CAPÍTULO XIV

Raquel

Al hostelero no hay quien le entienda. Observa plácidamente cómo Dolik, Lolik y Babtsche hacen lo que les parece; pero ve a su hija pequeña, y aunque la chica no haga nada malo él se enfurece. En cuanto ella entra en la habitación, el padre resopla en su pipa como si le aguijonease la ira. ¿Es Raquel peor que sus hermanos? Si digo que en ninguno de ellos puede hallarse ni el menor rastro de judaísmo no quebranto ningún secreto ni incurro en falso testimonio.

Babtsche, la mayor, lleva el pelo corto, una chaqueta de cuero y un cigarrillo siempre entre los labios; se conduce como un muchacho, y no precisamente como un buen muchacho, sino todo lo contrario. Era Babtsche la muchacha que vi fumar la víspera del Día de la Expiación. Lolik es recio y grueso. Las mejillas, que tiene muy coloradas, le cuelgan hasta el mentón. Tiene los hombros estrechos y redondos, el tórax alto y prominente y un flequillo a lo Napoleón que le cubre los ojos, unos ojos en los que se refleja la picara sonrisa de una campesina. Al ver juntos a Babtsche y a Lolik, se pregunta uno: «¿Es ella el hermano y él la hermana?». Quizás exagero un poco, pero no en lo esencial. Su hermano Dolik no es mucho mejor que ellos. Es un individuo burlón y grosero. Si se burlara de personas a las que todo les fuera bien, yo diría: él se divierte y a los demás no les importa. Pero siempre la emprende con los más desgraciados, con aquéllos cuya vida es ya bastante triste, como Janok, su mujer y su caballo. Janok y su mujer hacen caso omiso de sus burlas; pero cuando el caballo ve a Dolik ladea la cabeza y baja la cola. Hay en la ciudad un mendigo, un residuo del Ejército austríaco, Ignaz, el hombre al que una granada dejó sin nariz en justo castigo por sus fechorías, que entró un día en el hotel a pedir limosna a los clientes. Dolik le sirvió un vaso de licor. El hombre alargó la mano para cogerlo, pero Dolik le dijo:

—Así no. Tienes que beberlo por la nariz.

Y el pobre no tiene nariz, la perdió en la guerra, se la destrozó una granada, dejándole un agujero donde antes tenía la nariz.

—¿Es posible? —dije a Dolik—. ¿Es posible que un hijo de madre judía pueda ser tan cruel con un hermano suyo? También él fue hecho a imagen de Dios. ¿Tiene que ser objeto de burla porque, como resultado de nuestras muchas faltas, esa imagen se haya desfigurado?

—Si le parece —dijo Dolik con sarcasmo—, envíelo a las colonias; allí podrá servir de ejemplo a las muchachas que deseen tener niños guapos, tan guapos como él.

En aquel momento, de buena gana hubiera hecho con Dolik lo que la guerra había hecho con Ignaz, pero me dije: «Ya es bastante con un delito». Después de todo lo dicho sobre estos tres hermanos, ¿no es asombroso que el padre les deje hacer lo que ellos quieran y, en cambio, se muestre tan severo con Raquel?

No tengo tratos con los hermanos de Raquel. Al principio, ellos buscaban mi compañía, pero cuando se dieron cuenta de que no me merecían buen concepto, se apartaron de mí. Sin embargo, me tratan con deferencia, porque visto bien, como y bebo y, no obstante, no hago nada para ganarme la vida, y, además, he vivido siempre en grandes ciudades. También ellos vivieron una temporada en una gran ciudad: Viena. Pero la Viena en la que se refugiaron durante la guerra no era muy distinta de Szybuscz. Yo, por mi parte, he vivido en Berlín, en Leipzig, en Munich, en Wiesbaden y en otras grandes ciudades. Tal vez vosotros os preguntéis: «¿Por qué emigró entonces a Israel?». ¿Y por qué he vuelto a Szybuscz? En todo caso, en Israel no trabajaba como obrero, no era uno de esos llamados pioneros que abandonan su casa para ir a tragar polvo.

