La carta
Desde que Rabbí Jayim se encarga de todo lo concerniente a la sinagoga, yo ya no tengo que preocuparme y puedo quedarme en la cama hasta más tarde, o estar más tiempo de sobremesa o charlar con otros huéspedes.
Los que se hospedan en el hotel son personas activas, no muy predispuestas a la charla ociosa; no desdeñan, sin embargo, hablar con el viajero, pues saben que procede de la tierra de Israel y todo judío debe de estar enterado de lo que ocurre allí.
La tierra de Israel no era ya simplemente tema de discursos, reuniones y festivales, sino que se había convertido en algo concreto sobre lo cual la mayoría de la gente quería informarse a fondo, tanto los que padecían necesidades como los que todavía no las padecían. Aquéllos a quienes les gustaba hacer números, no tardaban en sacar lápiz y papel y echaban la cuenta de lo que podía rentar una casa en Tel-Aviv o una pequeña casa de campo. Muchas veces, el resultado, comparado con lo que le rendía su negocio en su punto de residencia actual, era favorable; si vendía la casa y la tienda, podría emigrar a Israel y poner un negocio allí. Pero, entre nosotros, casa y tienda están cargadas de hipotecas y las mercancías valen poco. El hombre cierra entonces su cuaderno de notas y se queda pensativo. ¿Qué puede hacer el que carece de dinero? ¿Quedarse aquí y morir como un perro? Yo le digo entonces:
—¿Y por qué no emigró cuando todavía tenía dinero suficiente?
Y él responde sarcásticamente:
—Cuando tenía dinero mi vida estaba asegurada y no me hacía falta andar de acá para allá.
El viajero calla. El de los números dice:
—Entonces, ¿qué se puede hacer?
Yo le digo que no lo sé. El de los números grita entonces:
—¿Qué quiere decir con eso de que no lo sabe? ¿Porque uno sea pobre hay que cerrarle las puertas de la patria? ¿Es que quiere burlarse de mí?
Yo le aseguro que nunca me reí de un judío.
—Si hay alguien de quien pueda uno reírse son los que pretenden hallar la felicidad en este mundo; pero de un judío, que siempre y en todo momento piensa en la otra vida, de ése no podemos reírnos.
—Dígame entonces, por favor, cuáles son los méritos de esos jóvenes que, sin poseer dinero ni bienes materiales de ninguna clase, son recibidos en Israel con los brazos abiertos.
—Sus méritos son, simplemente, ganas de trabajar.
—¿Qué es eso de ganas de trabajar? ¿Imagina acaso que yo no trabajo? Desde que tengo uso de razón me he afanado como el asno uncido al carro o como el buey uncido al arado y en toda mi vida no he gozado de una hora de descanso. —Y su rostro envejecido da fe de la veracidad de sus palabras.
—¿Y qué dice el que detenta la hipoteca de su casa y de su tienda? —le pregunto—. ¿También él desea emigrar?
El hombre me mira con asombro, como si dudara de mi sano juicio. ¿No me ha dicho ya que uno no se marcha del lugar en el que los negocios le van bien?
—Así que no tendremos más remedio que esperar la llegada del Mesías —dice.
Dolik tercia entonces en la conversación. Dice:
—Cuando llegue el Mesías, a ver si me da usted una buena recomendación para que se me encomiende la vigilancia sobre la distribución de certificados.
Son muchos los que se me quejan. Los sionistas recaudaron tanto y cuanto para el «Fondo Nacional Judío», y ahora que ellos desearían emigrar se les niega la autorización de entrada. Para todos los propagandistas, oradores y personas particulares que llegaban de la tierra de Israel se organizaban espléndidos ágapes, y ahora, cuando les escriben para pedirles un certificado de inmigración, no contestan.
Muchos han abandonado ya la idea de emigrar: la tierra de Israel es pequeña, los negocios que allí pueden establecerse son de poca importancia, no dan para vivir; pero si uno encuentra a alguien que viene de allí, quiere enterarse de lo que hay de cierto y lo que hay de falso en las cosas que se cuentan. Ya se sabe, la verdad es distinta de como la exponen los oradores públicos y de como la cuentan los periódicos, y también es distinta de como la pintan los que vuelven de Israel, derrotados. Así, pues, ¿qué hay de cierto y qué hay de falso en todo ello?
Yo digo:
—Unos y otros dicen la verdad.
—¿Cómo es posible, si unos elogian y otros denostan? Unos dicen que es una tierra en la que no falta nada, y otros que es una tierra que devora a sus habitantes. Lo mismo ocurre con sus pobladores. Unos dicen: ¡Todos son ángeles! Otros: ¡Son peores que el diablo!
—Ocurre lo mismo que con el sol —respondo—. A unos vivifica y a otros abrasa. Es el mismo sol; pero para los justos es vida y para los malos es el fuego del infierno. Así también la tierra de Israel trata a cada hombre según lo que él es.
