Participación
La misma noche que estuve en casa de Yerujam y Raquel, una mujer preguntó por mí en el hotel. ¿Quieres saber quién era? Esa mujer era la viuda de Rabbí Jacob Moshé, que en paz descanse, y nuera de Rabbí Abraham, que en paz descanse. ¿Quieres saber quién era Rabbí Abraham? Rabbí Abraham era la honra de nuestra ciudad, hijo de rica familia, talmudista, hijo de talmudistas, de nobilísimo linaje por parte de padre, descendiente de ilustres rabinos, «vástagos de Santidad», y de no menos noble linaje por parte de su suegro, el gran rabino autor del libro Las manos de Moisés, conocido y comentado en toda la Diáspora y estudiado en comunidad en muchos lugares, y cuyo texto es tan venerado como el de los más célebres libros de la Antigüedad. ¿Te he dicho ya que en Szybuscz había gente muy rica? Pues bien, Rabbí Abraham era el más rico de todos. ¿Te he dicho ya que en Szybuscz había grandes talmudistas? Pues bien, Rabbí Abraham era el mayor de todos. ¿Y abolengo? Nadie tenía tanto como él. Una vez, en nuestra capilla se hablaba de los grandes hombres del pueblo de Israel. Y salimos a hablar de una celebridad de nuestro tiempo que tenía el mismo apellido que Rabbí Abraham. Yo dije a su nieto:
—Seguramente, un pariente suyo.
—No tenemos ningún parentesco —respondió él agitando una mano.
Y por la forma en que la agitó comprendimos que se sentía ofendido de que hubiéramos asociado con su familia a aquel hombre preclaro al que, por lo visto, no consideraban digno de figurar en ella.
Del mismo modo que el padre de Rabbí Abraham buscó para él a la hija de un gran rabino, también Rabbí Abraham casó a sus hijos con las hijas de grandes hombres, y éstos, a su vez, concertaron matrimonios para sus hijos con personas de igual alcurnia. Con motivo de la boda de uno de los nietos de Rabbí Abraham vinieron a la ciudad todos sus parientes casados. Era tres días antes del cierre de las velaciones —entre la Pascua y la fiesta semanal—. Cuando todos aquellos rabinos se trasladaron al bosque que circunda la ciudad (en conmemoración del «Preparaos durante tres días» en espera de la entrega de la Ley que tuvo lugar en el desierto), al verlos allí apoyados en los árboles del bosque que reverdecía, se nos ocurrió que sin duda aquél era el bosque en el que nuestros antepasados, a su llegada a Polonia, encontraron grabado en cada árbol uno de los pasajes de los seis Órdenes[*] del Talmud.
Un día, me encontré cara a cara con Rabbí Abraham. Era una mañana en que iba temprano a la escuela. Un anciano de buena figura y hermoso rostro subía a la escalera de la capilla. Iba vestido de fina seda y llevaba bajo el brazo la bolsa con el tal.lit y las filacterias. Tuve la impresión de que aquel venerable anciano había nacido ya con la bolsa de terciopelo para el manto y las filacterias. Otra vez le vi en su casa. Fue poco después de que mi padre y él se conocieran, durante un banquete. En aquella ocasión, mi padre había expresado cierta opinión respecto a un tema relacionado con la Doctrina, y el rabino no se había mostrado de acuerdo con ella. Mi padre se fue a la sinagoga, consultó el libro Las manos de Moisés y encontró en él un párrafo que apoyaba su punto de vista. Entonces me envió a casa de Rabbí Abraham, al que hallé sentado en una habitación grande cuyas paredes estaban adornadas con hermosos ornamentos y gran profusión de espejos, excepto una de ellas, que estaba completamente desnuda, ni siquiera tenía papel. Rabbí Abraham me preguntó:
—¿Quién eres tú, hijo?
—Soy el hijo del hombre de cuya opinión discrepó Rabbí Abraham. Por favor, vea en el libro Las manos de Moisés que aquí traigo si el parecer de mi padre es correcto.
Examinó el libro durante dos o tres minutos y luego dijo:
—Tu padre tenía razón.
Sentí henchirse de orgullo mi corazón. Mi imagen me miraba desde todos los espejos y vi a muchos iguales a mí.
