CAPÍTULO XV

La llave perdida

Ayer estaba contento, me sentía dueño del mundo y hoy estoy triste como el que ha perdido su mundo. ¿Qué ha pasado? Cuando quise entrar en la casa de enseñanza, no pude encontrar la llave. «Quizá la dejé en el hotel al ponerme el abrigo», pensé. Volví al hotel, pero no la encontré. «Quizá la perdí por el camino», pensé. Hice de nuevo todo el recorrido, pero no la vi.

Me quedé ante la puerta de la vieja casa de oración. En un momento, cruzaron por mi cerebro mil pensamientos y uno era éste: la capilla existe y yo estoy fuera y no puedo entrar porque he perdido la llave. ¿Qué hace uno para entrar? Uno derriba la puerta.

Pero aquella puerta era más fuerte que yo. A pesar de todos mis esfuerzos, no conseguí abrirla. Cuando nuestros padres construían escuelas y capillas, las dotaban de gruesos muros, recias puertas y fuertes cerraduras. Y cuando la puerta se cerraba sólo podía abrirla el que tuviera la llave.

Los del hotel advertían mi disgusto, mas no decían nada. La ayuda del prójimo consiste, por lo general, en suspiros y cada cual necesita los suspiros para sí.

Por lo que puedo observar, mis hosteleros no tienen motivos para quejarse. Tienen la casa llena desde hace días y, en lugar del viejo que vino para el proceso y que no les producía ningún beneficio, se aloja ahora en la casa un viajante de comercio, un hombre joven que come y bebe mucho, que vive y deja vivir.

El viajante, sentado ante una jarra de cerveza, bromea con Babtsche, a la que él llama Babette.

—¿Y cuál va a ser el final? —le preguntó el viajante—. ¿Cuál va a ser el final de esta historia?

—¿De qué historia? —preguntó Babtsche, con extrañeza.

—De la historia que no ha sucedido todavía.

Babtsche soltó tal carcajada que le temblaron las caderas.

—¿Y quién va a pagar por la música?

—Esa historia no necesita música.

Babtsche le dio un manotazo en los dedos, profirió un «ja, ja, ja» y le echó el humo del cigarrillo a la cara.

—No le hubiera costado mucho más darme un beso en los labios, señorita —dijo el viajante.

—Querrá decir en el bigote.

—Es una lástima que no tenga bigote.

—Pues ya puede esperar a que le llegue hasta los pies —dijo Babtsche.

El viajante hizo «ja, ja, ja».

—Lo único que el señor sabe decir es: «ja, ja, ja». —Babtsche puso los brazos en jarras y le hizo burla—: «Ja, ja, ja».

—¡Babtsche! ¡Babtsche! —gritó la madre desde la cocina—. ¿Puedes traerme la sal?

—¿No prefieres que te lleve el azúcar? —replicó la hija.

—¿Quiere que juguemos una partida de cartas? —dijo Dolik al viajante.

—¿Qué te ha dado de repente? —preguntó Babtsche.

—¿Qué otra cosa podemos hacer más que jugar a las cartas? —dijo Dolik—. Nosotros tenemos las cartas, y vosotras, los chicos.

—Si te refieres al señor —dijo Babtsche—, debes saber que tiene esposa e hijos.

Lolik entró en la habitación y vio a Raquel sentada con expresión melancólica.

—¿Te has enterado del rumor que corre por toda la ciudad? Yerujam…

Antes de que él pudiera acabar la frase, Raquel, muy pálida, le apremió:

—Di, ¿qué ha pasado?

—¿No te has enterado? Voy a decírtelo: Yerujam se ha peinado el mechón de la frente hacia la derecha.

Volvamos a lo nuestro. La llave había desaparecido y yo no podía entrar en la escuela. Dolik dijo:

—Si una puerta no se abre, uno coge un hacha y la derriba.

—¡Santo Dios! —exclamó Krolka—. ¿Puede hacerse eso en una casa de oración?

—En las vuestras no —dijo Dolik con desdén—; pero en las nuestras sí se puede.

Krolka, tapándose la cara con el delantal, dijo:

—No le escuche, señor, no le escuche.

Desde que la vieja sinagoga se ha cerrado para mí, no sé qué hacer durante todo el día. Antes de perder la llave, acostumbraba a ir a la plaza del Mercado, para hablar con la gente, o me iba a pasear por el bosque o los campos. Desde que he perdido la llave, me encuentro a disgusto en todas partes: si salgo, no encuentro fuera ninguna distracción, y si vuelvo a casa no encuentro en ella nada que me distraiga. Pero no me dejé vencer por el mal humor: continuamente buscaba nuevos caminos, tanto para el paseo como para la búsqueda de la llave. Mis piernas acabaron por acostumbrarse a andar. Pero a mi mente le costaba trabajo acostumbrarse. La mente me pesaba y mis piernas tenían que esforzarse por llevarla.

Todos los días realizaba una minuciosa búsqueda en mi habitación. No quedaba lugar en que no hubiese mirado. Sabía que todos mis esfuerzos eran en vano y, sin embargo, buscaba y buscaba. Fui a la sinagoga un sinnúmero de veces. ¿Esperaba que el Señor, alabado sea, hiciera un milagro y me abriese la puerta? Hasta miraba en el montón de libros inservibles que había en el patio delantero, pues cuando, de niño, iba a la escuela por la mañana temprano y a última hora de la tarde, solía esconder allí la llave para que si llegaba alguien antes que yo pudiera encontrarla.

Un día vi a Daniel Bach. Apoyándose en su pata de palo, me dijo:

—¿Por qué no hace lo que yo? Cuando pierda una llave, mándese hacer otra.

¡Pensar que a nadie se le había ocurrido una cosa tan sencilla!

—Le mandaré a un cerrajero que podrá hacerle otra llave.

¡Qué largos se me hacían los días mientras esperaba al cerrajero! Cada vez que entraba en la casa alguien a quien no conocía, me precipitaba a su encuentro. Si resultaba que no era el cerrajero, me parecía que el desconocido había querido burlarse de mí.

Pero si no sabía dónde vivía el cerrajero, sí sabía dónde encontrar a Daniel Bach: en la casa de al lado. Nada me hubiese costado ir a preguntarle dónde vivía el cerrajero. ¿Por qué no lo hice? Porque todavía estaba tratando de hallar la forma de entrar en la sinagoga, todavía me preguntaba si no habría algún hueco por el que pudiera colarme. Pero el viejo caserón era inexpugnable. Cuando nuestros antepasados construían una casa para la enseñanza, ponían especial cuidado en que no tuviera ningún punto vulnerable.

Volví a pensar en los libros que quedaban en nuestra vieja escuela: eran sólo unos pocos de los muchos que hubo en otro tiempo. Mientras la llave estuvo en mis manos, pude entrar y aprender en ellos. Ahora, habiendo perdido la llave y el acceso al estudio, ¿a quién servirían los libros?