La otra llave
El cerrajero cumplió su palabra y me hizo la llave. Yo la cogí y le hablé así:
—Ayer sólo era un pedazo de hierro; pero el maestro ha fijado su mirada en ti y ahora eres un objeto útil. —Del mismo modo hablé conmigo mismo—: Ayer no eras más que un pedazo de carne; hoy se te abre la casa de enseñanza y vuelves a ser un hombre.
Me eché la llave al bolsillo y pensé: «Desde ahora te guardaré bien para que tú me guardes». En la casa de enseñanza nada había cambiado; los mismos libros que había estado leyendo antes de perder la llave seguían encima de la mesa, como si esperasen mi vuelta. No quise defraudar su espera, de manera que en cuanto entré en ella me senté y me puse a estudiar.
¿Qué diferencia había entre el nuevo estudio y el anterior? Queridos hermanos, en ningún momento de la vida está el hombre en una situación mejor que cuando se encuentra en el seno de su madre, donde recibe la más completa enseñanza; pero cuando sale a la luz del mundo viene un ángel que, dándole un golpe en la boca, le hace olvidar todo lo que aprendió. Muchas fueron las enseñanzas que recibió en aquel tiempo, pero el saber sólo proporciona satisfacción cuando uno se esfuerza por lograrlo. Como en el caso del hombre que había perdido una llave y luego la recupera.
Mientras estoy estudiando, todo va bien; si interrumpo el estudio, no tanto. Si me apuras, también mientras estudio siento molestias, en la mano, en la pierna y en todo el cuerpo. Y es que entre una y otra llave el Santísimo, alabado sea, ha enfriado a su mundo, enviándonos el invierno.
Una vez leí esta frase: «El aire del exterior no puedes cambiarlo; el de la casa, sí». Se refiere a cosas del espíritu; pero yo interpreté ahora la frase en su sentido más simple: no puedo calentar el aire del exterior, pero sí el de la casa de enseñanza.
Me acerqué a la estufa y la abrí. Por la chimenea se coló una ráfaga de aire helado. «Echaré dos o tres leños que al arder pondrán en fuga al viento».
Fui a la leñera y no encontré ni una astilla. Hacía muchos años que no entraba leña en la sinagoga. Recordé el día en que queríamos encender el fuego y no teníamos madera; entonces cogimos el pupitre de un miembro de la comunidad que había retirado su contribución para leña, lo partimos y lo echamos a la estufa. Los escasos pupitres que quedaban en la casa no advirtieron mis pensamientos. De todos modos, les prometí: «No temáis, no os haré nada. Al contrario, me alegra que estéis ahí. Sentado ante vosotros estudié y debajo de vosotros escondí los libracos que me distraían del estudio. Si pudiera quemar el espacio vacío y preservaros a vosotros, lo haría. Y aunque no sea posible quemar el vacío y preservaros a vosotros, no pienso tocaros».
Hablé de mi necesidad con el hostelero. Su mujer dijo:
—¡Ojalá todos los males tuvieran tan fácil remedio! No tiene más que ir a casa de Daniel Bach y encargarle la leña.
En casa de Daniel Bach encontré precisamente a Janok, con su caballo y su carro.
—¡Lleva una carga de leña a la sinagoga vieja! —le dijo Daniel Bach.
Janok cogió un haz de leña, lo cargó en el carro, convenció a su caballo con buenas palabras para que arrancara y le ayudó a hacerlo. Y los tres, Janok, el caballo y el carro, se dirigieron a la vieja sinagoga.
El carro de Janok es pequeño, y el caballo, débil. En realidad, sólo sirven para transportar cosas ligeras a los pueblos de los alrededores y traerse de allí un pollo o algún que otro huevo; pero, por consideración a Janok, llamamos «carro» a su carro y «caballo» a su caballo.
Janok descargó la leña y la entró en la casa. Quería encender el fuego él mismo, pero yo le dije:
—Janok, antes de que se caliente la estufa se habrá enfriado tu caballo. Vuelve a tu trabajo y deja que yo encienda el fuego.
Le pagué el viaje y me despedí de él.
En cuanto encendí la estufa, la casa se llenó de humo. En primer lugar, porque yo no estaba acostumbrado a aquel trabajo, y, en segundo lugar, porque hacía años que la estufa no se calentaba. Me dolían los brazos y me sentía ya al borde de la desesperación cuando la estufa se apiadó de este pobre hombre y, por fin, empezó a calentarse y, con ella, se calentó toda la sinagoga. Ahora fue grande la alegría y sin temor a exagerar puedo decir que hasta las paredes se pusieron a sudar de gozo.
