En casa de Daniel Bach
Pasado el Sábado, después de la ceremonia que separa el Sábado de los restantes días de la semana, fui a casa de Daniel Bach, a pagarle la leña. Hacía mucho tiempo que no me alegraba tanto saldar una deuda. En primer lugar, porque Daniel Bach iba a recibir un dinero que le hacía mucha falta y, en segundo lugar, porque la leña me había procurado una gran satisfacción y deseaba dar las gracias al que me la había vendido. A pesar de que Daniel Bach y yo vivimos pared por medio, antes de aquella noche sólo le había visitado en una ocasión.
La casa consiste en una única habitación y una cocina. Del almacén se pasa a la cocina, y de la cocina, a la vivienda. Aquí viven Bach y su esposa, su hija Erela y su hijo Rafael, que está en la cama y se cubre la cabeza con una vieja gorra de soldado. A primera vista, parece un niño; si se le mira más detenidamente, parece un muchacho mayor, y si se le sigue mirando, no parece ni un niño ni un muchacho, sino un montón de piel y huesos en el que el Creador hubiera puesto unos ojos de viejo. O tal vez fuera al revés, es decir, que, a primera vista, Rafael me pareciera un montón de piel y huesos, etcétera; no puedo recordarlo con exactitud, a causa de los incidentes de la noche. Rafael tenía ya la edad de recibir la Confirmación, pero sus miembros no se habían estirado todavía y sus huesos eran débiles; por eso estaba casi siempre en la cama y todos lo mimaban. La misma Erela, que se precia de interesarse únicamente por cosas racionales, dedica a su hermano más afecto del que podría justificar. Cuando entré en la casa, Erela estaba sentada junto al muchacho, mientras él hojeaba un libro de grabados que ella le había llevado. Señalando con una mano un dibujo que representaba un jinete y con la otra a sí mismo, dijo:
—Yo soy Jacob, y tú, Esaú —y no se preocupó del visitante que acababa de entrar.
Pero su padre, su madre y su hermana demostraron una gran alegría y me recibieron con vivas muestras de amistad.
A Daniel Bach ya lo conocéis; hemos hablado de él varias veces. No sé si os he dicho ya cuál es su aspecto y qué es lo que le distingue de sus semejantes, aparte de su acompañante, esto es, la pata de palo que va con él a todas partes. Pero, por si no lo he hecho todavía, voy a hablaros de él ahora.
Daniel Bach es alto, su cara es más bien alargada, o tal vez redondeada, y está enmarcada por una barba más bien ovalada, o tal vez puntiaguda, y me parece que él pone un especial cuidado en que su barba no exceda de la medida justa. Tiene una pata de palo y siempre está de buen humor. Unas veces se burla de sí mismo, y otras veces de los sucesos de la época, pero nunca de sus semejantes. Lo ocurrido con su pie asombraría a cualquiera; por naturaleza, Daniel Bach no es el tipo de hombre que se esconde sacarina en la media, como hacen algunas mujeres. Pero Daniel Bach no se asombra.
—En primer lugar —dice—, no hay hombre que sepa a ciencia cierta lo que le va y lo que no le va. Sólo los moralistas saben lo que está permitido y lo que no lo está. —Y aún cabe preguntar si, en su lugar, ellos no habrían hecho igual—. En segundo lugar —siguió diciendo Daniel Bach—, la guerra enseñó a los hombres a obrar mal. Y una vez soltado el freno, el hombre no podía ya distinguir lo que hacía por el emperador y lo que hacía por su propio sustento.
Además, Daniel Bach es delgado y tiene el pelo castaño con hebras grises que dan brillo a su semblante. Por el contrario, Sara Perle, su mujer, tiene el cabello completamente negro y el rostro ovalado y, sin ser gruesa, lo parece. Erela, por su parte, no es morena ni castaña, sino descolorida y, por lo que respecta a sus restantes cualidades, es tan distinta de sus padres como en el color del cabello.
De su padre he hablado ya y de su madre no hay nada que hablar. Es amable en el trato con sus semejantes, activa en el trabajo, compasiva y bondadosa. De ella he oído decir que durante la guerra demostró poseer gran valor y fuerza de voluntad, que alimentó a su familia y ayudó a su suegro y a su cuñado hasta que éste marchó a Israel. Crió también a un huérfano y lo mandó instruir en la Doctrina, y cuando el muchacho manifestó el deseo de irse hacia Israel le dio dinero para el viaje.
