El fin del invierno
Janok desapareció de nuestros pensamientos como desaparecen los muertos. A pesar de que el rabino había prohibido a sus hijos rezar el Qaddish y a su mujer guardarle luto, nadie dudada que Janok estaba muerto. También yo lo creía. Desde la noche en que lo vi junto a la fuente sabía que Janok estaba muerto.
Su mujer colocó una caja en el mercado y se adjudicó un puesto fijo. Sus vecinas no se opusieron. Todo lo contrario, si algún comprador ponía dificultades, las vecinas le decían que comprarle algo a ella era hacer una obra de caridad, que su casa estaba llena de niños pero vacía de pan, que era a un tiempo viuda y esposa abandonada. Las mujeres cristianas —hablemos de ellas siquiera una vez— se mostraron igualmente bondadosas, en atención a su marido, que siempre fue un judío muy decente, y le llevaban huevos, verdura y miel y esperaban hasta que ella vendiera la mercancía para cobrársela.
Su puesto no le daba a ganar monedas de oro, ni siquiera monedas de cobre; es decir, la Janokina no sacaba el menor provecho de su trabajo, como tampoco lo sacaban sus vecinas; pero éstas se habían acostumbrado a no ganar y ella no quería acostumbrarse. No hacía más que quejarse y lamentarse, o dejaba oír los alaridos que lanzara cuando la desaparición de su marido y que, si bien al principio hacían estremecer al que los escuchaba, ahora sólo conseguían impacientarle. A una mujer que está ahogada por el dolor no se le puede pedir que tenga bonita voz, pero nadie te obliga a quedarte a escuchar. La gente daba un rodeo para no pasar por delante de su puesto y se iba a comprar a otra parte. ¡Pobre mujer! No sólo le niegas la compasión, sino que, además, te enojas con ella porque te obliga a mostrarte duro de corazón.
Además, su casa está lejos del mercado y cuando ella se va sus hijos no comen caliente, y cuando vuelve el cansancio la vence y no tiene ánimo para ponerse a guisar. Cuando ella se sacude el sueño, los niños se han dormido y entonces le es imposible descansar. Se echa en la cama y ve ante sí a Janok y al caballo, pugnando por avanzar en la nieve. La Janokina grita: «¡Janok! ¡Janok!». Acuden los vecinos a toda prisa y le preguntan:
—¿Dónde está?
—Os aseguro que estaba ahí ahora mismo, él y su caballo —grita ella.
Al principio, los vecinos sentían compasión y le ofrecían unas gotas de cordial para reanimarla. Después hacían como que no la oían y se quedaban en sus casas. Últimamente, empezaron a reírse de ella y le decían:
—¿Por qué no agarraste al caballo por la cola?
Pero no se puede agarrar por la cola a un caballo soñado.
Cierto día en que Rabbí Jayim y yo nos habíamos quedado solos en la sinagoga, advertí que él estaba inquieto, que algo le preocupaba. Se levantaba, volvía a sentarse, se levantaba otra vez, se acercaba a mí, volvía a su asiento… Y así varias veces.
—¿Tiene algo que decirme? —le pregunté.
—Quisiera pedirle algo; pero temo que no le parezca bien.
—Puede estar seguro de que si está en mi mano no he de negárselo —aseguré.
Rabbí Jayim bajó la mirada, se asió al borde de la mesa, luego me miró en silencio, bajó la cabeza y me dijo:
—Si no es mucho pedir, le ruego que…
—Si lo que quiere es darme ocasión para hacer una buena obra, no hay objeción.
—Le ruego que se muestre conmigo tan bondadoso como se mostró con Janok.
—Yo no me mostré bondadoso con Janok, sino que me limité a pagarle sus servicios.
—Entonces tal vez pueda pagarme a mí también —dijo Rabbí Jayim.
—Sería un honor darle más de lo que daba a Janok, pues él no se ocupaba de las lámparas ni encendía la estufa, mientras que usted pone los cirios, llena las lámparas y enciende la estufa, de modo que a más trabajo corresponde más paga. Pero no sé cuánto tengo que darle.
