La mujer y sus hijos
En la época de la guerra, la señora Bach tuvo que huir a Viena, con sus tres hijos, su suegro, Yerujam, el hijo de su suegro, y Yerujam, el hijo del lituano. ¿Y su hijo mayor? Se le murió por el camino, entre dos ciudades, y ella no sabía en cuál de las dos había sido enterrado. Una vez mandó dinero a ambas para que pusieran una lápida en su tumba, dondequiera que estuviera, y el dinero no le fue devuelto. Más tarde se enteró de que las dos ciudades había sido arrasadas y las tumbas destruidas por los fusileros rusos. ¿Y de qué vivió la señora Bach durante los años de su estancia en Viena? Por un lado, el Estado pagaba veinticinco coronas al mes a las esposas de los soldados que estaban en el frente. Además, la madre y las dos hijas mayores tejían guantes de punto de todas clases para los soldados, mantones y bufandas, o cosían sacos que las tropas llenaban de arena y colocaban ante sí, para que detuvieran las balas enemigas.
Por aquel entonces, las dos hijas que ella llamaba «mayores» eran todavía pequeñas, pero, en comparación con Erela, la madre las consideraba «mayores». Una de ellas abandonó este mundo cuando acababan de regresar a Szybuscz y la otra murió de la gripe poco después de la vuelta de su padre.
Mientras trabajaba, la señora Bach tenía ocasión de pensar en muchas cosas. Pensaba que aquella guerra no terminaría pronto. Cierto que el emperador la llevaba con mano firme y que el Kaiser de Alemania le ayudaba; pero el zar de Rusia no era débil y, además, contaba con la alianza de otros reyes. Y a pesar de que los periódicos hablaban a diario de las victorias conseguidas por Austria y Alemania, eran muchas las víctimas causadas por el enemigo y muchas las ciudades conquistadas. Las niñas crecían y también los chicos, Yerujam, el hijo de su suegro, y el otro Yerujam, hijo del lituano. Los precios subían y la pensión del Gobierno, sumada a lo que ganaban ella y sus hijas, no alcanzaba para mantener a siete personas, esto es, ella, sus tres hijas, su suegro, Yerujam primero y Yerujam segundo. Otras mujeres buscaban en otra parte el modo de ganarse la vida; recorrían las tiendas, compraban artículos alimenticios y los revendían con beneficio y acudían al «Joint» que, semanalmente, repartía conservas de pescado y uvas americanas. Pero ella no sabía comerciar ni tampoco aprovecharse de las fuentes de la beneficencia. Cierto día, se dejó convencer por una vecina y se fue con ella a solicitar ayuda. El empleado tomó nota de su nombre y dirección y le dijo que le mandarían las cosas a su casa. Ella, confiando en sus palabras, preparó para aquel día un verdadero festín y compró media oca, pues hacía varios días que la familia no probaba la carne. Pero aquel mismo día se presentó el emisario de Beneficencia que, al oler el asado, lanzó un juramento y dijo:
—No hay por qué compadecer a una mujer que asa patos cuando todo el mundo pasa hambre.
La señora Bach empezó a leer los anuncios de los periódicos, en busca de un trabajo adecuado a sus fuerzas y a su posición; pero cuando ella se presentaba, la plaza ya había sido ocupada.
En la misma casa vivía una muchacha que estaba aprendiendo el oficio de comadrona. No le parecía una muchacha muy lista, por lo que la señora Bach se dijo: «Lo que haga ésta puedo hacerlo yo». En realidad, habían pensado ya en ello durante la huida, pues por el camino una mujer que había tenido que dar a luz corrió un grave peligro, pues no se encontró a ningún médico.
