CAPÍTULO XXXVII

Naranjas

El cartero me dio una carta. A mis ojos, la carta es lo principal, y el cartero, lo accesorio. A los ojos del cartero, él es lo principal, y la carta lo accesorio. Sin él, la ciudad de Szybuscz estaría aislada del mundo, y más allá de sus límites nadie sabría de ella.

El cartero es un hombre corpulento, de grandes manos y grandes pies. Su pelo carece de color y sus ojos son como la cerveza floja que se fabrica en Szybuscz. El bigote le apunta por un lado hacia arriba y por el otro hacia abajo, y en vez de barba tiene crines. ¡Qué distinto era el cartero de antes, con sus patillas a lo Francisco-José y aquel bigote que campeaba en su labio superior como el héroe que acaba de derrotar al adversario! Antes de desempeñar el cargo de cartero de Szybuscz había sido gendarme de la Guardia Real y toda la ciudad le temía. El nuevo cartero, por el contrario, parece medio pueblerino y medio ciudadano y no acabo de creer que sepa leer lo que está escrito en los sobres. En cuanto al bigote, eso de que una de sus puntas esté doblada hacia arriba y la otra hacia abajo me parece que es culpa de los habitantes de Szybuscz, que están tan ansiosos por recibir su correo que no le dejan tiempo para que se arregle el bigote.

De todos modos, la cartera que le cuelga sobre un costado está tan repleta como antes y tiene el mismo aspecto de cosa importante. Todos los acontecimientos de la época están contenidos en ella: periódicos, papeles de negocios y cosas por el estilo. ¿No es maravilloso? A un animalito que correteaba por el campo haciendo «meee», le quitaron el pellejo e hicieron con él una bolsa que arroja cosas que hacen exclamar: ¡Qué dolor! Pero la carta que hoy me trae el cartero no encierra tristeza, la carta viene de la tierra de Israel. Por lo visto, también el cartero lo ha notado. Su voz tiene una especial sonoridad al dirigirse a mí.

Miré los sellos, con sus signos hebraicos, y dije al cartero:

—El día de su fiesta no le di nada, de modo que ahora le pagaré el doble.

Él se inclinó hasta la bolsa, tomó el dinero y dijo:

—Muy agradecido, señor.

—No me gusta meter la nariz en vidas ajenas —le dije—; pero ese dinero procede de la tierra de Israel, de modo que hay que administrarlo con cuidado. Si está casado y tiene hijos, cómpreles higos, dátiles o cualquier otra fruta buena.

Se llevó la mano al corazón, o a la bolsa, y dijo:

—Tan cierto como que amo al Dios del Cielo que les compraré higos y dátiles.

—¡Y yo que pensaba que se lo gastaría en bebida! —dije.

¡Qué extrañas son las ideas de los hombres! Todos piensan de modo distinto; aunque tal vez no sean tan extrañas, pues, al fin y al cabo, todos quieren lo mismo.

—¿Por quién me ha tomado? —dijo él—. Desde que volví de la guerra no he puesto los pies en una taberna.

—¡Excelente! —dije.

Pero todavía no había acabado de decírselo y ya me pesaba. En primer lugar, porque privaba de una venta a un tabernero judío y, en segundo lugar, porque me preocupaba por su mujer y sus hijos, en vez de pensar en los míos, como era mi deber.

El que sepa lo que yo había escrito a la tierra de Israel sabrá también lo que de allí me contestaban. Yo escribí: «Enviadme naranjas». Ellos me contestaban: «Te las hemos enviado».

Y cierto viajero se sienta y medita: «Hoy o mañana llegarán naranjas a Szybuscz». Szybuscz, que no ha visto una desde que acabó la guerra, va a recibir una caja llena.

Fui a la estación, para recibir la caja. Iba yo solo, no como los primeros sionistas que cuando llegaban los primeros envíos de naranjas de Israel iban a la estación en alegre comitiva, recitando versos de la Biblia. Aunque podría suceder que un individuo como yo recitara pasajes de la Biblia al ver a judíos buscando trabajo de plantación en plantación y siendo despedidos, para provecho de Esaú y de Ismael.

