En casa de la «emperatriz».
Hacía tiempo que quería visitar a la «emperatriz», pero cuando lo pensaba no era el momento apropiado, y cuando el momento era apropiado no pensaba en ello. Durante la semana de Pascua coincidieron ambas cosas y fui a su casa.
La casa de Freide está cerca de la calle del Gimnasio, cerca del Strypa. La guerra, que había marcado con su huella las casas grandes, dejó intacta la de Freide. Permanece entera, como hace treinta o cuarenta años; sólo que un poco más vieja. Y si por fuera no ha cambiado tampoco por dentro ha cambiado. El suelo está pintado de arcilla amarilla, con un saco a modo de alfombra. Una gran estufa azul, con molduras rojas, está apoyada en la pared. Cerca de la estufa, la cama de Freide. La cama es una especie de consola o de banco sobre el cual durante el día Freide prepara la comida, amasa la pasta o corta los fideos; por la noche, quita las tablas y se tiende en ella, aunque no para dormir, pues en estos tiempos la gente no consigue conciliar el sueño. Son muchas las noches en las que no pega ojo. ¿Y por qué no? En primer lugar, debe vigilar que las lágrimas no le ensucien la cara. Y, en segundo lugar, le gusta contemplar las sombras que proyectan los cacharros de la casa, pues le parece que le hacen compañía. Desde el día en que su hijo Elimélek se fue de Szybuscz, vive sola, y por la noche le gusta imaginar que hay alguien con ella.
—Quizá tú pienses, mi vida, que las sombras son malas, como dicen los niños; puede que las sombras de la gente sean malas; pero las de los objetos son puras y no hacen daño a nadie. También usted, mi niño, tiene buen carácter. Yo charla que te charla, y usted ahí, escuchándome. El alma de su madre alienta en usted. Durante toda su vida no me regañó ni una sola vez y siempre me escuchó con paciencia. Ahora está en un mundo más alto. ¿Cómo se me ha ocurrido decir que su alma alienta en usted? No me refería al alma, sino a sus buenas cualidades, pues las virtudes de la madre se transmiten a sus hijos, lo mismo que los defectos. Entre nosotros, le diré que todas las buenas cualidades de su madre han pasado a usted, su hijo. Lo mismo le dije a la señora Sommer cuando usted me envió las patatas, los ácimos y la manteca. Y ahora se lo repito. Pero no se enfade conmigo, mi niño, si repito las cosas, pues con todas las penas que he pasado, a veces temo no haber dicho lo que quería decir y por eso me repito. Las personas deben dar gracias por todo lo que se les da; y las que no lo hacen olvidan también dar gracias a Dios, alabado sea, por todos sus favores. Y cuando Él, alabado sea, ve que los hombres son ingratos, vuelve Sus Ojos hacia otro lado, ¡Dios nos libre!, y abandona a los hombres y los hombres se hacen la guerra unos a otros.
»Cuando estalló la guerra, yo dije que ello era culpa de la ingratitud que tanto se había extendido por el mundo. Fíjese, si no, en todo el bien que nuestro emperador, que en paz descanse, hizo a los rusos cuando éstos huían de los japoneses. Hasta les cedió un campamento. Y el zar no sólo ni le dió las gracias, sino que, además, le hizo la guerra. Pero ¿cuál fue su fin? ¡Ojalá acaben así todos los enemigos de Israel! Tal vez diga usted: “También nuestro emperador ha muerto”. Pero ha muerto de otro modo, ha muerto porque sus días se habían terminado. Y porque en aquellos momentos Israel tenía grandes quebraderos de cabeza y no pudo pedir misericordia para él.
