Un ejemplo y su aplicación
En un principio, creí que todas las desgracias habían sido causadas por la guerra. Daniel Bach me enseñó que muchas eran debidas a la lucha por la subsistencia, como había ocurrido en su caso. Mientras luchó en la guerra, su cuerpo se conservó sano; pero apenas se sometió al yugo del trabajo, perdió una pierna.
¿Que cómo fue? Al terminar la guerra, volvió a su ciudad y encontró su casa en ruinas y su aserradero convertido en un montón de cenizas; su esposa y sus hijas se habían sentado sobre el montón de cenizas y se lamentaban de haber regresado. Pues cuando terminó la guerra el pueblo creyó, equivocadamente, que había llegado la era del Mesías, y la esposa de Daniel Bach cogió a su hija de la mano y se dispuso a volver a su ciudad. No sabían aún que el Mesías estaba muy ocupado vendando sus heridas y que el mundo no había curado de su enfermedad, y que la única diferencia entre una y otra ciudad consistía en el tipo de penalidades que ofrecían. Hoy a Daniel Bach no le queda más que una hija y un niño enfermo que nació después de la guerra. Pero entonces, cuando volvió de la guerra, tenía tres hijas; una murió poco después de su regreso, y la otra, víctima de la epidemia de gripe, sin contar el niño que la madre había enterrado mientras huían de los sables de los rusos. Allí estaban la mujer y las hijas de Daniel, medio desnudas, descalzas y hambrientas, sentadas ante el montón de ceniza, en una ciudad en ruinas. No había comercio ni tráfico. El padre de Daniel había ido a parar al otro extremo del país, nadie sabía dónde, hasta que, por fin, también él, sin ropas, sin zapatos y hambriento como los demás, volvió a casa. Daniel Bach padeció más hambre que los demás. Mientras estuvo en el Ejército, el Kaiser se ocupó de su sustento y aunque entonces no hubiese comido, el miedo le hubiese impedido sentir apetito. Ahora, por el contrario, el hombre no tenía nada más que su hambre. Hambre al levantarse y al acostarse, hambre de día y hambre de noche, hambre despierto y hambre dormido.
Llegaron al lugar expediciones de ayuda que llevaban pan para los hambrientos y ayudaban a los que estaban dispuestos a dedicarse al comercio. Daniel consiguió abrir una tienda, no una tienda grande como antes de la guerra, sino una tienda pequeña, para la venta de jabón. Después de la guerra, hubo una gran demanda de jabón, pues todo el mundo se sentía sucio y deseaba lavarse. Hasta los campesinos que no habían visto el jabón en toda su vida iban ahora a comprarlo. Daniel Bach sacaba buenos beneficios de su negocio. Un día se dijo: «Esaú quiere lavarse las manos de la sangre que ha vertido durante la guerra; está bien, yo me beneficiaré de ello». Y empezó a rebajar sus precios. La rebaja se llevó sus beneficios y cuando hubo colocado la mercancía y se encontró sin dinero para reponer existencias llegaron días malos. Él y su familia volvieron a pasar hambre y esta vez fue peor, pues se habían acostumbrado a comer y no tenían comida.
Por aquel entonces nos afligieron los primeros pogroms. Llegaron nuevas expediciones de socorro que distribuyeron dinero entre los afectados. Daniel Bach invirtió el dinero en sacarina. Éste era entonces un gran negocio, ya que había muchos diabéticos a consecuencia de la guerra que endulzaban con sacarina bebidas y pasteles; pero los traficantes debían cuidar de no ser sorprendidos con la mercancía en la mano, pues el Gobierno detentaba un monopolio y no estaba dispuesto a dejarse arrebatar los beneficios. Todo aquel que tenía la cabeza clara se andaba con cuidado, pero la cabeza está lejos de las piernas, especialmente en un hombre de la estatura de Daniel Bach, y antes de que su pierna captase los pensamientos de su cabeza había ocurrido ya la desgracia.
