CAPÍTULO XVII

Yerujam Freier

Me parece que nadie me tiene tanta antipatía como Yerujam Freier. ¿Por qué me aborrecerá así, si yo nada le hice? Cuando lo encuentro en mi camino, le saludo como se saluda a una persona a la que se quiere bien, a pesar de que él corresponde con una voz que casi no se oye. Este muchacho me inspira un gran afecto. Todo en él me conmueve, su cuerpo enjuto, sin un gramo de grasa, sus ojos brillantes, casi febriles, y hasta sus gastadas ropas de trabajo color de polvo. Un día sí y otro también trabaja de sol a sol en las calles de la ciudad, dando martillazos, levantando terraplenes o cavando zanjas para reparar los daños causados por la guerra. Su rostro no delata la menor alegría, pero hace su trabajo a conciencia porque sabe que no iba a encontrar otro. He oído decir que los ediles de la ciudad están satisfechos con su trabajo y que no indagaron muy a fondo en los motivos que le obligaron a salir de Israel.

No calumnio a nadie ni traiciono ningún secreto, pues esto lo sabe mucha gente, al decir que el muchacho se vio envuelto en asuntos feos y que antes de ser expulsado de Israel por repartir propaganda a árabes y judíos, estuvo en la cárcel. De todos modos, desde que volvió aquí, no se ha mezclado en nada reprobable; tampoco frecuenta a los demás comunistas de la ciudad ni se interesa vivamente por nadie, ni siquiera por sí mismo. ¿Quién no se interesa por sí mismo? Por ejemplo, el que canturrea entre dientes o el que habla sólo demuestra interés; el que no hace nada de eso, no lo demuestra. Desde el alba hasta el anochecer, él trabaja y calla. Cuando se pone el sol, se echa las herramientas al hombro, baja al río, se lava y se va a su casa. No sé lo que hace allí, si se sienta a leer o se acuesta. Desde que estoy aquí, nunca le he visto pasear por la noche, ni sólo ni en compañía de una muchacha.

El que se estima un poco no pregunta: ¿Por qué me aborreces? ¡Si él te odia, ódialo tú también! Si lo necesitas, arrástrate a sus pies hasta que deje de odiarte. Yerujam es un pobre trabajador y yo, gracias a Dios, poseo una casa en Israel y no dependo de él. Ni aun hoy, cuando mi casa está en ruinas, puede compararse mi posición con la de Yerujam. Me siento ante una mesa bien provista, dispongo de buena cama, llevo ropa limpia y mi familia puede comer hasta saciarse sin que yo tenga que cavar la tierra o arreglar la calle.

Al hombre le gusta que todos lo aprecien. Pero yo he renunciado ya a tal privilegio. El rabino de la ciudad se ha expresado sobre mí en términos poco gratos porque no he ido a visitarle y, a pesar de todo, no pienso ir. No quiero decir con ello que, de haberle visitado, hubiera hablado de mí con elogio; pero, por lo menos, se hubiera mostrado amistoso. Algo parecido ocurre con Zakaryá Rosen. Zakaryá Rosen es tratante en piensos, pertenece a los elegantes de la ciudad y se ha confeccionado un árbol genealógico que se remonta hasta el rey David. Un día en que pasé por delante de su tienda, me llamó y me invitó a entrar para enseñarme el árbol. Yo lo examino y observo que entre sus antepasados por línea directa figura Rav Hay Gaón[*].

—Rav Hay no tuvo descendientes —le digo.

Desde aquel día este noble ciudadano es enemigo mío. Si yo fuera y le dijese: «Me equivoqué; he encontrado en la Guenizá[*] que Rav Hay tuvo un hijo, a edad muy avanzada», estoy seguro de que Zakaryá se convertiría de inmediato en amigo mío. Pues bien; no pienso hacerlo. Así es uno: renuncia sin esfuerzo a lo que podría conseguir fácilmente y, en cambio, corre incansablemente tras lo que no es fácil alcanzar.

Aunque me hubiera gustado estar en mejores relaciones con Yerujam, no hice ningún intento de aproximación, aparte del saludo. Un día pasé junto a él sin saludarle, pues iba absorto en mis pensamientos a causa de la pérdida de mi llave y no le vi.

Cuando me había alejado unos pasos, volví casualmente la cabeza y le vi alargar el cuello por entre las piernas para mirarme.

Entonces retrocedí y le dije:

—Oiga usted: hace como si me despreciara, pero, en realidad, estoy seguro de que le gustaría acercarse a mí. ¿No cree que lo mejor sería que me aclarase su actitud?

—Usted es el causante de todas mis desgracias. Usted tiene la culpa de todo lo malo que me ha sucedido —respondió Yerujam.

