Una cara nueva
En la casa de enseñanza apareció una cara nueva. Todos los días veía a un anciano vestido con un harapiento traje y envuelto en harapos. Entraba conmigo y salía conmigo. Pasa el día allí sentado, sin hablar con nadie. No va con mi carácter preguntar: «¿Quién eres tú?». Si es necesario que lo sepa, ya me lo dirán.
Aparte del día de mi llegada y de aquella otra vez en que salimos a hablar de las últimas generaciones, no había oído nombrar a la divorciada ni a su casa. Las personas con las que yo me trato no tienen nada que ver con semejante lugar y no lo mencionan ni siquiera en tono despectivo. Pero ahora todos hablan de la divorciada y de su casa. Se habla también de una muchacha a la que un anciano se acercó en la plaza del Mercado y preguntó:
—¿Podrías decirme si aún vive aquí fulanita, que era hija de fulano de tal y tal…?
—Es mi madre —respondió ella.
—Pues si ella es tu madre yo soy tu padre.
Inmediatamente corrió por la ciudad la noticia de que el divorciado había vuelto.
El divorciado, de nombre Jayim, descendía de una noble familia, poseía grandes conocimientos de la Ley y ostentaba la dignidad de rabino. Cuando vino a vivir a la ciudad, recuerdo que todos hablaban de él y de su suegro; de él, por sus grandes conocimientos de la Ley, y de su suegro, por envidia.
Su suegro era rico en dinero, pobre en entendimiento y poseía un gran almacén de tejidos en el centro de la ciudad y un sitio fijo en la vieja sinagoga. Cuando su hija llegó a la edad de contraer matrimonio, el viejo oyó decir que en una pequeña ciudad de los alrededores de Szybuscz vivía un rabino que tenía un hijo muy versado en la Ley. De modo que cogió todo el dinero que tenía en la caja, lo metió en una cartera de piel, se fue a ver al rabino y, poniéndole el dinero delante, le dijo:
—Rabino, todo esto es para el esposo de mi única hija, sin contar bienes muebles e inmuebles. Si os parece bien, dadme a vuestro hijo para mi hija.
El rabino miró todo aquel dinero y concertó la boda. El rico cumplió todo lo que había prometido; más aún, adquirió una casa, la amuebló espléndidamente y compró muchos libros y lo regaló todo a su yerno; contrató a un criado y alquiló un sitio en el lado oriental de la vieja casa de oración. Además, le asignó una cantidad para que pudiera mantener a su familia y obsequió igualmente a su padre, el rabino.
Rabbí Jayim estudia la Ley, como cumple a un hombre rico, discute con los sabios del lugar y se toma su tiempo para escribir su exégesis, que envía a su padre, el rabino, y a otros rabinos del país que le responden debidamente. Nuestra ciudad, que en otros tiempos fue renombrada por sus rabinos, a los que afluían las preguntas de todos los puntos del país y que por aquel entonces no contaba con ningún rabino y sólo disponía de un maestro que apenas podía responder a preguntas elementales, restableció, gracias a Rabbí Jayim, el contacto con otras ciudades del pueblo de Israel en las cosas relacionadas con la Doctrina.
Y mientras Rabbí Jayim estudia la Ley, su mujer le da cuatro hijas, cuyo cuidado depende enteramente de ella, y la mujer no se da cuenta de la grandeza de Rabbí Jayim. Si se quiere, el honor que se tributaba a su marido no estaba hecho a la medida de la mujer.
Los padres de ella, que se enorgullecen de su yerno, se irritan con su hija, pues les parece que ella no hace nada para ser digna de él. Y, sin embargo, ella no sabe qué más puede hacer. ¿No le basta con que use una peluca que le aprieta las sienes y le pesa como una rueda de carro? ¿No le basta con que disponga banquetes para la multitud de intermediarios que acuden a la casa para ofrecerle una plaza de rabino y para los que ella supone poco más que una criada? Su marido no habla con ella como no sea para mandarle que haga callar a las niñas.
Como pasara el tiempo y Rabbí Jayim no encontrara ningún rabinato, le echó el ojo al de Szybuscz. Y solía decir:
—El que ostenta el rabinato no es un rabino; es, todo lo más, un maestro, pero no un rabino. De modo que el puesto de rabino está vacante, y ¿quién más calificado que yo para ocuparlo?
Desde su llegada, Rabbí Jayim había sido acogido con desdén por el maestro. Si el primero autorizaba una cosa, éste la prohibía, y si el otro prohibía algo, éste lo autorizaba. Finalmente, se declaró entre los dos una lucha que conmovió a toda la ciudad. En vista de que las desavenencias eran cada vez más acusadas, el partido de Rabbí Jayim tomó la decisión de nombrarle rabino. Su suegro se hizo cargo de su manutención vitalicia, liberando a la ciudad de la obligación de satisfacer un sueldo al rabino, y se comprometió a repartir donativos entre los pobres. De los que tomaban parte en la lucha no queda ya ni uno en la ciudad; unos murieron en la guerra y otros están diseminados por todo el país. Pero entonces uno de cada tres habitantes de nuestra ciudad participaba en la lucha. Cuando la ciudad se cansó de pelear, se buscó una fórmula de compromiso: el maestro sería nombrado rabino y Rabbí Jayim ocuparía el puesto del maestro. Pero Rabbí Jayim no lo aceptó.