Cuando la madre de ese Yerujam Freier quedó encinta, el padre desapareció y al poco tiempo de nacer el niño murió la madre. La señora Bach se hizo cargo del niño y le dio de mamar, pues Yerujam vino al mundo el mismo mes que su hija Erela.
—Cuando su madre quedó encinta de él, el padre desapareció.
Para contar debidamente su historia tenemos que retroceder algunos años. La cosa empezó así: Cierto día, llegó a nuestra ciudad un joven talmudista lituano. Era verano. En el mercado no había mucho ajetreo y los vendedores abandonaban sus puestos para charlar entre sí. Hablando hablando, el lituano dijo que acababa de llegar a la ciudad y que quería predicar en la sinagoga vieja.
El rumor no impresionó demasiado. Los doctores de la Ley no se desvivían por escuchar a los predicadores que aletargan el cerebro con sus leyendas y parábolas. Tampoco los jasidím se desvivían por los predicadores, pues la mayoría de éstos eran lituanos y todo lituano, mientras no se demuestre lo contrario, es enemigo suyo. Los sionistas, por su parte, tampoco se mostraban entusiasmados por los predicadores, pues la mayoría de los de aquella generación atacaban el sionismo porque los sionistas querían alcanzar sus objetivos por medio de la violencia, en lugar de esperar al Mesías. Los socialistas no se entusiasmaban por los predicadores, pues los socialistas opinaban que la Doctrina y los Mandamientos sólo servían para entontecer al hombre, para distraerle de sus necesidades y de los sufrimientos que les infligían los capitalistas, mostrándoles la consistencia de la Ley y de los Mandamientos; de manera que el pueblo nada quería saber de los predicadores.
Así pues, los únicos que acudieron a oírle fueron unos cuantos viejos y varios artesanos; pero durante la predicación se durmieron y no se despertaron hasta que el predicador terminó su predicación y el dayán[*] de la sinagoga empezó a agitar el cepillo; entonces se fueron, tras dejar unos céntimos para la Ley y los que la enseñan. De modo que no había en la ciudad nadie que hubiera prestado la menor atención al lituano. Pero mientras estaban charlando llegó uno que traía en la mano un libro cuyo autor no era otro que el forastero y que estaba acompañado de gran número de elogiosos comentarios de los «grandes» de la Ley polacos y lituanos, que señalaban al autor como hombre extraordinariamente versado en la doctrina del Sinaí, un hombre cuya obra hacía época y que, incluso, de haber vivido en pasadas generaciones, hubiera sido considerado excepcional. Y todos se mostraban unánimes en afirmar que todo elogio era poco para él.
Por aquella época, en nuestra ciudad había disminuido ya de modo considerable el crédito hacia la enseñanza de la Ley, y el de los sabios de la Torá iba perdiendo terreno frente al de los doctores. Cuando los sabios de la Torá vieron el libro, con todas las aprobaciones que lo acompañaban, inmediatamente levantaron la cabeza como esos reyes cuyos enemigos han conquistado su reino y cuyos amigos perdieron el valor; pero, de pronto, corre la voz de que el rey vuelve a su reino con un puñado de héroes; entonces, los amigos que quedaron en el país recobran el valor y vuelven a elevar al trono a su monarca.
¿Qué empujó a venir al lituano? ¿Acaso los más ricos judíos de Polonia y Lituania no hacían todo lo posible para conseguirlo para sus hijas, sin reparar en gastos? Pero había que tener en cuenta los decretos del Gobierno según los cuales él hubiera tenido que hacerse militar; no estaba mutilado ni podía alegar incapacidad alguna, por la cual, mediante la entrega de mil escudos de plata, las autoridades hubieran podido hacer la vista gorda. Y puesto que no tenía más remedio que servir en las fuerzas armadas, hizo las maletas y se exilió. Algunos de nuestros más prominentes contemporáneos le aconsejaron que se fuera a Galitzia, donde la mayoría de la gente del pueblo todavía se regía por la Ley.
