Janok ya no está
Un día en que, como de costumbre, estábamos sentados alrededor de la estufa, se abrió bruscamente la puerta y aparecieron en la sinagoga unas mujeres que gritaban y lloraban. Al principio, creí que venían a quejarse de que no permitiéramos que los hombres les llevasen unas brasas; pero no era así. Venían a lamentarse ante Aquel mediante cuya Palabra se hizo el mundo, de que Janok no hubiera vuelto a su casa.
Janok no había vuelto y su mujer y sus hijos traían su pesar ante el Altísimo. Abrieron las puertas del armario de la Torá y gritaron:
—¡Janok! ¡Padre! ¡Padre!
Se me olvidaba decir que algunos judíos, sin temor al frío, habían salido en busca de Janok, pero no habían conseguido dar con él. Unos cristianos que les acompañaban dijeron que seguramente se lo habrían comido los lobos y que sus huesos debían de estar sepultados bajo la nieve. Pero el corazón de una esposa confía en la Divina Misericordia y se presenta ante el Altísimo con lágrimas, súplicas y lamentos y le ruega que le devuelva a Janok. Y sus hijos están a su lado, ante el armario de la Torá, y lloran con ella.
Los rollos permanecen mudos en el armario. Ellos encierran todo el amor, la misericordia y la caridad. La lógica exigía que la puerta se abriera y entrase por ella Janok, sano y salvo. ¡No permita Dios que los cristianos tengan razón y haya sido devorado por los lobos!
El hombre no debe dudar de la Misericordia de Dios, aunque sienta el filo de la espada en la garganta. Si conseguimos moverle a la compasión, el Altísimo puede siempre enviarnos la salvación.
El rabino de la ciudad llamó a diez hombres justos y les ordenó recitar versos de los salmos cuyas iniciales formaron el nombre de «Janok». Primero, versos que empezaran con «J», luego, versos que empezaran con «N» y, por último, versos que empezaran con «K». Después les mandó recitar salmos cuyas iniciales formaran el nombre de su padre y de su madre. El que entienda de libros y sepa que en nuestros países no se encuentran libros de rezos así ordenados comprenderá los quebraderos de cabeza que tuvo que pasar el rabino.
Envueltos en sus harapos, los diez hombres, sentados en la sinagoga grande, recitaban, entre sollozos y lamentos: «¡Oh, Señor! Manda querubines para consolarme, pues estoy afligido; cúrame, pues mis miembros se tambalean», y terminaban con el verso: «Coros anuncian la Gracia del Señor; es misericordioso, lleno de indulgencia y bondad». Se levantaban, rezaban una oración para casos especiales, volvían a sentarse y decían: «Vamos a romper vuestras ligaduras…» y terminaban con el verso: «Él alimenta su rebaño…». Se levantaban, rezaban una oración para casos especiales volvían a sentarse y decían: «Comparable al árbol que está plantado junto al arroyo; da fruto a su tiempo, su hoja no se marchita y todo lo hace bien», y terminaban con el verso: «Si levanta la trompeta por su pueblo, un cántico de alabanza para sus santos, los hijos de Israel, el pueblo escogido, ¡Aleluya!». Se ponían en pie, rezaban una oración para casos especiales, volvían a sentarse y terminaban con el verso: «¡Protégeme, oh Dios; en Ti confío!». Se ponían en pie, rezaban una oración para casos especiales, se sentaban y seguían recitando versos que empezaban con las iniciales de su padre y las de su madre, se ponían en pie y rezaban: «Para complacencia de Dios» y, luego, el Qaddish.
También yo, por mi parte, quise hacer algo, y en mi sinagoga dispuse que en la plegaria de la mañana y de la tarde se rezara «Nuestro Padre, nuestro Rey», verso por verso. Cuando el rabino se enteró, se opuso diciendo:
—¿Quién introduce aquí nuevas modas? Hoy hace rezar «Nuestro Padre, nuestro Rey» y mañana dispondrá que se juegue al fútbol el sábado.
Sentí no haber hablado antes con el rabino; de haberlo hecho, él no hubiese hablado como habló. Pensé: «Dejaré pasar un día y habré olvidado mi disgusto». Pero pasó el día y no olvidé mi pesar, de modo que fui a apaciguar al rabino.