»Pero hablemos de otra cosa. Me he dado cuenta de que miraba usted la ventana. La he tapado con musgo para que no entre el viento. Y en cuanto a esas rosas de papel, no crea que las haya puesto en honor del viento; las puse para que sirvieran de adorno, pues es bonito que haya rosas en las ventanas. Ahora ya pasó el invierno y han llegado los días de primavera, ¿por qué, pues, no quito el musgo? Pues bien, sepa usted que desde que los tiempos han cambiado, ya no puede uno fiarse de la primavera. Hoy pone cara risueña y mañana no te conoce. Uno tiene que estar prevenido. Y hacerse político, si las circunstancias lo requieren. Aunque a mí no me gusta la política. Pero le ruego que no se enfade conmigo por no haberle dicho lo mucho que me alegra que haya venido a verme, ni haberle ofrecido una silla. Y es que la alegría ha hecho que me olvidara de decirle lo mucho que me alegro de verle. Siéntese, mi niño, y charlemos un poco.
Freide cogió una silla y, antes de ofrecérmela, se sentó en ella y la limpió bien con el vestido. Luego se quedó delante de mí, inclinada, en esa actitud tan suya, mirándome con cariño, y las arrugas de su cara parecían brillar.
—Voy a traerle un pastelito —dijo Freide—. Lo he hecho con las patatas que usted me mandó. Está doradito por todas partes, como le gustaban a mi niña.
Freide me presentó una fuente de lindos pastelitos dorados. Olía bien. Este olor no es un objeto, ni tiene cuerpo ni tiene asomo de realidad y, sin embargo…, en cuanto lo percibes, eres otro. Desde que me fui de casa de mi padre no había vuelto a ver pastelillos como éstos. Cuando los olí me pareció que volvía el tiempo de mi juventud y que estaba otra vez en casa de mi madre.
—¿No estarán hechos con manteca? —dije, cogiendo uno.
—¿Cómo se le ha ocurrido que yo podía hacer pasteles sin manteca, cuando usted mismo me mandó un bote? —exclamó Freide.
—Yo no como carne, ya lo sabe.
—¡Ay, hijo! Si no come carne, ¿qué come entonces? Usted es joven y sus huesos necesitan fuerza. ¿No sabe que a los que no comen carne se les quiebran los huesos? Al contrario, hay que comer mucha carne, tanta que no pueda uno decir «basta». Recuerdo que cuando yo servía a su madre, que en paz descanse, e iba a la casa su tío, el tío de ella, tío abuelo de usted, que en paz descanse, y su abuela, que en paz descanse, les preparaba platillos de leche para cenar, él solía decir: «No puede ser; ¿cómo va a dormir el que no ha comido carne por la noche?». Y era un judío de los de antes, de los que no hablan por hablar. Si él lo decía, así debía ser. Y así es, pues desde la guerra no comemos carne y no podemos dormir. Es cierto que antes le dije que si no dormía era por otra cosa; pero unas veces no duermo por esto y otras veces por lo otro. Pero ya que no quiere tomar nada, me pregunto qué puedo hacer para distraerle. ¿Le gustaría ver el retrato de mi marido, que en paz descanse? Usted recuerda a Efraim-Yossel de viejo; pero en el retrato está joven, pues se lo hizo cuando se fue al servicio militar, por eso lleva uniforme. Fíjese bien, mi niño, ¿no se parece al emperador?
Contemplé a Efraim-Yossel. Era el mismo Efraim-Yossel al que los bromistas de la ciudad llamaban «Francisco-José», a pesar de que no había entre los dos el menor parecido. Pues los rasgos del emperador denotaban fatiga, como los del hombre que ha sufrido mucho, mientras que Efraim-Yossel parecía tener el mundo a sus pies. Por aquel entonces, era soltero y no tenía preocupaciones. A su lado, muy juntos, estaban colgados los retratos de sus cuatro hijos, los que murieron en la guerra, todos con sus armas y su uniforme de campaña. ¿Y el retrato de Elimélek? Su madre lo guardaba escondido detrás del espejo; no lo colgaba porque los retratos de los vivos no se cuelgan y porque Elimélek no se gustaba de uniforme. ¿Y por qué tenía un pañuelo atado en la cabeza y un ramo de flores en la mano? Porque aquella foto fue tomada cuando él se encontraba herido en el hospital y el ramo de flores se lo había dado una señora que había ido a visitar a los heridos.