No tengo tratos con Dolik ni con Lolik ni con Babtsche, pero con Raquel, la más pequeña de los cuatro hermanos, sostengo alguna que otra conversación. ¿Qué le induce a charlar conmigo? ¿Que la trato amistosamente? Todos los clientes del hotel la tratan con cordialidad. ¿Que sus padres me aprecian? ¿Han de gustar a la hija las mismas personas que a sus padres? ¿O será quizá que no hablamos tanto como yo creo y cada palabra que pronuncia Raquel se me antoja toda una conversación? Dejadme ver si puedo recordar sus palabras.

El que uno se esfuerce por recordar es ya bastante curioso. Hasta que apareció esa niña tú eras dueño de todo tu cuerpo. Pero ella, con una palabra, o con media, se ha hecho un lugar en tu corazón. Una parte de ti mismo ha entrado bajo su influjo.

¿Qué dice o qué deja de decir Raquel? Muchas de sus palabras las he referido ya y otras no tenían más que una momentánea importancia. Entonces, ¿por qué piensas en ella? Porque el lugar en el que Raquel ha depositado sus palabras es ahora dominio suyo y en sus dominios hace lo que le parece. Pero en descargo de Raquel hay que señalar que no se ha apoderado de todo mi territorio y yo puedo pensar en cosas que no le pertenecen; por ejemplo, en lo que su madre me contó:

Raquel tenía tres años cuando la guerra llegó a nosotros. Unas semanas antes, la niña empezó a sufrir dolores en la cabeza y en todo el cuerpo. No sonreía, no jugaba con los otros niños y tenía mucha fiebre. Era difícil determinar cuál era su mal, pues era todavía tan pequeña que sus palabras no servían de ayuda para averiguar qué le ocurría. La fiebre la consumía y tenía síntomas de indigestión. Su madre no hizo caso de éstos, ya que pensó que la indigestión era debida a que la niña no comía. Como consecuencia de la fiebre y del ayuno, empezó a perder peso. La carita de la niña, que antes era como una manzana sonrosada, se puso arrugada como un higo seco. La piel le hacía pliegues en brazos y piernas. Su cuerpo parecía un manojo de espigas de avena. La grasa, que da vigor y lustre a los niños, desapareció de su cuerpo y sobre sus huesos no quedaba más que una piel fina, reseca y caliente. A la segunda semana, la fiebre empezó a bajar por las mañanas, pero Raquel permanecía muda, quieta y ausente. Al cabo de unos días, la fiebre bajaba también por las noches, pero Raquel seguía apática, insensible a todo, sin pedir comida ni bebida. Al cabo de un mes, la fiebre desapareció por completo, el intestino volvió a funcionar y la niña empezó a tomar sopas de pan. Parecía ir reponiéndose poco a poco. Pero, de pronto, volvió la fiebre y se puso otra vez como antes.

—Llegó a pesar apenas nueve kilos; pero nosotros no desesperamos. Al contrario, estábamos llenos de confianza en que se curaría, pues entonces sabíamos ya que aquella enfermedad, que se llama paratifus, no es mortal. Pero lo que no sabíamos aún es que era una enfermedad de la infancia. Y, gracias a Dios, la enfermedad pasó, los niños se curaron y recuperaron todo lo que habían perdido durante la enfermedad, y Raquel se curó también y se puso otra vez tan linda y tan graciosa como antes.

Resumiendo, Raquel tenía tres años cuando estalló la guerra. Empezaron a correr rumores de que el enemigo se encontraba cerca de la ciudad. Todos sus habitantes huyeron, unos en coche y otros a pie, pues la mayoría de los caballos habían sido requisados y los que había no alcanzaban para todos. ¿Qué hizo la madre de Raquel? Cogió un mantón, se lo ató a los hombros y a las caderas y puso la niña dentro, bien envuelta en mantas y almohadones. Aunque el sol abrasaba, la madre temía que Raquel pudiera resfriarse. La madre de Raquel salió, pues, de la ciudad, con los demás habitantes, llevando a la niña colgada a la espalda y a los otros tres de la mano, Lolik y Dolik a un lado y Babtsche al otro, o al revés, Lolik y Babtsche a un lado y Dolik al otro. Y Raquel, entre mantas y almohadas, asoma la cabeza por encima del hombro de su madre, sin moverse, y nadie sospecha que viaje allí. La madre vuelve la cabeza, ve que se ha dormido, mira a los otros tres que caminan a su lado, cambiando de lugar, Babtsche y Lolik a un lado y Dolik al otro.