La estación está cubierta por la nieve y sobre las vías, por las que ruedan vagones y vagones. Algunos, pocos, se quedan en Szybuscz y otros, pocos también, parten de Szybuscz. De todos modos, el tren realiza su misión puntualmente. Dos veces al día, llega y se va. Cuando llega el tren, aparece el jefe de estación, «el hombre de goma», con su mano de goma y su voz melodiosa que dice: «Szybuscz». Lleva el traje muy limpio y el bigote muy cuidado. Pensé quedarme allí para ver cómo se relamía al decir: «Szybuscz»; pero en aquel momento me entró nieve en los ojos y se me nubló la vista.

La fila de vagones avanza entre montones de nieve. Por lo general, son negros, pero hoy aparecen blancos. Y sobre los vagones se va desflecando el humo. Antes de que pueda decidir entre elevarse o descender al suelo, lo ha borrado la nieve.

El tren se detiene en la estación y de él descienden tres o cuatro personas que transportan unos sacos. En los sacos hay esas cosas con las que los pobres se ganan la vida: hierro viejo, pieles de conejo o tal vez patatas, coles, zanahorias o legumbres.

¿Dónde están los comerciantes que solían venir a Szybuscz en esta época del año? Se envolvían en magníficas pellizas, con grandes cuellos que les llegaban hasta los hombros.

Los grandes comerciantes vendieron sus mercancías y no tienen dinero para comprar más; las comisiones de ayuda les dieron dinero para que pudieran reanudar el comercio. Pero el dinero de la beneficencia no tiene fuerza. Alivia el hambre de los pobres, pero no les ayuda a ponerse en pie. Y si les pone en pie les hace doblar la espalda y les ensombrece el espíritu y nunca recobran el ánimo. Ven a ver: los que antes se apeaban del tren caminaban erguidos y ahora van encorvados. Sí, pero ¿no es un mérito la beneficencia? Es un gran mérito cuando el que da lo hace como el padre que da a su hijo, no como el rico que arroja unas monedas a un pobre, y toda esa corteza de mezquindades que circundan la buena acción se hace cada vez más dura.

Pero ¿qué pueden hacer los benefactores? La pregunta va más allá de los confines de la tierra y de los abismos del mar y no tenemos respuesta para ella. Sólo esto podemos decir: «Si los bienhechores de Israel hacen suyas las necesidades de sus hermanos, el Altísimo, alabado sea, les ayudará y no tendrán que repetir sus dádivas una y otra vez. Pero ellos no han hecho suyas las necesidades de sus hermanos, sólo quieren comprar su tranquilidad de espíritu; por eso sus hermanos siguen siendo pobres, y si mañana se abate sobre ellos un nuevo golpe —Dios no lo permita—, los que recibieron las limosnas no podrán ayudarse a sí mismos».

¿Y dónde están los viajantes de comercio que venían a realizar grandes negocios? Cuando los mozos de la estación veían a alguno de ellos asomado a la ventanilla, acudían en tropel gritando: «¡Yo le llevaré las maletas! ¡Yo le vi primero!». «Todos llevaréis algo», les decía él. Porque los viajantes de comercio traían muchas maletas. Antes de que los mozos pudieran bajarlas todas, aparecía otro viajante y luego otro y otro. Los grandes viajantes de comercio ya no tienen nada que hacer en Szybuscz; la ciudad se ha empequeñecido y su demanda es insignificante. De vez en cuando se deja caer por Szybuscz algún viajante, se queda dos o tres días y se muestra comedido en sus gastos y pródigo en sus palabras.

