Tres interpretaciones
Volvamos a lo nuestro. En los días laborables se rezan en nuestra vieja casa de enseñanza tres oraciones, y el sábado, cuatro. ¿De cuál hablar primero? En opinión del hombre sencillo habría que hablar en primer lugar sobre los días laborables, pues son los que mantienen el cuerpo, pero según un modo de pensar más elevado hay que empezar por el sábado, pues es el que mantiene el alma. Sin embargo, como en la Creación se empezó por los seis días de trabajo, nosotros empezaremos también por éstos.
En resumen: a diario rezamos tres oraciones en comunidad y el lunes y el jueves se saca un rollo de la Torá y se lee un pasaje. El recitador se levanta de su sitio, se acerca al arca, saca un rollo, se dirige al estrado, deja el rollo sobre la mesa, lo abre y dice: «Revélanos y muéstranos Su Reino en tiempo próximo, que nos otorgue a nosotros, los redimidos, el resto de Su Pueblo, la casa de Israel, por la Misericordia, la Benevolencia…», y a continuación lee un pasaje de la Torá. Y, antes de depositar el rollo en el armario, recita: «Dígnate erigir la casa de nuestra vida…», «Que se levanten entre los sabios de Israel…», «Que oigamos buenas y consoladoras nuevas; y que Él reúna aquí a nuestros hermanos disgregados por todos los confines de la Tierra…», y a continuación reza: «Por nuestros hermanos, los hijos de Israel que padecen penalidades y cautiverio, ya sea en el mar o en tierra firme, que el Padre Eterno se apiade de ellos, los lleve de lo estrecho a lo ancho, de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la redención…».
Llegaban cartas de los hermanos nuestros que habían marchado de Szybuscz en las que cada palabra estaba empapada en lágrimas y cada sílaba era un gemido de dolor. Al salir de Szybuscz, pasaron días y días andando por los caminos, hasta que se les acabó el dinero y tuvieron que pedir limosna; pero en ésta la dádiva es pequeña, y la vergüenza, grande. Finalmente, subieron a un barco y el barco se hizo a la mar y el mar quiso tragárselo. Y es que el barco estaba podrido y no podía navegar. Se dice que el dueño del barco quería hundirlo adrede, para cobrar la prima del seguro y poder construir otro barco nuevo. Creo que se escribió algo sobre ese barco, aunque sin mencionar que el pasaje estaba compuesto por judíos. Por fin consiguieron escapar de los peligros del mar y llegar a tierra firme… y en tierra firme naufragaron. De todas partes los echaban. Y cuando alguien importante se preocupaba por ellos y hablaba en su favor con algún ministro o jefe de Gobierno, los permitían quedarse un par de días, pero al fin los llevaban a otra ciudad y luego a otra y en todas ocurría igual. Todos los países eran un infierno para ellos, si bien en el infierno se castiga a los condenados durante la semana y el sábado se les deja en paz, pero allí no se les dejaba descansar nunca. Los condenados pueden salir del infierno si los judíos piadosos entregan limosnas en su nombre el Día de las Ánimas; pero allí los martirizaban constantemente y cada día aumentaban sus sufrimientos. Durante la guerra, habían pasado muchas penalidades, pero en la guerra hay enemigos y amigos, y ahora todo el mundo era enemigo de ellos. Durante la guerra el emperador les daba de comer y ahora los reyes les dejaban morir de hambre.
Freide, la «emperatriz», vino a verme. Traía una carta de su hijo. Todos los que se la habían leído eran duros de corazón que no le habían ahorrado ningún reproche, hostigándole con hierros candentes. Pero, según Freide, yo tenía buen corazón y voz dulce y todavía se acordaba de cuando la llamaba «Freide». Yo no sería duro con ella, yo le leería la carta de su hijo con cariño, no como los otros, que la enojaban con su lectura.
