CAPÍTULO XVI

Las tumbas de mis antepasados

Un día, mientras me desayunaba, apareció una vieja, encorvada y envuelta en un manto, igual que mi santa abuela, sólo que mi abuela llevaba un hermoso manto y el de esta pobre mujer estaba muy deshilachado. Se me acercó y, después de besarme en el hombro y la rodilla, se echó a llorar.

Le pregunté quién era y por qué lloraba.

—¿Cómo no voy a llorar —me dijo— si la niña murió sin ver a su hijo convertido en hombre?

—¿Quién era la niña? —le pregunté.

—Su madre, señor. Yo era su ama. ¡No hay en el mundo corazón tan bueno como el suyo!

—Así pues, ¿es usted la Kaiserin[2]?

Ella movió la cabeza afirmativamente y sonrió.

Le pedí perdón por haberla llamado por el mote. (Había en nuestra ciudad una familia pobre cuyos miembros eran tan altaneros que todo el mundo les llamaba los Kaiser).

—¿Por qué me iba a molestar? Todos me llaman la Kaiserin y no me avergüenzo del nombre. Pero, dígame usted, ¿tengo yo algo de emperatriz? ¡Ay, Dios mío! Ojalá el destino de todos los enemigos de Israel fuese como el mío. Ahora, cuando el Kaiser ya no es Kaiser, ¿qué importancia tiene esto?

—¿No es usted la madre de Elimélek? —pregunté.

—Sí; soy la madre de Elimélek Kaiser. Pero mi hijo se ha marchado, dejándome sola. ¿No hubiera sido preferible que hubiera cogido un cuchillo y me hubiera matado? Dígame usted, señor, dónde está la justicia y la conciencia. Preocupándome por él cuarenta años y ahora va y me deja. Pero me consuela pensar que el Creador me ha conservado la vida para permitirme ver al hijo de vuestra madre. Aún recuerdo los momentos en que sus manitas, pequeñas y como de terciopelo, me acariciaban las mejillas. De manera que me será dado recibir grandes favores, como me fue dado sentir sus manos en mis mejillas. Y, después, cuando se hizo mayor, no se avergonzaba de mí. La víspera de las fiestas, solía llevarme a la habitación grande de la casa, me abría el armario y decía: «Freide, escoge un vestido. Toma unos zapatos». Y cuando yo me ponía el vestido, siempre caía una moneda de plata.

—Freide, si tuviera un vestido se lo daría —dije—; pero ya que no lo tengo, ¿puedo darle al menos una moneda de plata?

—¿Quién quiere plata? ¿No eran ricos los habitantes de esta ciudad? ¿Y de qué les sirvió? Su dinero se fue y ellos se quedaron pobres. ¿Para qué quiero yo el dinero? ¿Para comprar pasteles que no podría masticar, pues no tengo dientes? Me basta haber visto al hijo de vuestra madre. ¿Qué más quiero?

Volvió a besarme en el hombro y en la rodilla y se echó a llorar otra vez.

—No llore, Freide —le dije—. Muchos pájaros quisieron probar sus alas, levantaron el vuelo y, al final, volvieron al nido.

—¿Qué dice? Cuando mi hijo vuelva yo estaré ya bajo tierra y mis ojos, cubiertos de escombros, no volverán a verle.

—Todos hemos de morir —dije—. Y contra la muerte no existe ninguna hierba milagrosa.

—Si mi hijo estuviese aquí para cerrarme los ojos, estaría contenta. Pero manos extrañas me cerrarán los ojos y cuando son manos extrañas las que le cierran a uno los ojos, al muerto le duelen los ojos. Y si mi hijo vuelve y va a visitar mi tumba yo no podré verle porque me dolerán los ojos. Ya no veo bien estando en vida, ¿cómo voy a ver después de muerta, si me cierran los ojos sin amor?

—Pero usted tiene otros hijos, además de Elimélek —le dije.