¿Y dónde están los cantantes y los poetas que en la época de los fríos venían a Szybuscz para calentar el corazón de los jóvenes con sus canciones y sus poesías? Los cantantes y los poetas murieron durante la guerra y su lugar no ha sido ocupado por otros. El pueblo de Israel está atrapado en la pobreza y se arrastra por tierras extranjeras. Nadie pide canciones. Sólo «el hombre de goma» sigue gritando «Szybuscz» en tono melodioso.

Cae la nieve y el frío corta las carnes. Cinco o seis judíos se encaminan tristemente hacia la ciudad. No salen a su encuentro alegres calesas ni coches de alquiler. El cochero sabe a quién hay que llevar y a quién no. No hace como Janok, que muchas veces hacía trabajar inútilmente a su Enok. Ahora vagan los dos por el mundo de las sombras quién sabe hacia dónde. Se dice que uno los vio en sueños. Por qué éste no preguntó a Janok: ¿Dónde estás? Porque se apareció como un muerto y todos temen hablar con los muertos.

Como para hablar con el jefe de estación tenía que esperar a que el tren estuviera listo para partir, tuve tiempo de perderme en mis pensamientos. Uno era: ¿Cuándo llegarían a casa aquellos judíos, antes del anochecer o cuando hubiera oscurecido? Y cuando llegaran a casa, ¿encontrarían fuego en la estufa y una taza de té caliente? Puesto a pensar, pensé también en sus hermanos, los que se fueron de Szybuscz después de dejarme la llave de la vieja sinagoga. Es una llave que tiene algo extraño: la llave está fría, pero la casa que abre está caliente. Yo soy un judío de la tierra de Israel y sabed que el frío no me gusta. Por ello, como en la estación hace frío, traigo a mi mente el recuerdo de la vieja sinagoga que está caliente.

El jefe de estación dio la salida. El tren arrancó con gran estrépito y desapareció en la nieve. Los copos iban cayendo suavemente, muy suavemente y el mundo se iluminó unos momentos antes del anochecer. El que no conoce la nieve puede pensar erróneamente que va a hacerse de día. Y es que la nieve fresca es blanca y pura; mañana se ensuciará y luego se convertirá en lodo.

Las últimas luces del día se prendían en la nieve que estaba cayendo; pero antes de que la nieve las captara plenamente ya se habían apagado y la nieve se había oscurecido.

Mostré al «hombre de goma» el aviso que había recibido de la estación. Él lo leyó y dijo:

—Naranjas de Palestina. —Aspiró una bocanada de aire y repitió—: Palestina.

Amigos míos, la melodía que imprimía a la palabra «Szybuscz» no era nada comparada con su modo de decir «Palestina».

Me es simpático «el hombre de goma», no por su mano de goma que tanta gracia les hace a las niñas cristianas que creen que todo él es de goma, sino porque fue el primero a quien oí pronunciar el nombre de mi ciudad natal el día de mi llegada. Hoy me es doblemente simpático. Le di el encargo de que me llevara las naranjas al hotel.

Aquí están ya las naranjas y mi habitación huele como un huerto de la tierra de Israel. Hubiera debido abrir la caja y dar una naranja al «hombre de goma» por haber cumplido su palabra y no haberme hecho esperar. Pero no la abrí y le pagué con dinero. Y es que todas las naranjas estaban destinadas a Yerujam Freier. En primer lugar, porque le debía un gajo y no hay que ser tacaño cuando se trata de saldar una deuda. Y, en segundo lugar, porque eran un regalo de boda. El mismo día que encargué las naranjas me enteré de que Yerujam quería casarse y decidí darle una alegría en su día más feliz.

En realidad, Yerujam hubiera debido casarse con Erela Bach. En primer lugar, porque estaban prometidos y eran hermanos de leche. Y, en segundo lugar, porque la muchacha de la que habla la gente —me refiero a Raquel Sommer—, la que dicen que anda tras él, no cuenta con el consentimiento de su padre, que no quiere a Yerujam. Pero hoy en día las chicas no hacen caso de sus padres y Raquel sólo obedeció a su corazón y se casó con Yerujam.