De la carta recuerdo sólo unas cuantas líneas: «Ni aunque me mataras podría decirte nada bueno, pues ni Dios ni los hombres me dan el menor reposo y todos me hacen olvidar que soy un ser humano. Y, ¡ay de mí!, aunque soy un hombre no hay nadie que me compadezca. Un perro tiene mejor suerte que yo, pues a los perros se les tiene compasión y a mí me echan de todas partes, infeliz de mí. Llegué a una ciudad en la que pensaba poder establecerme y, bien o mal, ganarme la vida con mi trabajo y también mandarte algo a ti, madre sin hijos y sin consuelo. Pero también me echaron, diciéndome: “¡Fuera de aquí!”. Me fui a otra ciudad; pero tampoco allí encontré el descanso. Pues, nada más poner el pie en ella, empezaron a gritar contra mí, pisotearon mi honor y me dijeron: “¡Fuera de aquí!”. Esto es lo que le ocurre a un hombre que quiere comer un pedazo de pan, pues estando aún en el seno de su madre su Creador le reservó una vida de escarnio y humillación y, sin embargo, él no había pecado todavía contra su Dios. ¿Con qué debo compararme, madre? Soy como el polvo del camino, que el caminante se sacude de los pies. ¿No sale el sol también para mí? ¿No brillan para mí las estrellas? Pero ¡ay, madre! ¿Por qué me diste la vida si había de ser la víctima de esa fiera de rapiña que es el hombre?».
Dejemos ahora a nuestros pobres hermanos y esperemos que el Padre Eterno se apiade de ellos, los conduzca del camino estrecho al camino ancho, de la oscuridad a la luz y se anuncie la buena nueva, pues donde grande es el mal, grande es la esperanza. Y ahora cantemos la alabanza del Sábado que el Señor nos regala.
No soy de aquéllos para quienes todos los días son sábado, sino que digo: desde la Creación hasta nuestros días no hemos tenido un solo día de descanso. Después de la esclavitud a que nos redujeron los egipcios, adoramos el becerro de oro y fuimos sometidos por todos los reyes, tanto del Este como del Oeste. Estamos cansados de nuestra servidumbre. ¿Qué hay, pues, de malo en que deseemos un día de descanso?
Aquel primer sábado celebrado en comunidad en nuestra vieja casa de enseñanza se desarrolló así: la dueña del hotel regaló dos manteles y yo adquirí otro para la mesa en la que yo estudio. Cubrí las tres mesas con los manteles, encendí los dos candelabros y todas las velas y los que habían empezado a frecuentar la sinagoga vinieron a rezar. Dicho sea entre nosotros, vinieron con sus ropas de diario, pues no poseen traje para el Sábado[*]. Sin embargo, se advertía en ellos algo diferente, y el cambio se había producido la víspera del Sábado, al anochecer, ya que el hombre fue hecho la víspera del Sábado para que pueda entrar en el Sábado completamente limpio. Y, de no haber pecado, toda la vida habría sido Sábado para él. Por eso, cuando el Sábado se acerca, el alma se acuerda de aquel primer Sábado del Paraíso y se transforma para el Bien.
Uno de nuestros compañeros, llamado Shelomó Shamir, recibió el Sábado con el modo de cantar habitual entre nosotros. Cuando entonó la bendición: «El que ha levantado sobre nosotros la cabaña de la paz…», pareció que era el Altísimo, con toda su Gloria, quien había levantado sobre nosotros la cabaña de su Paz. Pero la paz estaba todavía en una cabaña, una morada temporal; luego, cuando dijo: «Si los hijos de Israel observan el Sábado», fue como si con ello hicieran su entrada en una eterna morada, donde la paz fuese imperecedera. No exagero, pues, al decir que el Altísimo, alabado sea, ha concertado con Israel un eterno tratado de paz.
Shelomó Shamir, el recitador, era de oficio colchonero. Sabía leer la Torá y recitar las oraciones. Como recitador había obtenido una medalla al valor. Fue un día en que los soldados judíos se habían reunido para rezar las oraciones de una fiesta. El jefe del batallón que pasaba por allí oyó cantar a Shelomó.
—El cabo Shamir es un hombre muy inteligente —dijo el comandante a su ayudante de campo. Y concedió a Shelomó la medalla al valor.
