El hombre nuevo
Al salir encontré a un hombre de unos cincuenta años, bien vestido, con una barbita bien recortada y ademanes estudiados y mesurados. No suele uno ver en Szybuscz a hombres como aquél. A primera vista, parecía un representante de la organización «Misrají[*]» a quien el azar hubiera traído a la ciudad; pero por la seguridad de sus movimientos se veía que era de aquí.
Me tendió la mano y me dirigió el saludo hebreo: Shalom[*], pero en seguida rectificó y dijo: «Buenos días» para que no lo tomara por un sionista.
—Es para mí un gran placer conocerle personalmente —me dijo, restregándose las manos con alegría. Y prosiguió—: ¿No me conoce? Cuando le diga cómo me llamo, sabrá quién soy.
Así se me presentó Pinjás Aryé, al que ya hemos mencionado, un gran representante del movimiento «Agudá Yisrael», en cuyos periódicos escribía, y que, con motivo de las Fiestas, había venido con su esposa a la ciudad, para visitar a sus padres.
En seguida inició la conversación, explicándome no sé qué. Iniciaba todas sus observaciones tímidamente, como si no estuviera muy seguro de lo que decía; pero inmediatamente ponía una especie de acompañamiento, para subrayar sus palabras, para que no te quedara la menor duda: es así y no se hable más. Es como el que va a cascar una nuez y la golpea primero con suavidad y, cuando la tiene bien sujeta, le descarga un martillazo con todas sus fuerzas.
El frío del invierno había pasado ya y el aire era tibio. Yo iba caminando al lado de Pinjás Aryé. Unas veces me daba la derecha y otras veces la izquierda. Hablaba sin interrupción y sin darse cuenta de que yo permanecía mudo. Tal vez sí se daba cuenta y no le importaba. De pronto, poniéndome la mano en el hombro, me dijo:
—A pesar de todo, usted es uno de los nuestros.
No sé si lo creía realmente o se imaginaba hacerme con ello un cumplido. Desde aquel día, mientras estuvo en la ciudad, paseamos juntos.
La primavera se manifestaba en la tierra y el suelo estaba amable y risueño. El cielo, que durante meses estuvo cerrado por las nubes, iba aclarando poco a poco y las nubes se juntaban y volvían a separarse despacio, como hacen las nubes cuando arriba reina la paz. También abajo, esto es, en Szybuscz, se advertía un cambio favorable. La gente te miraba con más cordialidad.
Babtsche descartó su chaqueta de piel y se puso un vestido de lana, como los que llevaban la mayoría de las muchachas de la ciudad. Y, si no me equivoco, empezó a dejarse crecer el cabello, que le formaba como media corona alrededor del cuello. Nos cruzamos tres o cuatro veces con ella. La primera vez, me saludó con un movimiento de cabeza, y su cabello, que le flotaba alrededor de la nuca, le prestaba cierto encanto. Las otras veces, bajó modestamente los ojos. Desde que conocemos a Babtsche nunca la habíamos visto así. Los vestidos del hombre cambian su carácter y las Fiestas del Señor cambian los vestidos del hombre.
Mi acompañante se volvió a mirarla y me dijo:
—¿Quién es esa muchacha? ¿No es la hija de Sommer, el hostelero?
Yo asentí con la cabeza y volví al tema de nuestra conversación. Pinjás Aryé comentó:
—¡Una buena pasada la que os ha jugado ese Yerujam al volver aquí! La marcha de ese pionero pesa más que mil advertencias que pudieran haceros los temores de Dios.
Yo bajé la cabeza y guardé silencio.
—¿Por qué pone esa cara de pena?
—Me vino a la mente la historia de su padre.
—¿Le gusta mostrarse rencoroso y vengativo? —dijo Pinjás Aryé.
—¿A qué viene hablar ahora de rencores y venganzas? —pregunté.
—Yo menciono la hazaña del muchacho y usted trae a colación el delito del padre, que quebrantó la Torá, para darme a entender que tampoco nuestro campo está libre de pecadores.
—¿Y cuál es vuestro campo?
—El campo de los que siguen el camino que marca la Torá.
—Entonces habrá que envidiaros, por haberos apropiado de la Torá, como si vosotros y ella fueseis una misma cosa.
