El abrigo
Schuster vive en la Königstrasse, detrás de la fuente, en una de las pocas casas que quedaron en pie al terminar la guerra. La casa está algo por debajo del nivel de la calle, de modo que huele a moho; es decir, por la noche huele a moho y durante el día, además, huele a polvo. Toda la vivienda consiste en una única habitación cuadrada, no más alta que un hombre de mediana estatura, ya que procede de los tiempos en los que la gente se veía baja a sus propios ojos y se daba por satisfecha con casas pequeñas. En la parte superior de la pared, a la derecha de la puerta, hay una ventana larga y estrecha por la que se alcanza a ver parte de la cabeza de los que transitan por la calle, aunque no la cara, se oyen sus voces y se ve el polvo que levantan con los pies. Por el exterior, cuelga de la ventana un postigo roto que el viento hace batir a veces sobre la ventana, quitando la luz. Además de los utensilios del sastre, máquina de coser, una mesa alargada, dos planchas, un espejo y un maniquí de mujer, sin cabeza ni pies, sobre el que hay colgados varios trozos de tela, no hay en la habitación mucho mobiliario. Ello hace que destaque más aún el sillón de peluche colocado junto a la estufa, que el señor de la casa se trajo de Berlín. Pues allí vivió el matrimonio antes de regresar a Szybuscz.
Este sillón ha corrido toda clase de aventuras. Durante la guerra, una pequeña parte de la población se enriqueció, construyó magníficas casas y las amuebló con piezas antiguas, como hacían los grandes señores de la nobleza que iban a los pueblos más escondidos para comprar a buen precio a los viejos campesinos los muebles de su casa. ¿Y qué hacían los campesinos? A fin de tener algo que vender, encargaban a los artesanos de la ciudad muebles como los que pedían los señores. Y cuando aparecía algún rico comprador, se lo quedaban mirando, como embobados, y exclamaban:
—¡Madre de Dios! Los señores de la ciudad quieren comprar una cosa que nuestro tatarabuelo había desechado.
Lógicamente, hubieran debido venderlo barato; pero no era así. En primer lugar, porque ciertos profesores se interesaban ya por la pieza, para mandarla a un museo. Y, en segundo lugar, ¿cómo va uno a desprenderse de un mueble que le ha servido fielmente durante cuatrocientos años y al que no hay que alimentar? El comprador escuchaba todas estas razones y pagaba lo que se le pedía, o bien daba un piano nuevo a cambio de una silla. Cuando se produjo la inflación y los ricos se arruinaron, vendieron sus casas a los extranjeros. Pero los extranjeros no poseen la sensibilidad del alemán, por lo que tiraron los muebles o los malvendieron. Fue así como el sastre se hizo con el sillón. Y los periódicos de Alemania armaron gran alboroto. ¡Un sillón en el que se había sentado un príncipe alemán, en poder de un judío polaco! Por extraño que pueda parecer, Schuster, que no leía el periódico, no se enteró de que había contribuido a fomentar el antisemitismo.
Cada vez que entro en casa de Schuster, encuentro a su mujer sentada en ese sillón, con un taburete bajo los pies y dos bastones, uno, en el suelo, a su lado, y el otro encima de las rodillas. Ella no es enjuta de rostro, como su marido; al contrario, está muy gruesa, ya que se pasa el día en la cama, detrás de la cortina que divide la habitación, o sentada en el sillón, con una larga pipa en la boca. La pipa está llena de hierbas aromáticas y la mujer fuma para facilitar la respiración, ya que padece asma. Fue esta enfermedad lo que les obligó a marcharse de Berlín y volver a Szybuscz, a pesar de que en Berlín vivían bastante bien y aquí carecen incluso de lo necesario para comer. ¿Por qué se marcharon, entonces, de Berlín? Porque en Berlín los muros de las casas se alzan hasta el cielo, quitándole a uno la respiración.