Después de la oración, los asistentes se desearon mutuamente «un Sábado lleno de paz y bendiciones» y se fueron a sus casas. Yo también me fui a casa, es decir, a mi hotel. Pues mi casa es Israel y mi hogar se halla a cientos de kilómetros de distancia de aquí. Yo estoy aquí tan sólo como huésped para una noche.
Al principio del libro hablé ya de la mesa de diario. Se impone, pues, hablar ahora de la mesa del Sábado.
El sábado por la noche nos sentamos a la mesa los tres: el hostelero, su mujer y yo, pues sus hijos van a comer cuando les parece. Y casi nunca se presentan cuando su padre bendice el vino y canta los cánticos del Sábado. Si hay en el hotel algún cliente que observa el Sábado, come con nosotros y decimos la oración de la mesa de tres; si no lo observa, Krolka le pone una mesa aparte. Durante la semana, en que el hombre recibe su alimento con escasez, lucha por el pan de cada día y se somete a los que se lo dan; pero el Sábado, en que el Altísimo, alabado sea, salda las cuentas del Sábado, el hombre queda libre de la esclavitud de ganarse el pan, libre del yugo de los demás.
El hostelero no acostumbraba a ir a la sinagoga el sábado por la noche, pues la gota se lo impedía; su sinagoga quedaba lejos de la casa y él no quería ir a otra, no quería cambiar su lugar. De manera que celebra el Sábado en casa y me sirve la comida.
Cuando llego, abre su pequeño libro de rezos y recita la bendición del vino, con la copa en la mano y el libro abierto ante él. El hombre tiene más de cincuenta años y sin duda hace más de treinta que reza la bendición del vino el sábado por la noche; el año tiene cincuenta sábados —puedes, pues, calcular las veces que habrá dicho las palabras de la bendición— y, sin embargo, reza con el libro delante. En primer lugar, porque tiene mala memoria y teme equivocarse; y, en segundo lugar, porque el libro le salvó milagrosamente de la muerte, pues durante la guerra, llevándolo sobre el corazón, recibió un disparó; la bala dio en el libro y perforó sus páginas hasta la de la bendición del vino del Sábado por la noche.
Después de la distribución del pan, dice: «Todo aquel que santifica». De vez en cuando, le falla la voz o suena deprimida; más que una voz, es como el suave crujido de una pila de leña húmeda. El genio que dormita en su interior compone un cántico que se quiebra antes de acabar de salir de su garganta. Su rostro está triste, sus hombros tiemblan y de vez en cuando agita las manos bajo la mesa como buscando asidero. Su mujer, sentada frente a él, con las manos en el regazo, le mira unas veces cariñosa y otras preocupada. Y cuando él dice: «Vuestra Justicia brilla como la luz de los siete días de la Creación», ella se levanta y le trae la sopa. Krolka va con ella y trae la sopa de su madre. Luego, vuelve a la cocina y me sirve la sopa, sopa de verduras. La dueña de la casa me dijo un día:
—Cuando el sábado por la noche me siento a la mesa con mi marido, ante un mantel blanco, con las velas encendidas, pienso con asombro: después de todo lo que hemos tenido que pasar, cuando mi marido estaba en la guerra, expuesto a morir en cualquier momento (que Dios nos libre) y los niños y yo en casa extraña, nunca, verdaderamente, hubiera creído que podría resistirlo. Y no sólo lo resistí, sino que, además, me ha sido dado volver a celebrar el Sábado con tranquilidad.