—¿Se burla de mí? —me dijo.
—No me burlo; pero me hace usted reír. Ese modo de haceros con la Torá, como si sólo os hubiera sido anunciada a vosotros, es propio de los que carecen de fe. Y mucho más ese modo de aplicarla a fines completamente ajenos a ella. No pretendo que nosotros (y digo nosotros en contraposición a ustedes) vivamos de acuerdo con la Torá; sin embargo, queremos vivir con ella, pero el recipiente que alberga nuestra alma está roto y no consigue contenerla. La Torá es fuerte, pero el armario en el que se guarda es frágil. Este afán que nos mueve ha de conducirnos a la segunda Doctrina, la Doctrina eterna, inmutable, la que no cambian las circunstancias del día ni el correr del tiempo. Mientras ustedes, amigo mío, quieren gobernar mediante la fuerza de la Doctrina, nosotros deseamos someternos a la Doctrina. Aunque nuestras posibilidades son pequeñas, nuestra voluntad es grande. En estas cosas, la voluntad es más importante que la posibilidad, y es que la voluntad es inmensa, mientras que la posibilidad…, ¡ay, la posibilidad!, es pequeña y limitada. La voluntad nos vino del desbordamiento de una Voluntad superior que no conoce fronteras; pero las fuerzas son las fuerzas de un hombre que nació de mujer, de vida corta y llena de sinsabores. La posibilidad es un factor malogrado; la voluntad es pujante. Y confiamos que pueda reparar las roturas del recipiente de nuestra alma. Y ahora, Rabbí Pinjás Aryé, me despido de usted. Shalom!
—¿Por qué tanta prisa? Tal vez yo tenga algo que responder.
—Sin duda, lo tiene; pero permita que me conteste yo mismo. Aunque sin dialéctica. Para ustedes, el pensamiento ha sido desde el principio un ente oprimido, pues para ustedes lo santo es cosa de diario. Las cuestiones políticas que ustedes ponen por encima de todo a mí no me interesan, pues para mí el Estado y la política son tan sólo pequeños servidores de la Doctrina; no es la Doctrina la que ha de servirles a ellos. Ya sé que no me explico con claridad, Rabbí Pinjás Aryé, pero, a decir verdad, yo mismo no lo veo muy claro, por eso será mejor guardar silencio. Yo no soy de los que dicen que las cosas se aclaran hablando.
—Eso que usted dice lo decimos también nosotros —repuso Pinjás Aryé.
—Todos decimos lo mismo y, sin embargo, nuestras opiniones están divididas.
—¿Cómo, divididas?
—A consecuencia de la división que habéis hecho en Israel. Habéis dividido a Israel; todo el que no pertenece a vuestro movimiento es, para vosotros, como si no perteneciera al Israel de Dios.
—¿Fuimos nosotros los que hicimos la división? La división la provocasteis vosotros al separaros de la Doctrina y, al mismo tiempo, de Israel.
—Dichosos de vosotros, que habéis descartado toda duda y agarrado por el moño a la verdad; procuren sujetarla bien para que no se les escape. Y ahora que la conversación ha terminado definitivamente, desearía irme.
—¿Adónde?
—A la vieja sinagoga.
—Voy con usted —dijo Pinjás Aryé.
—Iré a buscar la llave, para abrir la puerta.
Cuando entramos en la vieja sinagoga, Pinjás Aryé reanudó la conversación.
—«¡Qué hermosas son tus tiendas, Jacob!» —dijo, y empezó a hacer elogios de la Torá y de los que la estudian y me felicitó por haber abandonado a los ídolos de mi juventud y vuelto a la sinagoga.
Cuando iba a sentarme, tiró de mí hacia fuera. Se echaba de ver que todas sus frases de elogio hacia la Torá y los que la estudian procedían de los discursos que solía pronunciar en las reuniones. Quizás el estudio de la Ley le interesara realmente; pero era tal su empeño por imponerlo a los demás que no le quedaba tiempo para cultivarlo personalmente. O quizá le bastara con una página del Talmud al día.