Al principio, Schuster se jactaba de contar con una principesca clientela que apreciaba debidamente su técnica magistral. Pero cuando empezó la confección de mi abrigo, olvidó su clientela y ésta le olvidó a él; nadie iba a su casa, ni siquiera para encargarle un zurcido. Es asombroso que la gente pudiera dejar sin ocupación a semejante maestro de la sastrería.
Schuster, sentado en la mesa, arregla la tela, aprieta los labios, luego los entreabre ligeramente, como si fuera a silbar, examina nuevamente el tejido y da unas puntadas. El trabajo del sastre es algo de maravilla. Ayer la tela no tenía forma alguna; él, con su tijera, se la ha dado. Todavía no está más que hilvanada; pero ya se adivina que aquello es un abrigo. Este sastre es un artista. Sólo en una cosa le aventajas: en que tienes dinero. Pero, entre nosotros, ¿alguna vez hizo algo el dinero? Aunque emplearas todos tus billetes, uno al lado del otro, ¿saldría algún abrigo? En una cosa le aventajas: él va muy raído y tú te cubres con un estupendo abrigo. Pero la satisfacción del sastre que ha logrado tan magnífica prenda excede incluso a la del Sueño del abrigo.
Detengámonos un momento ante el sastre, mientras está confeccionando el abrigo. Yo estoy sentado, frente a su esposa, charlando. La mujer está enferma, no sale de casa y, aparte de su marido, no tiene con quién hablar. Tenían un hijo, pero quedó enterrado en Berlín. Ahora sólo tiene a su marido y con él no puede hablar, pues en cuanto abre la boca empieza a lamentarse de haber salido de Berlín, donde vivía como un hombre, ganándose la vida dignamente. Por eso, ella prefiere hablar conmigo. Al principio, yo le hacía grandes elogios de Alemania pero al ver que esto la mortificaba, empecé a elogiar a Szybuscz. ¡Qué bonita era nuestra ciudad antes de la guerra! ¡Qué simpáticos eran sus habitantes! Aunque no te llamaban «hijito» a cada paso, te sabías querido de todos.
Los recuerdos del viejo Szybuscz le hacían revivir su juventud: recuerdos de cuando ella era una linda muchacha que vivía con sus padres en la montaña situada detrás de la vieja sinagoga y todos los mozos iban tras ella. Hasta que llegó Schuster y la conquistó. Fue el sonido de su voz lo que la engañó. Ella creía que él miraba por ella y, en realidad, sólo miraba por sí mismo; quería tener una mujer hermosa. Cuando ella lo aceptó y se casaron, su voz volvió a engañarla y ella le siguió a Alemania, donde las casas llegan hasta el cielo, tapando la luz del sol, y donde nadie come la fruta recién cogida.
—Y cuando uno quiere divertirse, se va a un café. Los cafés alemanes están abarrotados de gente que lee el periódico, juega al billar y fuma unos cigarros que huelen de modo insoportable. Cuando quieren divertirse un poco más, cogen un tren y salen de la ciudad. Pero no vaya usted a creer que en su país hay algún sitio en el que crezca la hierba. ¡Qué va! Por todas partes casas hasta el cielo. Y si ve algún árbol o algún jardín, no son naturales, no tienen vida, son imitaciones, como la mayoría de las cosas que hay en Alemania, que están hechas en las fábricas. Un día, vi un cerezo, alargué la mano y arranqué una cereza. Cuando me la metí en la boca, me di cuenta de que era de cera. A mi marido le dije: «Schuster, ¿no hay aquí algún sitio donde uno pueda divertirse?». «Espera, cariño, voy a llevarte a un sitio en el que te morirás de risa». «Yo no quiero morirme de risa —le contesté—; sólo quiero distraerme un poco». Y me llevó a uno de sus teatros. Había allí alemanes de todas las clases. Te parecen seres de carne y hueso, pero en realidad son muñecos de goma y cartón. Muy propio de los alemanes; ellos son también muñecos. Y lo que más indigna, señor mío, es que todo el que está en el teatro ríe o llora, según lo que hagan los muñecos. ¡Esto es lo que me revuelve la bilis! ¡Cielos! ¿Hay que reír porque un individuo cuente un chiste o se ponga a brincar? Por sus diversiones, puede usted juzgar todo lo demás. Pero en su propia tierra puede uno hacer lo que le venga en gana y los alemanes tienen pleno derecho a aburrirse unos con otros. Sin embargo, ¿qué tengo yo que ver con ellos? Por eso, le dije a Schuster: «Schuster, esto no es para mí». Y él me contestó: «¿Qué quieres decir con eso? ¿Voy a tirar por la borda mi trabajo aquí porque a ti no te guste Alemania, niña?». «Deja a Alemania para los alemanes —le contesté—. Ni tú ni los tuyos les haréis cambiar. Pero yo te digo: esto no es para mí, y no me llames niña». «¿Cómo quieres que te llame? —me contestó él—. ¿Vaca colorada?». Pues debe saber que por aquel entonces yo conservaba todo mi cabello y era rojo, como el de la vaca de que habla la Biblia. A las alemanas se les salían los ojos al verme. Y es que su pelo tiene el color del polvo y el mío era rojo y brillante.
