Entre hermanos y amigos
El primero de los tres días que preceden a la fiesta de Pentecostés[*] (el Día de las Limitaciones), entraron dos jóvenes en la sinagoga. Ver a un joven en la sinagoga era ya algo excepcional, y ahora entraban dos a la vez. Tengo la impresión de que desde mi llegada ni uno solo había puesto los pies en la sinagoga. Se acercaron a mí, me saludaron y me dijeron que estaban allí por mi causa. ¿Hasta qué punto por mi causa? Había en un pueblo cercano a la ciudad un grupo compuesto por seis chicos y dos chicas que habían abandonado el negocio paterno y se dedicaban a cultivar la tierra, para prepararse para trabajar en la tierra de Israel. Vivían del trabajo de sus manos, en el campo y en el establo. Y como habían oído decir que yo venía de la tierra de Israel, me rogaban que les visitara durante la fiesta.
En aquellos momentos yo estaba enfrascado en el estudio y pensé: «No les basta con interrumpirme; quieren obligarme a ir con ellos». Los miré con aires de gran señor ofendido.
Los muchachos bajaron los ojos y guardaron silencio. Por fin, uno de ellos, llamado Zví, armándose de valor, me dijo:
—Pensamos que como usted viene de Israel le gustaría ver a chicos y chicas trabajar la tierra.
—Amigo mío —respondí—, ¿qué historias son ésas de que os estáis preparando para ir a trabajar a Israel? También Yerujam se preparó, pasó allí varios años, ¿y qué ha sido de él? Ha vuelto de allí renegando de la tierra y de la gente.
—Si se refiere a Yerujam Freier —repuso Zví—, tiene motivos para mostrarse irritado pero hubo otro Yerujam, Yerujam Bach, que cayó por defendernos. Supongo que a ése no tiene nada que reprocharle. Si a nosotros nos está reservado el mismo fin, humildemente aceptamos lo que el Altísimo disponga.
Estrechando la mano de Zví, dije entonces:
—¿Cuándo queréis que vaya a veros?
—En cualquier momento —respondieron ellos al unísono.
—Puesto que me habéis invitado para el día de la Fiesta, ese día iré.
La víspera de la Fiesta, a mediodía, tomé un coche para dirigirme al pueblo. Todavía no había llegado a casa de mis conocidos cuando todo el pueblo estaba enterado ya de que los jóvenes judíos iban a recibir una visita. Unos echaron a correr delante de mí, para darles la noticia, mientras otros subían al coche, para indicarme el camino.
En una casa de campo —tal vez sería más apropiado llamarla choza— vivían los seis jóvenes y las dos muchachas. La casa estaba semiderruida y su mobiliario se componía, en su mayor parte, de fragmentos de muebles. Todos los campesinos de todos los pueblos viven en casas ruinosas, pero en ésta la juventud de sus ocupantes era ornato de paredes y muebles.
Para la santificación de la Fiesta, los jóvenes habían dejado el trabajo dos horas antes del anochecer, por lo que no pude verlos en el campo. Pero vi a sus compañeras en el establo, ordeñando las vacas. Hacía mucho tiempo que no veía a una muchacha, y mucho más que no veía una vaca, y ahora, de pronto, vi a ambas a la vez.
Los jóvenes me presentaron al dueño de la casa, un campesino de unos cincuenta años, de pelo lacio, recortado sobre la frente, y cara color de arcilla. El campesino me miró con gesto de mal humor y dijo a los muchachos:
—Ése no es de los vuestros.
—¿Qué quiere decir? —pregunté al hombre.
—¿Van ellos tan elegantes? —dijo él, señalando mi traje—. El que trabaja no tiene ropa tan bonita.
—¿Y quién le dice a usted que yo no trabajo?
Él se rascó la cabeza y dijo:
—Puede que trabaje y puede que no; de todos modos, su trabajo no es trabajo.
—Cada cual trabaja a su manera —le dije—. Usted trabaja a la suya y yo a la mía.
