¿Qué está contando ése?
«¿Qué está contando ése?». Sí, en la «Asociación Sionista» no se producen cambios. Se juega al ajedrez, se habla de política y se debaten todos los temas; pero los temas en sí son intrascendentes, sobre todo para el que, como yo, sólo piensa en Israel y no concede ningún valor a lo que no guarda relación con la tierra de Israel.
Además de los jugadores de ajedrez y de los que hablan de política, están los chistosos. La primera vez que oyes un chiste, te ríes, la segunda vez, sonríes, la tercera, te encoges de hombros y a la cuarta te aburres. Es un hecho que conocemos todos, menos los chistosos. Y así repiten el chiste una vez y otra y otra.
Entonces, ¿quién te manda ir a la «Asociación»? Nada te impide volver a la sinagoga. Mientras estudiabas para ti o con el propósito de labrarte una reputación, frecuentabas con gusto la sinagoga; pero desde que no estudias con un propósito concreto, los libros no parecen ya los mismos ni hallas en ellos ninguna satisfacción. Tal vez sigan siendo los mismos; pero guardas sus palabras para tiempos venideros.
Hay en la sinagoga, además de los libros, unos cuantos habituales que, sentados ante un libro abierto, hablan entre sí. «De la discusión nace la luz»; pero éstos discuten sobre el alza en el precio de la carne o sobre la pugna entre carniceros y matarifes, y como yo soy medio vegetariano, no consigo interesarme por sus problemas. ¿Qué podría ocurrir si no se comiera carne ni se sacrificara una sola res? El que yo fuera vegetariano constituía una gran preocupación para mis padres; pero, entre nosotros sea dicho, tampoco en este mundo encuentra su Creador muchas satisfacciones.
En resumen, mires donde mires encuentras insipidez y aburrimiento. Sin querer, vuelves a casa de tus padres. La madre está guisando patatas para la comida. Te parece que el mes Tishrí está a punto de terminar y ha llegado ya el otoño; cae una lluvia fina y borrosas figuras de mujer arrancan patatas de la tierra blanda y mojada. El corazón se te queda aterido de frío y te sientes abandonado. Entras en otra habitación y encuentras en ella a tu hermana, con sus compañeras de colegio, haciendo los deberes. Siete veces metieron ya la pluma en el tintero, pero su cuaderno aún está en blanco. Y es que para escribir se necesita hacer algo más que mojar la pluma. Para llevar algo al papel hay que esforzarse un poco más. Muerden el portaplumas, o lo agitan para espantar las moscas. Y como la pluma está bien empapada en tinta, llenan de salpicaduras los vestidos y cuadernos. Las manchas del vestido pueden lavarse, pero una mancha en el cuaderno es una gran desgracia, pues la maestra llama jidek, pequeño judío, a un borrón, y esto las abochorna. En seguida se echan a llorar y sus gritos llenan la casa y tú no puedes concentrar tus pensamientos ni en las cosas más simples, por ejemplo, por qué se te ha parado en la nariz esa mosca. A la misma hora, el hermanito pequeño está sentado a la puerta de la casa, golpeando con un martillo. La madre le ha dejado partir nueces para hacer un pastel y ahora que ha terminado con las nueces está dando martillazos a todo lo que ve. Y como resulta aburrido golpear las cosas sin ton ni son, amenaza a la hermana pequeña con darle un martillazo en la nariz, y ella, que todo lo cree, se echa a llorar.
De pronto, entra una vecina a pedir o devolver un puchero. A las vecinas les cuesta trabajo quedarse en casa, de manera que aprovechan cualquier pretexto para hacer una visita.
Nuestra madre no tiene costumbre de ir a otras casas, pero si llama una vecina la recibe amablemente y le da a probar el guiso o el pastel que esté preparando. Yo aprecio a nuestras vecinas; pero no soporto sus exageraciones. Ponen por las nubes todo lo que se les da a probar, como si procediera de la mesa del mismo emperador.
Mientras la vecina está en casa, aparece su marido. Siete años pasó sin ella; pero si está en nuestra casa de visita, él coge una silla, se sienta y se pone a contarnos cosas que ya sabemos hace tiempo o que no nos importan en absoluto. Me subleva mi madre, que escucha amablemente cosas que ha oído referir más de cien veces. De pronto, sin venir a cuento, el hombre pregunta:
—¿A qué hora vuelve el padre?
Así, casualmente; pero en realidad quiere hablar con él a propósito de un préstamo o para que le avale una letra de cambio. ¿Por qué no ha ido a verle al despacho? Tiene buenas razones para no hacerlo, pues en el despacho rigen las normas del negocio y mi padre se hubiera negado. Pero en su casa no puede negarle un favor a un hombre que va a verle en plan de amigo.