Y así fueron durante muchas horas, en medio de una columna de refugiados, viejos, mujeres embarazadas, enfermos y niños. Y los caminos estaban abarrotados. Y como Dolik, Babtsche y Lolik eran pequeños y se le colgaban de las faldas y como llevaba a Raquel a la espalda, la madre tenía que andar despacio, para que no se cansaran. También por ella misma andaba despacio, pues hacía mucho calor y no estaba acostumbrada a él. Y fueron quedándose atrás y una nube de polvo los separaba de la caravana. Ella cerró los ojos y siguió andando, medio dormida. Hace cada vez más calor, el polvo todo lo atraviesa y todo lo envuelve, las mantas y los almohadones pesan. La mujer rompe a sudar, pero ya no siente nada, ni siquiera percibe la respiración de la pequeña. Cree que Raquel se ha dormido y da gracias a Dios por ahorrarle a la pequeña las fatigas del camino. Aun dentro de aquel sopor, se vuelve hacia sus otros hijos, para infundirles ánimo con palabras cariñosas. Piensa: «Mi marido está en la guerra y no sabe nada de la huida ni de las penalidades que está padeciendo su familia». Tampoco el Señor, alabado sea, debe saber nada de ellos, pues, si supiera lo que ocurre, ¿cerraría sus ojos ante tanto sufrimiento? Entonces la abandona el valor y, sin pensar en sus hijos, se desea la muerte.

Siguieron caminando, subieron una colina y luego bajaron por la otra vertiente. Entonces, Raquel se escurrió del mantón y la madre ni lo notó, pues las mantas y los almohadones pesaban más que la niña, que apenas llegaba a los nueve kilos. De pronto, los niños se detuvieron y se sentaron en el suelo.

—¿Queréis comer algo? —les preguntó—. ¿Tenéis sed?

Volvió la cabeza para sacar agua y comida de la mochila, vio las mantas y los almohadones, pero no a Raquel. Y es que al bajar de la colina, se había aflojado el nudo que sujetaba el mantón a las caderas de su madre y la niña se había escurrido entre las mantas. La madre empezó a gritar con todas sus fuerzas y su voz llegó a oídos de los últimos de la caravana, que volvieron sobre sus pasos. No querían dejarla volver, pues ya se oían los disparos del enemigo. Pero ella no hizo caso de lo que le decían, confió sus tres hijos a quien quiso hacerse cargo de ellos y se fue. Los niños lloraban y gritaban:

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡No queremos irnos sin ti!

Corría todo lo que le permitían sus fuerzas y por fin encontró a la niña, entre unas matas de cardos, rodeada de avispas que iban a picarla. Cogió a la niña en brazos y echó a correr, a través de campos y bosques, valles y barrancos (pues se hallaba tan trastornada que perdió el sentido de la orientación y se equivocó de camino), sin encontrar a la gente de su ciudad, a sus compañeros de huida, sin encontrar a Dolik, a Lolik ni a Babtsche que habían tomado otra dirección. Se paró y gritó:

—¡Niños! ¡Niños!

Pasó otro grupo de fugitivos judíos. Se unió a ellos, llevando en brazos a Raquel, pues no ocurren milagros todos los días. Después de varios días, llegaron a la frontera húngara. Una viuda, una mujer que no era judía, se apiadó de ella y de la niña y las acogió en su casa.

—Todo lo que tengo es tan tuyo como mío —le dijo—. Quizá mi hijo está ahora con una hermana tuya y por el bien que yo te hago él reciba también un bien.

Se quedó en casa de la viuda, se curó las heridas de los pies, repuso fuerzas y cuidó a Raquel hasta que la niña se recuperó. Pero como no está bien abusar de los favores, no estuvo allí mucho tiempo. Además, tuvo una discusión con la dueña de la casa, motivada por la bondad de ésta, pues a la caritativa señora le dolía que su favorecida no tomara ningún alimento cocido y privara también a su hija de carne y caldo. Con que la madre de Raquel dejó a su bienhechora, se trasladó a la ciudad y se colocó de criada en un hotel, a cambio de comida y vivienda. Permaneció allí hasta que se enteró de que sus hijos se encontraban en Viena. Cogió a Raquel, se fue a Viena y buscó a sus hijos que estaban el uno aquí y el otro allá, cubiertos de harapos, descalzos, hambrientos y con el cuerpo lleno de granos. Los llevó consigo, alquiló una habitación, y les curó las heridas. Gentes de buen corazón le daban trabajo y así pudo seguir adelante.