—No es propio del grande estar sometido al pequeño —dijo.
De modo que la pelea continuó.
La pugna no había terminado aún cuando yo marché a Israel, y una vez allí sólo me llegaban, en forma de rumores, fragmentos de los sucesos. Por mi parte, no les prestaba demasiada atención, pues durante mi estancia en el país di la espalda a todas las cosas por las cuales andan a la greña las gentes de la Diáspora y las ahuyenté de mi mente. De todos modos, la guerra se había extendido por toda la ciudad cuando estalló la otra guerra, y toda la ciudad emprendió la huida, con excepción de algunas familias ricas que compraron el derecho a quedarse sobornando al enemigo. El enemigo tomó el dinero y luego los deportó, y Rabbí Jayim, que era el más distinguido de todos ellos, fue encarcelado. A partir de entonces, se perdió el rastro de Rabbí Jayim hasta que un día un judío que venía de Rusia trajo una carta de divorcio para la esposa de Rabbí Jayim.
El judío dijo que Rabbí Jayim estaba enfermo y que se temía por su vida, pero que, si moría, la noticia no se comunicaría a su esposa, para que no quedara sujeta para el resto de su vida a la prohibición de contraer nuevo matrimonio. Rabbí Jayim pidió a un alto funcionario que le enviase a un escriba, redactó la carta de divorcio y pidió al escriba que la hiciera llegar a manos de su esposa. Más adelante, cuando terminó la guerra y el mundo volvió a encarrilarse poco a poco, Rabbí Jayim fue puesto en libertad. Anduvo de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad y de país en país. Al cabo de varios años, llegó a la patria y fue a ver a su mujer. Cuando llamó a su puerta, su mujer no se alegró de verle, como tampoco se había alegrado de casarse con él. Era hija de un hombre inculto que oraba en la vieja sinagoga y al observar el respeto con que allí se trataba a los doctores de la Ley, sentía profunda admiración por los rabinos. Su hija, por el contrario, pasaba el día en la tienda y, al observar el respeto de que gozaban las personas que trabajaban con ahínco, no sentía la menor admiración por los rabinos. De no haberse divorciado de ella, o ella de él, y haber vuelto junto a ella años antes, la mujer quizá se hubiera dejado convencer. Pero puesto que se había divorciado y había tardado tantos años en volver, ella no se avino a un nuevo matrimonio. Además, se había acostumbrado a vivir sola. Existen ahora opiniones dispares. Unos dicen: «¡Qué mujer más perversa! ¡Lo ve necesitado y no se preocupa por él!». Otros piensan: «¡Qué hombre más ruin! ¡Vivir con semejantes transgresores de la Ley!». En realidad, la mujer velaba celosamente por su reputación y la de sus hijas; mas no por la de su casa.
La vuelta de Rabbí Jayim no impresionó a nadie. La mayoría de la gente era nueva en la ciudad, hacía poco tiempo que se habían establecido allí. ¿Cómo iban a conocer a Rabbí Jayim? Y los que le habían conocido antes, tenían otras cosas en qué pensar y se limitaron a suspirar. Pero al verle sentado en la casa de enseñanza les remordió la conciencia y exclamaron:
—¡Ay, Señor! ¡Un hombre, del que la ciudad estuvo tan orgullosa en otro tiempo, que no tenga ahora un techo que lo cobije!
Todos empezaron a invitarle, pero él no iba a sus casas. Le llevaban comida a la sinagoga, pero él no la tocaba. Todos se sentían indignados con la divorciada porque no quería acoger en su casa a su exmarido.
—Dejadla en paz —decía Rabbí Jayim—. No me debe nada.
Al principio, todos se asombraron de que un sabio como Rabbí Jayim, en cada una de cuyas palabras resplandecía su gran erudición, permaneciera ahora sentado, en silencio, sin abrir un libro. Unos decían que los sufrimientos pasados le habían hecho olvidar todo su saber; otros, que le había sido dada una nueva visión de la Doctrina en la que los libros eran innecesarios; otros, en fin, que la causa de su reserva era la controversia que se había originado con su vuelta. Pero ¿cómo podía un hombre cuya única ocupación era el estudio permanecer ahora ocioso? ¿Era el suyo el único caso? Estaba, sí, el de aquel otro hombre que estuvo en la ciudad antes de la guerra y que conocía de memoria las dos redacciones del Talmud, hacia delante y hacia atrás. Pues bien, aquel hombre jamás fue visto con un libro en la mano. Su única lectura consistía en la revista Apoyos de la fe, que utilizaba como almohada. Otro se presentó un día en la sinagoga afirmando que podía contestar cualquier pregunta que se le hiciera. Y tampoco éste consultaba nunca un libro. Lo mismo sucedía con Rabbí David, el hijo del ilustre Jakam Zví, que pasó su vida ocupado en cosas del rabinato y que, por último, llegó a un lugar en el que nadie le conocía y se empleó como servidor de la sinagoga, manteniendo en secreto sus anteriores actividades, hasta el momento de su muerte. Y cuando murió se grabó en su lápida una inscripción en la que se decía que era una lástima que el mundo hubiera perdido tan buen servidor.