—Aquella señora tenía buen corazón —dijo Freide—. Aunque le dijeron «Ese soldado es judío», ella no le quitó las flores; al contrario, le dio, además, una docena de cigarrillos y le dijo que el humo de los cigarrillos olía mejor que el de los cañones, y al marcharse le dio la mano, igual que a los demás soldados cristianos. ¡Y el muy cabezota no se la besó! ¡Claro que después tuvo que aguantar mis reproches! ¿Y qué cree que me contestó?: «Yo no soy un criado, para andar besando manos». Como si su padre, Efraim-Yossel, que en paz descanse, hubiese sido un criado y, sin embargo, besaba las manos a los grandes señores, y ellos le querían y a veces hasta le daban palmaditas en el hombro. Y todos saben lo ocurrido cuando las elecciones, cuando aquel miembro del Gobierno, nada menos que un diputado del Parlamento, le besó en la frente en plena plaza del Mercado y le dijo: «Tú, sastre, votarás por mí en las elecciones». Y lo más asombroso es que Elimélek no es socialista, ¡Dios nos libre! Si no se enfada conmigo, mi niño, le contaré una cosa. Cuando usted se marchó a la tierra de Israel, o a Jerusalén, pues con todo lo que he pasado ya no recuerdo adónde se fue, bueno, cuando usted se marchó, yo fui a ver a mi niña, para consolarla y ella me dijo: «Toma, Freide, aquí hay un par de botas que dejó mi hijo porque no le cabían en la maleta. Llévaselas a tu hijo Elimélek». Cogí las botas con alegría y me las llevé a casa, pues sus zapatos estaban destrozados. Pero él me las tiró a la cara diciendo: «¡Devuélveselas a tu ama!». Como comprenderá, mi niño, yo no le hice el menor caso y di las botas a su hermano menor, que también estaba descalzo.
»Bueno, mi niño, hablemos de otra cosa; ya veo que lo que acabo de contarle no le ha gustado. Y es que no estuvo nada bien. Los regalos no deben despreciarse. Por lo que se refiere a mi casa, a mí me parece bonita. ¿A usted no? Y es que, en primer lugar, a todo el mundo le gusta su casa y, en segundo lugar, es un regalo del Cielo. Las maderas y las piedras no son un regalo, sino que fueron compradas por mi padre, con su dinero; pero el lugar en el que se levanta la casa es un regalo del Altísimo, alabado sea, que nos lo dio como el que le da algo a un amigo y le dice: “¡Que te aproveche!”. ¿Que cómo fue? Pues verá, mi padre vivía con su suegro, cerca de aquí. Cierta tarde, víspera del sábado, mi padre fue a bañarse, pues cuando hacía calor solía ir a tomar un baño en el Strypa la víspera del sábado. Pero aquel día encontró el río seco. Le enfureció que hubieran desviado el agua, y es que al otro lado del río estaban construyendo un gran molino. Pero pronto se calmó su furor y se puso de mejor talante; a todo el mundo le sucede lo mismo: cuando se nos ocurre un pensamiento sabio, nuestra ira se disipa. Mi padre se dijo entonces: “El lecho del río está seco, no corre ya más agua. Aquí me hago yo una casa”. Mi padre empezó a examinar el suelo y vio que estaba firme y duro. Y como mi padre era un judío de los de antes, de los que cuando se proponían hacer algo lo hacían, puso manos a la obra y resumiendo (¿que no lo resuma? ¡Que el Cielo le dé larga vida, mi niño!), pues mi padre contrató a unos hombres, mandó traer madera, piedras y todo lo necesario y se construyó una casa. Había gentes que se reían de mi padre y gentes que lo envidiaban. De todos modos, él se hizo la casa. Y cuando la terminó, celebró una gran fiesta e invitó a todos sus amigos y todos bebieron y se alegraron y cantaron las canciones del Sábado. Y todo parecía ir bien. Y después fue todavía mejor; pero, al fin, lo bueno se convirtió en malo. A mi padre le habían sobrado algunas vigas y tablas. Y pensó: “¿Qué voy hacer con ellas?”. Y se hizo una caseta de baños. Una vez, mi padre hizo un traje para un gran señor. El gran señor, al ver la caseta, entró en ella, se desnudó y fue a bañarse al río. Al marcharse, dio una pequeña cantidad a mi madre. La noticia corrió por la ciudad y la gente empezó a venir a bañarse. Y cada uno pagaba unos céntimos por la caseta. Pronto no hubo bastante con una sola y mi padre tuvo que construir varias de ellas.
