CAPÍTULO XLII

Con el niño enfermo

Pasó el sábado, pero no fue aquél un sábado como tantos otros. Cuando el Santísimo, alabado sea, quiere castigar a sus criaturas, les amarga el sábado.

Después de la ceremonia de la separación del Sábado del día siguiente, fui a casa de Daniel Bach a pagar la cuenta de la leña. Antes de entrar, reuní los caramelos que todavía estaban enteros y se los di al niño. Él los cogió y formó con ellos un corazón y después una estrella de David. Luego, dio uno a su madre, uno a su padre, uno a su hermana y por último, a mí me dio dos.

—¿Por qué no le diste en seguida al señor? —preguntó su madre.

—No lo sé —repuso el niño.

—¿No lo sabes, hijo? —dijo la madre con extrañeza—. Estoy segura de que sí lo sabes.

—Antes no lo sabía —respondió el niño—; pero ahora ya lo sé.

—Pues dínoslo, hijo —dijo la madre.

—Al principio pensé que ya que todos los caramelos eran del señor, no tenía por qué darle.

—¿Y después? ¿Por qué le diste?

—Después pensé que a lo mejor no se habría guardado ninguno para sí y por eso le di.

—¿Y por qué diste uno a cada uno de nosotros y a él le diste dos?

—Para que, si quiere, pueda regalar uno.

—¿No es un sabio? —dijo la madre—. ¿No es un ángel? Deja que te dé un beso, hijo.

—Pídele al señor que te cuente una historia —dijo el padre.

—¿Tú sabes contar historias? Pues entonces dime qué estará haciendo el abuelo.

—Eso no es una historia —dijo Erela.

—¿Pues qué es? —preguntó el niño.

—Cuando estudies Literatura sabrás lo que es una historia y lo que no lo es.

—¿Y el que no estudia Literatura no sabe lo que es una historia? —preguntó el niño.

—Por supuesto que no —respondió Erela.

—¿Y por qué tú no sabes contar historias? Tú has estudiado Literatura.

—Pero sé lo que es una historia y lo que no lo es.

—¿Y lo que hace el abuelo no es una historia? —preguntó el niño.

—No es una historia —repuso Erela.

—Entonces, ¿qué es?

—Puede ser una noticia, si es importante, claro; si no es importante, no es nada.

—Pues cuénteme nada —dijo el niño.

Erela enfocó hacia él los cristales de sus gafas y dijo con asombro.

—¿Que te cuente «nada»? Entonces no hay nada que contar.

—El abuelo está haciendo algo; pues entonces hay algo que contar. Cuénteme lo que hace el abuelo.

Me pasé una mano por la frente y dije:

—En estos momentos, tu abuelo está sentado en el patio, delante de la casa pequeña, mejor dicho, delante de la casa grande, apoya la cabeza en la rodilla y piensa: «Asombroso, asombroso; aún no estamos en Pascua y hace ya tanto calor como en primavera».

—¿Y dónde está Amnón?

—¿Amnón? ¿Y quién es Amnón?

—¿No lo sabes? Es el hijo de mi tío Yerujam.

—Amnón está ahora en la sala de los niños pequeños, comiendo papilla de leche. Y como es un niño bueno, no deja ni una gota en el plato; se come todo lo que le dan y por eso la señorita le da una manzana. Las naranjas son más buenas que las manzanas, pero la señorita cree que los niños han de comer muchas manzanas. ¿Qué te parece? ¿Hace bien?

—No, no hace bien —dijo el niño.

—¿Qué es lo que no hace bien?

—Amnón no está en la sala de los niños pequeños —dijo el muchacho.

—¿Y dónde está?

—Dígalo usted.

—Espera un poco, amiguito —le dije—, déjame ver… Tengo que pensarlo.

—¿Tienes que pensarlo? —preguntó el niño.

—¿Y tú? ¿No necesitas pensar nunca?

—Yo nunca pienso.

—¿Pues qué haces?

—Yo abro los ojos y veo; muchas veces, los cierro… así… y veo mejor todavía —cerró los ojos y sonrió.

—¿Qué ves ahora, hijo? —pregunté.

—Dime tu primero lo que averiguaste pensando.

—¡Si no me has dado tiempo para pensar! Ahora voy a hacer como tú. Cerraré los ojos y veré lo que hace Amnón.

Cerré los ojos y sonreí como había sonreído Rafael.

—Bueno, dime ya lo que hace Amnón.

—Amnón está sentado en las rodillas de tu abuelo, jugando con su barba, y le dice: «Abuelo, cuando yo sea mayor tendré una barba larga como la tuya». Y el abuelo le contesta: «Así será —y le da un beso en la boca—. Eres el más listo de todos los niños de la comuna».