—Deme lo mismo que daba a Janok —dijo Rabbí Jayim.
—No sé cuánto le daba. Echaba mano al bolsillo y le daba un puñado de monedas, unos días más y otros menos. Si lo prefiere, le fijaré un sueldo para no tener que fiar en mi mano, que unas veces aprieta más que otras.
Estipulamos una cantidad y Rabbí Jayim me dijo:
—Si le parece bien, podría pagarme el quinto día de la semana.
Y desde entonces, todos los jueves por la mañana le pagaba su salario.
Una vez quise darle lo de varias semanas a un tiempo, pues había visto que su hija Sipporá llevaba los zapatos rotos y pensé: «Si le pago varios salarios de una vez, podrá comprarle zapatos». Pero él tomó lo de la semana y me devolvió el resto. Con el tiempo se descubrió que aquel dinero era para la mujer de Janok. ¿Y él, de qué vivía? De lo que le daban los oficiales a los que sirvió durante su cautiverio y de lo que ganó durante el viaje de regreso haciendo diversos trabajos.
El mes de Adar tocaba a su fin. La nieve que se había amontonado durante el invierno iba fundiéndose y la poca que aún caía de vez en cuando no llegaba a cuajar.
El trabajo de Rabbí Jayim era menos pesado. Al principio, tenía que traer leña dos o tres veces al día, ahora traía sólo una vez y muchos días aún quedaba para el siguiente, pues el frío era ya menos intenso y no consumíamos tanto combustible. Y así como gastábamos menos madera, gastábamos también menos petróleo, pues los días eran más largos.
Cuando el frío disminuyó y la nieve se fundió, los caminos quedaron abiertos y los hombres salieron a su trabajo. Los que trabajaban en la ciudad fueron a la ciudad, y los que trabajaban en los pueblos a los pueblos.
La ciudad tenía una fisonomía nueva. Las calles que durante todo el invierno estuvieron desiertas se llenaron de gente y en las puertas de las tiendas se discutía animadamente. A primera vista, parecía que Szybuscz había recobrado su antigua vida comercial; pero a la segunda ojeada —que es la que nos permite ver claro— se advertía que la gente sólo había salido a charlar. De todos modos, los que ahora callejeaban eran más numerosos que los que acudían a las sinagogas y muchas veces teníamos que esperar para el rezo. Después de la oración, todos se dispersaban nuevamente, sin decir ni un salmo, ni un pasaje de la Mishná. De todos modos, nuestra vieja sinagoga llevaba ventaja a la mayoría de las sinagogas de la ciudad, pues en ella se celebraban oficios en comunidad todos los días, mientras que en las otras raramente se reunían las diez personas necesarias, de modo que unos días se rezaba en una y otros días en la otra, según el número de asistentes, con excepción de la Gran Sinagoga, por supuesto, donde siempre se reunían varias veces diez, de manera que cuando en nuestra sinagoga éramos menos de diez, traíamos gente de allí a rezar con nosotros.
La mayoría de los asiduos concurrentes de la Gran Sinagoga eran gentes del pueblo que profesaban poca simpatía por los de nuestra vieja casa. ¿Por qué? Porque antiguamente, cuando los israelitas llevaban sus asuntos con mano firme y los dirigentes de la comunidad ataban corto a las gentes del pueblo, no permitían que éstas se sentaran en los bancos, sino que las obligaban a quedarse de pie detrás, junto a la pila, y no les permitían usar sombrero de piel los sábados ni demás fiestas, sino que debían llevar «Kolpak» pero el «Sábado de la Cara de Sueño» en que los hombres cultos sustituyen el gorro de piel por el «Kolpak», como señal de luto por Jerusalén, la gente del pueblo no podía llevar «Kolpak», sino el sombrero de diario, ya que tal honor estaba reservado a los doctores de la Ley. Incluso ahora, cuando la sabiduría ha desaparecido de la vieja sinagoga y los sabios que quedan en ella se asemejan a las gentes sin cultura, el odio de éstas sigue latente. Cierto día en que, estando a punto de rezar, faltaba uno para completar el minyán, invité a uno de los que estaban en la Gran Sinagoga a que se uniera a nosotros. Y él me contestó con rigidez:
—Eso significa, pues, que nuestro maestro Moisés y ocho de los suyos no pueden rezar en comunidad y por eso le piden a un miserable Zlofjad ben Jefer que se una a ellos. Después, cuando ya no le necesiten, se dirá que le vieron salir a buscar leña en sábado y le arrojarán piedras.