El campesino puso ambas manos sobre la rodilla, miró fijamente el suelo y respondió:
—Será lo que usted dice; pero no todos los trabajos son igual de útiles. Los jóvenes se sonrojaron al oír que el dueño de la casa ofendía así a su invitado. Empezaron a explicarle la gran importancia que tenía mi trabajo y lo mucho que el mundo lo necesitaba. El campesino volvió a rascarse la cabeza y dijo:
—Todos los días viene alguien a decirme lo que el mundo necesita. Pero yo os digo que lo que el mundo necesita es que se saque pan de la tierra. Pan, señor, pan de la tierra.
El sol iba a ponerse. Las muchachas salieron del establo y se fueron a su habitación, para lavarse y ponerse el traje de las fiestas. Prepararon la mesa y encendieron las velas. Los jóvenes se fueron a la fuente y se lavaron. Entramos en la habitación y recibimos la Fiesta con oraciones. La brisa nos traía el aroma de los campos y de los prados, que ahogaba el olor de los cerdos que se oían gruñir en las casas vecinas.
Al terminar la oración de la Fiesta, dijimos la bendición del vino, trajimos pan, lo bendijimos y comimos todo lo que nuestras compañeras habían preparado. Entre plato y plato, ellas cantaban dulces canciones y yo les contaba alguna cosa de la tierra de Israel.
Las noches de las fiestas de Pentecostés son cortas. Nuestros compañeros deseaban seguir escuchando la Historia de la tierra de Israel, pero la noche ya se nos había ido. Rezamos la oración de la mesa, nos levantamos y nos fuimos a la pequeña ciudad vecina, para tomar parte en la oración común y escuchar la lectura de la Sagrada Escritura.
Anduvimos por caminos difíciles y tortuosos, entre campos de trigo y calabazas, huertos y bosques. Este mundo que yo creía muerto a cada hora de la noche, bullía en mil actividades. El cielo derramaba rocío, la tierra hacía crecer hierbas y las hierbas exhalaban aroma. Entre cielo y tierra resonaban los gritos de los pájaros nocturnos que dicen cosas que no todos los oídos entienden. Pero los oídos del cielo entienden y contestan desde arriba. Y aquí abajo, entre nuestros pies se arrastran pequeños animalitos que el Padre Eterno ha reducido a vivir entre el polvo, pero a los que vigila con ojos bondadosos para que no sean pisoteados. Mientras caminábamos, empezó a clarear. Apareció la ciudad entre franjas de niebla blanca que se separaban y volvían a juntarse, cubriéndola de nuevo, hasta que finalmente se disiparon y los tejados de la ciudad se ofrecieron a nuestros ojos como en un lienzo de cuadros multicolores. Las horas buenas que goza el hombre son escasas. Aquélla fue una de ellas. Finalmente, la ciudad y todo lo que en la ciudad había desapareció tras una bruma blanca. Cantaron los gallos y los pájaros empezaron a trinar, para anunciarte que todo se desarrolla como es debido y que Aquél que en su bondad renueva todos los días la Creación del mundo, también hoy creó su mundo de nuevo. Y una luz nueva empezó a brillar. Y también el bosque, que hasta entonces permaneció sumido en la oscuridad, surgió de ella y mostró todos sus árboles. Y todos los árboles y todas las ramas de los árboles estaban brillantes del rocío de la noche.
En cada casa se anunciaba la mañana de la Fiesta, y también las calles de la ciudad dejaban adivinar que aquél era un día señalado para los judíos, en el que no podían, como en los otros días, salir a pasear y hacer ruido. Cuando entramos en la capilla la comunidad rezaba la oración de Musaf[*] y en aquellos momentos se estaba reuniendo el número de orantes necesario para iniciar una nueva oración. La capilla estaba adornada con ramas y hierbas y olía como el bosque.
Los que pertenecían a los descendientes de Aarón hacían las veces de oficiantes y cantaban la bendición al estilo de Schlaf-Kratzel, como el que está a punto de ser vencido por el sueño y trata de mantenerse despierto. También a los ojos de los demás fieles seguía la noche presente en los ritos. Ellos terminaron sus rezos y nosotros iniciamos el nuestro.