La ayudó de modo especial el gran rabino Zví Perez Jayés —de santa memoria—, que se sacrificó realmente por el pueblo de Israel y estuvo a su lado como un ángel salvador. La mujer se ganaba la vida haciendo mochilas para los soldados. Cuando este trabajo se acabó, encontró otro que le permitió alimentar a sus hijos y hasta mandar tabaco a su marido. Pues él podía prescindir de todo menos del tabaco. Antes de ir a la guerra, no fumaba; pero desde que estaba en el frente no podía pasar sin fumar, y es que el tabaco nubla el entendimiento y distrae los pensamientos de lo que uno está haciendo. Por fin, la guerra terminó y unos pocos empezaron a pensar en volver a la patria. La mujer cogió a sus hijos y volvió con ellos a Szybuscz. El viaje de regreso no duró un día ni dos, sino varias semanas, pues todos los trenes iban llenos de soldados que volvían del frente y muchos de los que no encontraban sitio en el interior de los vagones se encaramaban al techo y se tendían en él. Esta forma de viajar ocasionó muchos heridos y hasta algunos muertos. Que el buen Dios se apiade de sus huesos que están esparcidos junto a la vía y dé resignación a los que lloran.

Resumiendo, llegaron a Szybuscz hambrientos, sedientos y cansados. Szybuscz estaba entonces en ruinas y sus gentes, acosadas y desmoralizadas, sin saber dónde cobijarse ni de qué alimentarse. Al cabo de un tiempo, volvió a su casa su marido, deprimido y desanimado y, naturalmente, sin un céntimo. No traía más que una medalla de hierro otorgada por el Reich por su heroico comportamiento en la guerra. ¿Qué hacer? ¿Vender sombreros otra vez? ¿Quedaba alguien que conservara la cabeza sobre los hombros? Frau Sommer tuvo una idea: «Viene gente a visitar la ciudad y a ver las ruinas. Esa gente necesita comer y dormir; abriremos un hotel para forasteros y con las sobras de la comida alimento a mi marido y a mis hijos». Hizo acopio de valor y abrió un pequeño hotel para viajeros. Poco a poco, fueron volviendo a Szybuscz sus antiguos habitantes y la ciudad cobró un poco más de vida; venían también los enviados para fines de socorro y salvamento, comerciantes y demás. Y con la ayuda de Dios uno sigue viviendo y aguantando, unas veces triste y otras alegre, lo que la Providencia le depara, que siempre es mejor que lo que nuestras obras merecen.

Estoy en el hotel, unas veces triste y otras alegre, según dispone la Providencia. También en el hotel, en el que no soy más que un visitante, hay cosas que alegran el espíritu del que las contempla. Raquel, la hija menor del dueño, está cosiendo. Cuando enhebra la aguja o sujeta entre sus labios el extremo del hilo la miro como si ella trabajara únicamente para recreo de mis ojos. Y, como no soy desagradecido, le hablo de todo un poco para hacer más grata su labor.

¡La de cosas que le contaría! Un día le hablé de la joven princesa, una muchacha de diecisiete o dieciocho años, erguida como una pionera de Israel. La primera vez que la vi, me dio un vuelco el corazón y de buena gana me hubiera echado a llorar, porque el Santísimo, alabado sea, ha derramado sus gracias sobre las hijas de los pueblos de la Tierra. ¿O eran las suyas una parte de las gracias que poseían los reyes de la casa de David de los que ella descendía? Pues cuando la reina de Saba acudió a ver a Salomón, él hizo cuanto ella le pedía y ella alumbró a los emperadores de Abisinia. Me quité el sombrero en su honor y la saludé. Ella movió la cabeza, como dándome las gracias, y el blanco de sus ojos relució como una maravillosa concha, como la que encontré en una playa de Jaffa un atardecer de otoño. Entonces estaba todavía la pequeña Rujamá. Habéis oído ya el nombre de Yael Jayés, pero no el de Rujamá. Pues bien, os aseguro que Rujamá valía más que Yael Jayés. Entonces, ¿por qué dejé a Rujamá para seguir a Yael Jayés? Porque yo era aún muy joven y hacía lo que los chiquillos, que dejan lo que les conviene para ir en pos de lo que ha de hacerles daño. Y esto no lo hacen sólo los chiquillos, sino todo el mundo y hasta la misma Naturaleza. Vosotros me preguntaréis: ¿cómo puede moverse la Naturaleza, si tiene raíces hundidas en la tierra? Pues yo os digo que lo he visto con mis propios ojos. Cuando, siendo niño, iba a la yeshivá[*], fue la escuela la que se alejó de mí, y cuando partí hacia Israel, la que se iba era la tierra.