Rabbí Jayim barría el suelo, encendía la estufa, ponía los manteles y encendía las velas y las lámparas. Rezábamos la oración de la tarde, la recepción del Sábado y la oración de la noche.
Cierto día, el recitador bendijo el vino y no había ningún niño que pudiera beberlo. Palpé mi bolsillo, para cerciorarme de que llevaba encima algunas golosinas, y pregunté a uno:
—¿Dónde está su hijo?
—Se quedó con su madre —musitó él.
Pregunté a otro.
—¿Por qué no ha traído a su hijo a la sinagoga?
—Ha sido un milagro que pudiera venir yo. Uno está toda la semana pasando fatigas por esos mundos y llega el sábado y le gusta que le dejen tranquilo.
¡Qué hermosos eran los ritos del Sábado cuando el pueblo de Israel llenaba la sinagoga, los niños rodeaban el armario de la Torá y respondían: «Amén», al recitador! Ahora, cuando los padres consideran que están aquí de milagro, ¿qué milagros se necesitarían para traer a los hijos?
Eché mano al bolsillo en el que había guardado los caramelos. La bolsa se había roto y los caramelos se me pegaron en los dedos. Me lavé las manos y volví a mi hotel. Después de cenar, acudí nuevamente a la sinagoga, para dar a la gente mi acostumbrada glosa y comentario sobre los textos del Sábado. Llegaron tres hombres y se sentaron junto a la estufa. Uno bostezó, haciendo bostezar a los otros dos, y cuando éstos hubieron bostezado el primero volvió a bostezar.
Mientras repasaba el texto, aguzaba el oído para averiguar si venía alguien más. Pasó media hora y no vino nadie. Pensé: «Y esos que están ahí, ¿por qué no me piden que les hable? Pues ahora aunque me lo pidieran no hablaría». Pero como ellos siguieron callados, pensé: «Cuando entre uno y otro se intercambian palabras sobre la Doctrina, el Espíritu de Dios los habita. Sean muchos o pocos, hay que hablarles; y aunque no hubiese más que uno que quisiera oír la explicación de la Doctrina, habría que dársela».
Mientras así hablo conmigo mismo, ya se han levantado y se han ido todos.
Es curioso este tipo que se ha llenado el cuerpo con versos de la Torá y proverbios de los sabios —¡bendita sea su memoria!— y no encuentra quien quiera oírlos. Y más curioso todavía es que los sábados anteriores no había preparado nada, sino que hablaba de lo primero que se le ocurría y este sábado, por el contrario, había preparado minuciosamente lo que iba a decir.
Me quedé solo en la sinagoga, contemplando los cirios. En el primer momento pensé: «Ardéis inútilmente»; pero en seguida pensé: «¡No tal! Ardéis por el Sábado». Deslicé mi mano por el limpio mantel y cerré el libro.
No había venido para estar entre la gente ni para predicar sobre la Torá; desde luego, ello contribuía a hacer grata mi estancia y, por supuesto, la conferencia no dejaba de halagar la vanidad, aunque en este caso mi vanidad no pasaba de ser la del puntero con el que el maestro señala las letras y que se dobla entre sus manos.
Me levanté y me puse el abrigo. Antes de salir, repetí para mí lo que había preparado para mi conferencia.
Era el Sábado de «Éstas son las ofrendas», y las cosas que yo había pensado decir se referían a las últimas líneas del texto del día: «Porque la nube del Padre Eterno estaba sobre el campamento durante el día, y en su interior había fuego para la noche, ante los ojos de toda la Casa de Israel, en todos sus viajes».