»En fin, yo le dije esto y él me contestó lo otro y de repente: haa, haa, haa; de repente, señor, me quedé sin respiración y sin poder articular palabra. Solo: haa, haa, haa. Schuster se llevó un susto y quiso llamar a un médico. “Déjate de médicos”, le dije. “¿Qué puedo hacer entonces?”, dijo él. “¿Qué puedes hacer? Llevarme otra vez a Szybuscz”. Schuster se asustó todavía más y exclamó: “¿Cómo voy a llevarte otra vez a Szybuscz, si…?”. “Haa, haa, haa, haa”, dije yo entonces, no tres veces, sino cuatro. Sin embargo, en lugar de hacerme caso, fue a buscar un médico. “La señora tiene asma”, dijo el médico. “Ahora ya sabes otra palabra alemana”, dije a Schuster. “¿Qué quieres que haga yo? ¿No te he dicho ya…?”. “Haa, haa, haa —respondí—, ¿no te digo yo que quiero volver a Szybuscz?”. “¿Y no te digo yo que eso es imposible? —insistió él—. Szybuscz está destruido y la mayoría de sus habitantes han muerto, los unos en la guerra, los otros de la peste y otros de otras enfermedades”. “Pero el aire de Szybuscz sigue allí. Llévame a Szybuscz, donde podré respirar, o me ahogaré”.
»Vinieron días malos y fue duramente castigado por no haberme hecho caso. Nuestros dos hijos enfermaron de tifus y murieron. Y no tenían por qué morir, pues eran puros e inocentes como dos ángeles. ¿Por qué habían de morir? Porque estábamos en un país extraño. Si hubiéramos estado en mi ciudad, yo me habría arrojado sobre la tumba de mis padres y hubiera conmovido a cielo y tierra con mi voz y mis hijos no habrían muerto. Cuando ellos murieron, Schuster empezó a hacerme caso. También él deseaba irse de allí. Había también otro motivo para marchar, y era la inflación. Pero esto no era lo principal; lo principal fue lo que le he dicho antes, aunque el otro motivo, la inflación, hubiera bastado por sí solo para mandar a cualquiera al otro mundo. Imagínese, amigo mío, que se convierte usted en millonario, algo así como un Rothschild, y que con todo su dinero no puede comprar ni media libra de cerezas. En una ocasión, Schuster trabajó toda una semana en casa de “Peek und Cloppenburg”, una tienda de confección que en el año no había contratado ni a un solo judío, a pesar de que la mayoría de los clientes lo eran; pero en aquellos tiempos tomaban también a trabajadores judíos. Schuster estuvo empleado allí toda una semana y le pagaron el sueldo con un saco lleno de millones. “Si alguien se entera de que tenemos tanto dinero en casa —le dije—, vendrán ladrones y nos matarán, Schuster. ¡Dios no lo permita!”. ¿Y sabe lo que me contestó él? No dijo nada. Se puso las manos en los costados y se echó a reír. “Haa, haa, haa, ¿qué te hace reír de ese modo?”, le pregunté: “Voy a tirar todo este dinero por la ventana, para que los ladrones no tengan que molestarse en entrar”. “Dios nos libre —le dije—. No te lo tomes así”. “Antes de que los ladrones pudieran recogerlo del suelo, vendría un policía y me multaría por arrojar basura por la ventana”. ¿Oyó usted cosa parecida, señor mío? Y, sin embargo, Schuster tenía razón. Todo aquel dinero no valía nada.
