CAPÍTULO XLIX

Objeto y realidad

Volví a mi sinagoga y a mis estudios. Estaba solo y nadie me interrumpía. Elimélek y Rabbí David se habían ido, y Rubén y Simón, Leví y Judá se han dejado uncir al yugo de la lucha por la vida; trabajan aquí y allá y no vuelven a casa hasta la víspera del Sábado, poco antes de anochecer. Antes de que puedan cambiarse de ropa, llega para ellos el día santo y lo reciben en su misma casa o en la capilla del barrio. Y éstas son sus fuentes de ingresos: Rubén se ha asociado con Simón, que ha obtenido un puesto de ayudante de un agente para la venta de papel de fumar. Este agente posee un cochecito con forma de cajón, y Rubén, que aprendió a conducir durante la guerra, es quien lo lleva. Con él recorren las tiendas y tabernas que venden cigarrillos, y por las noches duermen en el coche, Rubén en el asiento delantero y Simón en la parte de atrás. El agente duerme en las posadas. El asiento tiene tres plazas no muy holgadas, de modo que, procurando abultar poco y dejando los pies fuera, se puede dormir en él, especialmente en las cortas noches de verano. Leví ha encontrado otro empleo, no sé exactamente de qué. Judá hace viajes a Lemberg, de donde trae mercancías, cobrando una pequeña cantidad a los comerciantes por el transporte. Cuando las manos no bastan, carga los paquetes sobre los hombros. Y cuando los hombros no bastan, nunca falta una buena persona que le preste sus manos. Mientras los comerciantes de Lemberg le dan mercancías él va cobrando sus honorarios, pero si no le dan mercancías pierde dinero, como le ocurrió cuando tenía que llevar unas telas al dueño de una tienda (la misma tienda donde yo compré el paño para mi abrigo), y no se las entregaron porque el dueño de la tienda debía dinero al comerciante de Lemberg.

Tampoco Rabbí Jayim se deja ver mucho por la sinagoga. Sólo va la víspera del Sábado, para barrer el suelo y llenar la pila. Y cada vez que se presenta parece que va a ser la última. Me he enterado de que su hija y su yerno estuvieron en Szybuscz durante las fiestas de Pentecostés, y Rabbí Jayim, cediendo o sus súplicas, les prometió irse a vivir con ellos.

¿Qué le impidió marchar el mismo día? Con el tiempo, se descubrió que se había propuesto enseñar antes el Qaddish y otras oraciones a los huérfanos de Janok y esto era lo que le hacía demorar el viaje.

Volvamos a lo nuestro. Yo estaba sólo en la vieja sinagoga y nadie me interrumpía. Pero cuando no me interrumpían los demás, lo hacían mis propios pensamientos. Todo lo que había visto u oído me distraía. Hasta las cosas a las que no se concede la menor importancia cuando uno las ve, se abrían paso impetuosamente en mi imaginación y distraían mis pensamientos. En una hora, volaba de un extremo a otro del mundo y en una hora pasaba de una persona a otra. Los muertos se me antojaban vivos, y los vivos, muertos. Unas veces los veía cara a cara, otras veces, sólo veía las lápidas de sus tumbas.

Para salir de la confusión, dirigí mis pensamientos hacia los amigos con los que había pasado las fiestas de Pentecostés. Figúrate: los hijos de Schimke y los de Joschke, de Weftsche y de Godjik han abandonado lo que fue la actividad de sus padres; no quieren seguir ganando el dinero a costa de otras gentes, sino que quieren recibir el pan de manos del Señor, alabado sea. Y por lo que se refiere a mejorar el mundo…, el que se mejora a sí mismo mejora el mundo.

Incluso en el caso de que no perseveraran e hiciesen lo que Yerujam Freier, lo que hubiesen logrado hasta el momento en que abandonaran se uniría a lo logrado por otros. Igual que los soldados de un rey: cada uno sirve en el Ejército, uno, dos o tres años; pero el rey dispone siempre de un Ejército.

No lo digo para defenderme a mí mismo; no pretendo haber pagado mis deudas con los años que he trabajado. Sé muy bien que todavía no he hecho prácticamente nada; por eso sigo trabajando, a mi modo.

—Cada uno trabaja a su modo —yo trabajo al mío— para que aprenda aquel pagano que con tanta frescura me dijo que no todos los modos de trabajar tenían objeto.

Esta palabra me ha acompañado desde la infancia. Cuando, de niño, jugaba con mis amigos, tenía que oír a menudo esta pregunta: «¿Qué objeto tiene?». Cuando empecé a escribir poesías, tuve que soportar burlas y de nuevo la pregunta: «¿Qué objeto tiene?». Marché a la tierra de Israel y la gente decía: «¿Qué objeto tiene?». Y, por supuesto, durante los años que estuve allí oí reproches y la frase consabida: «No tiene objeto». Ha pasado ya la mayor parte de mi vida y sigo sin haber alcanzado el objeto.

