CAPÍTULO XLIII

Signos de primavera

El domingo, después del desayuno, me encaminé, como de costumbre, hacia la sinagoga. Hacía buen tiempo y en el paisaje se observaban los primeros signos de la primavera. La capa de hielo que cubría el río se había roto y en el agua nadaban bloques de hielo. Por las calles se deslizaban regueros de agua procedentes del deshielo y el sol brillaba con más fuerza. Las campanas de los dos templos de los otros repicaban y hombres y mujeres entraban y salían de ellos. Las tiendas estaban cerradas y sus dueños, ociosos, sentados ante la puerta. En el interior, sus esposas atendían a los clientes que habían ido a hacer sus compras a escondidas. De pronto, aparecieron dos gendarmes; tal vez era sólo un gendarme y a mí me pareció ver dos. Los dueños de las tiendas y toda la gente se llevaban la mano a la gorra, se inclinaban y sonreían amistosamente al gendarme. Él se retorcía el bigote y seguía andando. Los dueños de las tiendas, con las manos a la espalda, le miraron alejarse y desaparecer. Ignaz se había llenado el pecho de condecoraciones. Llevaba las que había conquistado durante la guerra por sus propios méritos y las que había arrancado a los cadáveres. Estaba bien situado, y, mirando a los transeúntes a los ojos, les gritaba «Peniendze!», es decir, dinero.

Joschke, Weftsche o cualquiera de los que iban a la sinagoga, me dijo al pasar:

—¡Ha sido largo el sermón del padre!

Eso me sublevó y de buena gana le hubiera dicho: «Por lo visto, prefieres escuchar el sermón del padre a rezar en la sinagoga. Hace días que no vas por allí». Otro se colgó de mi brazo para decirme:

—Ese granuja va a causarnos la ruina.

Al principio, creí que se refería a Ignaz, de quien se murmuraba que era hijo de un cristiano y una judía y a quien se tachaba de delator. Cuando mi interlocutor se dio cuenta de que no sabía de quién me hablaba, me dijo:

—¿No se ha enterado de que el párroco es hijo de un judío?

—¿Hijo de un judío?

—De un judío y de una cristiana.

—Bonita historia, si fuera cierta. Y tal vez lo sea. Pero las cosas hubieran debido ocurrir de otro modo: el judío padre de ese cura hubiera debido casarse con la madre de Ignaz, y el padre de Ignaz con la madre del cura. ¿O acaso han confundido la historia de Ignaz con la del cura?

—Le aseguro que no es para tomarlo a broma —me dijo el hombre—. Desde que ese cura llegó a nuestra ciudad, no se nos deja en paz. No hay fiesta en la que no azuce a los cristianos contra nosotros con sus sermones. ¿Está ya convencido de la veracidad de la historia?

—¿Qué historia?

—La historia de la castellana que tenía un arrendatario judío, un hombre bueno y apuesto. Ella lo sedujo y tuvo con él un hijo que entregó a un convento de monjas. Más tarde, las monjas lo dieron a un convento de frailes y los frailes le enseñaron su Doctrina y su moral y así llegó a ser arcipreste de la ciudad.

—Y puesto que lo dice la gente, hay que creerlo.

—Yo conocí personalmente a su padre —dijo el hombre, irritado—. Yo lo vi hacer penitencia. Al verlo vestido de harpillera, cubierto de ceniza, ayunando y entonando salmos a la puerta de la sinagoga de los mozos de cuerda, me sentí estremecer. En otra ciudad le hubieran dado licencia para pedir, como a un rabino de los jasidím.

De pronto, sentí cansancio. Me desabroché el abrigo y me fui.

Hacía mucho tiempo que no veía a los Schuster. Nadie se acerca a visitar a la enferma. Iré a preguntar por ella. ¿O tal vez sería mejor no hacerlo? Pues si no va nadie a verles, ella piensa menos en sus dolencias y él en sus delirios de grandeza.

¿Voy o no voy? Si la estufa está encendida, iré, si no, me quedaré.

Al entrar en la sinagoga, encontré a Rabbí Jayim agachado ante la estufa. Le pregunté:

—¿Ha encendido la estufa?

—La leña está preparada; pero no sé si encender o no —respondió.

