Por la calle y en el hotel
Cuando salí de la tienda aún era de día. Aunque era ya hora de que se pusiera el sol, la noche estaba todavía lejos.
El sol seguía en el cielo, como clavado allí, como si hubiera echado raíces, y su calor entibiaba un poco el aire. El aire suave y el brillo del sol ponían en el rostro de los transeúntes una expresión distinta, más amistosa. Personas a las que no conocía, movían la cabeza y me saludaban. Ignaz se me acercó y se ofreció para llevarme el paquete. Los dueños de las tiendas me miraban a mí y a mi paquete. Las tiendas son muchas, y los clientes, pocos; por eso, el que compra en una tienda se atrae la antipatía de los demás tenderos.
Por el camino, encontré al muchacho del que hablara la dueña de la tienda. Le había visto ya otras veces y ahora me complació encontrarle de nuevo. No era tan moreno como había dicho la mujer y de su persona se destacaba algo más que su mata de pelo rizado. Las personas que no tienen en la cabeza más adorno que sus rizos me gustan menos que el pavo real que esconde sus feas patas bajo su plumaje. Pero no era éste el caso de Yerujam Freier, que así se llamaba el muchacho. Al mirarle, se daba uno cuenta de que había sufrido mucho, pero él había sabido apartar las cosas malas de un manotazo, del mismo modo que se aparta un mechón de la frente. Su rostro era flaco, como el de los restantes vecinos de Szybuscz, y tenía un hoyuelo en la mejilla que le daba una expresión graciosa que contrastaba con su lúgubre mirada.
Yerujam estaba en las inmediaciones de la Fuente del Rey, cavando un canalillo que absorbiera el agua de la fuente, para impedir que ésta inundara la calle. En la tierra de Israel puedes ver a estos hombres en todas las ciudades y pueblos y no les prestas la menor atención. Aquí, en Szybuscz, nunca se había visto nada igual: un muchacho del pueblo de Israel que trabajaba en la reparación de la calle parecía estar arreglando el mundo. Entre nosotros puedo decir que su trabajo era totalmente superfluo. Vosotros, que no conocéis a Szybuscz, tal vez diréis: «¿Cómo superfluo? Si la calle está en malas condiciones debe ser reparada». Yo, que conozco bien la ciudad, os digo: ¿De qué sirve reparar una cosa si todas las demás están en pésimo estado y no tiene arreglo? Digo esto sólo por lo que respecta al trabajo de Yerujam. Del propio Yerujam puede decirse que estaba sacando tierra, hundido en el barro. Cuando advirtió mi presencia, me miró con hostilidad y volvió a su trabajo, como si yo no existiera. Reprimiendo mis sentimientos, le saludé y hasta fui a tenderle la mano. Él no me hizo el menor caso y no correspondió a mi saludo, o, si lo hizo, fue imperceptiblemente.
Me volví hacia Ignaz y le vi hablando con Yerujam. Me molestó. Por una parte, porque me había dejado sin despedirse de mí y, por otra, porque empezaba a cansárseme el brazo. Cogiendo el paquete con la izquierda, me dije: «Ignaz ha obrado sin duda con la mejor intención. Seguramente, estará diciéndole al otro que soy un buen hombre, generoso, nada tacaño. Sin embargo, me gustaría saber si ése no lamenta ahora haberme tratado con tanta descortesía». Lo sentí y decidí darle la oportunidad de reparar su falta.
El día tocaba a su fin. El sol, que había estado como clavado en el firmamento, se despidió y se fue. Yerujam se levantó, se sacudió el polvo de la ropa, cogió sus herramientas de trabajo y se fue. Yo me fui a casa del sastre, dejé el paquete y volví a mi hotel.
En aquellos momentos, el hotel estaba vacío. Además de mí, sólo se hospedaba allí un viejo que debía prestar declaración en la Audiencia. Cuando tenía hambre, sacaba de su cesta un pedazo de pan y se ponía a comer. Si le servían un vaso de té, se lo bebía sin saborearlo, pues un vaso de té cuesta dinero y él no lo tenía. Antes de la guerra, era dueño de campos y huertas y de una casa en la ciudad. En ella tenía también su domicilio el Banco, uno de cuyos propietarios era él. Tenía también una esposa bonita y comprensiva y unos hijos muy buenos. Estalló la guerra, sus hijos murieron, su mujer perdió la razón, su casa fue destruida y gentes extrañas se apoderaron de sus fincas. De su antigua riqueza no le quedaban más que deudas. Dios da a los hombres riquezas y Dios se las quita.
