CAPÍTULO XXXIII

Rabbí Jayim y la hija de Rabbí Jayim

Ha llegado el momento de hablar de la hija de Rabbí Jayim. En realidad, debí de hacerlo en el capítulo dedicado a Rabbí Jayim, pero por aquel entonces todavía no estaba del todo al corriente de los hechos. Ahora que los veo con claridad voy a tratar de ponerlos sobre el papel.

Rabbí Jayim tenía cuatro hijas. Una estaba casada con un hombre mucho mayor que ella y vivía en un pueblo lejos de la ciudad; otra se escapó, nadie sabe a dónde. Unos dicen que se fue a Rusia, otros que se unió a un grupo de emigrantes que iban a Israel. Otra vivía con la madre, pero no estaba siempre en Szybuscz, pues de vez en cuando se iba al pueblo, a casa de su hermana casada, para ayudarla, pues ésta tenía que cuidar a sus propios hijos, a los hijos que su marido había tenido con su primera mujer y a los hijos que había llevado al matrimonio la primera mujer de su marido. Y otra era Sipporá, la más joven, que no se movía de casa.

El viejo que estaba casado con la hija de Rabbí Jayim, llamado Neftalí Zví Hilferding, había perdido a sus padres siendo aún muy niño y se había criado en casa del suegro de Rabbí Jayim. Cuando Rabbí Jayim se vino a vivir a Szybuscz, el huérfano entró a su servicio. El huérfano se granjeó el cariño de Rabbí Jayim y los dos solían hablar de cosas que no entran en el ámbito de un criado. Y hay que decir que no fue poco el provecho que sacó el rabino de las palabras de Neftalí Zví, tanto en las cosas temporales como en las espirituales. Rabbí Jayim era un hombre genial y, como suele ocurrir con los genios, su conducta asustaba a la gente. Cuando se produjeron las diferencias con el maestro encargado de la enseñanza y Rabbí Jayim prohibía lo que aquél permitía y permitía lo que el otro prohibía, todos los sabios quedaron confundidos ante las normas que dictaba, y empezaron a pensar que tal vez tuvieran razón los que aseguraban que su doctrina no se ajustaba a la Ley. Muy pronto le hubieran atado corto. Lo que hizo Neftalí Zví fue obligarle a escribir sus opiniones y consideraciones y presentarlas a los grandes de la época. Éstos, a su vez, le contestaron, y sus respuestas, afines o dispares, contribuyeron a acrecentar su crédito. Neftalí Zví siguió con él la misma política en otras cosas, guiando sus actos. Sin él, Rabbí Jayim hubiera tenido el mismo fin que la mayoría de los genios que, al principio, para salir de la pobreza, se dedicaban al estudio de la Doctrina con el mayor fervor, pero lo abandonaban en cuanto conseguían casarse con ricas herederas de padres ignorantes y empezaban una vida muelle y sin privaciones.

Así fueron pasando los años; llegó la guerra y Neftalí Zví, que no había tomado esposa, fue a parar a un pueblo en el que vivía una pariente suya, viuda, a quien el marido, al morir, dejó una tienda llena de mercancías y una casa llena de niños. Neftalí Zví la ayudaba a educar a los niños y a vender las mercancías. No se sabe si la idea partió de él, de la viuda o del Padre Celestial, lo cierto es que antes de un año se habían casado. La mujer le dio un hijo y una hija y murió. Quedóse, pues, viudo, con una casa llena de niños, los de su difunta mujer y los suyos. Le hacía falta una mujer que cuidara de ellos, del mismo modo que su mujer necesitara antes un hombre que se hiciera cargo de los hijos de su primer marido.

Cierta vez que vino a Szybuscz, para visitar la tumba de sus padres, fue a ofrecer sus respetos a la esposa de Rabbí Jayim. Por aquel entonces, las cuatro hijas vivían con la madre. Vio que la mayor estaba ya en edad de casarse y que las más jóvenes estaban creciendo, que la casa era fría y triste y también que no había ni un céntimo para dotes. Esto despertó en él la compasión por la madre y las cuatro muchachas y se dijo: «Si me llevo a una de ellas para que cuide de los niños y le pago un salario, ayudo a la madre y, al mismo tiempo, la hija puede ahorrar para su propia dote». Pero le asaltaron las dudas. No estaba seguro de obrar bien. ¿Una hija de Rabbí Jayim, empleada de niñera? ¡Y en casa de su antiguo criado! Podría ocurrir que, aunque no le obligara a hacer ningún trabajo pesado, si un día, al volver de la tienda, hambriento, no encontraba la comida en la mesa, la reprendiera y de este modo, en un momento, habría echado a perder su buena obra. ¿Qué hacer? Ellas necesitaban ayuda y él no sabe cómo prestársela. Conque decide preguntar a la madre. Al ir a verla se le ocurre la idea de proponerle matrimonio a ella, para relevarla de las preocupaciones por su propio sustento y el de sus hijas. Pero su corazón le reprocha: «¡Loco! Un objeto que ha servido al Santísimo, ¿iba a servir a un profano?». No le habló de ella ni de su hija. Pero a partir de aquel día empezó a frecuentar la casa. Vio a la hija mayor de Rabbí Jayim con la que había jugado muchas veces cuando era niña y él andaba desocupado. Recordó las veces que la había tomado en brazos y ella se veía en sus ojos. Él cerraba un ojo y la niña lloriqueaba: la niña se ha ido. Él volvía a abrir el ojo y ella palmoteaba de alegría porque la niña había vuelto. Y cuando le acariciaba la barba y el bigote, que por aquel entonces empezaba a crecer, le decía:

—Te crece hierba en la cara. Tienes pelitos debajo de la nariz.