—¿Y qué hace el tío Yerujam? —pregunta Rafael.

—¿Cómo voy a saberlo? Está sentado arriba, arriba, más arriba del séptimo cielo, a la derecha del Santísimo, alabado sea. Tú ya sabes, hijo, que los que son asesinados en la tierra de Israel son los que mayor mérito alcanzan ante los ojos de Dios. Él se sienta y habla con ellos todos los días, a todas horas, en todo momento.

—¿Y qué hacen los que se sientan a la derecha del Altísimo, alabado sea? —preguntó Rafael.

—Calla, hijo, déjame escuchar. Me parece que están leyendo en la Biblia lo del sacrificio de Isaac. Es como la lectura de la Torá en la fiesta del Rosh ha-Shaná[*].

El niño levantó la mirada y dijo:

—Verdaderamente, así es.

—¿De dónde has sacado que es así? —preguntó Erela—. ¿Has estado alguna vez en la sinagoga en la fiesta del Año Nuevo?

—Sí; he estado en la sinagoga y he oído la lectura de la Torá —dijo el niño.

La madre lo miró con extrañeza. ¿Cómo podía hablar así el muchacho, si no se había levantado de la cama desde que nació? La mujer bajó la cabeza y guardó silencio.

El niño dijo a su madre:

—¿Por qué no dices a Erela que yo estaba contigo en la sinagoga aquel día de Año Nuevo en que trajeron la cabeza de Rabbí Amnón y la pusieron encima del armario de la Torá y él rezó la oración: «Aguantemos firmemente»?

—¿Cuándo fue eso? —le preguntó la madre.

—Ven, madre, te lo diré al oído —dijo el niño.

—Pero ¡qué estás diciendo! —gritó la mujer, llena de asombro—. Aquel año todavía no habías nacido.

—Pero ya estaba en el mundo.

—¿Cómo es eso posible, hijo?

El niño sonrió y dijo:

—Fue el mismo año en que tú te desmayaste y todas las mujeres que había en la sinagoga se asustaron y te dieron gotas contra el mareo.

—Fue el año en que estaba encinta de él —dijo Sara Perle.

—¿Lo ves, madre, como yo estaba también en la sinagoga y lo vi todo? Anda, dile a Erela que yo tenía razón, madre.

Los ojos de la madre se llenaron de lágrimas.

—¡Qué memoria más prodigiosa la suya! —musitó.

—Es un disparate fomentar sus fantasías —dijo Erela.

Daniel golpeó la mesa con los nudillos.

—Estoy oyendo discusiones —dijo—. Empezasteis hablando de historias y termináis discutiendo.

—¿Qué es una discusión? —preguntó el niño a su padre.

—¿Cómo se lo explicamos, Erela? —dijo Daniel.

—¿Qué quieres decir con eso de «Cómo se lo explicamos?». Pues es bien fácil: Una discusión es cuando la gente discute.

El padre del niño sonrió y dijo:

—Tú has estudiado los Cinco Libros de Moisés, hijo, y recordarás lo que nuestro padre Abraham dijo al Altísimo, alabado sea, respecto a Sodoma: «¿Quieres de veras exterminar juntamente al justo con el malvado? Quizás habrá cincuenta justos dentro de la ciudad…», etcétera.

—Eso no es una discusión —dijo el niño.

—¿Qué es, si no? ¿Ruegos y súplicas?

—Eso es la Doctrina —dijo el niño.

—Para vosotros, todo es doctrina bíblica —dijo Erela.

—Todo no —le dijo el niño—; pero lo que está en la Biblia, sí que lo es.

—¿Podríamos tomar una taza de té? —preguntó Daniel Bach a su esposa—. ¿Qué te parece?

—El agua está hirviendo —dijo la señora Bach—; en seguida os traeré el té. Nos hará usted el honor de tomar una taza de té con nosotros. Siento no haber hecho un pastel.

—Mi mujer opina que una taza de té no es suficiente para despedir el Sábado —dijo Daniel Bach sonriendo—. ¿De dónde sacas que con el té hay que tomar pasteles? ¿Lo aprendiste de los judíos alemanes cuando estuviste en Viena?

—¿Es que nunca te hago pasteles? —preguntó la señora Bach, poniéndose colorada.

—Sólo se hacen pasteles para la fiesta —respondió su marido.

—Pues espero poder hacerte uno antes de ese día —dijo la señora Bach.

—Si te empeñas, no voy a ser yo quien te lo impida. Pero bebamos el té antes de que se enfríe.

—De ahora en adelante, Rabbí Jayim va a tener menos trabajo —dije, después de tomar un sorbo de té—; se acerca la primavera y la estufa ya no necesita leña.