El recitador entonó «Mucho Amor» según la forma especial de la fiesta de Pentecostés y se detuvo en el verso: «Y observar con amor todos los Mandamientos de tu Ley». Y cuando llegó al verso: «Ilumina nuestros ojos con tu Doctrina» parecía el que vaga en solitario por la noche y suplica al Padre Eterno que se apiade de él y le saque de las tinieblas.
Aún más hermosa era le melodía de los «Introitos» y más aún la lectura de la Sagrada Escritura. Era ésta una ciudad pequeña que los cantores no visitaban y por eso se conservaban en ella las antiguas formas de canto en toda su pureza, sin influencias extrañas. Terminadas las oraciones, salimos a la calle. Las casas eran todas pequeñas y bajas. Los tejados de algunas llegaban hasta el suelo y en parte eran de paja. En algunas ventanas se veían flores de papel verde, en recuerdo de la estancia del pueblo al pie del monte Sinaí, de acuerdo con la costumbre de nuestros antepasados en honor de la fiesta de Pentecostés.
A las puertas de las casas salían las mujeres y miraban a los chicos que sembraban y cosechaban como los cristianos y venían a orar como los judíos. Una de las mujeres, señalándome con el dedo, pronunció el nombre de la tierra de Israel. Mis compañeros se alegraron y dijeron que ahora que habían visto a alguien de allá, ya no podrían seguir designando a la tierra de Israel como una quimera. En las grandes ciudades, a las que llegan con regularidad enviados de la tierra de Israel, se les mira con cierta indiferencia; pero en una pequeña ciudad que nunca ha visto a nadie de allí, se impresionan hasta de alguien como yo.
Numerosos ciudadanos judíos nos invitaron a comer. Pero nuestras dos compañeras se opusieron a que fuéramos, pues nos habían preparado un gran banquete y querían que volviéramos a casa con apetito, para hacerles los honores.
La mayor parte de la ciudad nos acompañó, para oírme hablar de la tierra de Israel. A fin de dar una satisfacción a los viejos, les hablé del «Muro de las Lamentaciones», de la cueva de Makpelá[*], de la tumba de Raquel, de la cueva del profeta Elías, de la tumba de Simón el Justo, de la fiesta de Lag be-Omer[*] en Merón y otros santos lugares. ¡Qué les contaría y qué no les contaría! Que el Cielo me perdone si exageré un poco o si hermoseé los detalles, pero no lo hice para glorificarme a mí mismo, sino para glorificar a la tierra de Israel. Está mandado ensalzarla incluso cuando se encuentra asolada, a fin de que sea grata al pueblo de Israel, para que piense lo que allí perdió y vuelva a buscarlo, arrepentido.
Mientras les hablaba, me dijo uno viejo:
—¿Ha estado también en Tel-Aviv?
—Ha hecho usted una gran pregunta, señor. Estuve en Tel-Aviv cuando aún no existía Tel-Aviv, cuando Tel-Aviv era un desierto de arena, refugio de zorros, chacales y salteadores de caminos. Desde lo alto de mi cuarto de Nevé-Sédek dominaba aquel desierto de dunas, sin sospechar que un buen día se construiría allí una gran ciudad para Dios y para los hombres. Y de pronto empezaron a llegar judíos, judíos como ustedes y como yo, que convirtieron el desierto en un lugar habitado, un refugio de chacales en una preciosa ciudad, de más de cien mil habitantes. Amigos y hermanos, ni en sueños habéis visto nunca una ciudad como aquélla. Uno anda por la calle, sin saber de qué maravillarse más, si de las altísimas casas o de los albañiles, de los camiones llenos de mercancías o de los cochecitos en los que las hijas de Israel pasean a sus niños; si del ancho mar que rodea la ciudad o de los jardines; si de las tiendas llenas de cosas bonitas o de los letreros escritos en hebreo. No crean que sólo hay letreros en hebreo en las tiendas que venden filacterias y mantos; os aseguro que no hay en todo Tel-Aviv una sola tienda que no tenga letreros en hebreo. Así es Tel-Aviv, como el atrio de una gran sinagoga. Tel-Aviv, el atrio de Israel, y Jerusalén, la gran sinagoga desde la que se elevan todas las oraciones de Israel.