Aquel día me quedé hasta muy tarde, pues fuera hacía frío y dentro reinaba un calorcillo muy agradable, de modo que preferí permanecer en la sinagoga, en lugar de andar paseando por ahí.
Cuando se terminó la leña, pedí más. A partir de entonces, cada tres o cuatro días Janok me llevaba una carga de leña. Es un hombre de pequeña estatura, su caballo es pequeño y pequeño es su carro, y los tres, a pesar de ser pequeños, tienen que sostener una casa. Recorren todos los pueblos de los alrededores vendiendo pequeñas mercancías a los cristianos. Y éste es uno de los prodigios del Señor, alabado sea, que hace que sus criaturas puedan ganarse el sustento aun con medios insignificantes.
Janok, por su parte, vive feliz y hace que su caballo viva feliz por la suya: antes de comer él, alimenta a su caballo. El caballo no pide leche de gallina y Janok le da lo que más le gusta. Así que los dos se quieren y se ayudan. Cuando Janok está cansado, el caballo tira del carro; cuando está cansado el caballo, tira del carro Janok, y cuando está cansado el carro, tiran de él los dos juntos.
—¿Tienes lo suficiente para vivir? —pregunté un día a Janok.
—¡Alabado sea Dios! —me respondió—. Más de lo que nos corresponde. Si más nos tocara, más nos daría el Señor, alabado sea.
—¿Y no crees que quizá te toque un poco más de lo que ahora tienes?
—Puesto que el Señor no me lo da…
—Si tuvieras un carro más grande podrías ganar más.
—Aunque Él me lo concediera, sus enviados se quedarían con la dádiva.
—¿No confías en los hombres?
—Nunca se me ha ocurrido pensar en ello —dijo Janok.
—Eso significa que dices las cosas sin pensarlas antes.
—Yo no pienso las cosas. Mis labios dicen sólo lo que el Señor pone en ellos.
«Quizá deba dar a Janok lo suficiente para que pueda cambiar su carro y su caballo por otro mejor y obtener con ello mayores ganancias», pensé. Metí rápidamente la mano en el bolsillo, saqué el portamonedas y le dije:
—Janok, aquí tienes, por tus servicios.
Al principio, quería darle todo lo que llevaba en el portamonedas; pero cuando lo hube sacado, lo pensé mejor y le di lo justo. El Altísimo, alabado sea, quería dar a Janok todo el contenido del portamonedas, pero su enviado se quedó con la dádiva.
Janok es hombre de cortos alcances. Sin embargo, hablo con él de cosas elevadas y trato de explicárselas. Y lo que no comprende se lo explico con ejemplos. Ni siquiera entonces llega hasta el fondo de mis pensamientos, pues para eso se necesita imaginación.
—¿Sabes lo que es imaginación, Janok?
—No, señor.
—Siéntate. Voy a explicártelo. La imaginación es lo que hace existir todo lo que hay en el mundo: tú, yo, tu caballo, tu carro… ¿que cómo es posible? Tú viajas de un lado a otro porque imaginas que allí encontrarás tu sustento. Lo mismo hace tu caballo y también tu carro. Si no tuvierais imaginación, no saldríais. Por eso te digo que si la gente no tuviera imaginación el mundo no existiría. Bienaventurados aquéllos a los que la imaginación les sirve para sostener su casa, y desgraciado el que se siente impulsado por ella a cometer desatinos. Por ejemplo, la gente que hace teatro. Una vez fui a un teatro en el que se representaba no sé qué comedia. «A juzgar por los comienzos, me imagino cuál va a ser el desenlace», le dije a mi vecino. Y así fue, tal como yo había previsto, mediante una simple deducción. De haber estado dotado de una fuerza imaginativa superior, tal vez me hubiese equivocado, ya que la mayoría de las obras de teatro son fruto de una imaginación muy simple.
»Ya veo, Janok, que tú no sabes qué es un teatro. Voy a decírtelo: un teatro es una casa a la que van los que viven en la ciudad. ¿Por qué van a esa casa, teniendo la suya propia? A veces, uno se cansa de su casa y entonces se va a otra. En la otra casa, el teatro, ocurre lo siguiente: aparecen unos hombres y unas mujeres que nunca supieron lo que es una casa particular, pero que hacen como si lo supieran y muestran a los ciudadanos lo que ocurre en ella. Y los ciudadanos, al verlo, se divierten, aplauden y dicen: “¡Formidable! ¡Formidable!”, a pesar de que deberían saber que no es formidable porque no es verdad. Pero existen dos bandos y cada uno cree que lo que los actores representan se refiere al otro. Sólo piensa de modo distinto aquel que conoce una y otra casa.