Sin embargo, si trabajando no le alcanzaba el dinero, ¿cómo podría sacar a su familia adelante si abandonaba el trabajo por el estudio? Pero antes de partir para el frente su marido le había confiado dos mil coronas para el pago de una deuda. Antes de que pudiera enviar el dinero, la ciudad en que vivía el acreedor fue destruida y le fue imposible dar con él. De manera que concibió la idea de tomar un préstamo de aquel dinero y aprender un oficio con el que pudiera mantener a su familia. Por otra parte, había llevado consigo sus joyas, que también podían convertirse en dinero. Al principio, las empeñaba en la casa de empeños. La señora Bach me contó también aquel día que ella era nieta de Shifrá Puah, la comadrona, tras de cuyo féretro iban, el día en que fue enterrada, novecientos noventa y nueve hombres y una mujer. A todos les había ayudado a venir al mundo y cuando murió la acompañaron al cementerio, dándole escolta de honor.
Uno de ellos, de los que la abuela Shifrá Puah había asistido, un pariente lejano de la familia, llamado Schulkind, era un hombre muy rico, propietario de una fábrica de cartonajes. Por ser proveedor del Ejército, el Gobierno le suministraba cantidades ilimitadas de carbón. Cuando este hombre se enteró de que una nieta de Shifrá Puah estaba en Viena, inmediatamente le mandó carbón. Cuando ella fue a visitarle para darle las gracias, el hombre le preguntó cómo le iban las cosas. Ella le dijo que su marido estaba en el frente, que ella vivía con sus hijas, su suegro, el hijo de éste y un niño huérfano que había adoptado, y que estaba estudiando para comadrona. Entonces él le dio cuanto le hacía falta para mantener a su familia y aprender el oficio. Además, invitó al suegro a su casa y lo sentó a su mesa, a fin de que éste le instruyera en la Mishná. Y es que su único hijo se despeñó al intentar escalar una montaña, y su esposa, es decir, la madre de su hijo, se quedó ciega de tanto llorar, y él, es decir, el padre, volvió sus pensamientos hacia el estudio de la Torá. Este hombre bondadoso consiguió, además, que Erela, Yerujam, el hijo del suegro de la señora Bach, y el otro Yerujam, el hijo del lituano, fueran admitidos en una escuela. Personas tan buenas no se encuentran fácilmente en este mundo. De no haber muerto, hubiera seguido ayudándoles hasta que hubieran podido valerse por sí mismos, y nunca habrían llegado a la situación a que llegaron.
La muerte del susodicho Schulkind tiene su historia. Ciertas personas querían obligarle a pagar una fuerte suma de dinero, y o bien se trataba de una deuda ya saldada o bien no existía tal deuda. El juez le obligó a prestar juramento y, poniendo la mano sobre la Biblia, Schulkind dijo:
—Que muera ahora mismo si debo algo a estas personas.
Antes de que pudiera moverse de allí, cayó muerto al suelo.
¿Y por qué se mostró tan bondadoso con la señora Bach? Por lo que ella me dijo: Schulkind le contó que había visto en sueños el entierro de Shifrá Puah. En su sueño, todos los que acompañaban el cadáver iban desnudos y descalzos, todos menos él, que iba bien vestido. Como era hombre rico le correspondía un lugar preferente en el cortejo, por lo que a él y a todos los demás les pareció natural que ocupara un lugar a la cabeza de la comitiva. «¿Qué se han creído estos pordioseros? —pensó enojado—. ¿Acaso imaginan que me hacen algún favor demostrándome esta deferencia? Mi portero no les dejaría franquear los umbrales de mi casa». La indignación hizo que Schulkind soltara el asa de las angarillas y el féretro se tambaleó y resbaló. Otro hombre tomó entonces el lugar de Schulkind y le dijo: «No se apure, señor; no ha pasado nada». Y Schulkind tuvo la impresión de que el otro le sonreía como se sonríe a un igual, como queriendo decir: «Eso está feo; pero, de todos modos, te aprecio». La ira de Schulkind subió de punto. ¡Era inaudito el descaro de aquel individuo que se atrevía a tratarle como a un igual! Lo miró y vio que estaba desnudo y descalzo. Entonces se despertó su compasión y pensó: «Con lo rico que soy, nada perdería dándole cinco o diez coronas a ese pobre, aunque mi gesto atrajera a los otros». Y es que todos los que iban al entierro de Shifrá Puah extenderían la mano para pedirle una limosna. Pero primero hay que averiguar si todos tienen derecho a recibir una limosna, ya que muchos fingen ser pobres para sacar dinero a los ricos. Tal vez fuera mejor no darles nada a ellos y hacer un donativo de mil coronas a una Sociedad de Beneficencia en las que, antes de dar un céntimo a un pobre, se le examina siete veces. Sin embargo, socorriendo al pobre directamente, éste se beneficiaba de toda la limosna, a diferencia de lo que ocurría con las Sociedades Benéficas, que gastan el dinero en sueldos para los empleados y necesitan despachos y correspondencia, y no digamos las que malversan los fondos, de manera que, en todo caso, es bien poco lo que queda para los pobres. Y se despertó en él la compasión al pensar que incluso del dinero que los ricos dan para los pobres no todo llega a manos de éstos. Y a pesar de que no fue más que un sueño, Schulkind formuló el propósito de ocuparse más de los pobres en lo sucesivo, en especial de los refugiados procedentes de su ciudad que, según había oído decir, pasaban mucha hambre.