Muchos vienen a pedir cartas de recomendación para nuestro pariente de Viena. Nuestro pariente de Viena es profesor de la Universidad y tiene el título de consejero áulico. Los de la ciudad lo toman por una especie de consejero del emperador, quien no toma ninguna decisión sin consultar antes con él. Por ello, en Szybuscz lo creen poco menos que un ministro imperial y todos recurren a él para que los saque de apuros. Cuando sus amigos perdían el tiempo en toda clase de ocupaciones inútiles, él leía y estudiaba; ahora que ha conquistado renombre mundial todos aquellos cabezas huecas van a pedirle favores. Los tontos odian el estudio y a los estudiosos, pero en cuanto alguien se hace famoso por su saber, todos van a robarle el tiempo con sus tonterías.
El padre vuelve a casa con gesto de cansancio y preocupación. No ha perdido barcos en alta mar ni ciudades en tierra firme; pero los esfuerzos por mantener a la familia y educar a los hijos van minando sus energías. Muchas eran las esperanzas que mi padre había cifrado en mí y ninguna llegó a realizarse. Yo me dispongo a partir hacia la tierra de Israel. ¿Qué significa eso de «partir hacia Israel»? Desde la fundación de Szybuscz, ningún joven ha marchado a Israel. Y, cuando esté en Israel, ¿qué hará? Mil veces han hablado padre e hijo, pero no ha servido de nada. Ahora el padre calla y su silencio es más difícil de resistir que sus discursos. Sus ojos, en los que brilla la luz de la sabiduría, están llenos de dolor. Y este dolor se transmite a la madre y de la madre a mí mismo y con fuerza redoblada. A nadie le gusta hablar de sus penas, y menos aún el que se dispone a partir hacia Israel.
Con su sabiduría, su prudencia y sus excelentes cualidades, el padre hubiera podido encontrar un medio de vida como rabino en cualquier gran ciudad. Pero los grandes comerciantes que cuando era un muchacho veía acudir al rabino, su maestro, para exponerles sus pleitos, le deslumbraron con las fantásticas sumas que percibían de los ricos y sintió el deseo de ser como ellos. Lo que entonces abandonó se perdió para siempre y nunca llegó a alcanzar lo que había soñado. Ahora era un comerciante que dependía de los clientes; si los clientes compraban, bien; si no compraban, mal.
Por eso, el padre, que hubiera debido ser rabino y renunció a ello, esperaba que lo fuera su hijo. El Altísimo, alabado sea, ha dado a sus criaturas la oportunidad de que los hijos reparen los errores de sus padres.
Pero no todos los hijos pueden repararlos. Para hallar un ejemplo, no tengo que buscar mucho; me basta con citar mi propio caso.
No sé de qué puede servir a nadie todo esto; pero me presionabais y he tenido que contároslo.
Cuando me marchaba, uno de aquellos muchachos se acercó a mí y me reprochó mi trato con Yerujam Freier, al que tachó de comunista y de enemigo del sionismo. Tengo que reconocer que Yerujam me es más simpático que este sujeto, a pesar de que Yerujam no es sionista y éste sí. También otros me habían señalado ya que no estaba bien visto que me parase a hablar con Yerujam en la plaza del Mercado, ya que él era considerado comunista y yo, como forastero, estaba expuesto a que se me expulsara de la ciudad.
Medité sobre el aviso y me pregunté si sería posible que yo, que había nacido y pasado gran parte de mi juventud en aquella ciudad, tuviera que oír a un funcionario, que no había nacido en ella ni hecho nada y que, además, vivía en ella, decirme:
—¡Largo de aquí! Tú eres hijo de otra tierra y no tienes ningún derecho a vivir entre nosotros.
Pensé en mis antepasados, cuyos restos descansaban en el cementerio de esta ciudad, pensé en mi abuelo, que en Gloria esté, quien durante treinta y nueve años se contó entre los ediles de la ciudad a la que sirvió sin percibir pago alguno; pensé en mi tío, que en paz descanse, que regalaba leña a los pobres; pensé en mi padre, de santa memoria, de quien la ciudad podía sentirse orgullosa, y en mis restantes parientes, de los que la ciudad había recibido toda clase de favores. ¡Y ahora las autoridades que habían heredado todos estos beneficios me amenazaban con echarme! ¿Y qué pasaría con la llave que el cerrajero había prometido hacer para mí? ¿Debería dársela a Yerujam Freier y decirle: «Freier, hermano, hasta ahora yo guardé la vieja casa de enseñanza; desde este momento, guárdela usted»?