CAPÍTULO X

Tengo que hacerme un abrigo

La estación de los fríos está ya en puertas y a todos les espanta. El sol anda entre nubes y sólo se deja ver a ratos, y cuando lo hace, no presenta ya su antigua fisonomía. Lo mismo que la gente se dirige al mercado con paso rápido y expresión sombría. Se habla de ropas más que nunca; todos necesitan algo, pero no todos pueden comprárselo. Una tarde, después de comer, cuando me levanté de la mesa, se acercó a mí el hostelero, palpó la tela de mi traje y me preguntó si no tenía otro. Su mujer, que le había oído, dijo:

—En nuestra ciudad suele hacer mucho frío y si no se procura un buen abrigo no estará preparado.

Encogió los hombros con gesto friolero. Su marido la miró irritado, como si le hubiera quitado las palabras de la boca. Luego, volvió a examinar mi traje y dijo:

—Tendrá que hacerse alguna prenda de abrigo.

Tenían razón los dueños del hotel: necesitaba ropa de abrigo, pues sólo tenía prendas de verano, como las que se llevan en Palestina, que cubren el cuerpo sin abrigarlo, y el frío ya se dejaba sentir. Duraría seis meses o tal vez más, sin interrupción, día y noche. Si los que están acostumbrados a él necesitan ropa de abrigo, ¿cómo no iba a necesitarla yo, que no lo sentía desde hacía años?

Pero ¿cómo voy a hacerme un abrigo nuevo y presentarme con él ante esta gente, si ya me da vergüenza que me vean con ropas que no están remendadas? ¿Por qué me da vergüenza llevar ropa nueva? ¿Por no poner en evidencia a los que no la tienen? ¿O acaso por mí mismo, pues comparando un traje nuevo con las otras ropas de un hombre se obtiene un reflejo bastante fiel de su carácter? Como en el cuento del hombre que fue a pedir en matrimonio a una muchacha y se puso un traje nuevo para ir a visitar a su padre.

—Si ha estrenado un traje para esta ocasión —dijo el padre de la muchacha—, ello es señal de que ninguno de sus otros trajes era digno de lucirse. Un hombre así no se merece a mi hija.

Pero el ejemplo no se ajusta a mi caso y, por otra parte, no puedo demorar la compra del abrigo. De todos modos, no estará de más recordar la historia. El joven estrenó un traje para causar buena impresión. ¿Y cuál fue el resultado? Que sufrió una desilusión porque los demás sólo se fijaron en el traje y no en él.

Lo que veo mientras voy camino de la vieja sinagoga no me produce ninguna alegría. Mis ojos no se apartan de las gentes que van y vienen, ni de sus ropas. Yo, que, fuera de mis cuatro paredes, nunca tuve ojos para nada, me he convertido en un mirón. Y lo triste es que me distraigo de mis propios pensamientos.

Al ver a la gente, llama la atención una cosa: aquí todo el mundo tiene cosas viejas y lleva cosas viejas. ¿Cómo son de viejas? Pues tan viejas que es imposible imaginar que hayan sido nuevas alguna vez, tan viejas que cuando sus actuales propietarios las recibieron, ya eran viejas. Y los que se las dieron las habían recibido ya como desechos. Donde más se nota es en los niños, pues ninguno lleva una prenda que no tenga más años que la criatura.

Si bien el esperado frío ha tomado otra dirección y se ha dirigido en primer lugar a los bosques, ríos y colinas, sus emisarios y los emisarios de sus emisarios se advierten ya en la ciudad.

La fruta que llega al mercado es agria y de mala calidad, frutos de otoño, sin jugo y sin sabor. Ya hay arenques, enteros y a pedazos, con su hedor salobre. En todas las casas huele a choucroute, a calabaza en conserva y al ajo con que se la sazona. Se ha evaporado el aroma dulzón a mijo y a miel que perfuma nuestra ciudad desde Pésaj hasta la llegada del otoño.