Un hombre que se había mantenido apartado, me saludó y me dijo:
—En realidad, no debería saludarle, pero me han dicho que desciende de una buena familia y por eso le saludo.
—¿Qué he hecho para incomodarle?
El hombre tenía dos hijos que observaban los Mandamientos y poseían buena educación. Los dos se fueron a Israel y luego volvieron a su tierra natal. Cuando volvieron habían dejado de observar los Mandamientos y habían perdido su buena educación.
Me quedé pensativo: Un viejo tenía dos hijos… y llegó la noticia de que los dos habían vertido su sangre el mismo día. Freide tenía dos hijos… y los dos vertieron su sangre el mismo día. Grande es la medida del Señor, tanto para lo bueno como para lo malo. Al dar y al quitar lo hace por partida doble. Pregunto al padre de los dos hijos:
—¿Por qué regresaron?
—¿Por qué se fueron? —responde él.
—¿Por qué se fueron? —pregunto entonces.
—¿Por qué se fueron? —dice él—. Para perder la fe, para eso se fueron.
—¿Y la perdieron?
—¡Vaya pregunta! —exclama él, furioso—. Hasta las filacterias y los mantos dejaron allí. Y de no haberlos recogido y traído a la ciudad una persona infiel que vivía en su misma residencia, las filacterias y los mantos se habrían quedado allí, en un lugar no consagrado.
—Los infieles son los infieles, pero tienen su moral. Aquí, en Szybuscz, los incircuncisos se apoderaron de los mantos y las filacterias y los utilizaron para sus fines. Creo que en su ciudad hicieron lo mismo.
El padre de los dos hijos me respondió, enojado:
—En todos los males que nos afligen los sionistas encuentran un motivo de satisfacción y en cada caso sacan la conclusión práctica de que los israelitas deben marchar a su tierra.
—Y los no sionistas no sacan conclusión práctica alguna de ningún mal —respondí.
Volvamos a nuestro tema. Desde que Rabbí Jayim se ocupa de todo lo relacionado con la sinagoga, dispongo de más tiempo para mis cosas. Unas veces converso con otros huéspedes y otras veces paso revista a mis trajes y ropa interior, para decidir lo que se debe tirar y lo que se puede dar a los pobres.
La señora Sommer es una mujer servicial y hacendosa. Un día, tiré un par de calcetines que estaban llenos de agujeros y dos días después los tenía otra vez en mi poder, primorosamente zurcidos. Lo mismo ocurrió con una camisa y con otras prendas. Krolka la ayuda. Le da pena este viajero que llegó para pasar una noche y que lleva ya muchas noches lejos de su esposa y de sus hijos y no sabe distinguir entre las cosas que se pueden remendar y las que no.
Y en mis ropas van surgiendo los zurcidos, como sellos puestos por manos laboriosas, y seguro que el zurcido durará más que la vieja camisa. El zurcido del calcetín merece especial admiración; está hecho con hilo distinto y, sin embargo, gracias a él, el calcetín está entero. Feliz aquel cuyas prendas merecen ser remendadas y tiene quien se las remiende.
He hablado mucho de mis prendas remendadas; y si, por otra parte, no hablo mucho de mis prendas nuevas, ello no quiere decir que no tenga que hablar de las remendadas. Además, me traen el recuerdo de tiempos pasados, de cuando era soltero y vivía en pensión. Desde entonces las cosas han cambiado para mí. Ahora estoy casado y tengo dos hijos; marché a Israel, he vivido en Jerusalén y soy dueño de una casa. Y, de pronto, el pasado parece haber vuelto; vivo otra vez en el extranjero, en una habitación alquilada, y tengo que preocuparme de mi ropa como un soltero.
¿Por qué estoy yo aquí y mi mujer y mis hijos están en otro lugar? Cuando los enemigos destruyeron mi casa y destrozaron todos mis bienes, me invadió una profunda apatía y no tuve fuerzas para reconstruir el templo de mi hogar después de haberlo perdido por segunda vez. La primera vez que perdí mi casa fue en el extranjero, y la segunda, en la patria. Pero cuando me destruyeron la casa del extranjero la desgracia me pareció justa, era el castigo por haber ido a vivir al extranjero. Entonces formulé el propósito de que si Dios me ayudaba a volver a Israel, construiría mi casa allí y no volvería a abandonar la patria.