La desgracia de este hombre empezó así: el día en que él partió para la guerra, su mujer se trasladó al campo, para inspeccionar sus posesiones. Vio que las espigas estaban llenas de grano y secándose a causa del calor, y que no había nadie que pudiera empuñar hoz o guadaña para segarlas. Mientras estaba allí, le llevaron la noticia de que sus dos hijos habían caído. Traspasada de dolor, se arrancó el pañuelo de la cabeza y lo arrojó lejos de sí. Y el sol abrasador la atacó entonces a ella.
No hay en esta historia nada nuevo ni nada fuera de lo corriente. ¿Por qué se escribe, entonces? Para demostrar lo grata que había de ser para los dueños del hotel mi estancia allí, habida cuenta de la pobreza de sus otros clientes.
Krolka puso la mesa y trajo la cena. En honor de la dueña del hotel, debo decir que la comida era tan buena como siempre; pero, para vergüenza mía, yo no estaba a la altura de la comida. La mujer, al darse cuenta, se sintió preocupada. Al verla preocupada, le dije:
—Hay algo que me gustaría comer: aceitunas.
—¿Aceitunas? —exclamó ella con asombro—. ¡Si son ácidas y saladas!
—¡Ácidas y saladas! —dije, moviendo afirmativamente la cabeza.
—Lo dice como si estuviera saboreando una golosina —dijo Raquel.
La señora de la casa comentó:
—Cuando estuve en Hungría, me sirvieron aceitunas. Yo las tomé por ciruelas, cogí una cucharada y me la metí en la boca. ¿Para qué voy a contaros? Se me quedó la boca abierta y hubiera escupido hasta la lengua, de amarga que la sentía.
—A vosotros os saben amargas, pero a mí me saben dulces —dije—. En Israel, jamás me sentaba a una mesa en la que no hubiera aceitunas. Una comida sin aceitunas no me hubiera parecido una comida.
—Sobre gustos no hay nada escrito —dijo Babtsche—. Yo comería higos de buena gana, si los hubiera.
—Nuestras peras y nuestras manzanas me gustan más que todos los higos, dátiles, grosellas y toda esa fruta de la que los sionistas se muestran tan orgullosos —dijo Dolik.
—Los higos tienen buen sabor y olor —dije a Babtsche—; pero no pueden compararse con las aceitunas. Pero oigamos la opinión de la señorita Raquel.
—Nunca probé las aceitunas —dijo Raquel, poniéndose colorada—, pero supongo que hay personas a las que les gustan mucho.
—¡Qué sabes tú! —le dijo Babtsche.
Todos miraron a Raquel y pudieron darse cuenta de que había enrojecido.
—¡Palidezcan mis enemigos! —dijo su madre, después de carraspear—. ¿Por qué la hostigas tú ahora?
—¿Qué he dicho yo? —preguntó Babtsche—. Sólo que se ha puesto colorada. Para mí, no es peor el colorado que el negro.
—Si me he puesto colorada, no me he dado cuenta —dijo Raquel—. ¿Y por qué había de enrojecer? —Y, mientras hablaba, enrojeció más aún.
Babtsche se echó a reír y exclamó:
—¿Has oído, Dolik? No se ha dado cuenta ni sabe por qué se ha sonrojado. Tal vez ustedes puedan hallar el motivo, señoras y caballeros.
Raquel se puso en pie y dijo:
—¿Estoy roja? Voy a mirarme en el espejo.
Dolik le sacó la lengua a Babtsche y soltó una carcajada.
El padre miró a sus hijos, apretó la pipa con irritación y preguntó:
—¿Dónde está Lolik?
—¿Lolik? Fue a ver a su ama.
«Hiciste bien dejándote vencer por Raquel la otra noche —me dije—. Ahora no sólo hará caso de tus palabras sino que incluso te dará la razón en cosas de las que nada sabe».