»Por otra parte, Schuster empezó a interesarse por la política. “¿Qué tienes tú que ver con la política? —le decía yo—. Si los alemanes quieren pelear unos contra otros, ¿por qué va un judío como tú a meter la nariz en sus disputas? Deja que se descalabren entre sí”. Pero la sangre empezó a correr por las calles y yo sentí que me invadía el terror. Tenía a los alemanes por muñecos de madera, pero cuando se trata de verter sangre son como los demás pueblos cristianos, que se matan unos a otros porque Hans no piensa como Fritz, ni Müller como Schmidt. En pocas palabras, señor mío, aquello no resultaba nada agradable. Y si se matan unos a otros siendo todos cristianos, ¿qué no le harían a un judío como Schuster? Además, el ahogo era cada vez más fuerte: haa, haa, haa, y yo no podía explicarle las cosas como hubiera querido. Pero sin pensar en mí, ni en mi enfermedad, le dije todo lo que presentía en mi corazón. Y él fue y me dijo: “Puta necia…”, así, tal como lo oye, y no crea que lo dijera cariñosamente, sino así, por las buenas: “Puta necia”, y había ira en sus palabras. No se lo tomé a mal; pero él añadió varias palabrotas más y también me llamó lechuza. Fui a contestarle, para que viera que yo también sabía alguna palabra gruesa que le iría bien, pero de mi boca no salió más que haa, haa, haa. Y no sólo aquella vez; siempre que quería decirle algo me lo impedía el haa, haa, haa. Unas veces pasaba pronto y otras tardaba en pasar. Por aquel entonces, la enfermedad se apoderó de todo mi cuerpo y Schuster tuvo que traerme aquí. Tal vez piense que lo que le estoy diciendo no se ajusta a la verdad. Ahí está Schuster; pregúntele si exagero».
Schuster estaba de pie junto a la mesa, trabajando, con la cabeza inclinada y un hombro encogido. Cada vez que me volvía a mirarle, la mujer rompía a hablar de nuevo, interponiendo sus palabras entre Schuster y yo.
—Esta enfermedad no ataca como otras que dañan los vasos sanguíneos, sino que es como un mal espíritu que anda suelto por el mundo apoderándose de aquellos que han abandonado su patria. La enfermedad se asienta en los conductos del corazón y el único alivio es fumar. Y una se manda traer las hierbas de su ciudad natal, esas hierbas que crecen junto a la casa en que nació, y llena la pipa. Es indiferente la procedencia de la pipa, una fuma y el humo enturbia el cerebro del mal espíritu y el ahogo se alivia. —Su ahogo se alivió mucho, pero no lo suficiente; hasta que descubrió el secreto de que el olor de las hierbas ahuyentaba los malos espíritus—. Y si se conoce la enfermedad, señor mío, la curación está casi al alcance de la mano. —Verdaderamente, su curación parecía estar próxima, pues al principio jadeaba tres o cuatro veces: haa, haa, haa, haa; luego, tres, y últimamente ya sólo jadeaba dos veces: haa, haa—. De manera que viene usted de Israel —dijo, cambiando bruscamente de tema—. ¿Porqué ha vuelto? Sin duda porque su corazón sentía nostalgia de los frutos que dan los árboles de su tierra. Espere a que llegue el verano, señor mío, a que los árboles se llenen de fruta y con sólo alargar la mano uno pueda coger hoy un puñado de cerezas, mañana una pera o una manzana. Esto, señor mío, sólo se consigue en la propia tierra. Y, entretanto, oyes cantar al pájaro que ha nacido también en tu ciudad, en ese mismo árbol cuya fruta estás comiendo. Y al canto del pájaro contesta la voz de la muchacha que trabaja en el campo. Ahora, señor mío, se acercan días fríos y todo se cubre de hielo. Pero no se apure, ojalá el destierro del pueblo de Israel no durase más que un invierno, no se apure, le dijo, pues el verano volverá y, con él, el gozo y la alegría.