—Cuatro hijos tenía además de Elimélek —contestó Freide—. Pero todos han muerto, tres en la guerra y uno durante los pogroms. ¿Para qué voy a contarle, hijo? Soy como un neumático desinflado a cuchilladas. ¿Quiere saber también cómo acabaron mis hijas? ¡Ay, mis pobres hijas, ellas tan limpias y puras! Eran hermosas como las hijas de un rey, pero su muerte fue peor que la de sus hermanos, pues sus hermanos murieron a espada y ellas murieron de hambre y de dolor. El Todopoderoso, alabado sea, ha sido conmigo más duro que con las demás mujeres de la ciudad. Me quitó a todos mis hijos y la gente aún me dice: «No llores, Freide». ¿Es que yo quiero llorar? Pero mis ojos lloran solos, se llenan de lágrimas y más lágrimas. Hasta cuando tendría que alegrarme, como ahora que le he encontrado, hijo, se me saltan las lágrimas. Aún le veo en brazos de su madre, que en paz descanse, jugando junto a su pecho como un pajarillo en un huerto de bayas. Yo le decía a su madre: «Ese niño va a ser algo grande», mi profecía se ha cumplido y debería alegrarme; pero ¿qué hacen mis ojos?, se llenan de lágrimas, como siempre. Y es que los ojos no son independientes, los ojos van ligados al corazón y el corazón, hijo, está lleno de amargura.

Freide bajó los ojos, los enjugó con una punta de su manto y volvió a llorar y a llorar sin descanso.

La hostelera trajo a Freide un vaso de té, para que se repusiera, y me dijo:

—El mismo día en que Freide se levantó del luto por sus dos hijos que habían muerto al mismo tiempo, nos enteramos de que su tercer hijo había caído también. Así es que Freide y sus dos hijas volvieron a sentarse para otros siete días de luto. ¿Y dónde estaban los otros hijos? Uno quedó sepultado y pudo salvarse y más tarde murió durante un pogrom. Y Elimélek estaba herido, en el hospital. Durante los siete días del luto, la hija mayor dijo a la más joven: «Nuestros hermanos han muerto en el frente; nosotras moriremos de hambre. Vamos al pueblo, quizás encontremos algo de comer antes que el hambre nos haga perder el conocimiento». Cogieron unos pañuelos y se fueron. Por el camino encontraron a un hombre en edad militar que les preguntó: «¿A dónde vais, chicas?». «En busca de pan», le respondieron ellas. «Pan no tengo —les dijo el hombre—. Pero si queréis pasas puedo daros un montón». Las llevó al cementerio, abrió una fosa y sacó un saco de pasas. «Tomadlas todas y rogad por el alma de un pecador», les dijo. Ellas cogieron el saco, agradecidas, y se dispusieron a volver a la ciudad. Pero apenas habían andado unos pasos, él las alcanzó y les dijo: «¿Es que no vais a darme ni siquiera un beso, desagradecidas?». Cuando ellas comprendieron lo que quería, tiraron el saco y trataron de escapar. Pero en aquel momento apareció un pelotón de soldados y, al verlos, el individuo, que era un desertor, tuvo miedo y huyó. Cuando los soldados vieron el saco de pasas, empezaron a jurar y a echar pestes: «Todo el mundo pasando hambre y los judíos comiendo almendras y pasas». Pero no tardaron en dejar las pasas y entonces se acercaron a las muchachas. Antes de que terminara aquel mes, la madre había enterrado a sus dos hijas, primero a una y luego a la otra.

Cuando Frau Sommer terminó su relato, Freide me miró y dijo:

—¿Qué dice usted de esa historia? ¿No es una hermosa historia?

Levantó la mano derecha y fue nombrando a sus hijos muertos. A cada nombre, doblaba un dedo, pero el pulgar lo dejó rígido. Luego levantó la mano izquierda hasta la altura de los ojos, agitó los dedos medio y anular, se levantó y quedó en silencio. Yo callé también. El Altísimo, alabado sea, me dejó en la estacada sin poner en mis labios ninguna palabra de consuelo para Freide.

Cuando la mujer se hubo marchado, se me ocurrió la idea de acercarme al cementerio. No es que pensara encontrar allí los libros de la escuela extraviados; fui como el que llega a la ciudad donde están enterrados sus padres y va a postrarse ante su tumba.

Nuestro cementerio se desborda en todas direcciones, cuesta arriba y cuesta abajo, y las tumbas se aprietan unas contra otras. «Aquí se ve todo lo que nos quitan y todo lo que nos dan». Lo que nos quitan nos lo dan, aquí, en el cementerio. Nos quitan a los vivos y nos dan a los muertos. Las tumbas se tocan unas con otras; no ocurre lo que en la ciudad, donde tantos huecos hay entre casa y casa. Por mucho que me pese, debo dar la razón a los de la vieja casa de oración que abandonaron la ciudad, pues el cementerio está lleno y no hay lugar para más tumbas.