Ahora voy a deciros algo del cabello de la princesa: era negro y brillante. También el de Raquel es negro y brillante, pero aquél era más hermoso, pues no había sido cortado, era largo y estaba recogido en una trenza. Y seguramente no tenía las puntas ásperas, como el que ha sido cortado.

Raquel se pasó la mano por el pelo, me miró y dijo:

—Mi pelo no tiene las puntas ásperas.

—Tal vez no o tal vez sí. Tal vez no sea áspero al tacto, y lo sea en espíritu. Y esto, Raquel, es malo. Además, falta una parte de tu cabello, y quizá la que fue cortada era la principal. Respecto a la hija del rey de mi historia tengo que añadir que lucía hermosos vestidos, vestidos de mujer, no vestidos de corte hombruno, ni zapatos anchos y ordinarios. Ahora dejemos a la princesa, Raquel, a la que sólo vi dos veces en mi vida. La acompañaban dos doncellas y el gran chambelán de su padre, el emperador. No hace falta que te diga que la saludé dos veces. Yo soy un hombre consecuente y cuando hago algo bien no rectifico. Conque repetí mi saludo. ¡Qué asombrado quedó el chambelán! Si hubiera sido más inteligente no se hubiera asombrado. Al fin y al cabo, ella era la hija de un emperador. Aunque a su padre le hubiera sido arrebatado su imperio, seguía siendo emperador. Y ya te dije un día, Raquel, que ¡ay del que olvida que es hijo de un Rey! Y como ella no olvidaba que era hija de un emperador, tampoco lo olvidé yo.

Raquel es una muchacha moderna; no siente afición por los cuentos de príncipes y princesas. ¿Qué le gusta a Raquel? Le gustan las historias de muchachas como ella, la historia de Yael Jayés o la historia de la pequeña Rujamá.

Pero no está bien que un hombre de mi edad cuente historias de muchachas. De manera que le hablé de Tirsá y Akabyá. Dije a Raquel:

—He aquí algo que vale la pena que escuches. Erase una vez un tal Akabyá Masal que contaba tantos años como el padre de Tirsá Minz y ni en sueños hubiera pensado en ella Akabyá Masal. Pero Tirsá fue y se colgó del cuello de Akabyá Masal. ¿No es una historia curiosa?

En su opinión, son cosas corrientes, cosas que ocurren a diario. Si no ocurre hoy, ocurrirá mañana. Bendigo la hora en que lo dijiste.

Me alegran las cosas buenas y quise saber la hora exacta en que Raquel había dicho aquellas palabras. Saqué mi reloj.

—¿Por qué mira la hora? —preguntó Raquel.

—Ya es medianoche —dije—. ¿En qué piensas, Raquel? —pregunté.

Ella me miró y respondió:

—No pienso en nada.

—Si quieres, te diré lo que estás pensando.

—En nada, ya se lo dije.

—Piensas en la pequeña Rujamá.

—¿Quién es Rujamá?

—¿No te he hablado nunca de ella?

—¿No se llamaba Yael Jayés? —preguntó Raquel.

—No tenían nada que ver entre sí. La pequeña Rujamá era recatada como un rayo de sol tras una nube.

¡Santo Dios, qué pronto olvidan las muchachas!

Subí a mi cuarto y encendí una vela. Me miré al espejo, para ver si estaba triste. Pero no lo estaba; al contrario, me sentía alegre. Y si no me creéis, preguntadle al espejo si no me vio reír.

Oí repicar una madera. «Nuestro vecino, Daniel Bach, vuelve a casa —me dije—. Abriré la ventana para preguntarle qué noticias le ha mandado su padre de Israel». Pero la pereza me impidió abrir la ventana y preguntar por Rabbí Shelomó. De manera que me tendí en la cama y apagué la luz. El sueño me venció y puso su venda sobre mis ojos.