Por lo que se refiere a sus hijos, Frau Sommer dice: cuando su marido, que pasó toda la guerra lejos de sus hijos, sin bregar con ellos, los ve hacer algo reprobable, en seguida se indigna. Ella, en cambio, que tanto tuvo que sufrir para sacarlos adelante durante los años difíciles, es más tolerante y da gracias a Dios por haberle permitido llegar con ellos hasta aquí. Durante mucho tiempo vagaron por las calles de Viena como criaturas desamparadas y se volvieron rebeldes. Y cuando empezaban a obedecerla, ella no podía cuidar de ellos, pues pasaba todo el día ocupada en su trabajo, que no dejaba más que para ir a entregarlo a su patrón, cobrar y comprar alimentos. Y muchas veces había tenido que pasar la noche a la puerta de una tienda para recibir su ración. Si tenía suerte y podía comprar algo, preparaba una comida para ella y para los niños y todos comían juntos, estaban contentos y ellos se quedaban en casa con su madre. Si no tenía suerte y no había comida, los chicos se rebelaban y se iban por los cafés en busca de algo que comer. Y ella no tenía valor para obligarles a quedarse en casa con el estómago vacío.
¿Cómo era posible que algún día volviera a casa sin comida, teniendo dinero y la tarjeta de racionamiento? Es que hay gente que sabe usar los codos y éstos se ponen delante y cuando le tocaba el turno a ella, el vendedor se disponía ya a cerrar la tienda y le decía:
—Se acabaron las existencias.
En aquellos tiempos los hombres habían perdido toda consideración hacia sus semejantes y se quitaban las cosas de la mano unos a otros, y el más fuerte pisoteaba al más débil y comía su comida. Una vez, sucedió que una mujer, después de haber pasado la noche a la puerta de una tienda, volvía a su casa con las manos vacías. Subió al tranvía y se echó a llorar, pues en su casa no quedaba comida y ella se preguntaba qué podría darles a sus hijos. Un viejo que hablaba con acento extranjero le dijo:
—¿Por qué lloras, hija?
Ella le explicó que su marido estaba en el frente y que se encontraba sola con sus cuatro hijos a los que tenía que alimentar. Se dedicaba a hacer mochilas y macutos para los soldados. La víspera, había interrumpido su trabajo para ir a comprar provisiones. Pasó toda la noche a la puerta de la tienda y cuando iba a tocarle el turno llegó uno que le arrebató la tarjeta del pan de la mano y se llevó su ración.
El viejo suspiró ante la maldad de los hombres y le dijo amistosamente:
—No se apure; si le han quitado la tarjeta del pan, por lo menos aún conserva su dinero.
—¿Y para qué me sirve el dinero si no puedo comprar comida?
Él llenó la pipa y suspiró:
—Tiene razón, el dinero no sirve para nada. Cuando los niños tienen hambre no podemos decirles: masticad estas monedas.
Cuando ella iba a apearse, él le susurró:
—Venga a mi casa, señora. Tal vez pueda venderle un saco de patatas.
La mujer siguió el viaje hasta que llegaron a las afueras de la ciudad. Allí tomaron otro tranvía hasta el final del trayecto. Se apearon y recorrieron varias calles. El viejo que hablaba con acento extranjero se mostraba muy afectuoso y le hablaba con una amabilidad que ella en nadie de Viena había encontrado. Además, se hacía lenguas de sus patatas: que si eran sanas y fuertes, que si no podían compararse con las del mercado, que eran ligeras como plumas. Cuando llegaron a la casa, le preguntó cuánto dinero tenía. Ella se lo dijo. Él llenó la pipa, dio unas chupadas, y dijo:
—Temo que no tenga fuerza suficiente para llevar todo lo que puedo darle por ese dinero.
—No tema señor —respondió ella—, Dios me dará fuerzas, para que los niños no mueran de hambre.
—Bendita sea, señora, que no se olvida de nuestro Padre Celestial. En recompensa, voy a regalarle un queso.
Ella le dio el dinero y fue a coger el saco. Entonces, el extranjero dijo a su hijo o su criado:
—Coge el saco, llévalo hasta el tranvía y no lo dejes hasta haberlo subido.
El joven cogió el saco y se fue con la mujer. El viejo y su esposa, que los miraban cariñosamente, gritaron:
—¡Vaya usted con Dios, señora, y ruegue a Él por nosotros!
La mujer sentía ahora haber dado todo el dinero por las patatas, pues no le quedaba ni para el tranvía. También le hubiera gustado dar algo al muchacho que tanta molestia se tomaba por ella.