—¿Cómo se entiende? —le pregunté—. Antes de que yo viniese aquí, nunca nos habíamos visto y cuando yo marché a la tierra de Israel usted debía ser un niño de pecho, si es que había nacido ya. Y ahora va y me dice que yo tengo la culpa de sus desgracias.

—Es cierto que cuando usted se fue de aquí yo aún no había nacido —dijo Yerujam.

Yo me eché a reír en su cara y le dije:

—Comprenderá, entonces, que no hay razón para acusarme de ser el causante de sus desdichas.

—Dice que no hay razón —repitió Yerujam.

—Eso digo, y sus palabras confirman las mías. ¿No acaba de reconocer que cuando yo me fui a la tierra de Israel usted no había nacido aún? ¿Cuál es, entonces, la solución del misterio?

—Fue su emigración a Israel lo que tuvo fatales consecuencias para mí.

—¿Cómo es eso posible, amigo? La cuerda que el verdugo ha puesto al reo está floja; por lo visto, no da mucha importancia al honor que le conceden.

—En seguida se lo explico —dijo Yerujam.

—Explíquemelo, amigo. No soy curioso por naturaleza, pero en un caso así la curiosidad está sobradamente justificada. ¿Qué le pasa, Yerujam? Me mira como si me le hubiese aparecido en sueños.

—Cuando era niño, oía hablar de usted.

—Nunca habría imaginado que la gente de mi ciudad hablase de mí. No crea que es humildad, es que al sacudirme el polvo de esta ciudad procuré alejarla de mi pensamiento. ¿Y qué oía decir de mí?

—Pues que era un muchacho distinto a los demás; no es que fuera mejor, al contrario, en muchos aspectos era peor. Un día desapareció de la ciudad. Al principio, se creyó que había ido al bosque, como otras veces. Al cabo de unos días, preguntaron al padre: «¿Dónde está tu hijo?». «Se ha marchado a Israel», respondió el padre.

—¿Hay alguien que crea que hice algo malo marchándome a Israel, o tal vez le parece mal a usted? Le juro que no cometí ningún robo sacrílego. Mi única ilusión fue siempre irme a Israel. Mi padre, de santa memoria, me dio el dinero para el viaje y yo me fui. Le juro que el dinero que me dio mi padre había sido ganado honradamente. ¿Qué ley quebranté, pues, al marcharme?

—Ninguna —respondió Yerujam—. Al contrario, se portó magníficamente. Tuvo mucho éxito y se hizo famoso. Pero ¿qué quiere?, a mí me trajo la desgracia. Me trajo la desgracia…

—¿En qué forma?

—Antes de que usted se fuera, la tierra de Israel no era una realidad para los de esta ciudad. Ya conoce a los sionistas, jóvenes y viejos todos son lo mismo. En el fondo, para ellos la tierra de Israel sólo es un pretexto para organizar reuniones, festejos y colectas. Pero cuando usted marchó, Israel se convirtió para nosotros en algo tangible: uno de los nuestros había ido allá. Cuando, con el tiempo, fui adquiriendo uso de razón, Israel, la suya, no la de nuestros sionistas, se hizo más y más importante hasta que a mis ojos el resto del mundo no valía ni un átomo de polvo.

—Entonces tendría que estarme agradecido —le dije.

—Al principio, también yo lo creí así —repuso Yerujam—. Por eso quise seguir sus pasos. Usted e Israel eran una misma cosa para mí. Pensaba que si iba a Israel, me presentaba a usted y le decía: «Vengo de su ciudad; usted me ha animado a hacer el viaje», usted me daría la mano, me miraría amistosamente y yo comprendería que tenía allí a un hermano. Usted sacaría una naranja, la partiría por la mitad y me diría: «Toma, come». He comido muchas naranjas en Israel; a veces, eran mi único alimento. Pero todavía no he recibido el pedazo que debía darme usted.

—¿Por qué no fue usted a verme? —pregunté a Yerujam.

—¿Me pregunta por qué no fui a verle? ¿Estaba usted allí? Cuando, presumiendo ante mis compañeros, dije que pensaba ir a verle, me anunciaron que se había ido al extranjero.

—Es verdad —suspiré—. Por aquel entonces yo vivía en Berlín.

—Estaba en Berlín, disfrutando de todos los placeres de la gran ciudad, mientras a nosotros nos había envenenado con el opio de Israel.

—¿Llama usted opio al amor a esa tierra? —exclamé mirándole fijamente—. No quiero discutir con usted, pero, dígame, ¿qué cree que debería haber hecho?

Yerujam me miró y dijo tranquilamente:

—Morirse, señor, morirse.

