Todos los que vienen a la casa de enseñanza
Janok, que hace su trabajo como buenamente puede, es formal y cumplidor. Cada tres o cuatro días, trae una carga de leña a la casa de enseñanza. Yo la coloco cuidadosamente detrás de la estufa. La leña es todo el adorno de una estufa. Y yo me agacho ante la estufa y enciendo el fuego.
Las llamas crecen, la leña cruje, gotas de resina chorrean de los troncos y el fuego las convierte en burbujas. A veces, aparece un gusano en un leño y arde con él. Yo digo al gusano:
—A lo mejor te gustaría más arder en la estufa del fraile.
Él se retuerce y no me contesta. Y puesto que no contesta, no le hablo más. No es que me considere demasiado alto para él; pero un gusano que se retuerce por ser quemado en la sinagoga no merece que se hable con él.
¿Quién reveló a la gente el secreto de que en la vieja casa de enseñanza se enciende el fuego? Fueron los plumíferos habitantes de las alturas. Durante mucho tiempo, nadie se acordó de la vieja casa. Un buen día, un pajarito bajó del cielo y se posó en el tejado, notó que la chimenea estaba caliente y llamó a su esposa y a sus hijos. Todos acudieron y se posaron alrededor de la chimenea. Los vecinos, al verlos allí, fueron a hacerles una visita. En un momento, la chimenea quedó rodeada de pájaros.
Una mujer levantó la mirada y dijo a otra:
—Beste, ¿por qué se habrán reunido aquí todos esos pájaros? Fíjate, está saliendo humo por la chimenea de la casa de enseñanza.
—Me han dicho que el hombre de Jerusalén enciende la estufa —respondió la otra.
—Voy a decírselo a mi marido —dijo la primera.
—Díselo, sí. Yo no tengo a quien decírselo, ya que mi marido murió en la guerra.
La mujer se lo dijo a su marido. Él fue a la casa de enseñanza y la encontró caliente, pues la estufa estaba encendida. Extendió las manos y dijo:
—Hace revivir.
Cuando se hubo calentado las manos, los pies y, finalmente, todo el cuerpo, cogió un libro, se sentó y estuvo leyendo hasta que se le cerraron los ojos y empezó a dar cabezadas. Al despertar, murmuró:
—Un paraíso, un paraíso.
Probablemente, en sueños había visto el Paraíso, donde los justos leen la Torá, y el Paraíso se parecía a nuestra casa de enseñanza.
«¿Qué le faltaba a este hombre? —pensé—. Un poco de calor, una lectura, un sueñecito de color rosa». No soy de los que discuten con su Creador; no obstante, pensé: «Señor de los Cielos, a Ti, que creaste el mundo y lo sostienes en tus manos, ¿tanto ha de costarte otorgar un pequeño placer a los hijos de tus sumisos adoradores?».
Al día siguiente, volvió el hombre. Pero al entrar no fue directamente a la estufa, sino que primero cogió un libro. Los hijos de Israel no son desagradecidos. Si el Altísimo, alabado sea, les da aunque no sea más que un poco de lo que ellos necesitan, ellos, por su parte, le dan inmediatamente lo que Él quiere. Sí, incluso se adelantan a Sus deseos.
Al poco rato entró otro hombre, e hizo lo mismo que había hecho el primero.
Me levanté, eché leña a la estufa y dije así a los leños: «No seáis vagos y haced lo que se os pide. La gente se alegra cuando trabajáis bien».
Se sientan los dos hombres, uno al lado del otro, cada uno con un libro. Para poder juzgar la alegría que ello les causa, leen las Leyes. Desde la destrucción del Templo, el Altísimo, alabado sea, cuenta tan sólo con cuatro varas de preceptos de la Ley en este mundo. Bienaventurados los que lo estudiáis según Leyes, ya que con vuestro estudio ensancháis el mundo del Santísimo.
El fuego ruge en la estufa y los lectores bisbisean. La gran montaña que se levanta detrás de la sinagoga proyecta una sombra cada vez más alargada hasta que, finalmente, cubre la luz del día. Sobre las ventanas de la casa se extiende como un velo. Mis dos invitados se levantaron, se acercaron a la pila, se lavaron las manos y rezaron la oración de la tarde. Yo me levanté y encendí una lámpara.
—¡Luz! —dijo uno de ellos, con gesto de aprobación.
—¡Luz para los judíos! —dijo el otro.
La mecha iba consumiendo el petróleo, y el fuego, la mecha. Mis invitados cerraron sus libros y se pusieron en pie. Acariciaron la estufa, besaron la mezuzá[*] de la entrada y, lentamente, salieron de la casa de enseñanza. Yo cerré la puerta y regresé al hotel.