Pero sus muchos negocios no le dejaban tiempo para pensar. Y si pensaba en los pobres de la ciudad era sólo para buscar la forma de ahuyentar el pensamiento. Porque, ¿puede un hombre sólo mantener a toda una ciudad? Y entonces se juraba que cuando su fortuna llegara a tal o cual cifra, destinaría tanto o cuanto para la comunidad. Pero cuando su fortuna llegaba a la cifra que se había fijado, él necesitaba el dinero para conseguir un nuevo contrato. Conque depositó su confianza en el Señor, alabado sea, y en las sociedades benéficas, a pesar de que éstas no le gustaban. Pedía al Todopoderoso que diera larga vida a los pobres y que las sociedades se ocuparan de ellos hasta que él hubiera conseguido amasar una gran fortuna y pudiera atenderlos personalmente.
Cierto día, fue a ver al ministro para hacerse cargo de un contrato. Mientras esperaba ser recibido pensaba en sus negocios, que cada día crecían más y más, y en los años de su vida, que cada día pasaban más aprisa…, y en su único hijo, que vivía como quería, siempre en busca de diversiones y aventuras. Ayer se doctoró y hoy se fue con sus compañeros a hacer una excursión por las montañas. Si dejara sus diversiones y se dedicara a los negocios, su padre podría doblar su fortuna y conquistar renombre mundial. Pero antes de criticar a nuestros hijos, recapacitemos sobre nuestra propia conducta. Él mismo, es decir, Schulkind, abandonó también a su padre para irse a Viena. De haber hecho caso a su padre, ahora sería un pequeño tendero y seguramente se contaría entre los refugiados que habían acudido a Viena o, peor aún, entre los que se encontraban en el campo de refugiados de Nicholsburg.
Mientras así piensa, sentado en la antesala del ministro, su mirada se posa en la puerta del despacho que todavía no se abre para darle paso. Hace una hora que espera, mientras que otras veces, nada más llegar, el ministro le abría la puerta y le hacía pasar. Saca el reloj del bolsillo y mira la hora, aunque no hacía falta sacar el reloj, pues hay uno en la pared.
Cuando mira el reloj, se le ocurre que tal vez no sea de oro, a pesar de que lo compró en una buena relojería, pagó con oro y, generalmente, los relojeros no engañan. Para ahuyentar este pensamiento, pensó en multitud de cosas. De pronto, se dio cuenta de que las mangas de su chaqueta, como ocurría con todos los tejidos fabricados durante la guerra, estaban desgastadas por el roce. Se dijo que cuando lo viera el ministro le tomaría por un pobre, y quizá ya se había dado cuenta de ello y por eso no le recibía.