Y al hablar de Jerusalén sentí un calorcillo en el pecho y empecé a cantar sus alabanzas. ¡Lo que les contaría y lo que no les contaría! Pero ¿es que se puede describir toda la majestad de Jerusalén? Una ciudad escogida por el Santísimo, alabado sea, para su morada, ¿puede un hombre nacido de mujer pintarla en todo su esplendor?
Observé a mis oyentes. Todos me miraban con gran simpatía. Nunca soñaste un auditorio tan amable. De ello puede sacarse la conclusión de que el amor de Israel va a ser muy grande cuando alcance a ver con sus propios ojos el consuelo. Si escuchar les causa tanto goce, ¿cuál será su alegría al verlo?
Una y otra vez paseé la mirada por mi auditorio. En primer lugar, porque da gusto mirar a Israel. Y, en segundo lugar, porque deseaba recrear mis ojos en la imagen de aquellas buenas gentes.
Uno de ellos tradujo en palabras su admiración:
—¡Maravilla sobre maravilla! Reyes y príncipes arrasan ciudades y países y los judíos se levantan y construyen una ciudad.
—Dice el Talmud —les dije—: «Nadie se separe de sus camaradas sin una palabra de la Doctrina y todos le recordarán por ella». Ya que tengo que separarme de vosotros, voy a deciros esa palabra. Dice el Talmud: «Una y otra vez el hombre debe fijar su residencia en un lugar que no haya sido habitado antes; pues la brevedad de su estancia hace que sus pecados sean pequeños». ¿Por qué os digo esto? Si alguien os dijera: «Las gentes de Tel-Aviv son negligentes en el cumplimiento de los Mandamientos (no lo permita Dios)», responded entonces vosotros: «Sus pecados son pequeños».
Y habiendo dicho esto les estreché la mano a todos y me despedí de ellos con gran cordialidad. Ellos me acompañaron. No sé si hablábamos mientras caminábamos. Quizás hablábamos y quizá callábamos. Si el corazón está lleno, la boca habla. Si el alma está llena, los ojos se enturbian y la boca calla.
Por fin nos separamos; ellos volvieron a su ciudad y nosotros seguimos hacia el pueblo. La tierra que el Señor, alabado sea, ha dado a los hombres está llena de fronteras. No basta que haya levantado una frontera entre la tierra de Israel y la Diáspora; la Diáspora está dividida, a su vez, en muchas pequeñas dispersiones, y aunque Israel se reúna de vez en cuando aquí o allá, finalmente tiene que volver a dispersarse.
Caminaba en silencio detrás de mis amigos, recordando que, cuando era niño, solía pedir al Altísimo, alabado sea, que me revelara una invocación mediante la cual pudiera uno trasladarse a la tierra de Israel. Este mismo deseo albergaba ahora, pero no para mí, sino para todos los que estaban cansados de vivir dispersos, esperando.
Uno de nuestros compañeros dijo:
—No debimos mostrarnos tan desdeñosos cuando nos invitaron a la bendición del vino.
—Al contrario —repuso otro—. Debimos volver inmediatamente que terminó la ceremonia religiosa. Desde la noche de Pascua, no hemos tomado una comida completa, y después del trabajo que han tenido nuestras compañeras para prepararnos una buena comida, lo lógico es que comamos en casa.
Y entonces descubrieron algo que ellas habían mantenido en secreto. No habían preparado una comida, sino dos, una a base de leche y otra a base de carne, una para el primero y otra para el segundo día de la Fiesta y, además, un gran pastel de queso, con mantequilla y pasas.
Salió el sol, iluminando la tierra. El hambre empezó a roernos. Apretamos el paso, para llegar pronto a casa.
Llegamos al pueblo y entramos en la casa. Las muchachas pusieron la mesa rápidamente y ocupamos nuestros lugares.
