CAPÍTULO VIII

Entre padre e hijo

Una noche, encontré al viejo Rabbí Shelomó Bach sentado en la sala, apoyado en su bastón. Al entrar yo, se puso en pie, me tendió la mano y me saludó. Yo correspondí a su saludo y le dije:

—¿Todavía por aquí? Creí que se había marchado a la tierra de Israel[*].

—Estoy un poco aquí y un poco allá —me respondió—. Los compañeros de Yerujam, que en paz descanse, me han enviado un giro para el viaje y he venido a verle, porque dicen que usted ha estado allá. Pensé que tal vez podría darme alguna indicación para el viaje.

—Nada más fácil —dije—. Va usted a la estación, da el dinero al empleado y él le entrega el billete. Entonces, sube usted al tren y va hasta Trieste. Una vez allí, embarca y, después de navegar durante cinco días, llega a Jaffa. Esto ya es Tierra Santa.

Mientras le hablaba del viaje por países extranjeros, parecía no prestar atención, pero cuando mencioné Jaffa, clavó en mí su mirada y fue repitiendo todas mis palabras. Entonces entró su hijo Daniel.

—Siento mucho, hijo mío —le dijo su padre—, que te hayas perdido lo que acaba de decir este señor.

Daniel Bach me miró como preguntándose qué cosas podía yo contar que él tuviera que lamentar no haber oído.

—Estaba explicándole a su padre cómo se va a Palestina.

—¡Ah, ya…! —dijo Daniel.

Por su actitud, se adivinaba que estaba pensando: «¡Vaya una revelación!».

—Por favor, coja papel y lápiz y escriba los pormenores del viaje, para que su padre sepa con exactitud lo que debe hacer.

Después de anotar el itinerario hasta Palestina, me pidió que le explicara detalladamente el trayecto de Jaffa a Ramat-Raquel, donde debía ir su padre.

—Primero, se deja el barco grande y se embarca en otro más pequeño, que lo llevará a tierra. Lo mejor sería que allí le esperase alguien del poblado; de no ser así, que suba al coche que va a Jerusalén. Una vez allí, que coja un autobús que lo llevará a Talpiot. En Talpiot se apean chicos y chicas que van a Ramat-Raquel. Que vaya con ellos hasta allí.

Al mencionar el nombre de Talpiot, me invadió una profunda melancolía. Recordé mi casa, que había sido destruida por los árabes. Ahora que Rabbí Shelomó estaba contento, el triste era yo. Y todo lo afligido que yo estaba al recordar mi partida, él se mostraba alegre al pensar en su llegada.

Pedí té y pastas para obsequiar a mis visitantes. Rabbí Shelomó rezó la bendición de los alimentos, partió una de las pastas, recitó la oración «Por el que todo fue…» y bebió. Sacó una carta que había recibido de Ramat-Raquel, me la mostró y la leyó de nuevo conmigo. Aunque la sabía de memoria, volvió a leerla. Luego se la guardó —encima del corazón— y dijo:

—Esto significa que voy a la tierra de Israel.

Daniel movió afirmativamente la cabeza y dijo:

—Sí, padre, te vas a la tierra de Israel.

—Hijo —murmuró Rabbí Shelomó—, ¡qué fácil se me haría el viaje si tú me prometieras ir por el camino recto!

Daniel se levantó de un salto, se puso la mano derecha sobre el corazón y, señalando al cielo con la izquierda, exclamó:

—¿Acaso me he salido yo del buen camino? Fue Él quien me apartó.

—¡Calla, hijo, calla! —le dijo su padre—. El Señor, alabado sea, quiere probarnos. Si soportamos la primera prueba, bien está, pero si no la soportamos, nos envía otra más pesada que la anterior.

—Acaso el Señor, alabado sea, no ve que el hombre no puede soportar su primera prueba. ¿Por qué, pues, se molesta en probarle de nuevo?

—Los pensamientos impíos son un gran obstáculo —dijo Rabbí Shelomó—; pero no son tus pensamientos lo que me preocupa; lo que yo te pido, hijo, es que observes sus Leyes y cumplas sus Mandamientos. Entonces Él desterrará de tu corazón hasta tus peores pensamientos. Pero ya hemos molestado bastante a este caballero. Recemos ahora la oración por lo que hemos comido, y vayámonos.

Rabbí Shelomó se sacudió las migas de la barba, se enjugó los labios, recitó la bendición de «Nuestros alimentos» y «El que forja el alma de los hombres» y se levantó para marcharse.