Sacó nuevamente el reloj y lo miró. No habían pasado más que unos minutos desde la vez anterior, mas ¡cuántas cosas habían cruzado, entretanto, por su imaginación! Al volver a guardar el reloj, se quedó dormido. Aunque tal vez no llegó a dormirse del todo y soñó despierto. Vio ante sí el féretro de Shifrá Puah, acompañado por novecientos noventa y nueve hombres y una mujer. Y la mujer era su mujer, la madre de su único hijo. Esto le pareció extraño, pues ella era de otra ciudad, no de la ciudad de Shifrá Puah. ¿Qué hacía allí, en el entierro de la comadrona? Mientras esto pensaba se dio cuenta de que todos los que iban al entierro estaban muy bien vestidos, todos llevaban reloj de oro, de oro puro, y que únicamente él, Schulkind, iba descalzo y sólo se cubría con una deshilachada chaqueta.
En aquel momento, oyó vocear los periódicos. Sacudiéndose el sueño, se levantó y compró un periódico. Mientras lo hojeaba, pensó: «Ninguna novedad. Las victorias de Austria y Alemania de que habla el periódico son una pura fantasía, para animar al pueblo, para que la gente no desespere». Dobló el periódico y lo dio a otro; pero cuando éste empezó a leer, Schulkind sintió no haber mirado en las últimas páginas, ya que seguramente allí vendría alguna noticia sobre escaladas. Nada se perdía con mirar, ya que, de todos modos, no tenía otra cosa que hacer. Cuando extendía la mano para pedir al hombre que le devolviera el periódico, apareció en la puerta el ordenanza y le hizo pasar a presencia del ministro. Schulkind entró en el despacho y recibió el pedido que esperaba y, además, un encargo extra: la confección de trajes de papel.
Cuando salía del despacho del ministro, iba pensando que aquel nuevo negocio era mucho más importante que todos los que había realizado hasta entonces. Y pensó con irritación en su hijo que se iba en viajes de placer, en lugar de dedicarse a los negocios. Por el camino, se detuvo en un quiosco y compró un periódico. Antes de que pudiera empezar a leerlo, se puso a llover, por lo que tuvo que guardar el periódico y dirigirse a casa a toda prisa.
Al llegar, oyó unos gritos, entró y encontró a su mujer que, con un periódico entre las manos, lloraba y gemía:
—¡Mi hijo, pobre hijo mío! ¿Por qué te has despeñado, rompiéndote todos los huesos?
Él comprendió inmediatamente que su hijo había perdido la vida en las montañas. Tal vez lo supo antes, cuando leyó lo que el periódico decía de él. O tal vez era ahora cuando lo leía y le parecía que ya lo había leído antes.
En resumen, gracias a aquel anciano, la señora Bach aprendió el oficio de comadrona, su hija pudo estudiar la lengua hebrea y Yerujam primero y Yerujam segundo entraron en el Instituto. Y pudo ver a su hija convertida en maestra de hebreo; y Yerujam primero, es decir, Yerujam, el hijo del suegro, y Yerujam segundo, es decir, Yerujam, el hijo del lituano, consiguieron emigrar a Israel. Y fue convenido entre ellos, es decir, entre Yerujam, el hijo del lituano, y Anyella (es decir, Erela), que él la llamaría. ¿Y qué hizo él después? Volver y correr tras otra. Del mismo modo que fue infiel a la tierra, lo fue también a su prometida. Pero Erela no había abandonado sus ideales. Era maestra de la Escuela Hebraica y había enseñado el hebreo a niños y niñas. Si, andando por la calle, oyes chapurrear el hebreo a un chiquillo debes saber que Anyella se lo ha enseñado. Anyella, es decir, Erela; pues Anyella quiere decir ángel en polaco, y como en hebreo no existe una palabra femenina para ángel, ella ha elegido el nombre de Erela.
Sin contar que Erela enseña el hebreo a los niños, posee otras muchas cualidades. A pesar de todo, no me es simpática. En primer lugar, por su tajante modo de hablar. Parece cortar las frases con una espada. Y en segundo lugar, porque usa gafas, unas gafas horribles. Comparada con aquellas gafas, la pata de palo de su padre no es nada. Raquel me preguntó una vez:
—¿Por qué rehuye el trato con Erela?
—Es por sus gafas —respondí.
—¿Y qué puede hacer uno cuando tiene la vista floja? —inquirió Raquel en tono burlón—. Desde luego, la Biblia nada dice acerca de las gafas.