Pinjás Aryé, el hijo del rabino, aunque nacido en Szybuscz, era un tipo de hombre nuevo en la ciudad. Por lo general, los que se habían criado en el Szybuscz de antes de la guerra se dedicaban al estudio de la Ley, ya fuera por vocación, ya porque no tenían nada que hacer; Pinjás Aryé, por el contrario, ¡Dios le asista!, nunca abría el Libro y nunca oí de sus labios una palabra de la Doctrina. Sin embargo, se ocupaba de la Torá, tanto en las cosas que se rigen por ella, como en las que no tienen nada que ver.
Al igual que a su padre, le gustaba contar anécdotas, pero mientras para su padre la anécdota era la sal de la conversación, para el hijo era la esencia de ella. Un día le dije:
—Me causa extrañeza que le divierta contar chistes.
—Y a mí me extraña que a usted no le gusten los chistes. Si quieres conocer el espíritu del pueblo, fíjate en sus chistes.
—El espíritu del pueblo en sus distracciones, no en recogimiento.
Nos mirábamos con mutua extrañeza. Yo a él porque le gustaba discutir; él a mí porque prefería mantenerme al margen de la discusión. Finalmente, contra mi voluntad, tenía que discutir con él, pues me atribuía cosas que no se me hubieran ocurrido ni en sueños. Me resulta extraño porque se nutría de periódicos. Yo le resultaba extraño porque nunca leía el periódico. Una vez le pregunté cómo tenía tiempo para ello. Me contestó que se tomaba todo el tiempo necesario, ya que estaba obligado a leer, por aquello de: «Sabe cómo se debe contestar a cada uno». Cuando esto me respondió, comprendí que para él era más importante el goce que le proporcionaba la lectura que la finalidad de ésta. En tono de burla, le pregunté:
—¿Lee también los libros que le envían para que haga la crítica?
En tono de burla, me respondió:
—Hago las críticas.
—¿Y qué dicen los autores?
—¿Qué van a decir, si las críticas son elogiosas?
—¿Y si no lo son?
—¿Por qué había de ofender a los sabios hablando mal de sus libros?
Aprendí muchas cosas en mis charlas con Pinjás Aryé. Se trataba con la mayoría de los saddiquím de la época y frecuentaba las casas de casi todos los grandes de Polonia y Lituania. Todos los días me hablaba de su ingenio, del respeto de que gozaban en las más altas esferas de la sociedad, de la victoria de cierto rabino sobre algún jefe del «Misrají», o de la réplica dada a un rabino sionista. No quiero decir que sus relatos contribuyeran a enriquecer mis apreciaciones; pero me sirvieron para averiguar cuáles eran las figuras que admiraban los hombres de nuestros días.
Poco antes de su partida conocí a su esposa, una mujer joven, alta y rubia, que llevaba un pañuelo de seda en la cabeza, por cuyo borde asomaba un mechón de muestra de su hermosa cabellera. Tenía la frente ancha y la barbilla puntiaguda. El contorno de su rostro era como media estrella de David, un poco redondeada. Se me informó de que era hija de un rico jasid de una gran ciudad polaca y que había ido a la escuela secundaria. Su marido se mostraba muy orgulloso de ella, y me dijo:
—Estoy seguro de que le gustará su conversación.
De todo lo que dijo, sólo recuerdo haberla oído preguntar con voz de fastidio:
—Entonces, ¿aquí no hay ningún café?
Un sábado por la noche, encontré a Pinjás Aryé en mi hotel. Pensando que iba a despedirse de mí antes de partir, me senté a su lado. Me confió que pensaba informarme sobre Babtsche, la hija del hostelero, con vistas a pedir su mano. El objeto, es decir, la muchacha, poseía cierta cultura; en opinión de su mujer, era bastante atractiva y, lo que era más importante, su hijo la había conocido el año anterior y había sentido cierta inclinación hacia ella. A su modo de ver, sin embargo, el suegro, es decir, el padre de Babtsche, suponía un obstáculo.
Pregunté a Pinjás Aryé si su hijo pertenecía también al movimiento «Agudá Yisrael».
—De todos modos, no es un sionista —me respondió, sonriendo.
—¿Es fiel cumplidor de la Ley?