—El invierno se bate en retirada —le dije—; pero los días de sol todavía están lejos. ¿Cree que seremos bastantes para rezar en comunidad la oración de la tarde? Esta mañana apenas llegábamos a los diez.

Rabbí Jayim levantó los brazos como diciendo: «Será lo que Dios quiera».

Cuando Rabbí Jayim se marchó, cogí un libro y me dispuse a leer. Schuster y su esposa acudieron a mi mente. Y pensé: «Ahí está otra vez la pregunta: ¿voy o no voy?». Buscaré un signo. Si el libro se abre por una página que empiece por la letra «D» será la señal de que debo ir. Abrí el libro. La página empezaba así: «Desde luego que no».

Había una «D»; por lo tanto, debía ir. Pero con aquella «D» se iniciaba la frase: «Desde luego que no». ¿Indicaba, pues, que no debía ir? O, puesto que había pensado guiarme sólo por la inicial, ¿indicaba que debía ir de todos modos? Hijo, me parece que estás perdiendo el tiempo.

¿Cómo se te ha ocurrido de repente pensar en Schuster? ¿Acaso porque el abrigo empezaba a pesarte te dio por pensar en el sastre? ¡Vamos a dejar al sastre y a pensar en otra cosa!

¿En qué pensaremos? Pensemos en las aventuras que vivió Rabbí Jayim durante sus viajes, de Szybuscz a Varsovia, de Varsovia a Brest Litovsk, de Brest Litovsk a Esmolensko, de Esmolensko a Kazán y de Kazán a la región del Volga. ¡Qué grande es el mundo y qué pequeño es para el hombre el lugar que ocupa en él! Después de tanto viajar, Rabbí Jayim se cobija ahora en la leñera de la vieja sinagoga.

¿Tendrá realmente el propósito de pasar aquí el resto de sus días? Si me pidiera un consejo, le diría que se fuera a casa de su hija; quizá le fuese dado gozar de una vejez tranquila.

El libro que había cogido para que me diera la señal no era apropiado para el estudio, de modo que lo cerré y cogí otro. Tal vez el Talmud me ayudara a concentrarme. Saqué de la estantería un tomo del Talmud.

Con el libro en la mano, me puse a pensar en lo que aquel hombre me había dicho. Dijo que el padre del clérigo se había arrepentido y hacía penitencia. Yo había leído relatos en los que se decía que el mismo clérigo se arrepentía.

¿Estaban basados en hechos reales o eran fruto de la fantasía? En cualquier caso, ¿por qué ahora escaseaban tanto estos relatos? ¿Es que ya no quedaban hombres activos o acaso se había debilitado la fantasía? Pero en todos los lugares en los que se ha establecido, el pueblo de Israel se ocupa de hallar nuevos medios para dar a conocer el bien. Está dotado de poderosa fantasía y ella pone brillo y valentía en su semblante. Pero allí donde tiene lugar una buena acción no hay siempre un hombre que sepa relatarla: es más fácil hacer el bien que contar una hermosa historia.

¿Dónde está la diferencia entre las historias de los jasidím y las de otros grandes judíos? Si me permitís decirlo, en realidad no hay tal diferencia; sucede en unas lo mismo que en las otras; pero los otros grandes judíos son hombres de la Ley y conocidos por su sabiduría; éstos, por el contrario, son hombres de acción y conocidos por sus actos. Muchas veces se les atribuye algo que todo el pueblo sabe desde hace tiempo que fue obra de nuestros sabios de tiempos pasados, como la historia que le ocurrió a Rabbí Meir de Tiktin y que se atribuye al Saddiq Rabbí Meir de Prezemysl, y tantas otras. Y no es lo mismo, pues mientras las historias de los grandes de Israel tienden a instruir en la Doctrina y los Mandamientos, poniendo de manifiesto las buenas costumbres y la recta moral que todos debemos observar, las historias de los jasidím tienen por finalidad ensalzar a los saddiquím, elegidos por el Cielo para la realización de hechos prodigiosos, lo cual no está al alcance de cualquiera. El autor de las «Lecturas de Rectitud» escribió su libro para que todo el mundo supiera cómo obraba su maestro, el gran rabino, y aprendiera a orientar sus obras de acuerdo con el espíritu de la Ley. Por el contrario, en las historias de los jasidím, en las que se te extasía el alma y se te inflama el corazón, no te es dado hacer como ellos.

