CAPÍTULO XXXI

Janok

Se acercaba el día señalado y no se había descubierto de Janok la menor huella. La nieve envolvía todas las cosas y había impuesto silencio a la tierra. La Janokina y sus hijos iban de puerta en puerta y sus lamentos se elevaban hasta el Cielo; pero el Cielo no quería compadecerse de los hombres.

Los hombres volvieron a salir en busca del desaparecido. No dejaron pueblo sin visitar. Se unieron a la expedición numerosos cristianos que apreciaban a Janok; pero la nieve siguió ocultando su secreto. Y el rabino no se mostraba dispuesto a ordenar un ayuno a una generación que come y bebe en el Día de la Expiación; en un principio, se dejó convencer para permitir ayunos individuales de un día y, naturalmente, él ayunaría también. Finalmente, eran tantos los que abogaban por la adopción de una medida eficaz, que el rabino, a pesar suyo, tuvo que ordenar un día de ayuno para toda la ciudad. Los que estaban presentes dijeron después que cuando el rabino accedió estaba blanco como el papel.

El sábado anterior a la luna nueva, el servidor de la Gran Sinagoga recorrió todas las casas de oración de la ciudad para anunciar, por orden del rabino, que si Janok no había aparecido la víspera de la luna nueva, ese día desde la mañana hasta la noche, toda la comunidad debería ayunar y el que no pudiera acatar el ayuno debería redimirse de la obligación mediante el pago de una limosna. El servidor de la sinagoga anunció también que todos los fieles deberían reunirse aquel mismo día, una hora antes de la oración de la tarde, en la Gran Sinagoga, donde el rabino predicaría en público.

La gente lo comentaba jocosamente, diciendo:

—Cualquiera diría que los demás días comemos y bebemos. ¿Y qué harán los del «Club Juvenil»? ¿Se harán preparar una comida especial, como hacen el Día de la Expiación, o ayunarán como los demás, puesto que no se trata de un ayuno ordenado por la Ley?

Pero cuando llegó el día de la luna nueva cesaron las bromas y todo el mundo se abstuvo de comer y beber. Y hasta los que se encontraban de paso en la ciudad se adhirieron al ayuno.

Por la tarde, media ciudad se reunió en la Gran Sinagoga. Según me dijeron, desde que estalló la guerra la Gran Sinagoga no se había visto tan concurrida. Se hallaban presentes incluso muchos de los que no iban a orar ni siquiera en el Día de la Expiación. El rabino subió al púlpito, se puso el manto y pronunció un sermón para despertar la conciencia del pueblo y moverlo al arrepentimiento, para que pudiera presentarse ante el Padre Eterno y Él escuchara su oración. Al empezar la oración de la tarde, el recitador entonó el salmo: «Súplica del pobre afligido que desahoga su corazón ante Dios», rezando como en un Día de Expiación menor, sacó luego los rollos de la Torá y leyó varios pasajes. Cuando el recitador se hubo sentado, el rabino mandó decir «Nuestro Padre, nuestro Rey» verso por verso. Entre los reunidos, descubrí a varias personas que no había vuelto a ver desde el día de mi llegada a la ciudad. Los que se encontraban cerca de mí me saludaron y los que estaban lejos movieron la cabeza. No te extrañe, pues los amargados habían abandonado la ciudad. No sé lo que habrá sido de aquel que el Día de la Expiación me habló con tanto descaro en la vieja sinagoga y me dijo que seguramente yo era de los que querían que todos los días fuesen días de Expiación. A juzgar por las cartas que me dio a leer su madre, se encuentra en un lugar en el que todos los días parecen días de luto por la destrucción del Templo y ni siquiera allí se soporta su presencia.

Nada más entrar, se me acercó Zakaryá Rosen y me habló sin asomo de enojo. Entre otras cosas, me habló de lo que hacían las generaciones anteriores con motivo de las diversas desgracias que habían afligido a la ciudad y de los salmos que se entonaban en tales ocasiones. Cuando los disturbios estudiantiles, se rezaron tal y cual salmos; cuando las persecuciones, tales otros; cuando hubo otras desgracias, estos otros. Ciertas desgracias se las había referido su padre, quien, a su vez, las había oído contar a su padre, y éste, al suyo, en cuya época acontecieron. Y otras las habían contado los más ancianos de la ciudad, que las habían leído en los viejos registros. El registro fue destruido por el fuego, aunque no lo quemó el personaje de la ciudad, al que se atribuía el hecho por haber descubierto en el registro cosas deshonrosas para su familia, sino su hijo, un talmudista, persona bastante atolondrada, y no lo quemó deliberadamente, sino por equivocación. La víspera de la fiesta de Pésaj, junto con otros papeles viejos e inservibles, echó al fuego el viejo registro de la comunidad. Fue una lástima, pues en él se referían hechos acaecidos hacía más de trescientos años. Sin embargo, no hay que enojarse por una equivocación.