Al anochecer, toda la ciudad acudió a la sinagoga vieja para escuchar la predicación del genial talmudista. Como no había sitio para tanta gente, se decidió trasladar la sesión a la sinagoga grande. Él se situó ante el armario de la Torá y empezó a predicar de acuerdo con las Leyes, demostrando gran erudición y un profundo dominio de la Torá y de la Tosseftá[*], del Talmud babilónico y del jerosolimitano, tanto de los comentaristas antiguos como de los modernos. De cada tema, planteaba cinco, seis o siete problemas y los resolvía todos con una sola respuesta. Una vez resueltos los problemas, planteaba nuevos problemas basándose en la solución de los anteriores, y aunque parecían imposibles de resolver, él los resolvía con facilidad.
Los doctores de la Ley renunciaron a seguirle; comprendían que no estaba al alcance de cualquiera abarcar aquella desbordante y aguda dialéctica; aquel hombre era como una fuente de inagotable caudal.
De pronto, resonó en la sinagoga la voz de mi padre y maestro, bendita sea su memoria, que había ahondado en la verdadera personalidad del joven talmudista y advertido cómo confundía los pasajes del Talmud y echaba tierra a los ojos de sus oyentes. Mi padre leyó en voz alta el texto y demostró que no encerraba ningún problema ni necesitaba soluciones. El talmudista se refirió entonces al texto de Al-Fasí[*], con lo cual puso de manifiesto su ignorancia, ya que no existe Al-Fasí para aquel pasaje del Talmud.
Otro de los doctores de la Ley, Rabbí Jayim (el mismo que se menciona al principio de este libro en relación con el hotel de la divorciada), pilló al predicador en la trampa de sus propias palabras, demostrando que aun en el caso de que el texto fuera como decía el predicador, su solución no era tal solución. En un momento, Rabbí Jayim la había rebatido y demostrado que el problema subsistía. Entonces mi padre tomó de nuevo la palabra para decir que aun en el caso de que el texto fuera el que pretendía el predicador, los problemas no eran tales problemas, ya que trataba de materializar algo inmaterial. El talmudista planteó entonces otros problemas y les dio otra solución. Rabbí Jayim volvió a refutarla. El talmudista señaló otros puntos y planteó nuevos problemas y dijo:
—Adelante los sabios, denme la solución.
Mi padre demostró entonces al predicador que había interpretado erróneamente el significado de las palabras y que, por lo tanto, tales problemas no requerían solución. Y Rabbí Jayim añadió:
—Aun en ese caso, podrían resolverse de tal y cual forma.
El predicador replicó entonces a las palabras de Rabbí Jayim y resolvió su problema de otra forma. Pero al hacerlo se le escapó un error que hasta un colegial hubiese advertido. A una parte de los doctores de la Ley se les abrieron entonces los ojos y advirtieron que el talmudista tergiversaba las cosas para demostrar su agudeza y erudición, sin importarle la verdad de la Doctrina. No obstante, parecían estar embriagados por su elocuencia y les dolía que mi padre hubiese desenmascarado al genio, demostrando que no era más que un farsante. También a Rabbí Jayim le tomaron a mal sus palabras. Pero el talmudista no se callaba y seguía exhibiendo su dialéctica. Finalmente, empezó a predicar sobre la Haggadá. ¿Y qué dijo en su predicación? «Pues aquel que anuncia el desquite, labora por él». Del mismo modo que el que engendra influye en la hembra, así el predicador que habla al pueblo para despertar en él el amor a la Ley, puede compararse al que procrea, que derrama amor, para dar hijos a la Ley; pero un predicador que predica por dinero convierte al público en procreador, es decir, el influjo parte del público que paga para oír la predicación. Al llegar aquí, el joven quedó extático y prosiguió:
—No es por dinero por lo que vine a predicaros, sino por amor a nuestra sagrada Doctrina, pues ella es nuestra vida, ella alarga nuestros días; y aunque me dieran todo el dinero del mundo, no lo tomaría.
El acento lituano, que cautiva el oído y despierta un eco en el corazón, encandiló al auditorio, que se mostró entusiasmado. El mero hecho de que un muchacho tan joven pudiera predicar ante la comunidad constituía ya una novedad, y más aún el que pudiera recitar de memoria tantos textos como si se tratara de las más sencillas oraciones.