—No importa, no importa —le dijo él, se despidió y le deseó un buen provecho.
Después de una hora de andar, llegó la mujer a su casa, muerta de cansancio, pues había pasado la noche de pie en la calle y el saco pesaba mucho. Pero la alegría le daba fuerzas. Al llegar a casa, llamó a los niños y les dijo:
—Esperad un momento. Voy a cocer unas patatas. Mientras las preparo, comed un pedazo de queso.
Los chiquillos, dando gritos de alegría, se abalanzaron sobre el saco y lo abrieron. Pero dentro del saco no encontraron más que un bloque de yeso y, debajo, terrones de tierra.
El dueño de la casa guarda silencio. Desde que le conozco, no le he oído decir una palabra innecesaria. Nunca habla de la guerra, a pesar de que estuvo en ella desde el principio hasta el final. Tampoco los otros hombres de la ciudad pronuncian la palabra «guerra». Sus mujeres, en cambio, no pierden ocasión de hablar de ella.
Como se ha dicho, los hijos de los dueños de la casa no toman parte en la cena. Ello no quiere decir que rehuyan sentarse a la mesa con sus padres el sábado por la noche. Sencillamente, unas veces están presentes y otras veces no. De todos modos, nunca aparecen todos juntos y nunca se presentan a la bendición del vino. Acostumbran a llegar a mediada la cena, se sientan y comen como en los días laborables.
Babtsche viene de donde sea, tira la gorra y el bolso, se quita la chaqueta y la deja en cualquier parte, se pasa la mano por el cabello, coge una silla, se sienta y se pone a comer. A veces, su padre la mira arqueando las cejas, pero, más que a ella, mira las cosas que ha tirado, luego entorna los ojos, coge su libro de rezos y guarda silencio o sigue rezando.
Cuando llega Raquel, el padre echa la silla hacia atrás y le pregunta:
—¿Dónde has asistido a la bendición del vino? ¿La has oído o no? ¿Por qué no me contestas?
Si no le contesta, mal, y si le contesta, peor. Tanto en un caso como en otro, la regaña, coge su agujereado libro de rezos, hace una pausa y sigue cantando.
Cuando aparecen Dolik o Lolik, el padre arquea las cejas y mira si traen la cabeza cubierta. Si en días laborables ellos se sientan a la mesa sin cubrirse, él nada les dice; pero en la cena del Sábado se muestra inflexible. Un día en que Dolik olvidó ponerse el sombrero, como su padre le reprendiera, replicó:
—¿Es que aún vendes sombreros, que tanto te importa que yo lo use?
El padre se levantó, cogió el sombrero de Dolik con las dos manos y se lo puso a su hijo con tal violencia que éste dio un grito de dolor.
Fue un sábado en el que no hubo incidentes. Los hijos de la casa no estaban, ni había en el hotel más huésped que yo. Cenamos los tres solos, bebimos y formulamos los deseos de bendiciones. Después de orar, salí a dar un paseo y me acerqué a la vieja casa de enseñanza. La encontré iluminada. Sentí deseos de entrar. Saqué la llave, abrí la puerta y entré. No tardaron en presentarse numerosos compañeros, lo cual nada tiene de extraño, pues nuestra casa está iluminada y caldeada y en sus casas reina el frío y la oscuridad. También ellos habían encendido velas para celebrar el Sábado, sí, pero eran unas velas muy pequeñas que daban poca luz y dejaban la casa a oscuras.
Nada más entrar, empezaron a glorificar el Sábado, la sinagoga y hasta al que había encendido la estufa y las velas. Aquél a quien ellos se referían tuvo miedo de envanecerse, pues por un momento creyó merecer todas aquellas alabanzas. Así que bajó la cabeza, recordando que no era más que polvo, luego levantó la mirada, para grabar en su mente que si vivía era por la voluntad del Señor y que todo sucede por la voluntad del Señor, y que el Señor podía eliminarle de este mundo como el pintor elimina el hollín del techo antes de blanquearlo. Entonces sintió miedo y horror. Y empezó a sentirse orgulloso de su temor de Dios, como un niño del adorno que le pone su padre. Vio que no podía eludir los malos pensamientos. ¿Qué hizo entonces? Abrió la Biblia y se puso a leer. Apenas había leído dos o tres frases, encontró la paz y volvió en sí.