Rabbí Jacob Moshé, el hijo de Rabbí Abraham, y mi padre (que en paz descansen) se apreciaban mutuamente y se comunicaban todas las novedades que descubrían en relación con la Doctrina, y todos los sábados el uno mandaba a sus hijos a casa del otro para que los examinara y comprobara los progresos que habían hecho. Y ni siquiera la muerte los separó del todo, pues, al morir, mi padre dispuso que sus hijos quedaran bajo su custodia y así fue hasta que, a su vez, durante la guerra, murió el rabino. Cuando me enteré de que su viuda había preguntado por mí, al recordar la gran estima en que era tenida su familia, sentí que dama tan ilustre se hubiera molestado en ir a verme e inmediatamente me puse el abrigo y me dirigí a su casa.
La casa estaba parcialmente destruida. Le faltaba la parte superior. Un hombre sin cabeza no puede vivir; tampoco una casa. Y lo que quedaba de la planta baja, donde antes se hallaba la tienda de la que vivían varias familias, no parecía estar en muy buenas condiciones. De todos modos, Sara se había instalado allí, en compañía de sus cuatro cuñadas, esposas de los hermanos de su marido. Ellos habían muerto todos, unos durante la guerra y otros durante la época de hambre.
Sara me miró llena de asombro. Yo frecuentaba la casa siendo todavía un niño y ahora tenía ya la edad de su marido. Habían pasado muchos años desde entonces. Si hubieran transcurrido todo lo felices que era de desear, sin duda ella hubiera sonreído ahora, al cabo del tiempo; pero aquellos años no fueron felices y ahora su mirada estaba llena de afecto, sí, pero de su corazón se escapó un profundo suspiro.
Sara cogió una silla y me la ofreció. Yo me senté y permanecí en silencio y ella se sentó y permaneció en silencio. Fui a preguntarle por sus hijos, pero luego pensé que sería mejor no hacerlo pues quizás estuvieran muertos (no lo permita Dios). Desde que la guerra nos arrolló, nadie sabe si su antiguo camarada vivirá todavía. Y, si vive, ¿puede llamarse vida a su vida? Pasaron ya aquellos tiempos en los que, al preguntar por alguien, te decían: «En su casa se han dicho las siete bendiciones de la boda; en su casa se celebra una circuncisión; festeja la entrada de su nieto en la mayoría de edad; su yerno construye un tercer piso». Eres justo, Dios, y justas son tus sentencias; Tú sabrás si los sufrimientos que envías al pueblo de Israel son para su bien o para su mal.
Cuatro mujeres, una tras otra, entraron en la habitación. Eran las cuatro cuñadas viudas. En viudas ha convertido la guerra a las mujeres de Israel.
A mis labios acudió aquel verso que dice: «Parecía una viuda…». Cuando Jeremías vio la primera destrucción, escribió el Libro de las Lamentaciones, pero todos los lamentos que escribió no consiguieron apaciguar su ánimo hasta que no comparó al pueblo de Israel con la viuda, diciendo: «Parecía una viuda…»; mas no como una auténtica viuda, sino como la mujer cuyo esposo se hizo a la mar y piensa volver junto a ella. Cuando cantamos el lamento de nuestra última destrucción, no basta decir «Parecía una viuda…», pues el pueblo de Israel no «parece» haber enviudado, sino que ha enviudado realmente.
Allí estaba el plañideo de cinco viudas, cinco mujeres distinguidas, de buena familia, cuyos maridos se habían ido para no volver, y el hombre se devanaba los sesos en busca de una palabra de consuelo; pero todos los símiles fallaban y no consiguió dar con ella.
—Perdóneme por la molestia —dijo Sara—. No era necesario que viniera; yo hubiera ido a verle otra vez.
—Al contrario —dije, inclinándome—; es un gran honor para mí poder venir a esta casa. Recuerdo que siempre la miré con veneración pensando: «Gloria a los que hermanan la Doctrina con el bienestar material; gloria a los que observan los Mandamientos aun en medio de la riqueza».
—De todos nuestros bienes no conservamos más que un pequeño libro —dijo una de las mujeres.
—Y ahora hemos pensado venderlo —dijo otra.
—Tal vez pueda usted ayudarnos —apuntó una tercera.
—Se trata de un manuscrito de nuestro insigne abuelo, el autor de Las manos de Moisés.
—¿Es posible que el gran hombre haya dejado escritos suyos sin publicar? —pregunté.
—Se trata de Las manos de Moisés —dijo Sara.
—Pero de esa obra se han hecho varias ediciones… —dije.
—La obra fue editada; pero el manuscrito quedó en nuestras manos —dijo una de ellas.
—Tiene poderes maravillosos para las mujeres que están en trance de dar a luz —manifestó otra—. A mí misma me ayudó cuando nació mi hijo, que en paz descanse.
Y, al mencionar a su hijo, se echó a llorar. Lo mató una bomba durante la guerra, y no descansaba en una tumba judía.