Habría que aclarar qué quiere decir «los ojos de toda la Casa de Israel». ¿Tienen ojos las casas? ¿Y qué quiere dar a entender Rashí al decir: «También su campamento forma parte del viaje»? Retrocedí hasta el pasaje que dice: «Y la Magnificencia de Dios llenó el campamento», en el que la Magnificencia de Dios no se mezcla con la nube. Luego volví al comienzo del texto: «Éstas son las ofrendas para el campamento, el campamento de los testimonios». ¿Por qué se repite «el campamento»? Porque aquí se anunciaba que el campamento sería destruido dos veces: el primer templo y el segundo templo. Aquí se suscita la pregunta: precisamente ahora, cuando Israel celebra su momento de júbilo y alegría, ¿considera oportuno el Altísimo, alabado sea, anunciarles cosa tan funesta? Pero hay una palabra que responde a esta pregunta, y es la palabra: «Testimonio». Es un testimonio para todo el mundo que Israel ha sido perdonado, y éste es el mensaje: «Ya que Dios ha descargado su ira sobre los árboles y las piedras e Israel ha resistido, de ello se desprende que el campamento era como una prenda dada a Israel en garantía y esto es lo que está escrito: “Los campamentos del testimonio”, es decir, un testimonio y una prenda para Israel, y son palabras de tiempos antiguos». Para terminar, volví a la introducción, expliqué varios versos que me ofrecieron bastantes dificultades y toqué ciertos pensamientos modernos que tenían sus raíces en nuestra eterna Doctrina; lo mismo que hice a propósito del motivo para instalar los utensilios antes de plantar la tienda. Aunque no participo de la opinión de los investigadores que atribuyen un significado espiritual a los utensilios mencionados en la Biblia, apunté que este orden estaba justificado, pues la Torá nos insinúa ya que debemos preparar nuestra moral antes de penetrar en la tienda.
Los cirios se habían consumido casi del todo, pero todavía chisporroteaban. Las lámparas, que Rabbí Jayim había llenado de petróleo, daban una luz más potente que la de los cirios. Cogí la llave, salí de la sinagoga y cerré la puerta. ¿Y Rabbí Jayim? ¿Dónde estaba? Había oído decir que estaba celebrando el Sábado en casa de la mujer de Janok.
La calle estaba vacía, pero mi corazón estaba lleno. Sentí el deseo de desahogarlo, mas no encontré compañero para ello. Mi sombra se arrastraba detrás de mí; era más larga y más ancha que yo, pero no le hice el menor caso, como si no existiera.
De pronto, se me ocurrió la idea de ir a la «Asociación Gordonia». En primer lugar, para cumplir mi promesa, pues cuando fui allí en busca del viejo cerrajero que me había hecho la llave prometí volver otro día. Y en segundo lugar, para estar entre judíos. Cuando llegué a la casa, no pude encontrar la puerta de entrada y cuando encontré la puerta no encontré la escalera. Días más tarde supe que los revisionistas la habían arrancado y arrojado al río.
Di la vuelta a la casa, atisbando por las ventanas a través de las que se filtraba un poco de luz, mientras mentalmente repasaba nombres judíos, con la esperanza de recordar así el de alguno de los miembros de «Gordonia» que pudiera franquearme la entrada. Entre nosotros, aunque hubiera gritado todos los nombres que se mencionan en los Cinco Libros de Moisés, en los de los Profetas y demás Libros Sagrados, de nada me hubiera servido, pues nuestros camaradas usaban nombres inventados por ellos mismos, como Kuba, Lontschi, Henryk o Yanek.
Observé cómo mi sombra subía, bajaba y se tendía a mis pies. Si hubiera tenido boca para hablar, seguramente me hubiera dicho: «Igual que tú te afanas me afano yo también».
Me quité el sombrero y me enjugué el sudor de la frente. Mi sombra hizo lo mismo que yo. Si hubiera podido hablar, sin duda hubiera dicho: «Estoy contigo en el mal trance».