»Hasta aquí, todo fue bien, mi niño; pero luego, vinieron malos tiempos. Si el Señor, alabado sea, te da pan, vienen los hombres y te saltan los dientes. Cierto abogado, mala persona y un descarado profanador del Sábado, llamado Ausdauer, ¡ojalá se borre su nombre!, se hizo una casa al lado de la de mi padre. Al malvado no le agradaba que la gente se divirtiera. Decía que una persona de su categoría no podía tolerar que alrededor de su casa anduviera la gente desnuda. Hizo valer sus influencias y las casetas fueron demolidas. Y el malvado se empeñó en echarnos de nuestra propiedad, de la propiedad que nos había concedido el Altísimo, alabado sea, pues decía que la vecindad de mi padre era indigna de un hombre de su rango. Quiso comprar la casa, pero mi padre no se la vendió. Desde aquel momento, no pasaba semana sin que nos pusieran una multa, o porque se había arrojado por la ventana una cáscara de huevo o porque se había derramado una gota de agua delante de la casa. Mientras mi padre vivió, aguantó firme. Pero cuando fue llamado al Más Allá y yo heredé la casa, me dije: “O ese mal hombre se va de este mundo o nosotros nos vamos de nuestra casa”. Y es que yo, mi niño, soy una pobre mujer y no puedo soportar que alguien me hostigue. Y cada vez que aquel hombre me insultaba, yo me echaba a temblar y comprendía que él y yo no podíamos seguir siendo vecinos. Pero Efraim-Yossel, que en paz descanse, era testarudo y colérico y me decía: “Freide, no voy a hacerte ese favor. Yo no me voy de mi casa porque a ti te tiemblen las piernas”. Pero Ausdauer, que su nombre sea borrado para siempre, era más testarudo que él y no dejó de acosarnos hasta que Efraim-Yossel, que en paz descanse, se mostró dispuesto a venderle la casa y emigrar a América con el dinero. Pero Elimélek, que era más testarudo que nadie, se opuso: “Por más que le pese a Ausdauer, ¡aquí nos quedaremos!”.
»Luego, estalló la guerra, vinieron los rusos y destruyeron su casa, sin dejar piedra sobre piedra. Pero mi casa ni la tocaron y ahora está mejor que antes, pues mientras estuvo en pie la casa del mal hombre nos quitaba el sol y ahora que está destruida ya no nos lo quita. De todos modos, mi niño, no estoy contenta. ¿Cómo va a estar contenta la madre que se ha quedado sola, después de perder a cuatro hijos y dos hijas y a Elimélek, que había dicho: “Aquí nos quedaremos”, y que ahora anda por el mundo como el que no tiene casa?
Freide interrumpió sus palabras, me miró y luego volvió a empezar:
—Dígame, mi niño, usted leyó su carta, ¿cree que hay alguna esperanza de que vuelva?
—¿Por qué no iba a volver?
—Eso mismo digo yo. Pero a veces me da miedo que su testarudez le impida volver, o que no vuelva hasta después de mi muerte. Porque yo, mi niño, no soy tan testaruda como él y no puedo empeñarme en vivir hasta que él vuelva. Usted, mi niño, que estuvo en la tierra de Israel o en Jerusalén, allí donde todo se sabe, dígame, mi niño, ¿cuándo vendrá el Mesías? No tema, mi niño, no se lo diré a nadie, lo guardaré para mí sola; pero para mí tiene mucha importancia saber cuándo va a venir. Ya ve, tengo una bonita casa y mis cachorros están limpios, y usted pensará: «Freide no necesita al Mesías». Pero debe usted saber que no todo lo que es bonito por fuera es bonito por dentro. Mi corazón, ¡ay, mi niño!, mi corazón no es bonito. Por eso, mi niño, no sea severo conmigo porque desee un poco de felicidad.