Rabbí Jayim se sienta en nuestra vieja casa de enseñanza con las manos entrelazadas y la cabeza inclinada sobre el pecho, como el que se dispone a dormir. Pero en sus ojos se ve que el sueño no acudirá a él. De vez en cuando, se mesa la barba, se endereza el sombrero y vuelve a juntar las manos, con un gesto como de dolor. Ante mis ojos apareció la imagen del Rabbí Jayim que puso en conmoción a toda la ciudad como si le perteneciera sólo a él, antes de ser deportado, encarcelado y expulsado de una ciudad tras otra. Ante mis ojos se confundían las dos figuras. Bajé los ojos, pensando: «Y ahora vedle ahí sentado. Dios encamina los pasos del hombre. ¿Y qué sabe el hombre de sus designios?».
Desde que Rabbí Jayim acude a la sinagoga, las obligaciones de Janok son menores, pues el rabino llena la pila de agua, coloca las velas, llena las lámparas de petróleo y barre el suelo la víspera del sábado. Yo sigo ocupándome de encender la estufa. No tan sólo por lo simbólico; ya he dicho que no me gustan los símbolos. La enciendo porque estoy acostumbrado a este trabajo y porque el estudio y el ejercicio se complementan muy bien.
Me dije que debía recompensar de algún modo a Rabbí Jayim por sus servicios, del mismo modo que hacía con Janok. Cuando quise darle cierta cantidad, echó las manos atrás y movió negativamente la cabeza, como diciendo: «No quiero, no quiero». Quise ayudarle de algún otro modo, pero ¿cómo hablar con él si él rehuye toda conversación? Cuando se le pregunta algo, se limita a mover la cabeza de uno a otro lado o de arriba abajo, según quiera decir «sí» o «no».
Un día, le abordé de improviso.
—¿Necesita algo, Rabbí Jayim? —le pregunté—. ¿Por qué está siempre tan callado?
Él, mirándome fijamente a los ojos, dijo, tras una breve pausa:
—El que ha sufrido mucho debe callar, no hablar, para que no asomen a sus labios palabras indebidas.
—¿Por qué no lee un poco? Eso le distraería.
—He olvidado todo mi saber —me respondió.
—¿Es posible que tan gran sabio haya olvidado toda su sabiduría? —pregunté.
—Desde el día en que salí de aquí no llegó a mis manos ni un solo libro ni a mis oídos una sola palabra de la Ley —me dijo.
—Aquí tiene un libro, trate de leer.
—Ya traté.
—¿Y no se sintió mejor?
Él movió la cabeza negativamente.
—¿Y cómo es eso?
—Los ojos no captan las letras ni el cerebro la idea.
Desde entonces, no volví a importunarle con una sola palabra, ni él a mí, por supuesto. Cada día entrábamos y salíamos de la casa de enseñanza juntos, él traía agua de la fuente y llenaba la pila, ponía las velas y echaba petróleo en las lámparas. Terminado su trabajo, se sentaba en el rincón Noroeste de la sinagoga, junto al calendario de la pared, con la cabeza inclinada y las manos juntas. A juzgar por la forma en que hace las cosas, parece que está acostumbrado al trabajo. Evidentemente, aprendió mucho durante el cautiverio. Me hubiera gustado saber lo que le había ocurrido y le contaba cosas sobre la tierra de Israel, con la esperanza de despertar su interés y desatar su lengua. Pero su silencio me hacía enmudecer. Y pasábamos las horas sentados en nuestra vieja sinagoga, el uno al lado del otro, como dos vigas que soportan el peso de toda la obra sin cruzar jamás una palabra.
Cuando el cerrajero me entregó la llave, me prometí a mí mismo no separarme nunca de ella. Pero al ver que Rabbí Jayim me aguardaba todas las mañanas a la puerta de la sinagoga y se quedaba allí hasta que yo me iba, quise darle la llave, para que no tuviera que depender de mí. Pero no la quiso. ¿Por qué? A los pocos días comprendí sus motivos. Tenía miedo de quedarse dormido en la capilla. ¿Y dónde dormía? En el cuarto de la leña. ¿Y por qué no en el departamento de las mujeres? Porque en nuestra vieja sinagoga no existe un departamento para las mujeres, y aquellas cuyos maridos suelen ir a rezar a la vieja sinagoga rezan en el departamento de mujeres de la sinagoga grande.