—La primavera está en puertas y los días de invierno se alejan nuevamente —suspiró la señora Bach.

—También las estufas tienen derecho al descanso —dijo Daniel Bach—. ¿Os habéis enterado de que el yerno de Rabbí Jayim le ha dicho que se vaya a vivir a su casa?

—¿Y qué le ha contestado Rabbí Jayim?

—¡Quién sabe! Rabbí Jayim no es hombre muy comunicativo.

—¿Está seguro de haber obrado bien al aceptar el libro de aquellas mujeres? —preguntó Erela.

—¿Qué libro?

—Ése cuyo título no recuerdo y que acostumbraban a poner junto a la cabecera de la cama de mujeres insensatas cuando éstas iban a dar a luz.

—¿Teme que puedan llegar a faltar en la ciudad los remedios milagrosos, señorita?

—No es eso —dijo Erela—; lo que temo es el fanatismo y temo también que se diga por ahí que la tierra de Israel necesita remedios milagrosos, amuletos y demás tonterías por el estilo.

—No te exaltes, Erela —sonrió su padre—. Será un honor para Szybuscz que se vea que tampoco a nosotros nos faltan los grandes dones. Y si no podemos contribuir a levantar el país con dinero, contribuimos con almas.

—Si me es lícito hablar en presencia de mi padre, me permito preguntar qué quiere decir mi padre con esa palabra.

—¿Qué palabra, hija?

—¿Qué palabra? Si mi padre no la recuerda, me permitiré recordársela. ¿A qué se refería mi padre al hablar de «almas»? De sus palabras se deduce que vamos a contribuir a levantar el país con almas.

—Desde este momento en que nuestro amigo tan bondadosamente les ha enviado el mencionado libro, no nacerán más niños muertos. Por consiguiente, nosotros les ayudamos con almas.

—Padre, en verdad que me sacas de quicio con tus cosas —dijo Erela irritada.

—Es indiscutible que el libro ha ayudado en muchos casos en los que médico y comadrona nada podían hacer.

Erela miró a su madre con irritación, se encogió de hombros y dijo:

—Ya sé que todavía quedan charlatanes; pero es duro descubrir que los propios padres creen en ellos.

Su padre la miró con benevolencia y dijo:

—Mi hija Erela se atiene a sus principios, según los cuales está prohibido hacer uso de todo aquello que está más allá de nuestro entendimiento, aun sabiendo que puede resultar de gran provecho, como este libro milagroso que sabemos ha ayudado a numerosas mujeres.

—¿De qué sirve traer niños al mundo si han de ser víctimas de la charlatanería?

Bach se acarició la pata de palo con la mano y dijo:

—Mi hija Erela es una racionalista. ¿Un poco más de té?

—Muchas gracias. Creo que ya es hora de que me vaya.

—¡Nada de eso! —dijo Bach—. Quédese un rato más, para que podamos pasar revista a los acontecimientos. ¿Qué noticias tiene de Israel? Hace semanas que no hemos recibido carta del padre. ¿Tendrá alguna dolencia física? ¿Habrá estado enfermo o tal vez hubo disturbios o se lanzó algún ataque contra Ramat-Raquel? ¿Quién es ese muftí?

—Un árabe.

—¿Y porque sea árabe tiene que derramarse sangre inocente? —preguntó Bach.

—No porque sea árabe —respondí—, sino porque lo naturales que los que ansían cometer una agresión ataquen a los débiles. Y mientras nosotros seamos pocos y débiles tendremos que soportar todos los males imaginables.

—Sus palabras dan risa —dijo Erela—. El que le oiga puede creer que allí los nuestros se quedan con los brazos cruzados y le tienden el cuello al verdugo, como hacen nuestros judíos de Szybuscz. Todo el que lea un periódico sabrá los hechos heroicos que allí se han producido.

—Que son más que los que dicen los periódicos —asentí—. Yo mismo he podido verlos con mis propios ojos. Pero ¿de qué sirve el heroísmo si acaba con los héroes? A fuerza de tanto luchar, el héroe pierde las fuerzas y cae.

—Según usted, deberíamos tender el cuello y decir: «Toma, verdugo, aquí tienes nuestro cuello, levántate y degüéllanos», como tan bien dijo nuestro poeta Bialik en su poema sobre la matanza.

—No quise decir eso, señorita.

—Entonces, ¿qué quiso decir? Me parece que entiendo el significado de las palabras. ¿O acaso da el diccionario una acepción de la palabra «héroe» que yo no he llegado a descubrir?

—Yo no conozco otro significado. Pero si pudiera permitirme una interpretación que no figura en el diccionario, diría que un héroe es aquel a quien todos temen y al que nadie se atreve a atacar.