—Vamos, Sara, basta ya. Has llorado tanto que si no te contienes vas a empujar al Cielo a una mayor severidad. ¡Dios nos libre!
Y también ella se echó a llorar.
—Voy a explicar la situación al caballero —dijo una—. El caso es que el manuscrito posee poderes maravillosos. Cuando un parto se presenta difícil, si se pone el libro junto a la partera todo se resuelve fácilmente. Y puedo decirle que desde que se conocen estas propiedades del libro no se ha producido ninguna desgracia en los nacimientos. Ten la bondad de traer el libro, Sara.
Sara salió de la habitación y, a poco, volvió con un libro del tamaño del tomo Shabbat[*] del Talmud, o del de Baba Batra[*]. Lo puso sobre la mesa y, acariciándolo suavemente, dijo:
—Éste es el libro.
Un olor a ácido fénico y a medicina se extendió por la habitación.
Abrí el libro y examiné algunas de sus páginas. La escritura era hermosa y clara, los signos estaban bien trazados, como los que escribían nuestros padres hace cien años, con amor, de modo que cada letra parecía brillar y el mismo papel refulgía como un espejo. Pero mi alegría no era completa. Mis ojos se alegraban al ver el libro, pero mi corazón no participaba de su alegría.
Seguí hojeándolo. Lo que leía eran palabras divinas llenas de vida. No en vano aquel libro había sido reconocido por toda la Diáspora. Y, sin embargo, no me producía una satisfacción mayor que la que experimentaba al examinar cualquier otro libro. Se me ocurrió pensar que tal vez no fuera aquélla la escritura del autor. Pero si no estaba escrito de puño y letra del piadoso rabino, ¿cómo podía tener la virtud de ayudar a las mujeres?
Seguí hojeando el libro, mientras pensaba qué podría decir a las viudas. En una de las páginas encontré esta nota: «Copiado del manuscrito de nuestro maestro, el gran rabino, por Elyakim, llamado Getz». Me quedé asombrado: ¿Había sido capaz de tanto aquel guardián de sinagoga, aun asistido por una Gracia superior? De todos modos, el libro había sido impreso varias veces y se encontraba muy difundido, y aunque aquélla hubiera sido la escritura del autor, no se me ocurría quién podía estar interesado en adquirirlo.
Traté de salirme por la tangente.
—Me dejan atónito, señoras —les dije—; cae en nuestra ciudad semejante reliquia y ustedes quieren deshacerse de ella. ¿Qué será de las mujeres que puedan necesitarla en el futuro?
—Si la ciudad necesitara del libro, no nos desprenderíamos de él ni por todo el oro del mundo —suspiraron ellas.
—¿Qué quiere decir «si la ciudad necesitara de él»? ¿Acaso son nuestras mujeres como la buena vaca y no necesitan ayuda sobrenatural? ¿Qué dirán ustedes cuando alguien venga a pedirles el libro? ¿Que lo han vendido? «¿Por qué hicisteis semejante cosa?», como dijo el Faraón a las matronas hebreas. Sólo que el Faraón lo dijo porque las matronas dejaron a los niños con vida, y ustedes, señoras…, pero no quiero ofenderlas. Si quieren hacerme caso, aunque les ofrezcan toda la plata y todo el oro del mundo, no lo vendan.
—El Faraón no quería los neófitos varones; pero las mujeres de Szybuscz no quieren tampoco las hembras. ¿Ha visto mecer alguna cuna desde que llegó aquí?
—Israel no está viuda. Yo mismo firmé como testigo en el acta de matrimonio de la hija de mi hostelero. Sin duda conocen a Raquel, la menor de sus hijos. Pues bien, se ha casado con Yerujam Freier, el muchacho de pelo rizado.
Daba pena ver la decepción de aquellas mujeres. En la casa no quedaba ni un pedazo de pan; su única esperanza era el dinero que pudieran conseguir con la venta del manuscrito, y ahora este hombre les hablaba de la hija de un hostelero que se había casado con cierto muchacho de pelo rizado.
Les pregunté:
—¿Quién les reveló las maravillosas propiedades del libro, señoras?
—Cuando las mujeres venían a pedir ayuda a nuestro abuelo, el rabino, él solía decirles, agitando la pipa: «¿Me habéis tomado por un fetiche? ¡No lo permita Dios! ¿Queréis fijar vuestros ojos en un ser de carne y hueso, mientras imploráis la protección del Altísimo? Si necesitáis apoyo, pedídselo a Él y Él os apoyará». Una vez, mientras estaba escribiendo, fue a verle una mujer que gritaba: «¡Rabino, rabino, ayúdanos! Hace tres días que mi hija sufre los dolores del parto». Él se compadeció de la mujer y le dijo: «Las nuevas verdades que hoy he escrito en este libro acudirán en socorro de tu hija y ella se verá aliviada en este trance». Apenas acabó de pronunciar estas palabras, la hija de aquella mujer dio a luz un varón.