El buen Dios envía sus fríos de acuerdo con la ropa de la gente. Cuando me envolví en mi abrigo, el frío cubrió todas las cosas. El abrigo es cómodo y caliente y está estupendamente hecho. Me sorprende que no se me llame por ahí «el hombre del abrigo»; es un mote que me iría bien, pues soy el único de la ciudad que posee un abrigo tan hermoso. Camino con la cabeza alta, sin temor al frío. En todo caso, yo diría que es el frío el que tiene miedo de mí. Si vierais cómo se afana, cómo le gustaría calentarse con mi abrigo… Y yo, como si tal cosa, sin darme por aludido. Entonces él se hace pequeño y hasta parece que se va.
El abrigo ha influido en el carácter del que lo lleva. Ya no me echo como antes la mano al bolsillo para sacar una moneda cuando veo a un pobre. Pues me da pereza levantar las tapas de los bolsillos del abrigo para sacar el portamonedas. Y como me da pereza buscar dinero, aparto los ojos de los pobres y me siento lleno de indignación hacia los pobres que andan por ahí importunando a la gente. Antes, cuando veía a Ignaz, acostumbraba a darle con generosidad, ahora cierro los ojos y al buen Dios no le quedan allí más que los dos ojos del inválido y, en el lugar de la nariz, el agujero que le hizo la granada.
Pero, dejando por un momento el abrigo, quisiera decir, para mi descargo, que tenía mis motivos para haber cambiado de actitud para con Ignaz. Ahora es un inocente cordero, pero durante la guerra era un lobo salvaje. Personas dignas de todo crédito me han contado que iba de pueblo en pueblo, en compañía de otros incontrolados, derribando las puertas de las casas, saqueándolas, rompiendo todo y dejando a la gente en la miseria.
Vuelvo a lo del abrigo. Mi nuevo abrigo tiene algo más, y es que me da la sensación de ir envuelto en un espejo que cuando cruzo por la plaza del Mercado deslumbra a todos.
He comprado el abrigo con un espejo y esto es, en realidad, un espejo en el que veo reflejada a la gente de la ciudad. Todos van harapientos y, por entre los harapos, veo al individuo. Mientras uno conserva la ropa intacta, no se le ve bien: en cuanto se le rompe la ropa, se le ve tal como es. El vestido engaña, pues cubre el cuerpo; pero al romperse lo descubre. Y no sólo descubre el cuerpo, descubre también el alma. La carne que asoma entre los harapos se asemeja a menudo a la mano que tienden los pobres al pedir una limosna y, muchas veces, es la mano de un pobre que desespera de la misericordia. Y no veo sólo a los harapientos, me veo también a mí mismo, veo si mi corazón es bueno y si se compadece de los pobres.
Muchos agujeros no dejan al descubierto la carne, sino otra prenda tan raída como la de encima. Por un lado está entera, y por otro llena de agujeros. La pobreza no hiere como un disparo de pistola que perfora las ropas por el mismo sitio, sino que abraza como un zarzal, aferrándose aquí y allá.
¿Y por qué no se remiendan las ropas? Mientras tratan de tapar los agujeros con la mano, podrían coger aguja, hilo y un trozo de tela y echarse un remiendo. Pero como tienen las manos ocupadas en tapar los agujeros, no pueden arreglar sus vestidos.