—¡Delicioso! —exclamó Erela echándose a reír—. Para encontrar a uno de esos héroes tiene que ir al campo de deportes; allí encontrará al tipo de héroe que usted busca.

—¿Y será siempre igual? —preguntó Bach.

—Esa misma pregunta la he hecho yo a muchas personas inteligentes, sin recibir una respuesta satisfactoria. Pero, por último, un hombre de gran sabiduría me dio la respuesta acertada. Para él, la acción es antes que el estudio. En un tiempo en el que la mayoría de nuestros hombres sabios estaban en el extranjero predicando el sionismo, él se fue a la patria y realizó lo que tanta palabrería no había logrado realizar. Este hombre solía decir: «Trabaja y no esperes nada». Y mientras él iba trabajando su obra iba adquiriendo cuerpo. Pues esto es lo que ocurre con el trabajo. Se hace hoy un poco y mañana otro poco y con el tiempo se va formando una gran obra. Cuando los árabes destruyeron mi casa y me quedé en la calle, él me brindó mesa y cama. Un día, al verme taciturno, me dijo: «No se preocupe, al final todo saldrá bien». «¿Qué perspectivas tenemos? Si construimos algo, nuestros vecinos lo destruyen; si plantamos, nuestros vecinos arrancan. Fíjese cuántas colonias han sido destruidas en un solo día y cuántas familias asesinadas en una hora, y todavía dice que al final todo saldrá bien. Ese final feliz debía haber llegado ya, pues nuestros vecinos saben muy bien que hemos convertido en tierra fértil lo que antes era desierto y ellos han sido los primeros en beneficiarse. Y ahora nos hacen esto. Me parece que los tiempos pasados eran mejores que los de hoy. Y todavía dice usted que al final todo saldrá bien, usted, que decía también: “Trabaja y no esperes nada”; de pronto, se convierte usted en patrón de los que esperan». «Al principio no esperaba nada —me respondió él—; pero ahora espero mucho, pues estamos ya en la segunda época». Y en seguida me explicó sus palabras: «Todo pueblo tiene que pasar por tres épocas. En la primera es pequeño y débil y se ve despreciado por sus vecinos, para los que prácticamente no existe. Y como es débil los demás se apiadan de él y a veces se muestran magnánimos, como el héroe con el humillado. La segunda época es aquélla durante la cual el pueblo sale de su estado de sumisión y va adquiriendo cada vez más fuerza. Si sus vecinos son inteligentes, establecen con él lazos de amistad y fraternidad y mutuamente se apoyan. Si no son listos, le tienden trampas por todas partes y finalmente le declaran la guerra. Él lucha por su vida y se arma de valor y de fuerza, pues sabe que si cae ante el enemigo no habrá compasión para él. Y no teme el rechinar de los tanques ni el clamor de las hordas de los guerreros. Y cuando los vecinos se dan cuenta proponen la paz. Después buscan el acercamiento y lo consideran como a su igual. Primero buscan el acercamiento en beneficio propio, después en beneficio mutuo y acaban por ayudarse el uno al otro. Hasta ahora nos encontrábamos en la primera época, la del pueblo pequeño y despreciado; ahora hemos entrado en la segunda, la del pueblo que se afirma y va adquiriendo fuerza, y nuestros hijos verán la tercera época, en la que seremos un pueblo como los demás. Lo que haya de venir después…, eso nadie lo sabe».

Bach se cogió las solapas de la chaqueta y miró a su hijo que se había adormecido. Luego, acariciándose la rodilla sana, dijo:

—De todos modos, hacen con nosotros todo lo que les pide su corazón de asesinos.

—Mientras estemos en la segunda época —respondí.

—¿Y cuándo entraremos en la tercera? —me preguntó Bach.

Me levanté de la silla y dije:

—Eso depende de mí, de usted y de todos los que formamos el pueblo de Israel. Cuando vayamos a nuestra tierra y nos unamos a nuestros hermanos que allí están luchando.

Al despedirme, la señora Bach me cogió del brazo y me llevó junto a la cama de su hijo.

—Mírele —me dijo—. ¿No parece un ángel de Dios? Cuando pienso que los asesinos podrían extender sus manos hacia él se me encoge el corazón.

—¿Por qué habían de venir asesinos? —pregunté.

—Pero usted quiere que vayamos a su tierra.

—¿Qué quiere decir «a mi tierra»?

—Allí donde están los asesinos que mataron a Yerujam.

—Al contrario, señora; quiero que vayamos a nuestra tierra, para que se debilite la potencia de los asesinos.

—Pero usted huyó de ella —dijo la señora Bach.

—¿Qué yo huí? —suspiré profundamente—. Tal vez haya huido realmente, pues el que abandona la tierra de Israel, aunque no sea más que una hora, será considerado un fugitivo.