En el mercado
Desde la desaparición de Janok y la entrada de Rabbí Jayim en su lugar, disfrutó de completa libertad de movimientos. Pues Janok traía la leña, el agua y el petróleo, y la víspera del sábado barría el suelo y yo me ocupaba de cambiar los cirios y encender la estufa. Pero Rabbí Jayim se encarga de todo, incluso de encender la estufa. ¿Que cómo fue? Pues un día yo llegué más tarde y él la encendió y desde aquel día él tomó a su cargo este trabajo.
Cierto día de mercado fui a dar una vuelta por la plaza. En primer lugar, porque hacía tiempo que no veía la ciudad y, en segundo lugar, porque estaban reparando la estufa y como el olor me molestaba me marché.
El frío era ahora menos intenso y la nieve había empezado a fundirse y a perder su blancura. Hasta en lugares donde se hallaba amontonada empezaba a resquebrajarse. Aunque éstos eran síntomas de que el frío decrecía, me ponían de mal humor. La ciudad estaba vacía, las tiendas estaban abiertas pero en ellas no se veía ni a un solo cliente. En todo lo que alcanzaba la mirada no se distinguía a un ser vivo, si descontamos algún que otro mirlo o alguna corneja que andaban por las alturas. Pero a ras de suelo no había nadie más que yo que, chapoteando en el lodo, me encaminaba hacia la oficina de Correos.
Al ver la oficina de Correos, recordé la época de mi juventud en que vivía pacíficamente en casa de mi padre y volcaba, en la correspondencia que sostenía con mis amigos, mis inquietudes acerca de la inactividad, el vacío espiritual, el desaliento y la incertidumbre frente al futuro. El sol brillaba en el cielo, los jardines estaban en flor, los árboles daban frutos, los campos estaban llenos de trigo, el hombre tenía todo lo necesario para la vida y los judíos vivían como seres humanos. A pesar de todo, una profunda inquietud se abatía sobre nuestro espíritu y no nos sentíamos satisfechos de la vida. Uno se retuerce como un gusano en esta melancolía que se aferra a su espíritu ferozmente. ¿Qué nos faltaba entonces? La falta principal era que no sabíamos qué cosa nos faltaba. De pronto, una luz nueva nos inundó el corazón. Aquí y allí se decía que también nosotros éramos como todos los pueblos y que también nosotros teníamos una patria y que sólo de nuestra voluntad dependía que nos trasladásemos a ella y allí formásemos una nación. Los perspicaces lo tomaron a broma y demostraron que la idea era una utopía. Y, lo que era peor, si los pueblos de la Tierra se daban cuenta de que nosotros teníamos la pretensión de constituir una nación, nos dirían: «¿Qué buscáis aquí? ¡Marchaos a vuestra tierra!». Según todas las apariencias, tenían razón. Pero, en el fondo, es imposible estar de acuerdo con ellos. Entonces el gusanillo dejó de roernos el corazón y aquel peso que nos agobiaba se convirtió en una especie de dulce melancolía de algo muy querido. ¿Para qué seguir hablando de esto? El que no conozca este sentimiento nunca podrá entenderlo; al que lo conozca, no es preciso explicárselo.
Entonces los mudos rompieron a hablar y manos torpes empezaron a manejar la pluma. El niño apenas sabía hilvanar una frase y ya quería escribir poesías. Lógicamente, primero hubiera debido aprender gramática y leer las obras de otros poetas; pero él se puso a escribir lo que le dictaba el corazón. Y ved ahora el milagro. Con un vocabulario tan limitado que no le hubiera bastado para extender una factura conseguía escribir una poesía. Fue entonces cuando escribí aquello de: «Amor fiel hasta la muerte», la poesía que me echó en cara Yerujam Freier y que, según él, tenía la culpa de todos sus males ya que le impulsó a marchar a Israel, etcétera. ¿Cuántos años han pasado desde entonces y, sin embargo, nosotros volvemos a pasear por las plazas de Szybuscz como en los viejos tiempos, cuando nos roía el gusanillo de la melancolía y dejábamos caer las manos sin ánimos para el trabajo?
Ese hombre de Szybuscz es como un bloque de piedra sacado de la cantera para hacer una estatua y luego arrojado a un lado por el escultor, sin cincelar. La piedra se encontraba en el lugar de donde salió, pero no se incrusta de nuevo en él. Sobre ella se posan el polvo y la tierra y brota la hierba, como de la tierra fértil. El Santísimo, alabado sea, derrama sobre ella el rocío y la lluvia, y las hierbas crecen y florecen. Lo lógico sería que la piedra estuviera contenta, ya que ha vuelto a su propio suelo y sobre ella crecen hierbas y hasta alguna flor. ¿Por qué no lo está? Porque piensa en el tiempo en que el escultor la tuvo en sus manos. ¿Por qué no le dio forma? El escultor tiene que realizar una gran labor y no puede responder a todo el que le pregunta. Y, aunque quisiera hacerlo, la piedra no puede ir rodando hasta él para preguntarle, pues es muy torpe en sus movimientos; el polvo y la tierra la aprisionan. Permanece en su sitio, mirando en torno suyo.