Cuando terminó su predicación, recibió grandes muestras de admiración y fue paseado en hombros. Uno de los ricos de la ciudad envió a sus criados al hotel para que recogieran el equipaje del forastero y lo llevaran a su casa. Todos los grandes de la ciudad acudieron a visitarle y se sentaron ante su sillón y él discutía con ellos. Y los que más honores le atribuían eran los que al principio dudaron de él. Pues se decían: «Si en algún momento ha desfigurado la Ley del Talmud, la desfiguración se habrá debido a su excepcional agudeza de espíritu. En todo caso, su profundo conocimiento de la Ley le hace acreedor al mayor respeto». Las gentes sencillas del pueblo rodeaban la casa pidiendo la destitución del antiguo maestro y el nombramiento del joven talmudista. Y, teniendo en cuenta que se trataba de un soltero, para sí hubieran querido las barras de oro que su novia aportaría al matrimonio. Y no eran sólo los del pueblo los que solicitaban para él una buena posición en la ciudad, sino también los doctores de la Ley. Algunos de ellos pedían, por ejemplo, que se le concediera un puesto de maestro talmudista, pues acudirían en tropel gentes de todo el mundo para oír de sus labios las sagradas enseñanzas. La ciudad se hallaba dividida por las riñas partidistas en torno a Rabbí Jayim, que aspiraba al rabinato de Szybuscz. (La historia del Rabbí Jayim es cosa aparte y aquí no hay lugar para ella). Al día siguiente, los doctores de la Ley empezaron a vender el libro del joven talmudista, y todo aquel que disponía de medios lo adquiría, unos por medio gulden, otros por un gulden o más. El joven, con la filacteria ceñida al brazo, escribía nuevas glosas para su libro y se ejercitaba en la dialéctica ante su auditorio, como si poseyera un doble cerebro que le permitiera hacer dos cosas a la vez.
El rico que hospedaba en su casa al talmudista, tenía una hija, sumisa y dócil, pura e inocente, a la que pretendía casar con su huésped. Concibió el plan de levantar para él una gran escuela talmudista, con capacidad para doscientos alumnos. Para que nadie se le adelantara, preparó la boda a toda prisa. Toda la ciudad lo envidiaba, pero la envidia de la ciudad no duró mucho, y tampoco la alegría del rico. Al día siguiente de la boda, se presentó una mujer del pueblo gritando que el novio era suyo. Y aún resonaban sus gritos cuando apareció otra diciendo lo mismo. Y, según se cuenta, durante los siete días que duraron las fiestas de la boda, fueron acudiendo a la casa mujeres que afirmaban ser esposas del novio. El hombre tuvo miedo de que siguieran apareciendo mujeres y huyó. El padre de la novia abandonó sus negocios y se fue en pos del fugitivo, para exigirle una carta de divorcio, a fin de que su hija pudiera contraer nuevo matrimonio, ya que no tenía más de diecisiete o dieciocho años. Antes de que pudieran dar con él, la mujer dio a luz un niño y murió. También el padre de ella murió y al niño se le puso el nombre de Yerujam, en memoria de su abuelo. Y así el pequeño Yerujam quedó huérfano y sin un hogar que lo cobijara, ya que toda la fortuna de su abuelo se perdió. Ni siquiera quedó dinero suficiente para contratar a un ama. La señora Bach se compadeció del pequeño, lo llevó a su casa y le dio de mamar; pues Yerujam nació el mismo mes que Anyella (es decir, Erela). La señora Bach daba menos leche a Erela (es decir, Anyella) para dársela al niño. Y él, que ya de pequeño era muy robusto y fuerte, mamaba el doble que la niña y se hacía grande y hermoso. Y es que las mujeres de antes de la guerra no eran como las de hoy, que no tienen ni un gramo de sangre en las mejillas ni una gota de leche en los pechos. Las mujeres de antes de la guerra… ¡Padre del Cielo! Cuando los oficiales del emperador venían a Szybuscz de maniobras y venían a las hijas de Israel, les hacían una profunda reverencia y decían:
—¡A vuestros pies, princesa!
Y cuando vino la guerra, los hombres se fueron al frente a dejarse matar, y las mujeres, que habían sido como princesas, tuvieron que dedicarse a buscar un bocado de pan.