¿Por qué no acudían ya a la vieja sinagoga? ¿Habrían hecho las paces con los de Czortkov, o no venían por lo mismo que habían dejado de venir los demás?

Levanté los ojos hacia la montaña que se alzaba frente a la sinagoga. Estaba todavía rala y sin verde y una sombra fría y húmeda la envolvía; mañana estará cubierta de hierba y bañada por el sol. Cerremos los ojos un momento y trasladémonos a otro lugar, donde todos los días brilla el sol, donde los corderos van de casa en casa y su lana te calienta el corazón. Y con los corderos va el pastor, con las alforjas al hombro y la flauta en los labios. Silenciosamente, pasan rebaños y rebaños, levantando nubes de polvo. De pronto, un cordero se detiene, se pone a escarbar, se tiende en la hierba y lanza un balido a la hembra; ésta se aproxima y el pastor, cerca de allí, sigue tocando la flauta. Tal vez los antepasados del pastor pertenecían a los cantores del templo y los cantos de los levitas eran acompañados por los sones de la flauta. O tal vez iban con los destructores del templo y el sonido de la tuba de las legiones sale ahora de su boca. Di, ¿qué me oprime el corazón?

Pensando, pensando, había llegado el mediodía. Me envolví en mi abrigo y me encaminé a mi hotel.

Al salir a la calle, observé gran revuelo y vi grupos de gente. Pregunté a un niño:

—¿Qué ha pasado?

—Janok —balbuceó.

Encontré a Ignaz y le dije:

—¿A qué viene toda esta algarabía?

—La nieve, señor, la nieve.

—¿Estás en tu juicio? —dije severamente—. ¿Dónde está la nieve?

—¡Allí! ¡Allí! —respondió extendiendo el brazo.

—¿Quieres explicarte? ¿Qué ocurre allí?

—Han encontrado a Janok, en la nieve.

—¿Que han encontrado a Janok? ¿Está muerto?

—¿Y cómo iba a estar? ¿Vivo?

—¿Cómo lo han encontrado?

—¿Cómo…?

Ignaz estaba todavía tartamudeando con su voz gangosa cuando pasó otro y me dio la noticia. Aquella mañana, un judío que se dirigía al pueblo había encontrado a Janok de pie junto a su carro y abrazado al caballo. Seguramente, se había quedado helado durante la gran nevada y la nieve los sepultó a los tres. Ahora, al fundirse la nieve, habían aparecido. Probablemente, primero se heló el caballo, y Janok, al querer darle un poco de calor, se heló con él.

Janok estaba muerto y tuvo su funeral. Toda la ciudad fue detrás del féretro. No había en la ciudad una sola persona que no quisiera rendirle este último tributo.

Todos íbamos con la cabeza inclinada, como si fuésemos sus deudos. Cuando Janok estaba ya olvidado, se volvía a hablar de él y se comentaba cómo había salido de su casa el día de la nevada y cómo había sido hallado abrazado al cuello de su caballo, como si estuviese vivo. Su descubridor había empezado ya a reprocharle que no hubiese avisado a su mujer cuando, al aproximarse, vio que estaba muerto.

Recordé lo que contara a Janok acerca de los mártires de la Diáspora, que en seguida entraban en la Tierra Santa sin tener que esperar a que fueran llegando todos los que morían en el extranjero, y cómo los envidiaba Janok. Pensé: «Janok no ha muerto por la Santificación de Nombre, sino por un pedazo de pan; así que tendrá que esperar con todos los muertos del extranjero. Pero seguramente los ángeles buenos cuya ayuda habrá conquistado él con su honradez le harán más llevadera la espera. Y cuando llegue el Mesías —muy pronto, en nuestros días— y todo Israel salga a su encuentro y se haga sitio delante para los grandes, a fin de que sean los primeros en recibirle, el Rey, el Mesías, les dirá: “Venid, vamos junto a nuestros hermanos, en los que a causa de sus tribulaciones, nadie ha reparado”. Y cuando el Rey, el Mesías, vea a Janok y a sus compañeros les dirá: “Vosotros sois los que más me necesitáis; por eso, primero voy a vosotros”».