El rabino tiene cerca de setenta años, pero no los aparenta. Su cara es más bien alargada y su barba parece de oro y las hebras de plata que hay en ella le dan la amistosa expresión de un hombre sociable. Sus movimientos son mesurados, su modo de hablar, natural, nunca levanta demasiado la voz, pero acompaña sus palabras con unos ademanes que les dan mayor énfasis. Parece corpulento, mas, en realidad, aunque alto, es delgado; sólo que, sentado en su sillón, con los brazos cruzados sobre el pecho, da la impresión de ser más grueso. Aunque es pobre y su sueldo es pequeño, se viste de fina seda y cuida sus ropas con gran esmero. En el capítulo dedicado a Rabbí Jayim mencioné ya que, en un principio, ocupaba el puesto de maestro, no el de rabino. Cuando terminó la guerra, como quiera que sus adversarios habían muerto y la ciudad se había reducido, los que quedaban le nombraron rabino. No había sufrido grandes desgracias, aparte su controversia con Rabbí Jayim y las penalidades provocadas por la guerra y los pogroms, que eran las penas de todos. Conserva a sus hijos. Uno de ellos es una gran personalidad dentro de la piadosa asociación «Agudá Yisrael» y una especie de colaborador en los periódicos yiddish; otro tiene una fábrica de salchichas o algo así, otro de sus hijos se casó con una muchacha rica y es de esperar que no tardará en ocupar un rabinato, pues su suegro es pariente de un célebre Saddiq y, por otra parte, está en buenas relaciones con el Gobierno.
Una de las reglas del Talmud dice así: «Del mismo modo que constituye un mérito ordenar lo que todos acatan, es también un mérito no mandar lo que no se acataría». El rabino observa esta regla rigurosamente y ello le evita muchos disgustos. Pero cuando alguien le formula una pregunta responde de modo radical; no porque sea de justicia, sino porque la severidad está muy bien vista. El rabino solía decir: «Las Leyes fueron dadas para causar una alegría a los que las estudian; haz lo que ellas te ordenan de modo que causes alegría a tu Creador y sé severo contigo mismo». Si el consultante le contradice o le pregunta: «¿Eso dice la Ley?». «Si la conoces, ¿por qué me preguntas? —replica él—. Pero si no puedes fiarte de tus conocimientos, fíate de mí». A pesar de toda la mesura que pone en sus palabras y en sus obras, se permite también charlas ociosas y algunas veces adorna sus sermones con algún chiste; pero se guarda bien de contar dos chistes seguidos y de intercalar historias que no guardan relación con el tema.
Me recibió amistosamente, aunque se notaba que me tomaba a mal que no hubiera ido a verle antes. Pues me dijo:
—Si yo soy un rey, ¿por qué no viniste antes a verme?
Se refería a un conocido refrán que dice: «¿Quiénes son los reyes? Los rabinos».
Inmediatamente, me invitó a sentarme a su derecha y, sin más preámbulos, me explicó por qué se había opuesto a que rezara el «Nuestro Padre, nuestro Rey».
—No se debe rezar por las desgracias individuales.
Por el silencio con que acogí sus palabras, debió sacar la conclusión de que si hoy yo mandaba rezar «Nuestro Padre, nuestro Rey», mañana podía muy bien permitir que se jugara al fútbol en sábado. De manera que a renglón seguido dijo que no se debía jugar al fútbol en sábado. Al oírle, cualquiera hubiera dicho que en Israel no se hace nada más que jugar al fútbol todos los días. Dedicó algunas censuras más a la gente de Israel, a las que no presté atención ni contesté, pues estaba pensando en otra cosa. Al verme callado, me miró más amablemente, habló un poco más alto, no mucho, y acompañó sus palabras con ademanes, para darles mayor énfasis.
—Hágame ahora el honor de pronunciar una bendición en mi casa —dijo. A continuación, gritó, dirigiéndose a su esposa—: Trae algo con que obsequiar a un visitante que viene de Israel.
Transcurrió un rato. En la cocina se oía trajinar a alguien. Aunque la esposa del rabino no había respondido, era fácil adivinar que había oído a su marido y estaba preparando algo. El rabino miró afectuosamente y se atusó la barba con complacencia; pero, de pronto, apartó los ojos de mí y miró hacia la puerta, mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa como apremiando a su esposa. Yo iba a rogarle que no molestara a la señora por mi causa, pues no me apetecía tomar nada, cuando ella apareció con una bandeja en la que traía dos vasos de té, unos platillos con frutas escarchadas, varias rodajas de limón y azúcar. La mujer me saludó con una inclinación de cabeza y dijo:
—Bienvenido.
Por su aspecto, parecía más vieja que su marido. En honor del visitante, se había puesto una especie de toca. Su marido la miró cariñosamente, con aire de satisfacción. Durante la guerra, se habían relacionado con rabinos del movimiento sionista y habían aprendido los usos y costumbres del gran mundo.