—¿Le estorba a usted mi vida?

—Si no le gustaba vivir allá, debió usted quitarse la vida…

—¿Quitarme la vida?

—… o desaparecer, o cambiar de nombre, para que nadie volviera a oír hablar de usted o…

—¿O qué?

—Tomar el hábito del exilio, ir de pueblo en pueblo, besando el polvo de países extraños, golpeándose el pecho y diciendo: «Yo atraje a mis hermanos hacia la tierra de Israel; estaba equivocado, no os dejéis seducir por mí».

—¿Dije yo a alguien que debía seguirme a Israel? —pregunté a Yerujam.

—¿Le cito algunas palabras suyas, por ejemplo unos versos que publicó poco antes de su marcha?

—¿Unos versos que yo publiqué…?

Yerujam se puso en pie, se irguió, se llevó ambas manos al corazón y empezó a declamar:

Amor sincero hasta la muerte.

Te juro por el santo Cielo

que cuanto por el mundo hallare

diera por Jerusalén, bendito suelo.

—¡Cállese, oh, cállese! —dije a Yerujam.

Yerujam no se calló, sino que siguió recitando:

A ti ofrezco santas fiestas,

mi espíritu, alma y vida.

Mis alegrías, mis Sábados,

despierto y en sueños te consagro.

—¡Cállese ya, hombre, cállese ya! —dije a Yerujam.

Yerujam, en vez de callarse, continuó:

Murallas altas, eternas,

vuestro Rey ha desaparecido;

mas mientras el tiempo exista

sueños de púrpura os envolverán.

—Si no se calla, me voy inmediatamente.

Lejos de hacerme caso, él siguió recitando:

Cuando, un día, yo baje a la tumba,

aunque todo el Reino de los Muertos se oponga,

en ti seguiré esperando,

¡oh, poderosa soberana de todas las ciudades!

—Me imagino que estos versos ya no le gustan —dijo Yerujam—. Su gusto se ha refinado y estas imágenes ya no le gustan. Pero yo le aseguro que si estos versos no son bonitos es por otra cosa: porque van directos al corazón y engañan al alma.

—Cuando usted llegó allí y no me encontró, ¿estaba por ello vacío el país? Yo no estaba, pero había otras gentes. ¿Acaso soy yo la tierra de Israel? Mucha gente de esta misma ciudad se encontraba ya allí y sin duda lo acogieron con afecto.

—Cierto —dijo Yerujam—; mucha gente de la ciudad había emigrado ya.

—¿Lo está usted viendo? Si yo no estaba, había otros mil tan buenos como yo.

—¿Otros mil como usted? —sonrió Yerujam—. Y quizá dos mil. De ellos, unos hicieron lo que usted: marcharse a otro sitio, otros se hicieron funcionarios, comerciantes o corredores de fincas.

—¿Y los que emigraron con usted? ¿Siguen siendo peones?

—Unos enfermaron de malaria o de otras cosas y murieron y sus restos están esparcidos por todos los cementerios del país, y los que no están muertos es como si lo estuvieran: hacen reverencias ante cualquier pequeño funcionario y mendigan su ayuda: «Por favor, ayúdeme a conseguir algún empleo, para poder comer».

—¿Y dónde están los que no murieron ni enfermaron?

—¿Dónde? En todas partes. En cualquiera de las cinco partes del mundo encontraría usted más que en Israel.

—Entonces, ¿su estancia en el país no le reportó ningún beneficio?

—Eso sí —respondió Yerujam—. Allí se aprende a valorar el trabajo.

Levanté la mano y exclamé:

—¿Y le parece poco?

—Pero el trabajo es duro —respondió Yerujam.

—¿Hay en el mundo algo que no lo sea? Pero volvamos al punto de partida. Usted me ataca a causa de mis himnos de alabanza al país de Israel. ¿Soy acaso el primero que los entona? ¿Acaso no han cantado a Israel todas las generaciones? Y no sé que a nadie se le haya ocurrido censurarlo. Pero las generaciones pasadas encontraron en Israel lo que decían los Libros y por eso amaban a la tierra y amaban los Libros que la cantaban; pero vosotros no pedís al país lo que pedían nuestros padres, ni lo que exaltan los Libros, ni siquiera lo que es el país; vosotros le pedís que sea como vosotros queréis y por eso os rechaza. Es un país que durante siglos y siglos se ha regido conforme a los deseos de Dios Nuestro Señor, no conforme a los deseos tuyos y de tus camaradas. Ahora me voy, Yerujam, no quiero hacerte perder tu jornal. El tema que hemos tocado no puede discutirse en un momento. Mañana seguiremos hablando de lo que hoy tenemos que dejar.