En la sastrería y en la tienda
El viento sopla en todas las direcciones, revolviendo la ciudad entera. Por todas partes se oye batir puertas, retumbar cristales y caer tejas. El Strypa ruge tumultuoso y el puente cruje y rechina. El sol se ha oscurecido y de la tierra se levantan torbellinos de polvo. Las gentes de la ciudad tiritan, y con motivo, pues sus ropas están rotas y no conservan el calor.
Yo me digo: «Esta gente está acostumbrada al frío. Pero yo, que vengo de la tierra de Israel en donde un rayo de sol calienta más que todo el que puede haber en este país, no podré resistir el invierno. Tengo que hacerme un abrigo».
Pedí hora y fui al sastre. Aunque él sabía que yo tenía que ir a verle, no levantó la cabeza de su trabajo, como si no pudiera dejar lo que estaba haciendo ni un solo instante.
Saqué un cigarrillo y lo encendí, como si el único objeto de mi visita fuera encender un cigarrillo.
Por fin, el sastre soltó la aguja y me dijo afablemente:
—El jefe del distrito me aprecia mucho y me tomará a mal que demore un poco la entrega de su encargo. Le he hecho ya varios trajes. De manera que usted desea un abrigo, un buen abrigo. —Mientras hablaba, se puso en pie y luego repitió—: Un buen abrigo.
El sastre sacó un figurín y empezó a discutir cada modelo haciendo un derroche de elocuencia. Éste era bonito, pero este otro era realmente magnífico y explicaba por qué los calificaba así. Finalmente, cruzó las piernas, se rodeó la cabeza con el brazo izquierdo y me miró amistosamente a través del hueco de la mano. Sus ojos color canela tenían un brillo húmedo.
Hacía años que no cortaba un abrigo nuevo. Sin embargo, el figurín que tenía en la mano era reciente y estaba lleno de líneas trazadas con la uña. Los sastres suelen tener opiniones distintas y lo que a uno le parece bonito al otro no se lo parece tanto y cada uno rectifica los modelos según su propio criterio.
Examiné la revista, pero no conseguí imaginarme cómo me sentaría el abrigo que hubiese querido elegir. El sastre, por el contrario, se los imaginaba todos, salvo el que yo le señalaba. Se puso en pie, me miró con simpatía, luego con especial simpatía y se frotó las manos, dio un pequeño saltito y se quedó erguido como un cirio.
—Siéntese —le dije—, tengo algo que decirle.
Él se sentó y me escuchó atentamente.
—Cuando voy a un peluquero que no me conoce, si es inteligente se da cuenta en seguida de cuál es el corte de pelo que me va. Si no lo sabe, me pregunta y yo le contesto que no entiendo nada de ese trabajo y que haga lo que mejor le parezca. Si no es tonto, procura esmerarse y me hace un corte excelente. Si es un necio, se dice entonces: «Le daré unos cuantos tijeretazos y ¡a cobrar!». Cuando me miro al espejo y me doy cuenta del desastre, me digo, a mi vez: «El pelo vuelve a crecer, pero éste no volverá a ver ni un céntimo mío». Lo mismo ocurre ahora con el abrigo. No sé cuál elegir; pero usted, como especialista, puede estudiar el modelo más apropiado. Pensará que un abrigo no puede compararse con un corte de pelo, pues uno se corta el pelo varias veces al año, mientras que un abrigo dura muchos años… Pero, además del abrigo, necesito varias cosas más.
—Hacía tiempo que no oía nada igual —dijo el sastre, con la cara radiante. Cerró los ojos, los cubrió con la mano izquierda y susurró—: Voy a hacerle un buen abrigo.
Después de tomarme las medidas, dijo:
—Quiero enseñarle unas telas realmente extraordinarias. No encontraría usted nada igual ni aunque revolviera todas las tiendas. Puede usted creerme.
—Me gusta comprar la tela en la tienda y encargar al sastre las hechuras, para que todos obtengan su beneficio, el comerciante con la venta y el artesano con la confección.
