CAPÍTULO XIX

El cerrajero

Me detuve ante la puerta cerrada cuya llave había perdido. De todos mis sueños de aquella noche sólo conservaba el dolor de cabeza. No podía abrir los ojos, parecían estar llenos de granos de sal y tenía rígidos los párpados. Observé a los transeúntes. Del matadero salió una niña llevando en el capazo un pollo recién muerto. Tras ella, pasó un aguador con un cántaro en cada hombro. Del pollo goteaba sangre y de los cántaros goteaba agua.

El aire era frío, pero no me refrescaba la cabeza. Empecé a sentir hambre, pues había salido sin desayunarme.

El hambre era cada vez más acuciante, fue apoderándose de mí poco a poco hasta dominarme por entero. Todo mi cuerpo estaba sometido a aquella sensación y, además, el dolor de cabeza me agobiaba. Era como si me hubiesen atado un pañuelo en la cabeza y metido el dolor dentro para que no pudiera salir.

Cerré los ojos de dolor.

De pronto, a mis ojos se reveló el libro; y Aquél que ilumina los ojos de los que esperan Sus Palabras, iluminó los míos y en el libro encontré la explicación de las palabras del Talmud: «Desde ahora habla el Santísimo y Moisés escribe con lágrimas».

Eché a andar por la calle y allí vi a un hombre con una vieja cerradura en la mano, y en la cerradura una llave, y llaves y cerraduras colgando de un cinturón que le ceñía las caderas. Hasta que hubo pasado no me di cuenta de que aquel hombre era el cerrajero, y cuando quise ir tras él había desaparecido.

Mientras estaba allí parado, lleno de asombro, pasó Daniel Bach.

—¿A dónde quieren llevar las piernas?

—A buscar al cerrajero.

Daniel dio una palmada a su pata de palo y dijo:

—Haz el favor de moverte un poquito y ayúdanos a caminar.

No sé por qué estará tan contento Daniel. ¿Por sus buenos negocios? Nadie compra su madera y nadie necesita de la habilidad de su mujer. Por el momento, Daniel Bach depende de su hija Erela, que es profesora de hebreo.

—¿Ha tenido noticias de su padre? —pregunté a Daniel.

—Las he tenido.

—¿Y qué escribe su padre desde la tierra de Israel?

—¿Qué escribe? Que los sacerdotes acuden diariamente a la bendición y en los días en que se reza la gran oración festiva lo hacen dos veces.

—¿Y qué más dice?

—Dice que le fue concedido orar ante el «Muro de las Lamentaciones[*]» y postrarse ante la tumba de Raquel. Dice también que la tumba es como una especie de sinagoga, con hermosos cortinajes y muchas lámparas colgadas del techo o clavadas en la pared. Son lámparas de aceite. Encima de la tumba hay una gran piedra que las mujeres piadosas miden con unos hilos determinados y estos hilos tienen entonces el poder de hacer hermosas a las que los llevan, etcétera, etcétera. Nos ha mandado uno para mi hija. ¿Quiere saber más?

—¿Está contento de encontrarse allí? —pregunté—. ¿Está contento de la gente con la que vive?

—Por lo que se refiere a los jóvenes, todo son elogios; se consagran a Israel por entero, hacen el bien y trabajan en la colonización del país, hablan la lengua sagrada y mantienen dignamente a sus padres, dándoles comida, casa y vestido. Por lo que se refiere a los mayores, esto es, a los padres de los jóvenes…, la Tierra sigue girando sobre el mismo eje; pero rezan sus oraciones según versiones diferentes y discuten entre sí a causa de los usos que cada uno ha llevado consigo de su país como si bajara directamente del Sinaí. Se pelean por si debe decirse: «Él debe mandarles al Mesías y dejar que los ungidos se acerquen», o: «Dejar que el fin de los ungidos se acerque». ¡Santo Dios, envíanos ya al Mesías, para que nos veamos libres de estas cosas!