El sol sale sólo a ratos y, cuando aparece, lo hace entre nubes, como el enfermo que sale de su casa un cuarto de hora para tomar el aire y que no se encuentra a gusto en ningún sitio, se ciñe la ropa al cuerpo, se cubre la cara con algo y dice: «Aquí hay corriente, hace frío, está lloviznando», y cuando lo llevan otra vez a casa se enfada.

Pero peor que el sol está el suelo. O se arremolina el polvo o se llena de charcos y se pone enlodado y resbaladizo. Los poetas acostumbran a comparar al invierno con la muerte y a la nieve con un sudario. Tal vez sea justa la comparación o tal vez no; de todos modos, el suelo parece estar pudriéndose cuando no lo cubre la nieve.

Toda la ciudad está ajetreada y malhumorada. El que tiene casa, quisiera poder reparar el tejado o las ventanas. El que tiene hijos, quisiera poder comprarles zapatos o hacer provisión de patatas y leña.

El cielo, del que no se sabe si es cielo o nubes, está bajo. Caen unas gotas finas, como agujas oxidadas. Los dos cocheros de la ciudad permanecen en la plaza del Mercado, golpeándose los hombros con los brazos para entrar un poco en calor. Todavía no ha llegado el invierno y ya se hiela uno. Los caballos bajan la cabeza y miran fijamente al suelo, la víspera todavía tan alegre y hoy ya tan triste; miran fijamente su sombra, que se proyecta desolada bajo sus patas. Las gentes que vi en la Gran Sinagoga el Día de la Expiación, los que paseaban de acá para allá, dándose importancia, están ahora a la puerta de sus tiendas, ociosos y compungidos. De los noventa pueblos de la provincia, nadie viene a la ciudad a hacer sus compras. No porque el suelo esté enlodado y los campesinos se hayan vuelto demasiado finos, sino porque han abierto sus propias tiendas en los pueblos. Hasta el grano de los campos lo vende el mismo campesino, prescindiendo de intermediarios. También los judíos que vivían en los pueblos y que negociaban con los de la ciudad han emigrado y ahora comparten todos la misma pobreza.

Aún hay en la ciudad algún viejo que recuerda tiempos pasados, en los que en todo el mundo reinaba la paz, todos estaban contentos porque había comida y bebida en abundancia y el vientre llevaba bien el peso de las piernas. Y es que se comía bien y las piernas estaban fuertes. Todos estaban bien calzados y vestidos y tenían la palabra fácil. ¿Qué significa esto? Significa que inmediatamente después de las fiestas, los terratenientes se trasladaban a la ciudad, con su esposa, sus hijos y sus criados; significa que todos los señores de los pueblos venían en sus coches tirados por troncos de dos o de cuatro caballos que trotaban alegremente, bien nutridos. Los comerciantes les compraban las cosechas de invierno, los madereros arrendaban sus bosques, los comerciantes en vinos y licores hacían sus pedidos a las destilerías, los artesanos de la ciudad les preguntaban: «¿Qué reparaciones desean hacer en esta casa?». E iban a las tiendas a comprar cobre, estaño y plomo para arreglar calderas, ollas y bañeras. Cuando terminaban sus tratos de negocio, encargaban la ropa de invierno, de cuero o de lana, corta o larga, para la casa o para la calle, para ellos y para sus familias, para su querida y para la familia de su querida. Y es que también estas cosas eran diferentes entonces. Hoy, cuando un hombre se prenda de una mujer, la lleva a cualquier sitio, a casa de la divorciada, por ejemplo, y asunto terminado. Entonces, los hombres mandaban construir para ella un palacete, lo amueblaban con todo lujo y tomaban a su servicio a criados y doncellas. De cada prenda de vestir que se compraban, sacaban beneficios cinco personas: el comerciante en tejidos, el peletero, el sastre, el curtidor y el intermediario. Y hasta seis también, pues no hay intermediario que no arrastre consigo a otro intermediario.