Y, ¡alabado sea Dios! Él hizo que pudiera volver a la tierra de Israel y me permitió vivir en Jerusalén. Llevé conmigo a mi familia, alquilamos una casa, compramos el ajuar y día tras día yo daba gracias a Dios, alabado sea, por haberme dado refugio y por permitir que me contara entre los habitantes de su ciudad. Y yo gozaba del aire de la ciudad, perfumado con todas las cosas buenas y, lleno de asombro, me decía: «Si es tan hermosa a pesar de estar destruida, ¿cómo será después, cuando el Santísimo, alabado sea, conduzca hasta aquí a todos los que andan dispersos por el mundo, y reconstruya Su Ciudad?». Y veía a los jóvenes trabajando entre escombros, edificando casas, plantando jardines y cantando canciones en la lengua sagrada. Y veía volar los pájaros y oía sus trinos y me parecía estar soñando, pues desde el destierro de los israelitas todos los pájaros habían desaparecido del cielo, y si alguno se veía parecía un montoncito de polvo, o un terrón de tierra con alas. Y ahora los pájaros habían vuelto a la ciudad. Desde arriba, unos Ojos nos miraban nuevamente con misericordia, «pues Dios mira desde las alturas de Su Gloria; Él mira la tierra». Y ahora veíamos con nuestros propios ojos cómo el Señor, alabado sea, miraba a Su Tierra con complacencia. Ahora se levantaría Su Pueblo. Y caímos en el error de creer que el destierro había terminado y nos alegrábamos, pensando que el Mesías estaba próximo a llegar.
En este apacible estado de ánimo nos sorprendió la desgracia. Sobre nuestra Ciudad Santa y sobre otras ciudades de nuestro Dios el enemigo arremetió con su espada, y las casas de Israel fueron saqueadas y destruidas y los israelitas asesinados. Todos nuestros esfuerzos habían sido en vano. Y su ira no se ha aplacado aún y su mano —¡Dios nos asista!— sigue levantada.
Mi mujer, mis hijos y yo salimos con vida y nos salvamos de la ruina; pero la casa fue saqueada, mis libros, destruidos, y la casa en que íbamos a vivir quedó arrasada. El Señor nos da y el Señor nos quita, alabado sea su Santo Nombre.
Alabado sea el Nombre del Señor por habernos permitido conservar la vida, aunque los objetos de la casa y los libros fueran destruidos o robados. Para mí, todas las cosas de la tierra de Israel son como una parte de mi alma, de modo que ahora me sentía herido en el cuerpo y en el alma. Y más que yo sufrió mi mujer, cuyas manos perdieron toda energía cuando la desgracia nos afligió. Cuando una parte de la población volvió a sus casas, para volver a edificar sobre las ruinas, nosotros no nos sentimos con fuerzas para reconstruir nuestra casa. Cuando el que ha dejado atrás más de la mitad del camino de la vida se enfrenta por segunda vez con la destrucción de su casa, las fuerzas le abandonan. Ella y los niños se fueron a Alemania, a casa de unos parientes, y yo volví a mi ciudad natal.
Lo que hice allí queda relatado en este libro. Lo que ella hacía en casa de sus parientes me lo relataba en sus cartas. De sus cartas se deducía que la estancia en el extranjero no le resultaba desagradable, al contrario, ya que al verse libre del peso de la casa y del trabajo de atender a las visitas, podía dedicar más tiempo al cuidado de los niños y a su educación. Pero los niños sienten nostalgia de la patria y cuando les ocurre algo desagradable suelen decir: «En Jerusalén no pasan estas cosas». En realidad, ella también siente nostalgia de la tierra, y, por supuesto, del clima. Sin embargo, su estancia en el extranjero le sienta bien, pues le permite descansar y a los niños conocer a su familia y su lugar de origen. Ya hablan alemán y a la familia le divierte su modo de hablar, que conserva algo del hebreo. Y sus pequeños parientes, por su parte, aprenden también alguna palabra de hebreo. Seguramente saben más hebreo que el rabino. Cierto día, la pequeña le dijo:
—Coge un «Shrafraf».
Y el rabino no sabía qué era. Pero un profesor que estaba allí exclamó:
—¡Un taburete! ¡Colosal, colosal, la niña habla la lengua del Talmud!
Pues esta palabra no figura en el léxico de Gesenius[*] sino en el del Talmud y corresponde a la literatura talmúdica.
No apremio a mi mujer al regreso, ni ella me apremia a mí. Mientras no esté colmada la medida del destierro que pesa sobre nosotros, viviremos en el extranjero, ella con sus parientes y yo en mi ciudad natal. Nos comunicamos semanalmente, por carta; yo le escribo todo lo que puedo y ella me escribe todo lo que puede.
También algunos de los amigos que quedaron en la patria me envían cartas. A unos les contesto y a otros no. Contesto las cartas que no requieren contestación y dejo de contestar las que la requieren, pues como son las que están más cerca de mi corazón prosigo conmigo mismo el diálogo que iniciaron ellas, y como hay tanto que decir nunca me decido a ponerme a escribir y voy demorando la contestación de un día para otro y de una semana para otra. Pero a mi mujer y a mis hijos les escribo con regularidad, tanto si hay algo que decir como si no lo hay. Desde que Rabbí Jayim se ha hecho cargo de todo lo referente a la sinagoga y a mí me queda más tiempo libre, les escribo más extensamente.