Un día, al saltar del tren, su pierna derecha se enganchó en una rueda, el tren arrancó llevándose la pierna y no la soltó hasta mucho más allá de la estación. Por derecho, le hubiera correspondido una indemnización por gastos de médico, seguro de accidentes, incapacidad y mutilación; pero no cobró absolutamente nada; al contrario, le pusieron una multa de seiscientos guldens porque en el interior del calcetín le fueron halladas tabletas de sacarina. ¿Y de qué vive ahora? Tiene en su casa un almacén de leña y madera para la construcción y su mujer es comadrona. Actualmente, nadie edifica ni enciende la estufa, pero cuando los niños que su mujer ayuda a venir al mundo sean mayores construirán nuevas casas y encenderán estufas, de manera que las ganancias le lloverán de todas partes. Lo malo es que desde que terminó la guerra han aumentado en Israel el número de los que viven solos, sin tomar mujer y sin criar hijos; de no ser por las hijas de los incircuncisos[*], hace tiempo que la descendencia de Adán se hubiera extinguido. Y las hijas de los incircuncisos sólo necesitan a la comadrona cuando amenaza el peligro.
Mires adonde mires no verás más que desmoralización o pobreza. Pero hay en la ciudad un lugar libre de mal: la vieja casa de enseñanza cuya llave poseo. Después que me he dado cuenta de ello, paso allí el doble de tiempo que antes. Si antes permanecía en ella toda la mañana, ahora me quedo también por la tarde. Dos veces al día me siento a leer y dos veces al día me asomo a la ventana y miro la montaña que se levanta frente a la vieja sinagoga.
Hubo un tiempo en el que toda aquella montaña estaba habitada. Vivían allí obreros y artesanos y había una hermosa sinagoga construida por los habitantes de la montaña con su trabajo nocturno, ya que durante el día todos tenían ocupación en la ciudad. Habían contratado a un maestro que los instruía en la distribución de la semana y en los «Proverbios de los Patriarcas». Cuando estalló la guerra, los jóvenes murieron en el campo de batalla, los viejos perecieron de hambre, las viudas y los huérfanos fueron exterminados en los pogroms y el pueblo quedó abandonado. De la casa de oración no quedó piedra sobre piedra, toda la montaña fue asolada y no ofrecía ya nada atractivo para el espíritu. Con los libros sucede algo distinto: cuanto más los contemplas, más crece tu espíritu y más se alegra tu corazón.
No leo para ampliar mis conocimientos, ni para hacerme sabio, ni para entender la Obra de Dios, sino como el caminante que siente que el sol le abrasa la cabeza, las piedras se le clavan en los pies, el polvo le ciega los ojos y todo su cuerpo es presa del cansancio, cuando de pronto ve una choza, entra en ella y el sol deja de abrasarle, las piedras dejan de triturarle los pies y el polvo ya no le ciega. Está cansado, desea dormir y no le importa nada. Una vez se ha repuesto, examina la choza y su contenido. Y como no es desagradecido, dedica un canto de alabanza a Aquel que le ha brindado un techo y ha cubierto sus necesidades.
Yo soy ese caminante y el refugio es nuestra vieja casa de enseñanza. He viajado entre el polvo, el calor y las piedras y, de pronto, me encuentro sentado en la Casa de Dios. Y como no soy desagradecido, entono un canto de alabanza al Padre Eterno y contemplo sus instrumentos, los Libros de la sinagoga.