Ahora nadie usa chaqueta de piel. Y el que no puede permitirse una chaqueta de piel se compra un traje; pero el que, a pesar de todo, podría comprarse una chaqueta de piel, no se compra más que un traje. ¿Ves esa calle? Todo son ruinas, y las tiendas, montones de escombros. Antes estaba llena de tiendas a uno y otro lado. Y todas las tiendas estaban bien surtidas de telas, fieltro, terciopelo, raso y seda. Uno entraba en ellas y compraba todo lo que necesitaba y hasta lo que no necesitaba. A veces, los clientes no cabían en la tienda. ¿Qué hacía uno entonces? Se iba a otra calle y se compraba zapatos. Si las tiendas de esta otra calle estaban llenas, uno entraba en una tienda de comestibles. Y, si también estaba llena, se iba al restaurante. El cuerpo tiene también su parte interna, además de la externa. Del mismo modo que necesita vestido y calzado, necesita también alimento. Uno come y bebe y se alegra y alegra también a los camareros y camareras con la propina. Y, a su vez, los camareros y camareras se compran vestidos y zapatos, gorros y sombreros, pues también ellos tienen un cuerpo que alimentar y vestir… en la tienda de confecciones.

Los maestros de los pueblos, que eran los preceptores de los hijos de los terratenientes, venían a la ciudad en sus días libres. Pues todo terrateniente tenía un maestro para sus hijos, al que sentaba a su mesa y pagaba un sueldo. De este sueldo, el maestro mantenía a sus pobres padres y ahorraba para ir a la Universidad. Todo maestro que venía a la ciudad entraba en una librería y compraba dos o tres libros. Debéis saber que antes de la guerra la ciudad tenía su librería en la que se vendían libro, de texto y novelas sentimentales. Hoy siguen publicándose libros a los que se llaman «novelas», del mismo modo que se llama «ciudad» a nuestra ciudad. El maestro cogía sus libros bajo el brazo y se iba a visitar a algún colega. El colega tiene una hermana, bonita o fea, lo mismo da. El que es feliz no necesita ser guapo o listo. Entra la madre en la habitación y ve a un joven hablando con su hija. Con expresión de sorpresa, le dice: «¡Ah! ¿Pero estaba usted aquí? ¿Nos hará el honor de comer con nosotros?». Mientras la madre está hablando, entra la hija, vestida de punta en blanco. La madre se va a la cocina y la hija se sienta con el maestro. Le habla de la novela que está leyendo, y él a ella de la que está leyendo él, y empieza una tercera novela. A la hora de comer, hace su entrada el padre de la muchacha, saluda al invitado y se sienta a la mesa, tocado con el gorro cuadrado de los rabinos. Entretanto, la madre ha preparado varios platillos y la comida se prolonga. Si la comida se prolonga, la conversación se prolonga también. Los comerciantes hablan siempre de negocios y a todo el mundo cuentan una y otra vez los negocios en los que ganaron buen dinero. Pero no el padre de la muchacha, que habla de pérdidas, pero lo hace sin lamentarse, como si, en vez de haber perdido una fuerte suma, se hubiera desprendido de unos céntimos.

El maestro se dice: «Con ese dinero podría terminar mis estudios y doctorarme». Es grande el poder del dinero y aunque el maestro es socialista y condena el capitalismo, que explota a los pobres, no deja traslucir sus sentimientos ante el padre de su colega. Por otra parte, le halaga que éste le hable de sus negocios. Los demás días, el maestro se sienta a la mesa de su amo, que es más rico que este comerciante, pero, a diferencia de éste, que le trata con deferencia y le habla de sus negocios, el otro hace caso omiso de él. Por lo tanto, repite la visita. Todos le acogen complacidos y llegan a sugerir que el padre de la muchacha podría ayudarle para que terminara sus estudios y así no tendría que desperdiciar su tiempo en el pueblo. Él atiende estas insinuaciones, deja a su discípulo, se va a la Universidad y el padre de la muchacha se hace cargo de sus gastos para que pueda llegar a hacerse médico o abogado. Su antiguo patrón contrata a otro preceptor para sus hijos, mientras que los padres que tienen hijas procuran buscarles un partido como hizo el padre de su colega. Y cuando el padre no puede cumplir lo prometido, trata de adelantar la boda para que el muchacho no se aflija. Una vez se ha casado y tenido hijos, es fácil convencerle para que abandone sus estudios y busque la forma de ganarse la vida.