Una vez se despertaron en Zakaryá Rosen los recuerdos del pasado, no se movió de mi lado hasta haberme contado todas las viejas historias de nuestra ciudad que él conocía. Por ejemplo, la de nuestra vieja sinagoga. Al principio, la parte de la escuela estaba arriba y tenía una abertura que comunicaba con el baño, y la capilla de los sastres estaba abajo, en el patio de la sinagoga grande, y los muchachos más avispados veían a las mujeres entrar en el baño y se les ocurrían toda clase de pensamientos; entonces los jefes de la comunidad decidieron cambiar el emplazamiento de ambas instalaciones.

—Me extraña que no me haya preguntado usted por qué existía una capilla de sastres y no existía una capilla de zapateros o de cualquier otro grupo de artesanos —repuso Zakaryá Rosen—. Y es que en cierta ocasión en que el Gobierno polaco oprimía a los judíos, éstos decidieron hacer el boicot al Gobierno negándose a trabajar para él hasta que modificase su actitud. Por aquel entonces, los polacos no contaban con artesanos propios. Pero los sastres no se adhirieron al boicot y los demás judíos se negaron a rezar en compañía de los transgresores, por lo que los sastres tuvieron que levantar su propia capilla. Si va a verme le contaré más historias curiosas. Y por lo que se refiere a Rav Hay Gaón… Ni usted ni los que opinan como usted están bien informados. Poseo montones de pruebas de que desciendo de Rav Hay Gaón.

Mientras hablaba con Zakaryá Rosen observé que alguien me miraba fijamente. Cuando Zakaryá se fue, el hombre que había estado mirándome se acercó a mí, me preguntó cómo estaba y pasó la mano por mi abrigo, como si mi abrigo y yo le gustásemos.

Llevaba un traje delgado y raído, con el deshilachado cuello subido. Estaba demacrado y tenía una mirada febril. Juntó sus azulados dedos, se los llevó a la boca, los calentó con el aliento y me habló a través de ellos. Al ver que no lo reconocía, sonrió y me dijo:

—¿No me conoce? Pues ha estado varias veces en mi casa.

—¿Es usted el fotógrafo? —le pregunté.

¿Cómo se me ocurriría que podía ser el fotógrafo? Y si lo hubiera sido, ¿qué? En realidad, yo nunca había tenido tratos con el fotógrafo. Volvió a acariciar el abrigo y preguntó:

—Dígame, ¿le gusta el abrigo que le hice?

Estreché sus helados dedos y le pedí disculpas por no haberle reconocido. Y es que la preocupación que sentía por la desaparición de Janok no me dejaba coordinar mis ideas. Ahora no me explicaba cómo no le había reconocido inmediatamente. Le pregunté cómo estaba su esposa.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó Schuster sonriendo—. Sana y contenta como un diablo en una sinagoga de mujeres. Si se queda en la cama es porque es una vaga. Además, le gusta que las vecinas vayan a visitarla, para lucir sus finas sábanas, las cuales proceden de la alcoba de una condesa. En atención a la amistad que nos une al conde y a mí no le diré su nombre, ya que ha perdido sus posesiones y no está bien decir de un príncipe que está arruinado. Pero confidencialmente le diré que recibí las sábanas en pago por las hechuras de un traje que le hice. Y qué triste lo de Janok, ¿verdad? —El sastre suspiró profundamente, volvió a llevarse sus amoratados dedos a la boca y repitió—: Muy triste.

Le pregunté si el ayuno representaba para él un gran sacrificio. Sonriendo levemente, respondió:

—¿Un sacrificio el ayuno? ¿Por qué iba a serlo? Yo no ayuno. He obtenido una dispensa mediante una limosna. Yo soy un hombre que tiene un oficio y, por lo tanto, me encuentro agobiado por el trabajo y no puedo perder ni una hora; el que ayuna no puede trabajar, y menos cuando hace frío, y entonces queda mal. Tenemos un invierno muy crudo y todo el mundo quiere ropa de abrigo. Hasta el mismo presidente del distrito y su esposa, a pesar de que poseen muchos trajes, se encargan otros más. El presidente me mandó recado para decirme: «Hazme dos trajes y, además, uno de ceremonia. Estoy invitado a casa de Pilsudski». Yo he tenido que responderle: «Tengo tanto trabajo que no puedo ir a verle». «Si no me haces esos trajes, me enfadaré contigo», me mandó decir. Y yo tuve que responderle: «Ya sabe usted, señor, que toda la ciudad está lo que se dice desnuda. Para ir a su casa, tengo que dejar mi trabajo, y si yo dejo mi trabajo la ciudad se muere de frío. Ni siquiera puedo hacer un abrigo para mí, ¿no es verdad, señor? ¡Clemencia! Hay judíos que mueren de frío».