En la casa había un mueble biblioteca. Cuando el rabino se dio cuenta de que yo lo miraba, me dijo:
—Éstos son, gracias a la Bondad del Señor, mis libros. Una parte fueron heredados por mí y otros comprados con mi dinero. Gracias a Dios, no hay ninguno que me haya sido dado en pago de una deuda o dejado en prenda. Hay también libros de autores modernos que me trae mi hijo. Los autores se los envían para que él escriba sobre ellos favorablemente en los periódicos. Según me han dicho, usted también escribe. Yo no he leído ninguno de éstos. A mí me bastan los de nuestros santos maestros. Pero ya que hablamos de libros, voy a enseñarle uno que he escrito yo. Tal vez le gustaría verlo. Estoy seguro de que encontrará en él las más hermosas palabras sobre el verdadero significado de la Doctrina.
Se inclinó, abrió un cajón y sacó un objeto que parecía un libro de contabilidad; me lo dio, me miró con satisfacción y se quedó esperando mi: «¡Qué primorosamente realizado!».
Mientras hojeo el libro, se abre la puerta y entran tres hombres. Yo me levanto para despedirme. El rabino posa su mano derecha sobre la mía y dice:
—Por favor, quédese sentado y escuche lo que estos judíos tienen que decirme. —Y, volviéndose hacia los recién llegados, dice—: Tomen asiento, señores. ¿De qué se trata? Pueden hablar con entera libertad; aquí, el señor, también es judío y puede oírlo todo.
Entonces se pusieron a hablar los tres a la vez.
—Si hablan todos al mismo tiempo no me entero de nada —dijo el rabino.
Al oír esto los tres hombres gritaron desordenadamente:
—¡Dejad hablar a Miguel!
—¡Dejad hablar a Gabriel!
—¡Dejad hablar a Rafael!
El rabino se mesó la barba y dijo:
—Ahora, mi querido Rafael, díganos con calma por qué han venido a verme.
—¿Por qué hemos venido a verle? —dijo Rafael—. El señor rabino debería preguntar por qué no hemos venido a verle hasta ahora.
—Si no han venido será porque no tenían nada que preguntarme. Vamos señores, díganme cuál es el objeto de su visita.
—El objeto de la visita es pedirle un día de fiesta —dijo Rafael—. La mujer de Janok no nos deja en paz. Continuamente nos está recriminando: «¡Acción! ¡Acción! ¡Han tenido que ser los cristianos los que salieran en su busca, mientras que vosotros, los judíos, no habéis hecho nada!». Rabino, me parece que habría que hacer algo.
—¿Acaso no he hecho nada? ¿No hay diez hombres que por orden mía están orando? ¡Santo Dios! No me limité a señalarles los versos, sino que se los escribí de mi puño y letra, punteando las vocales y dando la pauta para la declamación.
—Pero el señor rabino nada ha conseguido con eso —dijo Gabriel.
—¿Quieres callarte, Gabriel? ¿Quieres callarte? ¿Porqué te empeñas en ser pájaro de mal agüero?
—¿He dicho algo malo? —preguntó Gabriel.
—Has dicho lo que no debe decirse. Con oraciones se puede andar, cuando menos, la mitad del camino. Lo que ahora hemos venido a pedir al rabino es que estudie la posibilidad de ordenar un día de ayuno. Tal vez de este modo el Santísimo se dé cuenta de nuestra aflicción y nos permita encontrar a Janok.
El rabino suspiró y dijo:
—El ayuno exige contrición.
—El que tenga que hacer contrición que la haga —dijo Miguel.
El rabino volvió a suspirar y dijo:
—Hay uno entre nosotros al que es imposible mover a la contrición. Ha llegado a mis oídos que ese Jayim entra y sale de la hostería a su antojo y me parece que se queda a solas con su exmujer. ¡Bajo un mismo techo!
—Seguramente confunden la hostería de la divorciada con la mía —dije al rabino.
—La lucha entre el rabino y ese hombre acabó; pero no la animosidad que el rabino siente contra él —dijo Gabriel.
El rabino dijo entonces, alisándose la barba:
—Para que no digáis que vuestro rabino es negligente, os fijaré una fecha. Si Janok no ha vuelto el primer día de luna nueva, estoy dispuesto a ordenar un día de ayuno colectivo.
En vista de que les fijaba un plazo hasta el día de luna nueva, los tres hombres se despidieron y se fueron. Yo me despedí también.
—Ya sabe donde me tiene —me dijo él—. Espero que vuelva a visitarme.
Sentí el deseo de volver a visitarle inmediatamente, como el hombre que, habiendo ido a ver a un gran personaje y pasado varias horas en su compañía, se marchó y volvió a entrar inmediatamente. «¿Por qué volviste? —le preguntaron—. Acababas de pasar varias horas con él». Y el hombre respondió: «¿No se dice que uno vuelve siempre a los lugares que visitó una vez? Bueno, pues yo volví en seguida para no tener que volver más».