerujam. O quizá será mejor que yo os cuente lo que oí de Yerujam. Prestad atención.

Siendo todavía un niño, Yerujam deseaba marchar a la tierra de Israel, a pesar de que no pertenecía a los sionistas de Szybuscz, que eran mayores que él. Tal vez por no ser uno de ellos comprendía lo poco que valen las palabras que no están acompañadas por obras. O tal vez no lo comprendió hasta más tarde y ahora atribuía por error este descubrimiento a aquella época. Lo cierto es que todos los pensamientos de Yerujam eran para la tierra de Israel, y le mortificaba que el Altísimo, alabado sea, no le permitiera crecer más aprisa para poder marchar a Israel. Dos o tres veces se escapó de casa de sus padres adoptivos y tuvo que ser devuelto a ella. Al fin, comprendió que no era éste el camino para ir a Israel y se sintió desalentado, deprimido e irritable. Estalló la guerra y la familia huyó a Viena.

—Tengo que confesar que mientras todos se mostraban afligidos yo me sentía contento —dijo Yerujam—. En primer lugar, porque estaba en la ciudad de Herzl[*]. Y, en segundo lugar, porque Viena se encuentra en la ruta hacia Israel.

Pero sus cálculos estaban equivocados. La guerra aumenta la distancia entre los pueblos. Sólo los unen los dardos de la muerte.

Lo que Yerujam hizo en Viena lo hemos referido ya al hablar de la señora Bach. Aprendió el hebreo junto con Erela y Yerujam Bach. Ahora vamos a contar lo que hizo Yerujam cuando terminó la guerra. Después de la guerra, él y Yerujam Bach se fueron a la tierra de Israel. Yerujam Bach se fue como todo el mundo, en tren y en barco. Pero él —Yerujam Freier— no pudo irse como todo el mundo, pues no tenía salvoconducto, ya que su nombre no había sido debidamente registrado. De manera que cogió bastón y alforjas y emprendió el viaje a pie. Cruzó varios países, a través de montañas, bosques y lagos. Muchas veces se vio en trances peligrosos, provocados por los soldados que volvían de la guerra, que hacían inseguros los caminos, y por los guardias fronterizos que mataban a golpes a todo el que tratara de cruzar sus fronteras sin permiso. Durante el día, se escondía en el bosque, entre peñas, en barrancos y cavernas, y viajaba de noche. Y como no conocía el camino, muchas veces, al final de la jornada, se encontraba nuevamente en su punto de partida.

—Me contó usted la historia de Jananyá —dijo Yerujam—, que encontró a un hombre de buen corazón que le condujo a la patria. Durante todo el camino, yo sólo encontré a un compañero de viaje. Ocurrió así. Distinguí a lo lejos a un hombre que iba solo. Temí que fuera un asesino o un guardia fronterizo y empecé a buscar un lugar donde esconderme. Entonces vi que él también buscaba un escondite. Me armé de valor y me acerqué a él. «¿Qué estás haciendo?», le pregunté. «Y tú, ¿qué quieres?», me dijo él. Le conté que me dirigía a Israel y que no tenía salvoconducto, y él me contó que iba a Israel y que no tenía salvoconducto. Y nos fuimos juntos. Al cabo de varios días llegamos a un puerto. Encontramos un viejo barco de contrabandistas y les dimos dinero para que nos llevaran a algún lugar de la costa de Israel. Estuvimos navegando durante varios días, sin comida y sin agua. Luego nos desembarcaron en una costa desierta y nos dijeron: «¡Que Dios os ayude!». A los dos ó tres días encontramos otro barco, de contrabandistas de hashish, que nos llevó a un puerto de Israel. Desembarcamos, creyendo que nuestros sufrimientos habían terminado y que por fin estábamos en puerto seguro. Besamos el suelo y nos dispusimos a olvidar todas las penalidades pasadas. Y, efectivamente, olvidamos pronto las fatigas del viaje ante los disturbios que se habían desatado en todo el país. Muchos de nuestros camaradas cayeron durante aquellos días. Cuando volvió a reinar la paz, empezamos a buscar trabajo.

Entonces había suficiente trabajo; pero los patronos —¡Dios les asista!— no eran del agrado de Yerujam. Y sobre esto Yerujam dijo muchas cosas. Las cosas que todos conocemos no es necesario mencionarlas; las que no se conocen mejor será silenciarlas para no atraer sobre nadie la justicia vengadora.

—No basta con dar la tierra al pueblo —dijo Yerujam—, si la tierra no se conduce como es debido.

Yerujam arrancó de su corazón el amor a la tierra y a sus habitantes. Se unió a gentes de mal vivir e hizo cosas reprobables, aunque tal vez estuviese justificado, pues al lobo que quiere devorarte no vas a acariciarle el lomo. Finalmente, las autoridades lo expulsaron del país, junto con varios de sus camaradas.

Raquel miró a su marido y, de pronto, su rostro pareció despertar de nuevo a la vida. Todo el cansancio se borró de él. Se irguió en la silla y escuchó atentamente las palabras de Yerujam. Él le había contado ya muchas cosas, pero lo más importante lo decía ahora. Yerujam se dio cuenta de lo que pasaba por la mente de Raquel y le dijo:

—Cosas más grandes tienes que oír todavía.

—Hay algo que no entiendo, Yerujam —dije—. A juzgar por su modo de ser, lo que le llevó a usted a Israel fue algo distinto de lo que nos llevaba a nosotros, los de la segunda emigración. A nosotros nos guiaba la voz del corazón. Las historias de la escuela, la Torá, los Profetas y los restantes Libros de la Biblia que habíamos estudiado en la niñez; y la poesía que leíamos. Todo esto nos entusiasmaba y nos impulsaba a marchar a la tierra elegida. Pero usted y sus camaradas, ustedes que, con perdón, hacen escarnio de todas estas cosas, ¿qué motivo podían alegar para marchar a la tierra de Israel? ¿Es que un hombre como usted se deja impresionar por versos como: «Amor fiel hasta la muerte…»? Piénselo bien, amigo, y contésteme. No pretendo que me responda inmediatamente; pero deseo una explicación lógica.

—Creí que vuestra cuenta había quedado saldada y ahora viene usted y presenta una nueva factura —dijo Raquel.

Yerujam, echándose el mechón hacia atrás, le dijo:

—No temas, Raquel. Puedo pagar también esa factura.

—¡Cuánto me alegro, amigo! —dije—. Déjenos oír su respuesta. Aunque tal vez sea mejor demorar el cobro. Es casi medianoche y ustedes dos están cansados.

Saqué el reloj. ¡Santo Cielo! Había estado cinco horas y media en casa de Yerujam y Raquel. Me levanté, me puse el abrigo, me despedí y me fui, Yerujam salió para acompañarme, pero le hice volver a casa, para que su mujer no se quedara sola. Yerujam volvió a entrar en la casa y yo me alejé.