De pronto, se operó en el sastre una transformación. La compasión borró de sus labios la sonrisa, se puso muy pálido y, con voz temblorosa, dijo:

—Todo esto que estamos haciendo es inútil, señor, le digo que es totalmente inútil. Janok ha muerto. Va detrás de su carro, caminando pesadamente, el caballo avanza cada vez más despacio, la nieve cae sin cesar, Janok siente las manos cada vez más frías, todo su cuerpo está helado. Y, sin embargo, se sobrepone y se acerca a su caballo, para ver si el animal resiste. El caballo vive aún, pero Janok está frío como un muerto. Janok se abraza al cuello del caballo y así se quedan los dos un rato; uno tiene frío y el otro también. Y estando juntos les parece, lo que es pura fantasía, común a todas las criaturas, que se dan calor mutuamente. Janok dice al caballo: «¿Tienes frío, chico?». «No; no tengo frío», responde el caballo. «Sé que lo tienes —responde Janok—; pero dices que no lo tienes para que no me preocupe. Estoy seguro de que esa mentira no te será tenida en cuenta. ¿Tienes frío, amigo?». Antes de que el caballo pueda contestar, la nieve los ha cubierto a los dos. Janok trata de salir de entre la nieve, para llegar a un pueblo judío, donde puedan enterrarlo como a un judío. Saca una pierna; pero ¿de qué sirve sacar una pierna si tiene que volver a hundirla para sacar la otra? Janok ya no piensa, su cerebro está helado y no puede trabajar; levanta una pierna, vuelve a hundirla, su cuerpo se tambalea hacia un lado y hacia el otro, así. Pero como su sangre está fría el cuerpo se ha quedado sin fuerzas y se cae y ya no consigue volver a levantarse.

Y, al describir la caída del otro, a éste le fallan las piernas y cae a su vez.

Al oír el ruido de la caída, muchos tuvieron miedo. Unos se apartaron y se fueron, otros se acercaron. Se oyeron voces asustadas:

—¡Agua! ¡Traigan agua!

—¡No, vinagre! ¡Vinagre!

—¡Pronto, un poco de agua!

—¡Se ha desmayado un hombre, no podemos dejarle ahí!

—Hay que darle masaje, para que no se le pare la sangre.

—¿Quién se ha desmayado?

—El sastre de Berlín.

—¡Si ahora mismo le he visto ahí hablando!

—El ayuno habrá sido demasiado para él.

—Entonces habrá que darle algo de comer.

—¡Santo Dios! ¿Qué hacéis ahí parados? ¡Moveros ya!

Entre tres o cuatro lo levantaron y lo llevaron a la vieja sinagoga. Una vez allí, lo dejaron sobre la mesa, le levantaron la cabeza, le salpicaron con agua de la pila y le humedecieron los resecos labios. Apareció Rabbí Jayim con una humeante cafetera en una mano y un terrón de azúcar en la otra y le dio a beber café negro con azúcar. Poco a poco, el sastre fue volviendo en sí; nuevas penas le esperaban.

Al terminar la ceremonia, se me acercó el rabino y, con gran deferencia, me preguntó si me había gustado su predicación y qué era lo que más me había gustado de ella. Dijo también que hubiese querido extenderse más, pero que, teniendo en cuenta que el auditorio estaba fatigado por el ayuno y que no estaban presentes hombres sabios que pudieran comprender y penetrar en el fondo de la Doctrina, había sido breve. Cogiéndome la mano, dijo para terminar:

—Venga a comer a casa y le diré todo lo que he dicho aquí.

Yo pensé: «Tienes que volver al lugar en el que estuviste una vez. Si hoy le visito, no tendré que volver más». Le dije que me permitiera ir después de comer. Sabía lo pobre que era y no quería privarle de una parte de la comida que apenas alcanzaría para él.