Por el camino, me decía: «Si hay calor para el cuerpo, ¿por qué no ha de haber luz para los ojos?». Al día siguiente, cuando Janok trajo la leña, le dije:
—Toma este dinero y trae petróleo y velas, para que podamos llenar las lámparas y encender dos o tres velas. ¿No se ha dicho: «En el saber está la luz»?
Janok volvió con una lata de petróleo y una libra de velas.
—¿En qué estabas pensando al comprar esas velas tan delgadas, Janok? Para los no judíos que no tienen que estudiar la Ley bastan las velas pequeñas; pero los judíos estudian la Torá y necesitan velas gruesas. Si hubiera estado presente en la Creación, hubiese rogado al Altísimo, alabado sea, que colgara el sol, la luna y las estrellas en la sinagoga.
Llené las lámparas de petróleo y puse dos velas en los candelabros del pupitre del recitador, y acudieron a mi mente multitud de pensamientos sobre el sol de los cielos, la estufa de nuestra vieja sinagoga, las velas y las estrellas.
—Todo lo que el Altísimo, alabado sea, hizo en su mundo lo hizo bien —dije a Janok—. Cuando terminó su obra fijó su atención en el hombre y le proveyó de cosas según el modelo de las de arriba. Si había creado un sol para que calentara durante el verano, concedió a los hombres la estufa para que los protegiera del frío; si colgó del cielo luna y estrellas para que iluminaran la noche, otorgó a los hombres velas y lámparas para que se alumbraran dentro de la casa.
Janok tendió el oído para seguir escuchando, y también yo deseaba seguir alabando al Padre Eterno, pero alguien entró en aquel momento y me interrumpió.
Interrumpamos, pues, las alabanzas dedicadas al Padre Eterno y observemos los actos de sus criaturas. El recién llegado, llamado Leví, no cogió libro alguno, como hicieran Rubén y Simón, ni contribuyó a engrandecer el mundo del Santísimo, alabado sea, sino que se acercó a la estufa, aspirando grandes bocanadas de aire. «Esta casa está caliente y bien iluminada —pensó seguramente—, y la mía, con la mujer y los niños enfermos, está fría y oscura».
Al día siguiente, vinieron Judá, Issacar y Zabulón. Judá e Issacar cogieron sendos libros y se pusieron a leer. Zabulón se acercó a la estufa y no cogió ningún libro ni alargó lo más mínimo las cuatro varas del Santísimo, alabado sea; pero, por lo visto, le complacía ver estudiar a sus hermanos.
Veamos ahora lo que hizo Dan: no sólo entró en la sinagoga como un rústico, cargado con toda clase de cacharros, sino que utilizó para sus fines particulares lo que debía servir para la sinagoga. Después de calentarse, llenó los cacharros de brasas, para llevárselas a su mujer, que tenía los dedos helados de estar en el mercado.
No tardaron en llegar todos los hijos de Jacob: José, Benjamín, Neftalí, Gad y Asher, judíos de nuestra ciudad a los que, por su buena conducta, he puesto estos hermosos nombres, aunque los que poseen en realidad son bastante feos, a saber: Schimke, Joschke, Weftsche, Godjik y otros por el estilo.
Queridos hermanos, si ello ha de ser para vosotros una buena noticia, os diré que aquí rezamos en comunidad todos los días. Si encuentras un lugar en el que hay unos cuantos judíos contentos, puedes estar seguro de que no tardarán en unírseles más judíos. Y cuando se reúnen diez, rezan en comunidad y con un recitador. Yo no acostumbro a asumir este papel, en primer lugar porque en parte me he habituado al modo de orar que rige en Israel, que aquí no se usa, y a mí no me gusta cambiar continuamente mi versión y, en segundo lugar, porque la mayoría de los orantes están de luto. ¡Dios Misericordioso nos libre de él!
Detengámonos un momento en el elogio de los rezos de Israel. Permanecen horas y horas sentados uno junto a otro, estudiando la Ley. Cuando llega la hora de la oración de la tarde, dejan los libros, se lavan las manos, dicen el fragmento de los sahumerios, encienden una vela sobre el pupitre y rezan: «Salve», «Qaddish», «Oración decimoctava», etcétera. Antes, el Señor, alabado sea, les ha hablado a través de su doctrina; ahora ellos le hablan a Él con la oración.
A veces, viene del mercado un judío, se calienta las manos, se inclina y reza «Salve». Su voz es débil. A una boca que durante todo el día ha estado hablando la lengua de los extranjeros no le resulta fácil pronunciar las palabras judías; por eso a veces se atasca en la oración. Además, le remuerde la conciencia, pues ha estado todo el día en el mercado y no ha ganado ni para cubrir sus gastos y ahora ha abandonado su puesto para rezar la oración de la tarde, y si en estos momentos pasara un grupo que pudiera darle a ganar unos céntimos él no estaría allí, pues ha abandonado su mercancía para ir a rezar.