Cuando los de la sinagoga advirtieron mi buena disposición, dijeron:
—¿Por qué no nos habla un poco acerca de las Escrituras?
—Las Escrituras fueron dadas a todo el pueblo de Israel —respondí—, y hasta el que no sabe ni abrir la boca, en cuanto habla sobre las Escrituras, éstas le dictan lo que debe decir.
—Pues, entonces, empiece —me dijeron.
Abrí la Biblia y comenté la parashá[*]: «Y Jacob despertó de su sueño».
—… entonces, sintió miedo y dijo: «¡Qué alto está este lugar! Sólo puede ser la Casa de Dios»; no como Abraham, que dijo: «Sobre la montaña aparecerá Dios»; ni como Isaac, de quien se dice: «E Isaac salió a caminar por el campo», sino como Jacob, que habló de una casa.
Estudié las tres versiones de la adoración de Dios: la de la montaña, que es aquella en la que el hombre busca cosas elevadas y pasa su vida en pensamientos elevados. La segunda versión es la del campo, pues en los campos se siembra y se cosecha y huelen bien, y de los campos se ha dicho: «Mira, el olor de mi Hijo es como el olor del campo». La tercera versión, la más grata al Altísimo, alabado sea, es la versión de la casa, pues de nuestro padre Jacob está escrito: «El elegido entre los patriarcas». Y el mismo Dios ha dicho: «Una casa de oración es mi casa». En el Zóhar[*] se lee: «Una casa para Israel, para que vivan unidos como marido y mujer, que viven juntos con alegría». Pues la montaña y el campo son lugares de libertad; la casa, por el contrario, es un lugar bien guardado y más suntuoso.
Estos temas se prestan también para predicar sobre tres épocas de Israel. Los primeros tiempos, en los que una parte de los sabios asumió que no necesitábamos casas ni campos, pues el campo somete a sus amos y de él se ha dicho: «El campo es un rey al que hay que servir». Y acerca de la casa está escrito: «¿Y quién tiene fuerzas para construirse una casa?». Y una vez está construida, al fin se derrumba, pues en el Texto encontramos: «Y la casa cayó sobre los jefes», y, del mismo modo, muchas partes del Texto señalan la insignificancia de la casa. Por ejemplo: «Construirás una casa y no vivirás en ella», «Ellos se levantaron y él destruyó la casa», y el hombre no encuentra tampoco seguridad en la casa, ya que se lee: «Entró él en la casa y apoyó la mano en la pared, y le mordió una serpiente». En cambio, Israel debe levantar sus ojos hacia las montañas, según la frase de David: «Levanto mis ojos hacia la montaña». Porque la montaña es un lugar más elevado y más libre, y en la libertad reside el mayor bien, como vemos en Saúl, pues la recompensa más importante prometida por él consistía en la libertad, según se lee: «Y liberó la casa de su padre en Israel».
La segunda época, en la que los sabios contradecían en parte a sus antecesores, al afirmar que la ventaja de la libertad era superada con creces por la pérdida acarreada por ella misma, consistente en destrucción y derrota, se sitúa bajo el signo de: «Entre los muertos, libres como apaleados», o también: «Y se sentó en el refugio para leprosos». Y Rabbí Yoná ben Ganaj comenta: «Así llamado porque los que allí había estaban separados de los demás hombres». Por el contrario: «Vamos, amado, salgamos al campo, labrémoslo y guardémoslo y comamos sus frutos». Y también: «Y ella le dijo que exigiera de su padre el campo».