Maimónides[*], de santa memoria, dice en su Guía de los perplejos: «El objeto, esto es, la realidad». Pero se refiere a la realidad del Creador, no a la realidad común. Y sigue sin respuesta la pregunta de dónde está el objeto de la realidad que es real para nosotros.

El hombre desperdicia un poco de tiempo; pero sus pensamientos desperdician mucho tiempo. Mientras pensaba en otras cosas, todo iba bien; cuando pensaba en mí mismo, no tanto. Cuando llegué a esta conclusión, cerré el libro y salí a dar un paseo para distraerme.

El día era hermoso, como acostumbran a ser los días que siguen a la fiesta de Pentecostés, en los que no se reza el acto de contrición. Los tenderos estaban en la calle, tomando el sol a placer. Ignaz estaba apoyado en su bastón y me pareció verle un poco alicaído, pues cuando pasé por su lado no gritó «Peniendze!», ni tampoco «Maos!» en demanda de limosna. El cartero iba camino de su casa, con la cartera vacía. Sin duda había repartido ya todas las cartas que habían llegado a la ciudad. Tal vez quedó en la cartera una carta de Elimélek para su madre, o tal vez Elimélek no tiene la cabeza lo bastante despejada para escribir. De todos modos, el cartero ya terminó su trabajo y ahora puede irse a su casa, a la taberna o a arreglarse el bigote para evitar que una guía apunte hacia arriba y la otra hacia abajo.

El aire era grato, y el día, hermoso. Un día así es un regalo del Cielo. Dichoso el que no lo desaprovecha.

Alabado sea el Señor que me dio el buen sentido suficiente para no quedarme en la ciudad, sino salir al bosque donde el día es más hermoso y el aire más grato. Ya sé que no tiene objeto, pero como yo soy un hombre sin objeto puedo hacer lo que no tiene objeto.

Los árboles del bosque estaban mudos y abajo, a sus pies, junto al lindero del bosque, se deslizaba el río, el Strypa, mudo también. Antes, en los tiempos en que la ciudad estaba más poblada y vivían en ella hombres con objeto, se construyeron en las orillas unos molinos y las aguas del Strypa hacían girar las ruedas y molían el grano.

Ahora que la ciudad está destruida y los hombres con objeto, muertos, ¿qué objeto tiene que el agua corra por el río? ¿Acaso sigue teniendo un objeto el agua del río, lo mismo que lo tienen los árboles, a pesar de que no hay quien los tale y negocie con ellos, tal como dijo Maimónides, de santa memoria, a propósito de la realidad: «Pues has de saber que no es posible atribuir un objeto a cada realidad… de acuerdo con nuestra opinión o con la opinión de Aristóteles»?

Este hombre ha visto ya muchas veces el bosque de su ciudad, pero cada vez que lo ve descubre en él algo nuevo. El Creador ama a este hombre y le permite descubrir su obra, y muchas veces lo arranca a la contemplación del reino de las plantas y le revela el mundo de los seres vivos que han instalado su casa entre los árboles. Las pupilas del hombre son pequeñas y no pueden abarcar todo el mundo, pero a veces los ojos del hombre se posan en la hoja de un árbol, en una brizna de hierba, en una mariposa o en un gusano, y el Altísimo, alabado sea, le descubre sus secretos.

A este hombre le hizo un gran bien salir al bosque. El bosque, con sus árboles, sus ramas y sus hojas, fue amable con él y le endulzó sus horas. ¿En qué pensaba, mientras descansaba en el regazo del bosque? ¡Quién sabe lo que piensa este hombre! ¿Tal vez en los días de su juventud, cuando paseaba a solas por estos mismos lugares?

Estaba sólo en el bosque, como solo estaba en el mundo, pues aún no se había adaptado al mundo ni el mundo se había adaptado a él. Desde entonces, había contemplado el mundo, el mundo llamado macrocosmos, y, finalmente, había vuelto a su mundo, el mundo llamado microcosmos.

El bosque exhalaba un aroma incomparable. ¿Qué hierba es ésa que huele tan bien? Tal vez sea la hierba que, según la esposa del sastre, devuelve la salud al que la huele.

El aroma de esta hierba se mezclaba con el de otra que también crece en los bosques de mi tierra natal y su aroma también era grato, quizá más que el de la primera. Y me puse a buscarla, la oí susurrar, la llamé por su nombre y la toqué, arranqué una hoja y la mordí. Y me alegré de usar de todos mis sentidos.

Y mientras pienso en todo lo que me es grato, pienso también en nuestra vieja sinagoga. De no ser por ella, me hubiera quedado en el bosque, alabando y dando gracias a Aquel que hizo este mundo.

Me palpé en el bolsillo. No había perdido la llave. Volvamos a ver si la vieja sinagoga sigue en su sitio. El sol iba a ponerse y yo volví a la ciudad.