Esto fue lo que le ocurrió al señor Nissan Sommer, mi hostelero. A los dos años de salir de la escuela secundaria, fue invitado a casa de un amigo que vivía en la ciudad, hijo de un sombrerero. La madre era una excelente cocinera y la hermana una linda muchacha morena. Ahora jamás lee un libro ni habla como en las novelas, pero en aquel tiempo, en que era maestro en el pueblo, era un apasionado de la lectura y hablaba como un libro. Lo mismo puede decirse de su mujer, que está siempre junto al fogón y al verla nadie diría que un día pudiera trastornar el corazón de un joven. La preocupación por la subsistencia, el paso de los años y las penalidades de la guerra pueden —cada uno por su lado— agriar el carácter de una persona, tanto más cuanto esta persona ha tenido que soportar todas esas pruebas juntas y se ha sentido herida por ellas. Puede que las heridas ya hayan cicatrizado y que, si cierra los ojos, no sea de dolor. Puede que cierre los ojos del cuerpo para mirar atrás con los del espíritu.

Desde niño, tuvo que cuidar de sí mismo. Su padre era a medias comerciante en forrajes y a medias intermediario. Proporcionaba a los pueblos maestros y ayudantes de maestro, mas no ganaba lo suficiente para mantener a su familia y Nissan tenía que dar clases a sus camaradas siendo todavía estudiante. Cuando terminó sus estudios secundarios y fue el momento de ir a la Universidad, su padre le encontró colocación en casa de un señor del pueblo. De pronto, se enamoró y empezó a pensar en la forma de ganarse la vida. Si bien el padre de la muchacha, que era un iluso, imaginó que podría mantenerlo hasta que terminase sus estudios universitarios, al no poder cumplir sus propósitos lo acogió en su familia y le dio una parte en su negocio. Realmente, la profesión de vendedor de sombreros no es difícil ni pesada; al contrario, incluso puede considerársela fácil y grata. No tienes más que coger un sombrero, darle un par de vueltas entre las manos, colocárselo al cliente en la cabeza, dejarle ante el espejo y mirarle con complacencia. En cuanto él se da cuenta de que el sombrero le sienta bien, se queda con él, paga y se va. Y así tratas a todos los demás. Y, mientras vendes sombreros, tienes ocasión de ver las cabezas de tus conciudadanos y adivinar lo que cada uno tiene dentro.

Fueron pasando los años y Nissan engendró hijos e hijas, olvidó que había aprendido griego y latín y vivía como todo buen judío: iba a orar a la sinagoga, mandaba a sus hijos a la «Talmud-Torá[*]» y no se avergonzaba de sus padres, a diferencia de los señores doctores de nuestra ciudad, que se avergüenzan de los suyos. De no haber sido por la guerra, habría seguido siendo un vendedor de sombreros durante toda su vida. Pero la guerra no es fácil, ni limpia, ni agradable. A esa cabeza, reina de todos tus miembros, que tú lavas con agua caliente y enjuagas con agua fría, que friccionas y peinas, que cubres con un sombrero nuevo cada año, a esa cabeza le dispara una bala un botarate y adiós cabeza. Quizá nos equivoquemos al suponer que el hostelero cierra los ojos para conservar las imágenes del pasado; quizá los cierre para no volver a ver lo que vio. Es fácil equivocarse con la gente. A veces cree uno que son así o asá y luego resulta que no es verdad.

Babtsche le trae el periódico algunas veces. Si el periódico queda encima de la mesa con la primera página hacia arriba, él lee hasta la última línea, pero nunca vuelve la página, ni siquiera para terminar un artículo. Si queda encima la última página, se la lee también de arriba abajo, pero sin buscar el comienzo del artículo. ¿Pereza? ¡En absoluto! Porque, si se le apaga la pipa, se levanta y se va a la cocina a buscar una brasa, aunque tenga las cerillas a su lado. Pero dejemos al hostelero y volvamos al tema inicial.