—¿Y su señor padre?

—Mi padre tampoco cede de muy buen grado. Una víspera de sábado en que él recitaba las oraciones dijo: «Y los hijos de Israel observaron el Sábado». La mayoría de los presentes empezaron a golpear las mesas en señal de reprobación, obligándole a callar; pues dos sábados antes los adversarios del jasidismo[*] habían vencido a los jasidím y habían ordenado que en lo sucesivo no se rezara esta oración. Mi padre estuvo enfadado durante todo el sábado. Ya hemos llegado al taller del cerrajero.

La puerta estaba abierta, pero el cerrajero no se hallaba en el taller. ¿Adónde había ido? Al edificio de la «Unión Gordonia», a arreglar una cerradura. Examiné las llaves colgadas junto a la puerta, por si alguna de ellas era la que había perdido. Pero, después de revolverlas todas, no la encontré.

—Perdone que le haya entretenido —dije a Bach—. Debe de resultarle pesado permanecer en pie tanto rato.

—Si se refiere a mi pata de palo —dijo Bach—. Debe saber que nada le gusta tanto como permanecer clavada mucho rato en un mismo sitio. Se cree un árbol en medio de un bosque; y quizá sueña que la conviertan en la pata de la cama de una princesa.

Fuimos a la «Gordonia» y allí encontramos al cerrajero. Al verme, me sonrió como si ya me conociera. Es curioso, todos los ancianos sonríen: el que encontré la víspera y ahora el cerrajero. Los jóvenes, por el contrario, se mostraban furiosos. Y era la causa de su furor que los comunistas hubieran irrumpido en el castillo y ensuciado los cuadros, y ahora ellos tenían que mandar levantar otro castillo.

Pero a pesar de cuanto pudieran tener en común, ambos ancianos eran diferentes. El que se me apareciera la víspera era alto y caminaba erguido. El cerrajero, por el contrario, era bajito como un colegial, andaba encorvado y con la cabeza colgando sobre el pecho. Aquel otro anciano se inclinaba también un poco hacia delante, pero era precisamente porque su figura era tan erguida que cuando quería acercar sus palabras al oído de su interlocutor tenía que bajar la cabeza. Su risa también era diferente. La del viejo de Jerusalén no es risa, sino una sonrisa que aparece entre los pliegues que rodean sus labios y en seguida se borra; ni siquiera es una sonrisa, sino la sombra de una sonrisa. La risa del cerrajero, por el contrario, es una franca carcajada en varios tonos y cada tono es en sí toda una carcajada; cuando se ríe, todo su cuerpo se agita, haciendo tintinear las llaves y cerraduras que cuelgan de su cinturón. Incluso cuando no se ríe, los pliegues de su rostro conservan la sonrisa y le mira a uno con expresión radiante. Y es que es uno de los supervivientes de los jasidím de Kossow que predicaban que el mundo entero merece la alegría, pues mientras el hombre está en este mundo puede ganar méritos haciendo buenas obras y cumpliendo los Mandamientos y gozar de sus frutos en vida, con lo cual el fondo acumulado para el Más Allá queda intacto; y cuando uno lo medita bien, se alegra de la vida y del mundo que le rodea y se alegra de sus obras, y de vivir muchos años. He aquí por qué los jasidím de Kossow viven muchos años y siempre están alegres. Y aunque los años le agosten a uno el cuerpo, hay en la sonrisa tanta luz que aviva la inteligencia y alegra la vista.

Bach dijo al cerrajero:

—Éste es el señor que quería que le hiciese una llave.