—No se debe alabar a un hombre en su presencia —dijo—; pero a veces es lícito hacer una excepción. Antes, mi hijo Daniel era un buen judío que cumplía los preceptos fáciles lo mismo que los difíciles, ¿no es verdad, hijo?

—Como tantos otros buenos judíos del pueblo de Israel —puntualizó Daniel—. Cumplen los Mandamientos sin detenerse a pensar en lo que hacen.

—Entonces, ¿a ti se te pide pensar y no sólo amar y temer a Dios? —dijo Rabbí Shelomó.

—¡Y por ese amor se me persigue! —exclamó Daniel con indignación.

Y en sus facciones se pintó una inusitada tristeza.

—¿Estás pensando en la historia de las filacterias? —preguntó Rabbí Shelomó.

A Daniel se le enturbiaron los ojos; arrugando la frente, miró a su padre y dijo:

—La historia de las filacterias es sólo una de tantas.

—No fue más que una prueba —dijo Rabbí Shelomó.

—De todas las desgracias se nos dice que son pruebas —replicó Daniel.

—¿Y cómo quieres cumplir lo de «Con toda tu alma…» sino con la entrega de tu alma? —preguntó Rabbí Shelomó.

—Un hombre puede sacrificarse y ofrendar su alma para la Santificación del Nombre y resistir invocando al Único Dios hasta haber rendido el alma; pero dejarse inmolar constantemente, cada día y cada hora, sobre siete altares a la vez, hoy este miembro y mañana aquél…, ¿puede el hombre soportar esto? Yo nací de mujer, soy carne y sangre, y cuando mi carne se pudre y mi sangre hiede, mis labios no pueden seguir alabando al Todopoderoso. Y, si le alabara, ¿ensalzaría al Altísimo que un montón de carroña y un pellejo de sangre hedionda clamara: «Tú eres justo en todo lo que me envías, he obrado mal, sigue lanzándome tus flechas»?

—«Junto con los corderos del Misericordioso, tú quieres…» —citó Rabbí Shelomó.

—Con los proverbios de nuestros profetas se mitigan de vez en cuando las penalidades que afligen al hombre —dijo Daniel.

Rabbí Shelomó se alisó la barba y murmuró:

—Sin embargo, hijo mío, hemos de dar gracias a los profetas por habernos explicado las cosas y señalado los acontecimientos. De otro modo, tendríamos que preocuparnos de hacerlo nosotros mismos. Pero como sea que para todo hemos encontrado consejo, podemos dedicarnos por entero a cumplir la Ley y los Mandamientos, y así el hombre no necesita invertir su tiempo en indagaciones, sino que sirve a su Creador y observa sus Mandamientos. Y cuando más debe el hombre esforzarse en cumplir sus Mandamientos es cuando los ha infringido una vez, como tú infringiste el de las filacterias, hijo.

—Padre, del mismo modo que es de ley exigir el cumplimiento de lo preceptuado, es también de ley no pedir que se haga más que lo que está ordenado.

—¿A qué viene eso?

—A propósito de lo que tú has dicho.

—¿Y era?

—Las filacterias. Te aseguro que nunca volveré a ceñírmelas.

—¿Cómo puede un hombre asegurar con tanto aplomo que faltará a un precepto al que le obliga para siempre la promesa hecha nada menos que en el monte Sinaí? —preguntó Rabbí Shelomó.

—¿De qué están hablando? —inquirí.

—¡Bah! Tonterías… —dijo Rabbí Shelomó—. Se trata de algo que le ocurrió durante la guerra.

—¿Llamas a eso tonterías? —exclamó Daniel Bach, levantándose, muy excitado, de su asiento.

—¿Qué ocurrió exactamente? —pregunté.

—¿Estuvo usted en la guerra? —me preguntó.

—Estaba enfermo y fui declarado indigno de pelear por el Kaiser —expliqué.

—Yo entré en filas cuando estalló la guerra y fui soldado hasta que se consumó la derrota —dijo Daniel—. Era un gran patriota, como todos los judíos de este país. Pero a medida que la lucha se alargaba, el patriotismo iba menguando, pero el que se había involucrado ya no podía mantenerse al margen. Mientras estuve en la guerra, no comí cosas prohibidas, observé todos los preceptos y no dejé de ceñirme las filacterias ni un solo día.

Rabbí Shelomó miró a su hijo con cariño, se mesó la barba, apoyándose en su bastón, y los ojos le brillaron de satisfacción.