—Mientras vivía ese santo rabino, su palabra podía obrar prodigios; pero ¿qué os hace creer que ha de seguir sucediendo lo mismo después de su muerte?
—¿No ha oído decir que los hombres justos son más grandes después de muertos? Sara, cuenta al caballero toda la historia.
Sara suspiró profundamente y dijo:
—Cuando nació mi marido, que en Gloria esté, mi suegra sufrió atroces dolores. Su padre, el santo rabino, no era ya de este mundo. Los familiares fueron a postrarse ante su tumba, pero no la hallaron, pues aquella semana había caído una gran nevada que cubrió las lápidas del cementerio. Así, pues, el santo rabino que había ayudado a numerosas mujeres en el momento del parto se escondía ahora que su propia hija lo necesitaba, pues resultaba imposible dar con su tumba. Pero el Altísimo, alabado sea, inspiró a la comadrona, que cogió ese libro y lo puso al lado de la parturienta. Apenas lo hubo hecho, ésta dio a luz un niño y aquel niño fue después mi marido. Entonces todos vieron claramente que el libro poseía poderes milagrosos.
—¿Cuánto creen que pueda darse por el libro? —pregunté.
—¿Qué sabemos nosotras? —dijo una.
—Habría que mandarlo a América —dijo otra.
—O a Rothschild —sugirió la tercera.
—Yo estoy dispuesto a enviar el libro a donde ustedes quieran —les dije—; pero no me hago responsable en cuanto al dinero.
Ellas me miraron perplejas.
—¿Cree que Rothschild pretendería que se lo cediésemos gratis, siendo nosotras tan pobres? —dijo una.
—A mí me parece que si este libro llegara a manos de Rothschild, él lo haría pesar en oro —dijo la segunda.
—Usted viene de Israel y sabe que Rothschild ama a Israel; concede una «colonia» a todo el que se la pide —dijo la tercera.
—Rothschild tiene buen corazón —les dije yo—; pero los que le rodean no son todos tan bondadosos como él. Por eso les pregunté cuánto creen que puede valer el manuscrito.
—¿Qué sabemos nosotras? ¿Cuánto cree usted que puede valer?
—Los libros no se pueden tasar con arreglo a una tarifa determinada, y menos un libro santo. Si yo fuera Rothschild daría por él cincuenta dólares.
—¡Cincuenta dólares! —exclamaron las viudas, cerrando los ojos, radiantes de emoción. Y cada una repitió para sí—: ¡Cincuenta dólares! ¡Cincuenta dólares!
—Pero no siendo Rothschild, ¿cuánto podría dar por él si lo comprara para mí? No para mí particularmente, sino para hacer una buena obra. Existe en Israel una colonia que tiene una clínica de maternidad a la que van las mujeres, para dar a luz. Se me ha ocurrido que podría enviarlo allá.
—Si yo fuese la única dueña del libro —dijo Sara—, lo vendería por cuarenta dólares o quizás hasta por treinta, para que hiciese con él una buena obra.
—Pero con la condición de que nosotras tuviéramos participación en ella —puntualizaron las cuñadas.
—Si quieren ustedes participar en una buena obra, no seré yo quien se lo impida —les dije.
Les di treinta y cinco dólares, y añadí:
—Por el momento, conserven el libro. Si dentro de treinta días no han cambiado de opinión, vendré a recogerlo.
—No permita Dios que cambiemos de opinión, cuando una parte del dinero al que hemos renunciado en favor de una obra ha sido ya aportada por nosotras.
—Ha dicho usted que hubiera dado cincuenta dólares y sólo nos ha dado treinta y cinco. Por esa cantidad que dejamos de percibir nos convertimos en partícipes de su buena obra.
Yo asentí con la cabeza y les dije:
—De todos modos, les dejaré el libro hasta el momento de hacer el envío.
Al día siguiente, Sara fue a mi hotel para llevarme el libro.
—He oído decir que lo que está destinado a la Tierra de Israel no debe guardarse en casa.
Puso el libro sobre la mesa, lo besó, lo acarició y me miró amistosamente, como se mira al socio. Y es que por medio del libro nos habíamos convertido en socios para una buena obra.