Desde que estoy aquí, he hablado con Erela sólo en contadas ocasiones y debo decir que hablar con ella no resulta nada grato. En primer lugar, porque siempre tiene razón y nunca concede a nadie ni una parte de ella. Y, en segundo lugar, porque caza cada una de tus palabras y, siguiendo la tónica general de tus palabras, te atribuye cosas que nunca has dicho y te las discute. Si tú dices, por ejemplo: «Rubén es realmente una buena persona», ella replica al instante: «¿Por qué cree que Simón no lo es?». O si le dices: «Todo niño judío debe aprender la Biblia», ella te espeta sin más: «¿Qué tiene usted contra los relatos bíblicos? En mi opinión, no hay que fatigar a un niño con cosas que no se adaptan a su capacidad, sino que hay que explicarles la Biblia con narraciones».
Entre nosotros, los que coleccionaron los relatos bíblicos por sí solos, nada bueno hicieron, pues los despojaron de su contenido de santidad e hicieron de ellos lecturas profanas. Pero ésta es una opinión personal que nunca he expuesto en público. ¿Qué sería de mí si publicara mis ideas sobre todas las cosas que no me agradan?
Como estaba de buen humor, dije:
—¿Quiere que le cuente una bonita historia?
»Dos personas que habían pasado la mayor parte de su vida en un pueblo, entre cristianos, se trasladaron a una ciudad en la que imperaban las costumbres judías; preceptos y oraciones. El viejo fue a la sinagoga, vio a los judíos que discutían y no entendió nada de lo que decían, pues eran grandes doctores de la Ley que hablaban sobre un tema muy complicado. Se acercó a otra mesa, en la que se estudiaba el Talmud. Aguzó el oído, pero no entendió nada. Siguió adelante y se sentó a otra mesa en la que se explicaba la Mishná. Escuchó un rato y se quedó en ayunas. Se acercó, por último, a una mesa en la que un maestro enseñaba a los niños. En aquel momento, les explicaba, del Libro de Samuel, la historia de David y Goliat y la historia de Abigail, la mujer de Nabal de Carmelo. El viejo aguzó el oído y escuchó. Al volver a casa, dijo a su mujer:
»—Mujer, tú conoces a David, el de los Salmos, ¿imaginas que ese David pudiera liarse con una casada y matar a uno que no era judío?».
Después de contar la historia, me quedé melancólico, como suele ocurrirme cuando cuento una historia semejante. ¿Hasta qué punto han obrado mal los que han recopilado las narraciones bíblicas despojándolas de su contenido de santidad y convirtiéndolas en lecturas profanas?
¿Qué es la santidad?
La explicación más simple es: Las más sublimes cumbres del espíritu que ninguna lengua puede describir. En un principio, la palabra sirvió para designar la santidad del Santo de los Santos, del que se ha dicho: «Yo soy el Santo».
De esta sublime virtud espiritual participan varios elementos a los que hizo partícipes de su santidad. Por ejemplo: Israel, del que se dice: «Israel es santo; pues Él lo hizo Su Pueblo, el Pueblo Santo y sólo a él le dio posesión de Su Santidad y dijo: Sed santos, pues yo soy santo». Igualmente, el tabernáculo y el templo. El tabernáculo, porque de él se ha dicho: «un lugar santo», y el templo porque su nombre indica santidad. Igualmente Jerusalén, la ciudad santa, y la Tierra Santa, santificadas por el Santísimo, alabado sea, y por las obras de Israel, el pueblo elegido. Así, algunos días celebrados por el Pueblo, como el Sábado, llamado el Santo Sábado, y el Día de la Expiación, llamado el Día de los Santos, y todas las demás festividades divinas. Y todo esto está en la Torá y en los Profetas y en los otros Libros de la Biblia, los Ketubim[*] (párrafo 16 de «Sábado»): «Todos los Libros Santos serán salvados de las llamas». Todos estos objetos deben considerarse santos, en contraposición con los profanos. Y todo el que profana uno de estos objetos mancilla la más alta esfera espiritual, en la que todo lo creado busca santificación y sublimación.