Los del hotel se sentaron a comer con sus huéspedes. Krolka iba de acá para allá, muy atareada, sirviendo a los que habían ayunado. Dolik y Lolik comían con la cabeza cubierta como si fuera Sábado y, al parecer, también habían observado el ayuno. Babtsche mostraba igualmente buen apetito. Raquel, por su parte, hacía como si comiera. El hostelero presidía la mesa, con cara compungida. A causa de los dolores de la pierna, que no habían dejado de mortificarle durante todo el día, no había podido tomar parte en la ceremonia religiosa. Ahora los dolores se habían calmado, pero él se frotaba las partes enfermas, no sé si para agradecerles que hubieran dejado de doler o para castigarlas por haberle dolido. Pero todavía pudo distraer parte de su atención para mirar a Raquel y, con labios temblorosos, le gritó:

—¿Por qué no comes, malvada?

Raquel se sobresaltó, asió con fuerza la cuchara, se apoyó en la mesa y enrojeció violentamente. La madre miró a su marido y a su hija con gran extrañeza.

Entre plato y plato, los comensales hablaban de los sucesos del día. Uno de ellos, un antiguo estudiante de Leyes, dijo:

—Ha sido un ayuno como los que manda el Libro. Pues el Talmud nos dice: «Un ayuno en el que no toman parte los pecadores de Israel no es un ayuno». Y una buena parte de los pecadores de Israel ayunaron hoy con nosotros.

—¡No se hable más del ayuno! —dijo otro—. Pero ¿qué me decís de la libranza?

—¿Qué libranza?

—El pago que hacen los que ayunaron y que es lo que hubieran gastado en comida de no haber ayunado.

—¡Qué severo es el Talmud con las cosas de los judíos! —terció otro—. Ni siquiera con el ayuno les permite ganar algo.

—Yo hubiese gastado cinco guldens —dijo otro—. Tome, señora Sommer, para la mujer de Janok.

Todos los presentes hicieron elogios del que tan generoso se mostraba.

—Si a la señora de la casa le parece que la suma no alcanza —agregó éste—, le añadiré dos o tres guldens más.

Al terminar la comida, se había recaudado una pequeña cantidad para la desventurada esposa de Janok.

—Ahora voy a proponeros un negocio —dijo otro de los presentes.

—¿Un negocio? Desde que estoy en Szybuscz no había oído esa palabra.

—Sacaremos a subasta la oración de sobremesa. La rezará el mejor postor.

—¿Subasta a la americana?

—¿Qué quiere decir eso de «subasta a la americana»?

—Todo el que quiere comprar, paga aunque no se le adjudique el objeto de la subasta.

—¿Pueden pujar las mujeres también? —preguntó Babtsche.

—Si dan el dinero, ¿por qué no?

—¿Y si gano yo? —preguntó Babtsche.

—Entonces cedes el honor a tu padre —respondió el hombre.

—Tú, que tanto hablas, ¿sabes la oración? —preguntó Lolik.

—¿La sabes tú?

—Si me la hubiesen enseñado, la sabría.

Con la oración de sobremesa, se recaudó algún dinero más, que pasó a engrosar lo reunido anteriormente.

Cuando fui a ver al rabino le conté lo sucedido.

—Voy a contarle algo muy hermoso —me dijo él—. El Gaón de «La ayuda de Jacob» predicó una vez con motivo de la boda de una novia pobre. Después de la predicación, dijo el gran rabino: «Lo que hoy conseguí con mi predicación no lo había conseguido nadie». Los oyentes se extrañaron de que un rabino tan devoto y tan sabio pudiera alabarse tanto. Al darse cuenta, él les dijo: «Incluso en mí mismo he influido. La mitad de la dádiva era mía». Y es que aquel rabino era un hombre rico que poseía tantos bienes materiales como sabiduría. ¿Qué me dice a esto? ¿No es de envidiar semejante facultad? Bendito el que predica el bien y lo hace. —Se alisó la barba y añadió—: Me satisface que por mediación mía la gente contraiga méritos, dejándose convencer para acudir en socorro de los desvalidos.

El rabino me contó cosas que le habían sucedido durante el Gran Sínodo de Viena. Había allí varios rabinos que se opusieron a una decisión propuesta por él; pero él los venció a todos y finalmente los demás tuvieron que reconocer que la Ley estaba de su parte. Mientras hablaba, me enseñó un paquete de cartas escritas, unas por ellos, y, otras, por él mismo.

Mientras repasaba rápidamente las cartas, pensaba en lo que un sabio había dicho sobre los libros que escribían los eruditos de sus tiempos: que si los sabios supieran lo que decían sus libros serían realmente grandes. Y es que, en sus escritos, solían citar con frecuencia las palabras del Talmud.

—¿Qué le parece? —me preguntó el rabino—. ¿No cree que conseguí un gran triunfo?