Voy vagando entre las sepulturas, sin pensar en nada en concreto. Pero mis ojos, emisarios de mi corazón, miran y ven. En ellos manda el corazón y en el corazón manda Aquel que da la vida y la muerte. Unas veces manda observar a los vivos, y otras veces a los muertos.

Juntos yacen los que murieron antes de la guerra, los que murieron durante la guerra y los que murieron después de la guerra, como si nada separase a unos de otros. Cuando todavía vivían, unos pensaban con nostalgia en los tiempos pasados que no volverían y otros esperaban los que habían de llegar. Ahora que están muertos se ha desvanecido por igual la nostalgia de unos y la esperanza de otros.

El alcance de los ojos es limitado y nadie puede ver más allá de donde llega su mirada. Y aunque bajaras tus propios ojos más y más, aún tendrías delante a los muertos y los verías perfectamente.

En el viejo cementerio se recorta a lo lejos el mausoleo de Saddiq[*], sin tejado, las paredes torcidas y a punto de derrumbarse. Dentro de un par de generaciones esa ruina en nada se asemejará a un monumento funerario y nuestros descendientes nunca imaginarán que allí está enterrado un gran rabino y él mismo habrá olvidado ya que ostentó tal dignidad en esta ciudad. Antes de morir prometió a sus conciudadanos protegerlos de la catástrofe que les amenazaba. ¿En qué quedó su promesa? Cuando los justos se van y suben al Cielo su pensamiento se aparta de nosotros, pues a los ojos de los santos los hombres deben de parecer muy pequeños y sin duda creerán que no merece la pena interceder por seres tan insignificantes. Ved, si no, cuántas veces nos prometieron los justos no descansar hasta enviarnos al Redentor; pero una vez se fueron olvidaron sus promesas. Seguramente, algunos las olvidaron porque les resultaría difícil perderse aunque sólo fuese una hora del estudio de la Torá tal como se realiza en el Paraíso; a otros debe encomendárseles la explicación de la Torá a los justos, para impedir que, ante sus insistentes súplicas, nos sea enviado el Mesías. Sea como fuere, lo cierto es que los vivos lo pasan bastante mal.

No entré en el mausoleo del rabino; tenía mis motivos para ello; había oído decir que al cabo de un número de años después de su muerte, los grandes santos no volvían ya a su tumba. Me encaminé hacia donde se hallaban mis difuntos, visitando primero a los familiares más lejanos y después a los más próximos, a fin de que aquéllos pusieran sobre aviso a mis padres para que mi visita no les produjera una impresión demasiado viva.

A mucha gente no le gusta visitar la tumba del padre y de la madre el mismo día y tienen razón, pues cuando me acerqué a la tumba de mi madre mis ojos estaban secos, y mi vista, clara, y luego al pasar a la tumba de mi padre, lo veía todo borroso.

No estaba presente cuando enterraron a mi padre ni cuando pusieron la lápida en su tumba. Grabados en la piedra estaban unos versos míos, mas no se veían las lágrimas que derramé al componerlos; ahora, las lágrimas no me dejaban ver los versos.

Han pasado catorce años desde la muerte de mi padre y, no obstante, la lápida está como nueva. Y muy cerca, sobre la misma tumba, hay otra lápida que pertenece a un viejo profesor de la Torá, compañero de mi padre. ¿Qué podían hacer los de la ciudad? Cada muerto exige una tumba y una lápida y este viejo había pedido que se le enterrase al lado de su amigo, y como no había sitio para la lápida, la colocaron encima de la tumba de mi padre. Mi hermana me contó que a menudo se le aparece en sueños nuestro padre, con la mano sobre el corazón, como si algo le oprimiera.

A la vuelta del cementerio, encontré a Yerujam Freier, sentado en el suelo, arreglando el camino.

—¿Qué estás arreglando? —le pregunté—. ¿Arreglas el camino que lleva del cementerio a la ciudad o el que lleva de la ciudad al cementerio?

Yerujam levantó la cabeza pero no contestó.