—Tomaba el precepto de las filacterias tan al pie de la letra —prosiguió Daniel—, que si un día no encontraba la ocasión de cumplirlo, ese día no probaba bocado. Una noche, en la trinchera, rebozado en lodo hasta el cuello, mientras la artillería disparaba sin cesar y por todas partes se olía a carne chamuscada, tuve la impresión de que también yo me estaba quemando y moriría en aquel agujero, abrasado o ahogado en ceniza. Salió el sol y se acercó la hora del rezo. «Espérame hasta que haya rezado mis oraciones», dije al ángel de la muerte, y alargué la mano para coger mis filacterias, y mis dedos tropezaron con ellas. «Alguna bala habrá alcanzado mi macuto y todo lo que había dentro estará esparcido por ahí», pensé. Tiré del cordón de las filacterias, buscando la bolsita que contenía las oraciones. Percibí un olor nauseabundo y observé que las filacterias estaban atadas al brazo de un cadáver, un soldado judío que había sido destrozado por una explosión mientras oraba, con las filacterias atadas al brazo.

Rabbí Shelomó se frotó los ojos con ambas manos y su bastón cayó al suelo. Ahogando los sollozos que le subían a la garganta, miró a su hijo. Seguramente había oído aquel relato muchas veces y, sin embargo, no podía contener las lágrimas. Daniel se agachó, recogió el bastón y el anciano volvió a apoyarse en él. Daniel juntó las piernas, frotó una rodilla con la otra y sonrió levemente, como un chiquillo pillado en falta.

Los del hotel se fueron a descansar y Rabbí Shelomó, Daniel y yo permanecimos allí sentados, en silencio. De los labios de Daniel se borró la sonrisa, y una expresión de profunda melancolía se extendió por su enjuto rostro. Estrechándole una mano, le dije, entonces:

—Quiero contarle una cosa. En el libro El látigo de Judá leí la historia de un grupo de gentes que se embarcaban cuando los judíos fueron expulsados de España. Durante el viaje, se acabaron los víveres y el capitán los desembarcó en un lugar desierto. La mayoría perecieron de hambre y los supervivientes, haciendo acopio de fuerzas, decidieron ir en busca de un lugar habitado. Una mujer se desmayó y murió. Su esposo cogió a sus dos hijos de la mano y siguió andando. Al poco rato, los tres cayeron desmayados. Cuando el hombre volvió en sí, vio que sus hijos habían muerto. Poniéndose en pie, dijo así: «Señor, Dios del Cielo, Tú quieres hacerme perder la fe. Pero has de saber que soy judío y seguiré siéndolo aunque les pese a todos los santos del Cielo, y de nada servirán los sufrimientos que me has enviado o puedas enviarme». Reunió tierra y matas, cubrió con ellas a sus hijos y siguió caminando, en busca de un lugar habitado, a pesar de que los demás no le habían esperado, para no morir de hambre a su vez, pues cada uno se preocupaba de sí mismo y de sus propias necesidades, sin pensar en sus compañeros. ¿Cuál sería el fin de este hombre? No lo sé. Quizás el Padre Eterno lo condujo a un lugar habitado por judíos donde volvió a casarse y tuvo más hijos. Quizá. Pero aun así, no veo en ello ninguna recompensa. Job, que nunca existió realmente y es sólo un símbolo, se consoló de la pérdida de su esposa e hijos cuando el Señor bendijo sus años postreros con más largueza que los anteriores; pero es muy dudoso que ello fuera un consuelo para un hombre de carne y hueso.

Rabbí Shelomó se mesó la barba y dijo:

—Hubo una vez un hombre cuyo hijo perdió la fe. Se presentó al Maestro del Santo Nombre y el Maestro le ordenó que redoblara su amor hacia su hijo.

Daniel Bach sonrió:

—Ya puede imaginar adónde quiere ir a parar mi padre con su historia. A su amor por mí. Lástima que el Todopoderoso, alabado sea, no siga el consejo del Señor del Buen Nombre[*].

—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Rabbí Shelomó.

—Padre, ¿hablas así después de todas las calamidades que te han afligido? —preguntó Daniel.

—¿Quién, si no, podría hablar así? ¿El hombre al que todo le ha ido bien en la vida y que, en su vivir, no puede ver la mano del Señor, alabado sea? Yo, por el contrario, puedo decir que me ha sido dado vislumbrar sus bondades. Y ojalá no me tenga en cuenta el que divida sus actos en buenos y malos. Pero confío que me otorgará la gracia de vivir en la tierra de Israel, y el Padre Eterno, alabado sea, me hará comprender que todos sus actos son justos. Y ahora que hemos llegado a una buena conclusión, demos las buenas noches al caballero y vámonos.