Después de la oración, no sale nadie de la sinagoga sin antes leer un pasaje de la Mishná[*], «La fuente de Jacob» o «La mesa preparada». Y el que no lee las Leyes o la Haggadá[*], lee un capítulo de la Torá de Moisés o entona salmos. A veces, se levanta uno y hace una exposición de la doctrina o saca una deducción de un verso de la Torá. Entre nosotros, lo que allí se dice no hace precisamente temblar las piedras. De todos modos, ello hace que se advierta en el lugar un efluvio de la Torá, aunque haya dejado ya de presidirlo. A veces, se habla también de las cosas del mundo. Es cierto que se ha dicho que en las casas de oración y enseñanza no deben decirse palabras ociosas; pero la mayoría no toman eso al pie de la letra y menos que nunca en estos tiempos, en los que el corazón del hombre está acongojado y pide distracción.
Antes, yo creí que por la forma de hablar de una persona podía adivinarse su historia. Desde que me he dado cuenta de que los hombres que fueron heridos en la guerra hablan de los sufrimientos pasados durante los pogroms, y los que padecieron los pogroms hablan de las penalidades de la guerra, he comprendido que aquello que un hombre ha sufrido y aquello de lo que habla son dos cosas distintas. Una vez, a uno que había resultado herido en la guerra y había sido víctima de un pogrom le pregunté por qué no hablaba nunca de ninguna de las dos cosas.
—Uno habla de sus penas cuando ya pasaron —me respondió—, y yo todavía las estoy sufriendo. Y si ello le interesa, le diré que la preocupación por la subsistencia causa heridas más profundas que la guerra y los pogroms juntos. Cuando puedo llevar a mi mujer dos medidas de cebada, ello supone una victoria más grande que todas las que haya podido conseguir el emperador en sus batallas.
Cuando no se menciona la guerra ni los pogroms, se habla, eso sí, de hazañas de aquella época; por ejemplo, del hombre que logró descabezar un sueñecito en lo más reñido de una batalla, o del que consiguió llevar un jarro de leche al bebé cuya madre había sido alcanzada por una bala mientras lo amamantaba.
Un día, mientras así charlábamos, entró en la sinagoga un hombre que se acercó a la estufa y llenó de brasas un cubo que llevaba. Antes de que éste se fuera, entró otro e hizo lo mismo. Los que estaban en la sinagoga se indignaron y dijeron:
—En la oración de la «Mesa preparada» se dice bien claro que nadie debe cubrir sus necesidades materiales con las cosas del Señor.
Me aconsejaron que pusiera un candado en la estufa, o muy pronto no quedaría lumbre en la sinagoga; pues todos los haraganes del mercado estaban medio muertos de frío, y si yo no mandaba poner un candado era como si les invitara a entrar y servirse carbón.
—No cuesta mucho hacer un candado —respondí—; pero me da miedo perder la llave como perdí la llave de la sinagoga y entonces yo también pasaría frío. Y mientras mandaba hacer otra llave pasarían los días fríos y nadie necesitaría mis brasas, de modo que habría hecho de villano para nada.
Como los clientes eran cada día más numerosos, mandé a Janok que trajera una carga de leña todos los días. Si en la estufa falta fuego, echo más leña. Ahora no tengo tiempo en fijarme en los gusanos, pues la tarea de calentar a los habitantes de Szybuscz me tiene muy ocupado.
Desde que tengo uso de razón, aborrezco las formas compuestas por elementos diversos y que no encajan entre sí; no me gusta el cuadro cuyas partes, por separado, se ajustan a la realidad, pero cuya composición es irreal y fruto de la fantasía del pintor; y menos aún las definiciones que, de cosas concretas, pasan a algo abstracto, es decir, como cuando se comparan los estados del alma con los del cuerpo, por ejemplo, como los que pretenden encontrar un simbolismo en el verso: «No degeneréis ni os creéis un ídolo». Por eso me sorprendí a mí mismo cuando empecé a pensar en estos términos: Aquí tenemos un buen símbolo, un hombre que partió de Israel para llevar calor a los hijos de la Diáspora.
Además de Rubén, Simón, Leví y Judá, que pasan en la sinagoga la mayor parte de su tiempo, encontrarás también allí a Ignaz, que no va a calentarse y mucho menos a orar o a estudiar. Dudo mucho que conozca siquiera la oración «Escucha, Israel». Cuando niño, era chico de recados y no asistía a la escuela judía; cuando se hizo mayor, pasaba el tiempo callejeando, hasta que llegó la guerra y lo convirtieron en soldado. Cuando volvió, se hizo mendigo. Y ahora va a la sinagoga a pedirme una limosna, pues desde que encendemos el fuego paso poco tiempo en la calle y él entra a cobrar.