—Hicieron muy bien nuestros patriarcas al disponer que hoy se dijera únicamente una breve bendición del vino —dijo uno—. Especialmente, cuando a uno le espera un pastel de queso.
—¿Por qué nos hacen esperar tanto esas chicas? —dijo otro, levantándose y yéndose a la cocina. Al cabo de unos minutos, todos se habían ido a la cocina.
Yo me quedé solo, sentado ante la mesa puesta. El hambre empezó a molestarme, de modo que encendí un cigarrillo. Entonces volvieron ellos, con caras largas. Saltaba a la vista que no había sucedido nada bueno.
¿Qué había sucedido? Cuando las muchachas entraron en la cocina encontraron el aparador abierto, con la cerradura rota y en su interior no había vino que bendecir, ni pasteles, ni guisos, ni siquiera una rebanada de pan. Mientras estábamos en la ciudad, entraron malos vecinos y se llevaron todo lo que las muchachas habían guardado para la Fiesta.
¿Qué hacer? Una de las muchachas se fue en busca del dueño de la casa, para pedirle algo de comer. Encontró la puerta cerrada. Fue luego a casa de otro campesino, pero tampoco estaba. Todas las casas estaban vacías. Y es que daba la casualidad de que aquel mismo día se encontraba en uno de los pueblos vecinos el arcipreste de Szybuscz y todo el pueblo había acudido a oír su sermón.
A las muchachas se les ocurrió entonces ir al establo y ordeñar las vacas. Pero las vacas habían salido a pastar y no quedaba en la casa ni una gota de leche. Pensaron hacer té. Pero en la casa no quedaba ni un dedal de té. La misma mano que se había llevado la comida se llevó también el té y el azúcar. ¿Qué hacer? Cogieron las hojas de la víspera que habían quedado en la tetera y prepararon el té con ellas.
Hacia el anochecer, volvieron los campesinos y volvieron las vacas de los pastos. Las campesinas se apiadaron de nosotros y nos dieron lo que pudieron. Nos sentamos a la mesa, comimos y bebimos. No fue una comida suculenta, pero la alegría no fue poca.
Al terminar el primer día de las fiestas, dije a mis amigos:
—Iré a la ciudad y os traeré pan, té, azúcar y todo lo que haga falta para preparar la cena.
—¡Dios nos libre! —dijeron ellos, consternados.
—Yo soy de la tierra de Israel y pienso volver a ella, de modo que para mí no valen dos días de fiesta.
—¿Y qué pensará la gente? —dijeron ellos.
Después de comer y rezar las oraciones, los jóvenes deliberaron entre sí y decidieron que dos de ellos irían a la ciudad a buscar comida. Estuvieron una hora para ir, una hora en la ciudad y una hora para volver, y volvieron con pan blanco, mantequilla, queso, sardinas, té, azúcar, una botellita de vino y dos velas. Rezamos la bendición del vino y cenamos. Los jóvenes y las muchachas cantaron dulces canciones y yo les conté Historias de la tierra de Israel, hasta el amanecer del segundo día de fiesta.
Nos disponíamos a ir a la ciudad, para rezar en la capilla y escuchar la lectura de la Sagrada Escritura, cuando uno del grupo dijo:
—No podemos irnos todos, pues podría suceder lo de ayer. Unos irán a la ciudad y los otros se quedarán, guardando la casa.
A unos resultaba difícil renunciar a la oración en común y a escuchar la Sagrada Escritura, y a otros ver la pena de sus compañeros que tenían que quedarse en el pueblo.
—Marchaos todos y dejadme —les dije—. Yo soy de la tierra de Israel y debo ceñirme las filacterias y no puedo hacerlo en público.
—¿Quiere que nos marchemos, dejando aquí a nuestro invitado? —dijeron ellos.
—¿Y qué otra cosa podéis hacer?
Uno de ellos se puso rápidamente en pie, cogió el libro de rezos de las fiestas y empezó a rezar. Todos se levantaron, cogieron sus libros de las fiestas y rezaron. Ellos rezaron la oración de las fiestas y yo recé la oración de diario. Me ceñí las filacterias y recé con el libro de diario y ellos rezaron con el libro de las fiestas.