El cerrajero me saludó y me estrechó la mano alegremente. Yo también le saludé con alegría, en primer lugar porque él iba a hacerme la llave y, en segundo lugar, porque siendo niño solía pararme a la puerta de su taller para mirar las llaves y cerraduras. Por aquel entonces yo deseaba ardientemente poseer un cofrecillo con llave y cerradura y cuando, más adelante, renuncié al cofrecillo, seguía soñando con ser dueño de la llave, una llave grande y pesada que uno saca del bolsillo para abrir la puerta de su casa. Mentalmente, daba a la llave todas las formas imaginables, pero la forma era cosa secundaria. Lo principal era su facultad de abrir. Imaginad que en la ciudad hay una casa que, como todas las casas, tiene una puerta y la puerta un cerrojo. Un niño se detiene ante la puerta, se echa la mano al bolsillo y saca una llave, introduce la llave en la cerradura, le da una vuelta y luego otra y, al momento, la casa se abre para él. ¿Qué hay en la casa? Una mesa, una cama, una lámpara…, en fin, lo que en todas las casas; pero ese momento en que se abre la puerta con la llave que el niño tiene en la mano, ese momento no puede compararse a ningún otro momento. Imaginad, pues, la importancia que para el niño tiene el hombre que posee más de un centenar de llaves. Hay tesoros escondidos a los que se llega pronunciando una fórmula mágica, por ejemplo: «¡Sésamo, ábrete!». A mí no me interesaban esas cosas que se ocultan a la mirada, sino las que se ofrecen a la luz del día y pensaba que me gustaría tener la llave que me diera acceso a ellas.

Había en la ciudad otra persona que cuando yo era niño ejercía sobre mí la misma atracción. Era el hombre que iba a casa a recaudar los donativos para Tierra Santa. Aunque no viene al caso, lo menciono aquí con motivo de la llave. Me latía con fuerza el corazón cuando oía los pasos de aquel hombre y cuando él entraba y con la llave que sacaba del bolsillo abría el cepillo para Rabbí Meir, el que obraba milagros, yo me quedaba boquiabierto. Llega el hombre, abre el cepillo en el que todos han depositado su donativo y se lo lleva sin que nadie le diga nada; al contrario, todos le miran complacidos; él se sienta, escribe en una hoja de papel, como el médico cuando receta una medicina, entrega el papel a mi madre y le desea que viva para ver el advenimiento del Mesías. Yo no sabía quién era ese Mesías cuya llegada se esperaba con tanto anhelo; pero comprendía perfectamente que aquel buen deseo significaba más que cualquier otro.

El viejo estaba en la puerta de «Gordonia», inspeccionando la cerradura rota, y en sus ojos y en las arrugas de su cara bailaba una sonrisa, como si se alegrase de que las manos de la gente no se duerman y se golpeen entre sí, para impedir que la sangre se estanque en sus venas. De buena gana, lo hubiera cogido por la cintura para levantarlo del suelo; pero en seguida comprendí que sería mejor no hacerlo: ¿cómo explicárselo después? En fin, el cerrajero estaba trabajando en lo suyo, hurgaba en la cerradura con un clavo, luego lo sacó y metió otro.

Pero volvamos a coger el hilo de la narración. Ahí tenemos al viajero: ya es un hombre hecho y derecho, no un niño, y, sin embargo, sigue deseando una llave. Todos habréis comprendido que el hombre era yo. Yo deseo una llave para abrir la vieja casa de oración, ya que la llave que me dieron se extravió y necesito otra.

Cuando hubo terminado su trabajo, le dije:

—Ahora véngase usted conmigo y hágame ya esa llave.

—¿Es la fabricación de llaves como el Salmo de David que se reza tres veces al día? Hay que alabar a Dios día a día, pero desde que tengo uso de razón nunca hice dos trabajos el mismo día.

—Entonces, ¿cuándo me hará la llave?

—Mañana, si Dios quiere.

—¿Mañana? —exclamé horrorizado.

—Hijo mío —sonrió él—. Te parece que mañana está muy lejos pero no es así. Mañana está muy cerca. Eso deberían tenerlo muy presente todos aquellos que hoy no pudieron realizar su obra: tal vez mañana lo consigan.