Miremos nosotros en torno nuestro, como la piedra. Tenemos tiempo para mirar y para ver.
La fuente del Mercado, como siempre, echaba agua por sus dos caños. Un frío húmedo envolvía el lugar y la sensación de humedad aumentaba por efecto de la paja mojada esparcida alrededor de la fuente. Cuando me encuentro cerca del mar, de un río, un arroyo, un estanque, un lago, un manantial o una fuente, me gusta contemplar el agua. Pero esta vez pensé: «¡Ah! Si tuviera un coche me iría al hotel y me echaría en la cama».
Pero no fue a recogerme ningún coche, de modo que me quedé en el mercado. Ante mí, envueltas en harapos y con los pies metidos en sacos, había varias mujeres que tenían ante sí cajones que olían a choucroute y a manzanas podridas. Las mujeres me miraban con cansancio, como preguntando: «¿Qué puedes necesitar tú?». Por el mercado andaban tres o cuatro mujeres con cestos al brazo. Una de ellas era Krolka. Al principio, no me vio y yo pensé que era mejor así, aunque no sabía por qué. Después volvió la cabeza y me dijo:
—¡Ah! ¿Estaba usted ahí? Vine a comprar, pero no hay nada que comprar, como no sea choucroute o zanahorias podridas. Ojalá tuviese ahora lo que ayer rechacé por malo. ¿No se dice: «Los judíos despreciaban el maná y ahora comen desperdicios»?
Las mujeres se fueron. Las vendedoras se arrebujaron en sus harapos, entornaron los ojos, callaron y el mercado quedó en silencio. Ahora se podía oír el murmullo de la fuente, el agua cantaba y el frío y la humedad parecían aumentar.
Una de las mujeres clavó sus ojos en mí y dijo:
—Por favor, caballero, ¿no quiere nada?
«¿Qué está diciendo ésa? —pensé—. ¿Qué voy a comprarle yo? ¿Acaso Krolka no se fue con el cesto vacío después de mirar en todas las cajas? ¿Qué pretende esa insensata?».
La mujer que estaba al lado de la que me había hablado me dijo entonces:
—Cómprele, señor, hará una buena obra. Tiene la casa llena de huérfanos, huérfanos que necesitan comida.
—¿Y dónde lo pongo, buena mujer? —le dije—. Ya ve que no tengo cesto.
—Compre cuanto quiera, señor —respondió ella—. La mujer de Janok le llevará la compra a donde usted diga, ¿no es verdad, Janokina?
La mujer de Janok movió la cabeza afirmativamente.
—¿Por qué no le dices al señor que estás dispuesta a llevarle lo que sea? —Y, volviéndose hacia mí, añadió—: Está triste y le cuesta trabajo hablar.
—¿En qué estás pensando, Janokina? ¿Quieres ser vendedora y no abres la boca? Como judía que soy, esta mujer tiene buena mercancía, señor. Huevos y manzanas. Las manzanas están como recién cogidas del árbol.
—¿Qué tienes ahí? —pregunté a la mujer de Janok.
—La cristiana del pueblo me trajo una docena de huevos —me dijo ella—, todos de esta semana.
—Puede creerla el señor —dijo la vecina—. Ella no miente.
—Está bien —le dije—. Aquí tienes el dinero. Llévalos a la sinagoga vieja.
—Sabía que el señor tenía buen corazón —dijo la vecina—. ¿No necesita nada más?
«Yo no necesito nada —pensé—; pero tal vez Rabbí Jayim…».
—¿Qué más tienes? —pregunté a la mujer de Janok.
—Puede llevarle todo lo que usted quiera —dijo la vecina.
—Toma este dinero y consígueme una libra de café, del mejor, y tres libras de azúcar.
Volví a la sinagoga y esperé a que la mujer de Janok me trajera mis compras. Cuando lo tuve todo allí, me pregunté, con inquietud, cómo conseguiría que Rabbí Jayim aceptara mi obsequio.
Cuando todos se fueron y me disponía a cerrar la puerta, refería a Rabbí Jayim toda la historia y le dije:
—Del mismo modo que yo no defraudé a esa mujer, no me defraude usted a mí y acepte lo que ha traído.
Rabbí Jayim palideció y me miró con indignación.
—¿Qué quería que hiciera? Yo no perseguía hacer una buena obra, sino que me vi obligado a ello. ¿Qué puedo hacer con estas cosas? ¿Llevármelas a Tierra Santa y tirarlas al mar Muerto?
Rabbí Jayim dominó su irritación y dijo amablemente:
—No es necesario que se tome tantas molestias. Gracias a Dios, no me falta nada. Con mi trabajo ahorré lo suficiente para vivir durante una temporada. Si el Señor me conserva la vida, Él me proporcionará el sustento en el futuro.
Sujetándole por la chaqueta, le dije entonces:
—Hágame usted un favor como yo se lo hice a la mujer de Janok.
Él cogió mis compras y dijo:
—Bendito sea.
—Y usted también —respondí.