Después de la oración, las muchachas pusieron la mesa y comimos. No había carne, ni pescado fresco, ni ningún plato de fiesta. Los jóvenes lo tomaron a broma y a las sardinas le llamaban «el pescado», al pan le llamaban «carne»; a la mantequilla, «compota»; al queso, «pasteles», y al té, «vino», pues había traído azúcar de la ciudad y nos endulzamos el té con azúcar. De vez en cuando, los jóvenes y las chicas cantaban una dulce canción y yo les contaba alguna cosa de la tierra de Israel. Vinieron campesinos y campesinas y se pararon ante la ventana y, señalándome con el dedo, decían:
—Ése ha estado en Jerusalén y en Palestina.
Palestina y Jerusalén son para ellos dos lugares distintos. El que ha estado en uno de ellos goza ya de cierta estima a sus ojos; el que ha estado en los dos lugares, mucha más.
Así estuvimos hasta el atardecer y llegó la hora de la oración de la tarde. Yo recé la oración de diario y ellos la de las fiestas. Y después de la oración bailamos y cantamos: «Nos has escogido entre todos los pueblos». Y así hasta que acabó el día y los árboles y los arbustos se envolvieron en la sombra.
El día tocaba a su fin y las sombras de los árboles y de los arbustos se alargaban hacia el Este. Yo no soy un sentimental, pero en aquellos momentos pensé: «Los árboles y los arbustos, que pertenecen al mundo inanimado, se vuelven hacia el Este, y yo, que estuve en el Este, he venido aquí». Me levanté, me acerqué a la ventana y miré afuera. Por el jardín delantero se arrastraba un animalito, un erizo, que llevaba unas briznas de hierba prendidas en las púas para regalarse con ellas, o quizá para ofrecérselas a su compañera. Mientras, desde la ventana, contemplaba los campos, salió la luna e iluminó la ventana. Nos pusimos en pie y rezamos la oración de la noche. Después de la ceremonia para separar la fiesta del día laborable, los jóvenes se repartieron el trabajo del día siguiente.
Pasé con mis amigos los dos días de fiesta y el día siguiente. Los vi en la casa, en los campos y en el establo. ¡Que Dios les dé fuerzas para soportar la prueba todos los días y a todas horas; pues mientras jóvenes como ellos pasan el tiempo en la ociosidad, ellos resisten el sol, el viento y la lluvia! Mientras sus padres les reprochan duramente que hayan abandonado la tienda para irse a trabajar al campo, ellos redoblan sus esfuerzos para arrancarle pan al suelo. Supe que los incircuncisos los elogiaban. Varios campesinos me dijeron que aquellos jóvenes no rehuían las fatigas, por grandes que éstas fueran, y que realizaban absolutamente todos los trabajos, incluso aquellos que los mismos campesinos procuraban evitar.
Poco después de la puesta del sol, tomé el coche y volví a la ciudad. Los jóvenes y las muchachas me acompañaron hasta las afueras del pueblo y uno de ellos, Zví, vino conmigo a la ciudad para comprar provisiones.
Cuando me separé de ellos, me pidieron que escribiera sus nombres en mi cuaderno de notas, para que me acordase de ellos cuando nos encontrásemos en la patria.
—Hermanos —les dije—, no necesito cuaderno de notas, pues os llevo a todos en el corazón.
Zví, el que viajaba conmigo, hacía honor a su nombre que en hebreo quiere decir «ciervo», y era osado y simpático. Un muchacho encantador, de hermosos ojos y entendimiento agudo y despierto. Por el camino me dijo:
—No pienso quedarme aquí mucho tiempo. ¡Lástima de los días que tengo que pasar en el extranjero!
—¿Tiene ya el permiso de inmigración? —le pregunté.
Él sonrió y respondió:
—Yo soy mi propio permiso de inmigración.
Por causa que desconozco, no le pregunté cuál era el significado de sus palabras.