Ahora está allí, sentado como un viejo. Delante de él, hay un vaso de té que le ha servido la hija de Rabbí Jayim. El viejo pone la mano encima del humeante vaso. Su mano se calienta y su corazón se calienta también. Entonces abre la boca y todo lo que estaba escondido en su corazón sale a la superficie y se abre camino hasta su lengua. Y habla de tiempos pasados, de tiempos en los que Rabbí Jayim gozaba de gran prestigio y media ciudad veía en él a su futuro rabino. El viejo mira a la hija de Rabbí Jayim y dice:

—Tiempos como aquéllos ya no volverán.

Y aunque las muchachas podrían prorrumpir en lamentos porque de aquellos tiempos no les ha quedado nada, se sienten animadas y le piden que siga contándoles cosas, sobre todo la mayor, que todavía recuerda la época gloriosa de su padre, cuando ella era niña y se sentaba en las rodillas de este viejo que ahora les habla y que, para divertirla, hacía aparecer y desaparecer la niña que había en sus ojos.

Mientras él habla, la casa parece crecer y los muebles recobran su antiguo lustre. Hacía años que las muchachas no se sentían tan satisfechas y seguras ni oían palabras tan hermosas como las que ahora les decía el viejo. Mientras tanto, él había empezado nuevamente a cavilar: «Soy bastante rico y me gano bien la vida; pero mis medios no me alcanzan para mantener a las hijas de Rabbí Jayim, pues las hijas del primer marido de mi esposa también son mayores y tengo que casarlas». Hizo examen de conciencia: «Yo, que siempre supe aconsejar a Rabbí Jayim lo que debía hacer, ahora no sé aconsejarme a mí mismo». Cogió el vaso, apuró su té y pronunció la bendición: «Tú, que creaste muchas almas y les diste lo que les faltaba». Luego, se levantó y se fue.

Cuando volvió a su casa, sentía nostalgia de la familia de Rabbí Jayim; pero una y otra vez apartaba de su pensamiento a las muchachas y se ponía a pensar en su propia situación de viudo. Si bien pasó la mayor parte de su vida sin una mujer al lado, hubo un tiempo en el que tuvo esposa y ella le dio dos hijos. Cierto que si se casó con ella fue por su casa y sus medios de vida, por lo que ahora debía buscar la que estaba designada para él. Sin embargo, esto se dice pronto, pues la muchacha tiene veinte años menos que él y, además, ¡es hija de Rabbí Jayim! Cierto que el mundo está revuelto y los que antes estaban arriba ahora están abajo, y los que antes estaban abajo ahora están arriba. Pero la caída de unos y el encumbramiento de los otros no se produjo por justicia. La guerra creó pobres de buenas formas y ricos de tosco aspecto. De buena gana hubiera vestido a las hijas de Rabbí Jayim de seda y oro, especialmente a la mayor, la que está en edad de casarse. Pero si les da algo de su fortuna será como si lo robase a sus hijos, a los que su mujer llevó al matrimonio y a los que tuvo de él. Por otra parte, ¿dónde encontrar un novio para ella? Sólo ve una solución al problema: casarse con la muchacha. De este modo, por lo menos no habrá que preocuparse por la dote.

Pero ¿y la muchacha? ¿Qué pensaba ella? En una cosa se parecía a su padre: en su confianza en el buen juicio de Neftalí Zví. Cuando volvió a verla, le dijo:

—No sé si habrás adivinado a lo que vengo. Pero si lo sabes, te ruego que no me contestes en seguida. Pienso quedarme dos o tres días. Entretanto, consúltalo con tu madre y contigo misma y dame una respuesta concreta. Ahora me vuelvo a mis negocios y te digo adiós.

Cuando volvió, no hizo alusión a sus palabras y tampoco ella dijo nada. Cuando entró la madre, él se puso en pie y dijo:

—Esto es lo que he hablado con tu hija.

La madre preguntó entonces a la muchacha:

—¿Y qué le has contestado tú?

Bajando la cabeza, la joven respondió:

—No sé qué contestarle.

—Ayer lo sabías. ¿Es que ya se te ha olvidado? —preguntó la madre.

—No lo he olvidado —dijo la hija.

—Entonces, da una respuesta a nuestro amigo —dijo la madre—. ¿O quieres que se la dé yo por ti?

—Yo misma le contestaré —dijo la muchacha.

La madre llamó a las otras hijas y les dijo:

—Venid, felicitad a vuestra hermana.

Se celebró la boda y ella le siguió a su casa. Como era débil y delicada, llamó a una de sus hermanas para que fuera a vivir con ellos y la ayudara.

No conocí más que a la menor de las hijas de Rabbí Jayim, la que vivía con su madre y de vez en cuando iba a ver a su padre y le lavaba la camisa; pues la mayor vivía lejos de la ciudad, una de sus hermanas vivía con ella y la otra había huido a Rusia o se había unido a un grupo de emigrantes. La más joven, que se llamaba Sipporá, era callada por naturaleza. Si yo le preguntaba algo, me miraba con ojos asustados, como si tuviera miedo y me rogaba que no le hiciera daño. Con el tiempo, se acostumbró a mí y me saludaba en hebreo, a pesar de que no conocía la lengua sagrada y, con toda seguridad, ni siquiera sabía descifrar sus signos.

Pensé sugerir a su padre que le enseñara a leer; pero desistí, pues me dije: si él ha dejado de estudiar, ¿cómo va a enseñar a su hija?