Saqué mis dos llaves, la de la sinagoga y la del hotel, y las golpeé suavemente la una con la otra, para mitigar un poco el vacío que sentía dentro de mí. ¿Cómo decirlo? Hacía como el que canta para aliviar sus penas.
Me puse a hablar conmigo mismo y me dije: «Será mejor que nos vayamos de aquí; pero ¿a dónde vamos? Donde tú quieras». Y como no tenía dónde ir, me fui al hotel.
Por el camino, se unió otra sombra a la mía y vi que detrás de mí caminaba una muchacha. Sentí haberme alejado de las inmediaciones de la casa de «Gordonia», pues tal vez esta muchacha hubiera podido indicarme la entrada, yo hubiese entrado, me hubiese sentado con la gente y quizás hubiésemos charlado agradablemente.
La muchacha se aproximó y me saludó. Yo la saludé y pregunté:
—¿Qué está haciendo tan tarde en la calle, señorita?
Erela respondió:
—En primer lugar, no es tarde. Y, en segundo lugar, el que quiere ir a casa tiene que pasar por la calle.
—Entonces llevamos el mismo camino —dije yo.
—Dos personas que se encuentran casualmente no han de llevar a la fuerza el mismo camino —dijo ella.
—¿Es que no va a su casa?
—Sí, voy a mi casa.
—Pues llevamos el mismo camino, ya que yo voy a mi hotel que está al lado de su casa.
—Si lo preguntó desde el punto de vista geográfico, no estaba equivocado; pero hay otros puntos de vista, además del geográfico, que no nos permitirían hablar de proximidad.
Me puse el sombrero y exclamé:
—¡Santo Dios! ¿Qué sabe uno sobre lo que está cerca y lo que está lejos?
—¿Qué significa eso de: «Qué sabe uno?». Lo que está cerca está cerca, y lo que está lejos, está lejos.
—¿Eso también lo ha aprendido en la Geografía? —pregunté en tono de burla.
—En primer lugar, toda persona culta lo sabe por sí misma. Y, en segundo lugar, al que ha aprendido Geografía estos conceptos le quedan grabados para siempre.
—Incluso la Geografía es un producto híbrido —le dije.
Asustada, la señorita Erela volvió hacia mí sus lentes; luego se los quitó, los limpió cuidadosamente, volvió a ponérselos y me preguntó:
—¿Qué fundamento tiene para decir eso? La Gramática no le da ninguno.
Inclinándome ligeramente, respondí:
—No tengo pretensiones y no me atrevo a afirmar que todo lo que digo puede ser gramaticalmente analizado y demostrado. ¿Cómo está su hermano pequeño?
—¿Por qué le llama pequeño? —preguntó Erela—. Por su edad no se le puede llamar pequeño y por su entendimiento es mayor que muchas personas que se creen grandes.
Volví a hacerle una reverencia y dije:
—Ya hemos llegado; ésa es su casa. Si no temiera que me tomara por un hechicero le diría lo que piensa usted decirme.
—En primer lugar, yo no creo en hechicerías —respondió Erela—. Y, en segundo lugar, nadie sabe lo que ocurre en el interior de otra persona.
—¡Fíjese bien, señorita, fíjese bien! Este hombre que tiene delante sabe lo que ahora pasa por su mente y lo que va usted a decir.
—Me parece que se equivoca —dijo Erela.
—Pues se lo voy a decir. Lo que usted quiere ahora es entrar en su casa y lo que piensa decirme es: «Adiós».
—Se ha equivocado —respondió Erela—. Lo que pensaba decirle era: «Hasta la vista».
Me había equivocado. Había olvidado esta otra expresión.
Erela dio media vuelta y entró en su casa y yo me dirigí a mi hotel.
Metí la llave en la cerradura, pero no conseguí abrir la puerta.
Salió Krolka con una vela en la mano y me dijo:
—¿Cómo es que el señor no puede abrir?
—Eso me pregunto yo también.
Krolka miró la llave que yo tenía en la mano y dijo:
—Esa llave no es de aquí.
Yo miré la llave; era la de la sinagoga. Había confundido mis llaves.