El sastre no prestó atención a mis palabras, dio su saltito, y sacó una pieza de paño, lo frotó con la mano, luego lo estrujó con fuerza y dijo:
—Fíjese, ha quedado tan liso como antes, sin asomo de arruga.
—Pero ¿no le he dicho que quiero comprar la tela en la tienda?
—No se la enseño para que se quede con ella —respondió—. Sólo quiero que la vea.
—Ya la he visto.
—No es eso lo que le pido, sino que la toque.
Pasé la mano por el paño y dije:
—Verdaderamente, muy bonito.
El sastre, muy complacido, exclamó:
—¿No se lo decía yo? No quiero obligarle a que me la compre, pero me gustaría que supiera cómo la conseguí.
¿Cómo había conseguido el sastre aquella pieza de tela? El comandante de su regimiento solía requisar todo lo bueno que encontraba en territorio enemigo y lo mandaba a su esposa. Para ello, utilizaba a alguno de sus hombres, al que por unos días dispensaba de sus obligaciones militares.
—Un día me confió toda clase de comestibles y bebidas, telas y objetos de plata y me dio permiso para que me quedara unos días en mi casa. Dije a mis camaradas: «Hace más de un año que no veo a mi mujer ni a mis hijos y ahora que voy a verlos no tengo nada que llevarles». Había allí un soldado, un cristiano hijo de campesinos al que yo escribía cartas que mandaba a sus padres, que aquel mismo día había recibido de su madre un tarro de mantequilla. Me la dio y dijo: «Toma, hermano, para tu mujer, que se la unte a los chicos en el pan». Cuando fui a entregarle el botín a la esposa del comandante, ella vio el tarro de la mantequilla y me preguntó: «¿Qué tienes ahí?». «Un poco de mantequilla para que mi mujer se la dé a los niños». «Esta noche doy una cena a la gente más importante de la ciudad y me gustaría mucho disponer de un poco más de mantequilla. Toma esta pieza de tela y dame a cambio la mantequilla». Me costó mucho trabajo acceder, pues deseaba dar una sorpresa a los míos. Pero ella cogió el tarro y me dio la pieza. Yo me dije entonces: «Sea, ya que no hay más remedio».
Antes de despedirme del sastre, le pedí que me señalara un plazo y le advertí que procurase cumplirlo. A mí no me importa el tiempo, pero me importa mucho que la gente cumpla su palabra, ya que el que no la cumple se desacredita y no me gusta que un artesano adquiera malos hábitos.
Las telas que tenían en la tienda eran peores y más caras que la que me había mostrado el sastre. Pero no quise ir a otra tienda, pues la búsqueda no hubiera terminado nunca, ya que de cada mercancía se encuentra siempre algo mejor.
Después de pagar, la esposa del dueño de la tienda, preguntó:
—¿A qué sastre piensa encargarle la confección del abrigo?
—He ido a ver a Schuster —le dije.
—¡Vaya sastre que ha escogido usted! —dijo ella en tono despectivo—. Que Dios no me tenga en cuenta mis palabras, pero ése no es más que un muerto de hambre presumido. Y toda la fama de Schuster se debe a que ha vivido en Alemania. ¡Santo Dios! ¿Y quién no ha vivido allí? Conozco a personas que han vivido hasta en París. Y si ha vivido en Berlín, ¿qué importa? Tal vez Hindenburg le encargase una bufanda, ja, ja, ja. Voy a darle la dirección de nuestro sastre y verá usted qué gran diferencia.
—No quisiera molestarle inútilmente —dije.
—¿Cómo que no? Para eso está —dijo la dueña de la tienda—. Feiwel, Feiwel —dijo a su marido—, ¿por qué no hablas? Oiga lo que dice mi marido.
Muchas veces, un hombre dice algo distinto de lo que puedan decir mil mujeres.
—El señor ha estado en casa de Schuster y le ha parecido bien.
—¿Qué quiere decir eso de que le ha parecido bien? ¿Qué saben los hombres de esas cosas? Se les dice: éste es un sastre, y se lo creen. Si el mundo hubiera sido poblado únicamente por hombres, la estirpe de Adán habría desaparecido ya. Lo que más me sorprende es que en el hotel no le dijeran nada. Al fin y al cabo, debió de ser Dolik (el hijo del dueño) quien lo envió a nuestra tienda.