¿Y qué dicen los Libros? Dicen cómo el Altísimo, alabado sea, creó el mundo y, entre todos los pueblos, nos escogió a nosotros y nos dio su Doctrina para que supiéramos servirle. Si aprendemos sus Leyes y cumplimos sus Mandamientos, ningún pueblo ni ninguna lengua podrá hacernos mal; pero si no observamos sus Leyes, hasta el más débil puede sojuzgarnos. Dentro de su sentido más noble y justo, la Doctrina protege a los que la abrazan, haciéndolos gratos al mundo que los rodea. Si la rechazamos, nos abandona a su vez y caemos más bajo que cualquier pueblo. ¿Con qué objeto nos eligió el Señor y nos confió su Doctrina y sus Mandamientos, si tanto trabajo nos cuesta observar la Ley? A esta pregunta, unos responden una cosa y otros otra. Voy a tratar de explicarla con un ejemplo, comparándola con una corona real, una corona de oro, cuajada de perlas y piedras preciosas. Mientras uno la lleva puesta, todos lo reconocen como a su rey, pero si se la quita, nadie verá en él al rey. ¿Dejará, entonces, de ponérsela porque le pese? Al contrario, tendrá a gala llevarla. ¿Cuál es la recompensa del rey por llevar corona? Que todos le respetan y le rinden honores. Ahora bien, ¿de qué le sirven al rey estas demostraciones? No lo sé. ¿Y por qué no? Porque yo no soy rey. Pero, aunque no sea rey, sí soy hijo de un Rey, y debería tenerlo presente. Pero lo olvido, como el pueblo de Israel olvida también que es hijo de un Rey. Está escrito en los Libros que este olvido es el peor de los males.
Raquel, la hija menor del hostelero, ha olvidado también que es hija de un Rey y cuando yo se lo recuerdo se ríe de mí. Esta criatura, apenas salida de la niñez, me mira a mí, un hombre ya maduro, llevándose un dedo a la frente y frunciendo la nariz.
—¿Qué está predicando? —me dice—. ¡Como si yo no supiera que todo eso no son más que tonterías!
He olvidado los detalles, pero recuerdo perfectamente la conversación en sí.
Una noche en que estaba sentado en compañía de su padre, le vi taciturno. Iba a marcharme, pero él me detuvo.
—No se vaya. Me gustaría conocer su opinión.
La muchacha alzó los ojos y me miró. O tal vez sólo alzó los ojos. Dije lo que tenía que decir. Ella hizo una mueca y exclamó:
—¿Y por qué tengo yo que uncirme al yugo del pasado? Los tiempos pasados vivieron para sí y también mi tiempo se pertenece a sí mismo. De igual forma que los tiempos pasados existieron a su modo, también mi tiempo tiene un propio modo de existir. Y en cuanto a eso de que todas las muchachas del pueblo de Israel deberían considerarse a sí mismas como hijas de un Rey; nunca oí mayor tontería. Hoy, cuando las coronas reales están en los museos y nadie se digna ni siquiera mirarlas, viene usted y dice que toda muchacha judía debería considerarse como hija de un Rey.
Hubiese podido responderle, pero no lo hice. Prefería dejar que creyera que me había vencido. No entiendo nada de mujeres, pero una cosa sí sé, y es que si una mujer te ha vencido una vez, en lo sucesivo tendrá en cuenta tus palabras.
Estoy hablando de Raquel, la hija menor de mi hostelero, a pesar de que nada tiene que ver conmigo, ni siquiera me aborrece. ¿Por qué iba a hacerlo? Para ella no soy más que un huésped que va de paso, hoy aquí y mañana allí.
Raquel había dejado atrás la niñez, pero no podía considerársela una persona adulta. Tenía el cuello fino, la frente alta, los ojos melancólicos y la boca risueña. A primera vista, parecía poseer un toque de arrogancia, pero el gesto de humildad de su cabeza delataba su predisposición a dejarse llevar por un ser superior, lo cual no dejaba de ser sorprendente, dada la pobre opinión que le merecían reyes y príncipes. No temía a sus padres y, por descontado, tampoco al Padre Celestial; ¿ante quién inclinaría, pues, la cabeza? Solía encogerse de hombros, como si alguien la sacudiese bruscamente, y mantenía los ojos entornados, no como hacía su padre, para preservar impresiones pasadas, sino como el que parpadea ante la perspectiva de los acontecimientos que están por llegar.
¿Qué es lo que espera? ¿Qué cabe esperar ya de este mundo? Por lo general, las personas no están precisamente predispuestas a hacernos el bien. Puse el freno a mi lengua y pensé en mí mismo, no porque yo sea mejor que otros, pero, en todo caso, no era mi intención causarle daño a la muchacha. Me alegré de no haberle respondido y provocado con mis palabras una desilusión.
Miré el reloj y dije:
—¡Vaya! Las doce ya.
Entré en mi habitación y me acosté.