—¿Qué quiere que le diga? Yo vengo de la tierra de Israel, donde los sabios estudian la Ley por ella misma. No se producen disputas en las que se ventile el triunfo de unos o de otros; el propósito que se persigue es que la Ley quede perfectamente clara.

El rabino se mesó la barba con gesto de irritación y dijo:

—«¡Y todo tu pueblo es justo!». ¡Las querellas, las peleas, las calumnias y las denuncias que allí se observan tienen por único objeto esclarecer la Ley! ¡Hasta los sionistas de aquí se avergüenzan de ustedes!

—Ése es el castigo del Cielo, que las querellas dividan el Reino de la Casa de David —respondí—. Aunque en Jerusalén sean muchos los que pelean entre sí, hay también muchos hombres de paz, hombres que nada quieren para sí, hombres sin orgullo, que se afanan en el estudio de la Ley, que se alegran de sus penas y que no sienten las calamidades gracias a su gran amor por la Ley. Sus costumbres son tan hermosas como su sabiduría y su conducta se rige en todo momento por la fidelidad y por la fe. Y tan hermosas como sus costumbres son sus oraciones. Hay en Jerusalén un grupo de jasidím que se pasa todo el tiempo orando, sin preocuparse de nada más; sólo de que el Nombre del Señor, alabado sea, sea bendecido en todo el mundo que Él creó. A muchos no les cabe la dicha de pronunciar la oración más que una vez cada setenta años, a otros una vez al año y, sin embargo, se reza tres veces al día.

—¿Y qué hace vuestra juventud? —preguntó el rabino.

—Yo estoy dispuesto a cargar con todas las faltas de la juventud de Israel —respondí—. Cierto que no estudian el Talmud como eruditos y que no oran como los piadosos miembros jasidím; pero ellos plantan y siegan y se dejan la vida por ese suelo que el Señor otorgó a nuestros padres. Y ésta es su misión, la misión que les ha encomendado el Altísimo, alabado sea: ser los vigías de su tierra. Y ya que ellos se dejan la vida en la empresa, Él deja la tierra en manos de ellos.

Al rabino se le saltaron las lágrimas pero, sin reparar en ellas, preguntó:

—¿Y qué hacen el Sábado?

A mis labios acudió el verso que dice:

—«… y mira las riquezas de Jerusalén todos los días de tu vida».

La frase invita a la acción. Es el hombre quien debe mirar por el bien de Jerusalén y no a la inversa, ¡Dios nos libre!

—El Sábado, los judíos dejan el trabajo y se visten con sus mejores galas. El que puede estudiar, estudia; el que sabe leer, lee, y el que no puede hacer ni lo uno ni lo otro sale a pasear con su mujer y sus hijos y habla con ellos en la lengua sagrada y así cumplen con el precepto que dice: «El que camina cuatro pasos por la tierra de Israel y habla la sagrada lengua poseerá el Reino de los Cielos».

Nuevamente brotaron las lágrimas de los ojos del rabino y resbalaron hasta su hermosa barba, donde quedaron prendidas como perlas y piedras preciosas montadas en oro por las manos de un maestro. Pero el rabino, sin reparar en las perlas ni en las piedras preciosas, me miró como si quisiera sacarme los ojos y me dijo cosas que no repito aquí por no faltar a la prohibición de calumniar a la tierra de Israel.

¿Qué hacer? Tragándome mi indignación, le respondí:

—Ya sé. Usted desea lo mejor para Israel; pero también los emisarios de la Biblia deseaban lo mejor para Israel, ¿y cómo acabaron? No quiera vivir con ellos bajo un mismo techo, ni siquiera en el Paraíso.

El rabino posó su mano en mi hombro, como para comunicarme su calor, y dijo:

—¿Sabe? Acaba de ocurrírseme una idea. Usted y yo tendríamos que darnos una vuelta por la tierra de la Diáspora y tratar de llevar de nuevo a Israel al camino recto.

—Ni usted ni yo lo conseguiríamos —respondí.

—¿Por qué no?

—Yo, porque para mí todo Israel es justo. Y, hablando de reparación, debo decir, con perdón, que también debería hacerla el Santísimo, alabado sea, pues a vuestros ojos Israel no hallaría gracia ni aunque sus hijos fueran auténticos ángeles del Señor.

Era ya medianoche y aún no habíamos terminado de hablar. Dos, tres veces me levanté para despedirme, pero el rabino no me dejó marchar. Y cuando, por fin, pude irme, él me acompañó hasta la calle.

En el cielo brillaba la luna llena. La nieve relucía y el frío había amainado un poco. Parecía que iba a cambiar el tiempo. Sólo el Cielo sabía si el cambio sería para bien o para mal.