Pero dejemos el teatro y las comedias y hablemos de otra cosa. Un día le dije a Janok en qué año había nacido; él no sabía que puede determinar uno el año de su nacimiento por el nombre de un religioso judío.
—Tú te llamas Janok en memoria de Rabbí Janok Aleshek[*]. Si hubieras nacido un año antes o un año después de su muerte, se te hubiese puesto el nombre de otro piadoso judío muerto en el mismo año de tu nacimiento.
Del mismo modo, descubrí cómo debía llamarse su caballo. El animal, al que Janok llama «Mi derecha» y los niños «Yegua del Faraón», no se llama así; se llama Enok, pues Enok es un derivado de Janok, menos digno, como para uso diario, y como no se puede dar a una bestia un nombre hebreo santificado, por eso le llamo Enok.
Se impone ahora averiguar el nombre del carro.
—No puede llamársele coche; en primer lugar, porque los coches suelen ser tirados por muchos caballos. En segundo lugar, dice el Aggeo: «Y volcaré sus coches y caballos[3]». Eres un hombre diestro, Janok; merecerías ser pastor. El pastor conduce su rebaño o se sienta junto a él y entona salmos, como hacía el rey David, que en paz descanse, y toda la tierra se ofrece ante él, Este y Oeste, Norte y Sur. Si quieres, te sientas junto al arroyo y dices: «Me brinda verdes praderas y me lleva a aguas tranquilas», o te subes a una montaña y dices: «La montaña hace crecer la hierba y da alimento a los animales». Quizá tengas miedo de las bandas de ladrones. No temas. Oye esta historia. Un niño subió a apacentar su cordero a la cima del monte Efraim. Vino un árabe, robó el cordero y lo mató. El niño se echó a llorar. Vino un pastor e instruyó al árabe en los «Proverbios de la Ley». El árabe se fue y volvió con cuatro corderos, que entregó al padre del niño a cambio del que había robado. El padre del muchacho preguntó entonces al árabe: «¿Y esto por qué?». El árabe le respondió: «Yo robé y maté al cordero de tu hijo, y uno de vuestros pastores, uno de los hijos de Moisés, me mandó que en penitencia restituyera cuatro veces lo robado». Cuando se enteraron en el pueblo todos acudieron al pastor de la montaña y le dijeron: «Señor, hijo de Moisés, nuestro maestro, día tras día se nos roba y se nos mata. Ven a proteger a tu rebaño». Él les respondió: «Esperad un poco a que se disipe la ira». Hay que esperar un tiempo, hasta que se haya disipado la ira del Señor, bendito sea, y nos permita volver a la tierra de Israel y podamos esperar de su misericordia que nos proteja como el pastor a su rebaño.
Desde que conozco a Janok, nunca le había visto tan contento como cuando le conté la historia del pastor. Y, para aumentar su alegría, sigo hablándole de las montañas de la tierra de Israel, que se llenan de oro al atardecer, del azul celeste de sus valles, y sus llanos, del sol, que envuelve a los hombres como un manto, y de la lluvia que el Señor envía al pueblo de Israel cuando éste obra de acuerdo con sus Divinos Mandamientos, y de la que cada uno de sus hijos recibe la medida de un baño completo. Y si cae algo de nieve, en seguida el Señor, bendito sea, envía el sol y la funde. Y es que la tierra de Israel no es como la de otros pueblos, en la que la nieve cae sin cesar y el sol esconde su faz y no sale nunca y uno queda sepultado por la nieve y no contesta a las llamadas de su mujer y de sus hijos. ¿Y dónde está el sol? ¿No tendrá compasión de un pobre judío? A estas horas estará muy ocupado haciendo madurar las naranjas en la tierra de Israel; por eso, no puede hacer visitas a la Diáspora.
Da gusto hablar con Janok. Pero mucho cuidado: a poco que te descuides, te tomará por un profeta.
Se lo he reprochado ya varias veces y le he explicado que un profeta nada sabe por sí mismo y que únicamente es el enviado del Padre Eterno, que no quita ni añade nada a su mensaje y que pierde su facultad de profetizar el mismo día en que termina lo que tenía que anunciar. Fue así cómo retrocedí hasta el principio y le expliqué la diferencia entre imaginación y realidad. Realidad: penalidades sin boda. Imaginación: boda sin penalidades.
Después de darle todas estas explicaciones le dejé marchar. En primer lugar, para no cansarle excesivamente con palabras y, en segundo lugar, porque su caballo necesitaba ejercicio. Cuando salía, le dije que trajera más leña. Y es que son tan grandes nuestros pecados que hemos sido expulsados de nuestra tierra y no podemos soportar el frío.