—Si lo fuera, sería miembro de «Agudá Yisrael[*]». —Lanzó un suspiro y prosiguió—: Escuche la historia que me contó un amigo, cierto día en que salimos a hablar de los sinsabores quedan los hijos. «Lo que más me mortifica —decía mi amigo—, no es que no cumplan la Ley, sino su mala voluntad. Admito que los jóvenes tengan que ir al teatro alguna vez y hasta comprendo que vayan el sábado por la noche, pues es cuando están libres. Pero antes de ir al teatro tienen que afeitarse para no causar mala impresión. No quiero enterarme de si se afeitan con crema o con tijera. Ahora que ni siquiera los talmudistas se dejan la barba, no va uno a preguntarle a su hijo si se afeita con útiles autorizados o no. ¿Sabe lo que me subleva? Que cuando vuelvo a casa, después de la oración, y canto “La paz sea con vosotros”, él esté afeitándose delante de mí. Y si le pregunto por qué no se afeita en el cuarto de baño, me contesta que no puede entrar porque está bañándose su hermana. Y yo me digo: la chica que va a la Ópera tiene que bañarse. Pero ¿por qué ha de bañarse precisamente en el momento en que su padre va a bendecir la cena del Sábado? No sospecho, ¡Dios me libre!, que lo haga a propósito. De todos modos, me mortifica».
Pinjás Aryé lanzó un suspiro que le salió del corazón y comprendí que compartía las penas de su amigo.
Pinjás Aryé volvió a su ciudad y yo volví a mi sinagoga. Nuevamente me dedico al estudio de la Ley y nadie me distrae de él. He dicho que Pinjás Aryé era un tipo de hombre nuevo para Szybuscz, y lo repito. Pues de todos los que ha producido Szybuscz no hay ninguno que se le parezca. Elimélek Kaiser cumple la Ley, aunque sin amor, como los criados rebeldes que siguen sirviendo a sus amos porque no pueden sustraerse a la servidumbre. Daniel Bach cree en un Creador, pero no observa sus Mandamientos. A causa de las desgracias que le han ocurrido, cree que el Santísimo, alabado sea, no quiere que él le sirva. Y si su vida hubiera discurrido por el debido cauce, él serviría al Señor como lo servía su padre y como lo sirven los buenos judíos. Nissan Sommer cumple los Mandamientos del Señor con fidelidad y buena fe, y a sus ojos todo lo que hace el Altísimo, alabado sea, bien hecho está. «Los Mandamientos de Dios son justos, una alegría para el corazón». Bienaventurados los que dejan a un lado las tribulaciones cotidianas para rezar sus oraciones de la mañana y de la noche. Más hermoso todavía es el Sábado, que nos fue dado para la santificación y el descanso y mucho más hermosas las Fiestas de Dios, en las que el hombre se libera de sus preocupaciones, expulsándolas de su corazón. Y en todo sigue la regla general de que lo que hace el Altísimo, alabado sea, es bueno, mientras los hombres no lo estropeen.
¡Qué buenos eran aquellos tiempos en los que el mundo se regía por la Palabra de Dios! Pero después llegaron los hombres, pecaron, hicieron la guerra y destruyeron el orden del mundo. Y sus pecados se hacen cada vez más graves. Ingenuamente, Sommer cometía el error de creer que Dios y el hombre eran dos fuerzas equivalentes que trabajaban alternativamente, sólo que Dios era la fuerza del Bien, y el hombre la fuerza del Mal. De todos modos, podemos contar a Sommer entre los fieles servidores de Dios que sirven a su Creador sin sutilezas, aunque su fe no sea de las más diáfanas. Janok, que en paz descanse, era como un caballo bajo el yugo o como un burro bajo su carga, tanto para cumplir los Mandamientos de su Creador como para hacer los recados de los hombres. Y los restantes ciudadanos de Szybuscz sirven a su Creador, los unos con el corazón destrozado y los otros con la bilis revuelta. Y aunque sus actos no son siempre como debieran, ellos esperan de la Misericordia Divina que el Señor pasará por alto sus faltas y mirará únicamente su corazón destrozado. Y están también los que no saben lo que hacen y su ignorancia les hace sentirse libres y contentos, pues no analizan sus actos y piensan que también son voluntad del Altísimo, ya que si Él no los permitiera, impediría que los cometieran.