—Pues no —respondí—. Es Schuster quien me envía.
—¿Schuster? ¡Pero si él ofrece siempre sus propias telas a todo el que va a su casa!
—¿Es que vende telas?
—Por lo menos, las vendía.
—¿Y ahora?
—Ahora no debe quedarle nada. Y si le queda algo, lo necesitará para sí.
—¿Por qué?
—Porque tiene a la mujer enferma. Padece asma y él debe ponerle las piezas de tela debajo de la cabeza, pues las almohadas ya no le bastan. Ya puede dar gracias al Hacedor de que le haya dejado sus telas. No iba usted a quitarle la almohada a una pobre enferma. He oído decir que viene usted de Israel. Allí hace mucho calor, ¿no? Un calor de espanto. Un muchacho conocido nuestro volvió de Israel hace poco. Seguramente le habrá visto ya. Es un muchacho moreno, de pelo rizado. Trabaja en la pavimentación de las calles. «Allí es lo mismo que aquí y aquí lo mismo que allí —dice él—. Es cierto que allí hace más calor, pero durante la mayor parte del día sopla un viento que mitiga el calor. Aquí, cuando hace calor, no hay quien lo soporte». Claro que cualquiera se fía de sus palabras… Es comunista, medio bolchevique o quizás algo más que medio. Por eso lo echaron de allí. La tierra de Israel ha sido dada únicamente a los sionistas. Pero no crea que a los sionistas les sirve de mucho; también los matan. Un muchacho de la ciudad, bueno, algo más que un muchacho, pues ya estaba casado, el hermano de Daniel Bach, el cojo, ese que anda por ahí con una pata de palo… Pues, como le iba diciendo, a ese chico lo mataron porque sí. Una noche, estando él de guardia, pasó por allí un árabe y, sin más ni más, le disparó un tiro y lo mató. Y los ingleses se quedaron tan tranquilos. Pero no se crea que los ingleses odian a los judíos. Entonces, ¿por qué no hacen nada? ¿Cree usted que la tierra de Israel puede ir bien? Mi santo padre solía decir: «Si la cosa nos conviniera, hace ya tiempo que nuestro emperador le hubiera dicho al turco: Oye, tú…, y el turco le hubiera dado inmediatamente toda la tierra de Israel». Pero usted debe tener prisa y no quisiera entretenerle. Y si quiere hacerse algún traje, no olvide que en nuestra tienda encontrará usted las mejores telas para toda clase de prendas.
Su marido tomó entonces la palabra. Dijo:
—Yo conocía a su abuelo, que en paz descanse. Era mi padrino. Un santo varón.
Inmediatamente, su mujer le interrumpió:
—¿No tienes más elogios para el abuelo del señor? ¡Después de todo lo que hizo por ti! ¡Como si el día de tu boda no te hubiese regalado un especiero de plata pura! Lo tuvimos en casa hasta que entraron los rusos y se lo llevaron.
—Ahora que lo has dicho tú ya no puedo decirlo yo —rezongó su marido.
—Mi marido es muy modesto —dijo la dueña de la tienda—. Siempre deja que los demás hablen por él. Pero es lo que yo le digo: si tú no te alabas, los demás no lo harán, pierde cuidado.
—Su abuelo, que en Gloria esté —dijo el hombre—, solía hacer un regalo de boda a todos sus ahijados.
—¿A todos? —dijo la mujer, juntando las manos—. De todos modos, tu regalo era más valioso que el de los demás. Era plata de ley. Espere usted, señor, mi marido llevará el paquete a casa del sastre.
—No es necesario —dije.
—Si lo hace por no molestar a mi marido, Ignaz puede llevarlo.
—Quiero acostumbrarme al peso.
—¿Qué significa eso de que quiere acostumbrarse? ¿Piensa dedicarse a acarrear pesos en el mercado?
—Me he comprado un trozo de tela para hacerme un abrigo. ¿Qué diferencia hay entre llevarlo puesto o en un paquete?