Hay en las cartas pocos hechos y muchas palabras, y aún escribo añadidos en el margen y entre líneas. Me parece ver a mi mujer sentada delante de mí, con la epístola entre las manos, dando vueltas al papel y esforzando la vista para descifrar cada signo. Me gusta que mi mujer dedique tanto tiempo a mis cartas, en lugar de hacer como otras mujeres que leen las cartas de sus maridos muy de prisa y luego las doblan y las guardan sin más. Tal vez las lea más de una vez, tal vez las lea en voz alta, como yo hago con las suyas, sólo que su voz suena mejor que la mía.
También las que yo le escribo las leo en voz alta, y tengo mis motivos para hacerlo, pues la voz flota en el aire y circula de pueblo en pueblo y a menudo enlaza lugares distantes que, por el efecto de la voz, se funden en uno solo.
Después de escribir a mi mujer y a los niños pensé: «Ya que tengo la pluma en la mano, escribiré a Israel para que me manden una caja de naranjas». Uno se cansa de comer patatas todos los días y a veces siente el deseo de probar una fruta a la que corresponde la Bendición de la Fruta, una fruta que alegra los ojos y el corazón. Las patatas son también un manjar puro y también se bendicen, pero las naranjas son mucho más hermosas. No en vano ha sido favorecida con ellas la tierra de Israel, pues el Santísimo, alabado sea, planta en su Jardín las frutas más hermosas, ¿y cuál es el Jardín del Señor? ¡La tierra de Israel! Estamos en la estación de las naranjas. Los huertos están llenos de frutos que parecen pequeños soles colgados de los árboles y perfuman el aire. Allí trabajan chicos y chicas; ellos, donde se requiere fuerza; ellas, donde se requiere gracia. Si tienes suficiente imaginación, combina fuerza y gracia. Sería una pena que una de las dos llegase a faltar.
Volvamos al tema. Los huertos están llenos de árboles y los árboles llenos de fruta. Chicos y chicas la ponen en cestos que son llevados a la planta embaladora. Allí, otras chicas, tan diestras y garbosas como las de fuera, escogen la fruta y envuelven la más selecta en papel de seda impreso con caracteres hebraicos. La mediana calidad es enviada a los mercados de Jerusalén y de otras ciudades. Hay mucha gente, como los pioneros, que viven únicamente de naranjas. Yo, gracias a Dios, podía comer otras cosas que se cosechan en la patria y fuera de ella, y las naranjas son para mí sólo un regalo para el paladar. Medito un momento, preguntándome a quién escribir. Si escribo a un amigo, quizá se encuentre en el extranjero y mi carta no le llegue. Las alas que lo llevaron a Israel se convirtieron luego en ruedas que le traen y le llevan por el extranjero. Ayer estaba todavía en la patria, hoy se encuentra ya en otro lugar. Ayer, en un congreso, hoy, en una conferencia. Y cuando no hay congresos ni conferencias, su cuerpo le dice: «Durante todo el año estás viajando por obligación, hazlo ahora por ti mismo, vete a tomar baños».
Pero hay en la patria un hombre al que nada consigue mover de allí: ni congresos, ni conferencias, ni balnearios, ni necesidades corporales. Desde el día en que abrió su pequeña tienda de frutas y verduras permanece allí, como si hubiera echado raíces. A éste seguro que le llega mi carta y no dejará de mandarme la caja de naranjas. Este comerciante es modesto y reservado y no le gusta darse importancia. Todos sus pensamientos se centran en el bienestar de su familia, en educar a sus hijos y en casar a sus hijas. Y quizás a ellos Dios les ayude y no necesiten estar siempre en la tienda, como su padre, pues tiendas hay de sobra y apenas dan para vivir. Después del segundo regreso a la patria, Esdras introdujo en la tierra de los judíos la venta ambulante: los comerciantes iban de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad; después del tercer regreso, los judíos pusieron tiendas. En tiempos de Esdras, Israel era un pueblo de campesinos que aguardaban pacientemente a que los comerciantes acudieran a ellos. A nosotros nos es extraña la vida del campesino, somos impacientes, no podemos esperar y por eso hemos abierto muchas tiendas, en cada calle, en cada casa, en cada rincón y en cada esquina.
Este tendero me agrada. No es como la mayoría que, a cada cosa que les pides, te preguntan: «¿Qué más desea?», como si a sus ojos no valiera nada lo que ya les compraste. Este comerciante, por el contrario, posee gran discreción; no trata de obligarte a comprar cosas que no necesitas, pero en aquello que le pides te sirve bien. Antes de un mes pienso comer las naranjas que él me envíe.