La tercera época, la última, el fin de todas las épocas, es ésta en la que vivimos. Ya estamos cansados de las épocas anteriores en las que nos reventábamos andando por las montañas, trepando como cabras, y decimos: «Dejaré tu carne tirada en la montaña», y también: «Y riega tus tierras con tu sangre y que te corra hasta las montañas». Lo mismo cabe decir de los campos: «Y el granizo se abatió sobre todas las hierbas del campo y derribó el árbol que en el campo crecía», y también: «Y lo demás, que se lo coma el ganado del campo», «Y todo su favor vale lo que la hierba del campo», y también: «Como boñigas en el campo». Por otra parte. ¿Qué debemos desear?: «El hombre tendrá a gala permanecer en casa». Y termina diciendo: «Que cada casa tenga una entrada», «Construyámonos una casa, para vivir en ella unidos como marido y mujer, que juntos viven con alegría», y de ella dice David: «Que me deja vivir con alegría a mí, y a la mujer de la casa, la madre de los hijos. ¡Aleluya!».
Dicen los Libros que los méritos de los tres patriarcas han ayudado a Israel en sus destierros. Los méritos de Abraham nos ayudaron cuando el destierro de Egipto, pues está escrito: «Entonces pensó… en Abraham, su siervo, y sacó a su Pueblo con júbilo…». Los méritos de Isaac, cuando el destierro de Babilonia y los de Jacob, en éste, nuestro último destierro. Así, pues, debemos regirnos por la versión de Jacob, que dice: «Casa de Jacob, id, y nosotros caminaremos a la luz del Señor». Y Jacob ha dicho: «Vuelvo en paz a casa de mi padre», y de esto trata todo el verso de: «Y el Señor fue mi Dios».
Desde aquel sábado, después de la cena, empezamos a acudir todas las semanas a la sinagoga vieja, y yo predicaba sobre la parashá de la semana, leía el Midrash[*] y lo comentaba.
Otra cosa importante renació en nuestra vieja sinagoga. Al estallar la guerra, se apagó la lamparilla perpetua y yo me propuse volver a encenderla, delante del muro donde están grabados los nombres de los miembros de la santa comunidad que fueron sacrificados durante los fatídicos sucesos en 1648. ¿Acaso los mártires necesitan esta luz terrenal? El alma de cada uno de los justos sacrificados por los pueblos de este mundo brilla ante el trono celestial con tal fulgor que ni siquiera los serafines pueden mirar su luz. Pero los hombres deben tener siempre presente hasta dónde llega el amor de Israel hacia su Padre Celestial, del que no reniegan ni aun a costa de la vida. Y he oído también que está en las Escrituras que todo justo que es muerto en el extranjero por los pueblos de la Tierra entra en Tierra Santa, sin necesidad de esperar a que los muertos del extranjero se dirijan a Israel; el que da la vida por amor entra con todo su cuerpo sano y salvo, mientras que del que muere de miedo sólo tiene entrada la parte del cuerpo que le produjo la muerte, en tanto que las otras partes buscan pretextos para salir y contemplan desde lejos la parte que alcanzó el reposo en Tierra Santa; cuando se les enciende una luz se les ayuda a distinguir la salvación que alcanzó aquella parte de su cuerpo y también la salvación que les reserva el futuro.
El día que encendí la lamparilla, miré a mi alrededor y vi la estufa encendida, la lamparilla ardiendo, la pila llena de agua, las lámparas bien provistas de petróleo y el suelo barrido y limpio; pues cada dos o tres días Janok trae la leña, una lata de petróleo y velas y llena la pila, y la víspera del sábado barre el suelo y yo le pago, generosamente unas veces y amistosamente otras. Aquí debo decir algo públicamente, sin recato: muchas veces he sacado del bolsillo dos piezas de oro, pero al ver la sumisión con que las tomaba, volvía a guardar una de las monedas. Si Janok hubiera sido listo, me habría pedido un salario fijo, no un día más, y otro, menos. Pero a causa de los negocios que hace con los cristianos con toda clase de pequeñas mercancías, es tan humilde que nada pide. Y cada vez que mi corazón me dice: «Dale un salario fijo, hazle vigilante de la sinagoga, para que no tenga que exponer la vida por los caminos», doy largas a mi corazón, de hoy a mañana y de mañana a pasado.