En honor mío, Ignaz ha corregido su lenguaje y, además, pide la limosna en la lengua de la Biblia: «Maos», esto es: dinero, dice con su voz nasal. Y cuando me tiende la mano ya no me mira. Ignaz sabe que no tiene que enseñarme su mutilación para que yo le dé limosna. Desde el día en que Dolik le ofreció un vaso de licor, para que lo bebiera «por la nariz» y yo reprendí a Dolik diciendo: «¿Cómo puede el hijo de madre judía ser tan cruel?», desde aquel día Ignaz me lleva en su corazón y le he oído decir que no tomaría mi dinero si no le hiciera tanta falta. Otra vez dijo que aunque él no quisiera tomarlo yo se lo daría a pesar suyo, porque yo era un hombre compasivo, de buen corazón, un hombre que no podía ver la desgracia de sus semejantes y daba sin que se le pidiera.
Ignaz es flaco y derecho, su cara es lisa, sin más protuberancia que el bigote, muy tieso bajo el agujero donde antes estuvo la nariz. Tiene el pecho lleno de cruces, unas conseguidas por méritos propios y otras arrancadas a los camaradas muertos. Antes de la guerra hacía de mozo de cuadra, acompañaba a los viajeros de un coche a otro o hacía de intermediario en negocios inmorales, aunque para esto último nadie hubiera echado de menos sus servicios, pues nunca faltan recaderos a las puertas de las casas de pensión, dispuestos a prestar ayuda en asuntos sucios, gentes para las que es más importante el bienestar material que la salud del alma.
Los habitantes de Szybuscz no están de acuerdo con el origen de Ignaz. Unos dicen que su madre era judía y su padre no. Hace más de cuarenta años, en un pueblo de las afueras de la ciudad ocurrió que, faltando gente para el rezo en comunidad, en las grandes solemnidades sus habitantes iban a orar a la ciudad. La víspera del Día de la Expiación, el posadero y su esposa se trasladaron a la ciudad, dejando en casa a una muchacha de la familia, que estaba enferma. Por la noche, la posada fue saqueada e incendiada por unos ladrones. Uno de ellos encontró a la muchacha escondida en el jardín y la violó, y de ambos nació Ignaz. Otros afirman que padre y madre eran judíos, pero que el padre era un vago que se marchó con otra mujer, dejando a la suya encinta. Cuando nació Ignaz, su madre, para no tener que mantenerlo, huyó del pueblo, dejándolo abandonado junto a la pila de libros inservibles que había en el patio de la gran sinagoga. Allí lo encontró un cochero que no tenía hijos, en cuya casa vivió Ignaz hasta que estalló la guerra y se marchó al frente. Un trozo de metralla le destrozó la nariz y cuando, al terminarse la guerra volvió a Szybuscz, su mutilación lo colocó de inmediato en la primera fila de los mendigos. Es cierto que hay en nuestra ciudad numerosos mendigos que tienen mutilaciones, pero ninguno de ellos se gana la vida tan bien como Ignaz. Y es que la humillación de Ignaz tiene algo especial que les falta a los demás: por ejemplo, si a un mendigo le faltan las manos, antes de que puedas decidir dónde le dejas la limosna ya se te ha olvidado que tenías intención de darle algo. O, por ejemplo, un mendigo cojo: antes de que puedas meter la mano en el bolsillo, ya has pasado, y como él no tiene piernas para seguirte, te distraes y no le das. Pero con Ignaz es distinto; él extiende la mano, corre detrás de ti y te mira con los tres agujeros de su cara, mientras te grita: «Peniendze¡». Y tú le das en seguida unos céntimos, con tal de que deje de mirarte. Pero es que, además, pide también en hebreo, y cuando te dice: «Maos!», suena como si un pobre ratón se hubiera escondido en el hueco que le dejó la nariz.
Fue un gran gesto por mi parte defender al mendigo frente a Dolik. Pero mis palabras: —«¿Cómo puede un hijo de judía ser tan cruel?»— se volvieron contra mí y en mi caso comprendí que yo era tan cruel como el otro. La primera vez que Ignaz fue a pedir limosna a la casa de enseñanza, le invité a entrar, para que se calentara. Él me obedeció y entró. Después, cuando quise salir, no encontré mi abrigo. Al día siguiente, vi a Ignaz envuelto en él. Yo le obligué a quitárselo. Entonces, volvió hacia mí su mirada y el agujero que tenía en lugar de la nariz, y me dijo:
—¿Cómo puede un hijo de madre judía ser tan cruel para con su hermano y obligarle a quitarse el abrigo en un día tan frío?
Y me recriminó con las mismas palabras que yo empleara para recriminar a Dolik.