Pinjás Aryé es diferente a todos ellos. No es rebelde como Elimélek Kaiser, ni se desentiende de los Mandamientos como Daniel Bach, no es humilde como Janok, que en paz descanse, ni celoso cumplidor como Sommer. No divide el mundo entre Dios y los hombres, sino entre hombre y hombre, es decir, entre los partidarios de «Agudá Yisrael» y sus adversarios. Cierto que se relaciona con hombres que no pertenecen a «Agudá Yisrael», pero lo hace unas veces por debilidad y otras veces porque aspira a influir en ellos. El desenfreno y la inmoralidad que se extienden por el mundo no son, en sí, deplorables, sino espectros que pueden esgrimirse en la propaganda contra el sionismo. La desgracia de la masa y la desgracia del individuo, las faltas del mundo y las faltas de la época, todo puede remediarse, en su opinión, si Israel sigue el camino de la Doctrina. Y la Doctrina por la que abogan Pinjás Aryé y los suyos es, Dios nos asista, la que predican en sus reuniones y periódicos. No nos equivocamos al afirmar que grupos como el de Pinjás Aryé no cumplen la Voluntad del Cielo, aunque ellos creen servir al Cielo. Pues el Altísimo, alabado sea, no quiere servir de medio, ni aunque sea para alcanzar un fin loable. Demasiado me he ocupado de Pinjás Aryé. Conque, basta ya.
Pasó la Pascua y vinieron días de primavera. El sol brilla ahora todos los días y las noches son tibias y hermosas. Del suelo brota la hierba y los jardines se adornan con flores. El mundo se ha despojado de su antigua forma y ha adoptado otra nueva. También los hombres han descartado sus prendas viejas y pesadas y de la ciudad ha empezado a elevarse un aroma agradable, como el mijo cocido con miel.
También nuestra vieja sinagoga adoptó nuevas formas. La montaña de enfrente se cubrió de hierba y, cada vez que abría la ventana, su aroma llegaba hasta mí. Estudiaba más horas que nunca. Entre capítulo y capítulo, pensaba: «Los árboles del bosque están rebrotando; merece la pena ir a verlo». Pero no fui; ni siquiera a los campos de los alrededores de la ciudad. En la sinagoga estaba solo. De todos los que venían en los días fríos, yo era el único que quedaba. El uno tenía que atender sus asuntos, aquí en la ciudad, el otro en otra ciudad y el que no tenía asuntos que atender prefería quedarse en el mercado, charlando con sus amigos. Desde el final de la Pascua, no hubo más oraciones en nuestra sinagoga.
Rabbí Jayim se ocupaba ahora de los asuntos de la viuda de Janok. A la salida del sol, le lleva la caja al mercado y a mediodía prepara comida caliente para los huérfanos. Por la mañana, a media tarde y por la noche, los lleva a la capilla para que recen el Qaddish. A la sinagoga va sólo la víspera del sábado, a barrer el suelo, cambiar el agua de la pila y llenar la lámpara. Todavía le pago su salario todas las semanas, pero, en vez de pagarle el quinto día, le pago la víspera del sábado. Él sigue durmiendo en la leñera. Cuando va a la sinagoga, entra y sale sin cambiar conmigo una palabra. Yo me he acostumbrado a que no me hable y él a que yo no le pregunte. Se decía que se ocupaba mucho de los huérfanos de Janok y, en cambio, no hacía ningún caso de sus propias hijas.
Todas las semanas, recibía carta de mi mujer y mis hijos. Una vez, al abrir la carta, cayeron al suelo unas flores silvestres que mi hija había cogido en el bosque. Ante mí se desplegaba también la primavera. Me puse a pensar en todas las cosas buenas que me estaba perdiendo. A pesar de todo, seguía encerrándome en la sinagoga y me decía: «Ni cien primaveras, a cual más hermosa, conseguirían arrancarme del estudio». Y así saboreaba la dulce soledad que tan querida me fue toda la vida y que ahora lo era mucho más. Ya empezaba a pensar en pasar el resto de mi vida entre las cuatro paredes de la sinagoga. Pero uno no puede disponer así como así del resto de su vida, pues tiene también mujer e hijos.