Dentro y fuera
Antes de que terminara el mes de Tishrí, las gentes de la casa de enseñanza habían emprendido la marcha, a excepción del recitador, Rabbí Shelomó, que retrasaba la partida. Szybuscz no advirtió el movimiento de los que emigraban. En aquella época, las ciudades de Polonia acostumbraban a deshacerse de sus ciudadanos con disimulo. Hoy unos cuantos, mañana unos cuantos más…, nadie lloraba a nadie, ni nadie envidiaba a nadie. Hubo un tiempo en el que para Israel tan malo era quedarse como partir. Antes se decía: cambia de lugar y cambiará tu suerte; hoy a los judíos les persigue una mala estrella adondequiera que vayan. Sin embargo, viajar te procura un pequeño consuelo ya que de este modo cambias lo seguro por lo probable. En la elección entre «seguro» y «quizás», la mayoría se inclina en todas partes por lo seguro; sólo aquí la mayoría elige «quizás». Es seguro que el lugar en que te hallas es duro; quizás en otro lugar tengas más suerte. ¿Y por qué se va la gente precisamente en invierno? ¿Acaso se viaja mejor con frío? Sin embargo, los días de verano son hermosos para viajar. Sí; el verano es hermoso para viajar y por eso los ricos viajan en verano y los pobres en invierno. Y es que en invierno la mayoría de los barcos van vacíos y los pasajes son más baratos. Si yo regresara ahora a Palestina, el viaje me costaría menos. Sin embargo, no pienso en el regreso, sólo que ya que hablábamos de barcos me vino el mío a la memoria.
Un día, mi hostelero me dijo:
—Tengo entendido que piensa quedarse algún tiempo en la ciudad. En tal caso, le consideraríamos como huésped fijo, con una tarifa reducida. ¿O quiere tal vez alquilar una casa? Hay muchas vacías, desde luego, pero no creo que encuentre ninguna que reúna condiciones. ¿No le gusta su habitación? Si quiere, puede mudarse a otra. Tenemos una habitación que está siempre muy solicitada cuando vienen forasteros. Si lo desea, puede usted ocuparla.
—No deseo alquilar una casa ni cambiar de habitación —le dije—; pero temo que si me muestro satisfecho con todo va a formar mala opinión de mí.
—¿Formar mala opinión de quien está satisfecho de mi casa? —preguntó el hostelero.
—Que la señora de la casa diga si no le causo demasiado trastorno. No soy difícil de contentar por lo que se refiere a la comida, pero ya saben ustedes que no como carne. Tal vez sea molesto para ella tener que prepararme platos especiales.
—¿Y quién es el que come carne aquí? —preguntó la dueña—. Durante seis días a la semana, nadie la ve. Y para el sábado puedo prepararle algún plato especial. Durante la guerra nos acostumbramos a prescindir de la carne. Por otra parte, entonces no se guisaba ni con carne ni sin ella y la comida no era sabrosa ni alimenticia; pero después de la guerra aprendí a hacer apetitosa la comida sin emplear carne. Vino una vez un médico que no comía carnes ni pescados y él me enseñó a preparar varios platos de verduras. Son enseñanzas que no he olvidado.
Las personas no acostumbran a cantar sus propias alabanzas; pero, generalmente, yo me doy por satisfecho con facilidad. En mi habitación del hotel hay una cama, una mesa, una silla, una lámpara y un armario. Y por lo que atañe a la comida, la dueña de la casa me prepara todos los días unos platos suculentos. Y como no soy desagradecido, no le regateo elogios y, al oírlos, ella mejora sus guisos cada vez más.
He aquí lo que me prepara: para el desayuno, una taza de café bien cubierta de nata, un plato de una sémola de legumbres, o patatas con queso, choucroute, o col rellena de arroz o cebada, muchas veces, con algunas pasas o con setas y bien condimentado con mantequilla. Y la víspera del sábado, buñuelos rellenos de sémola o de queso, con pasas y canela, recién hechos y calientes. La comida de mediodía es todavía más nutritiva, con sopa y compota. La cena, aunque más frugal, es siempre variada. El sábado me prepara pescado, guisado o relleno, empanado o en vinagre, para no hablar de otros exquisitos platos. Ni que decir tiene que no hay sábado sin pasteles. Krolka la ayuda en la cocina; ésta era descendiente de los suabos que el emperador José envió a Galitzia y habla una muy especial mezcla de alemán y yiddish[*].
Cuando estoy en el hotel, me quedo en mi habitación o me siento en el comedor. Como no hay muchos clientes ni mucho que hacer, el hostelero anda bastante desocupado. Tiene una cara agradable, la frente estrecha, el pelo negro, veteado de blanco, los ojos entornados, sea porque no espera nuevas impresiones, sea porque prefiere conservar las viejas, con la pipa en la boca, unas veces, apretando el tabaco con el pulgar, y otras veces chupando la pipa aunque esté vacía. De improviso, suelta un frase y luego calla, para dar al huésped la ocasión de contestar, ya sea para demostrarle deferencia, ya para sondearle.
Y yo soy ahora ese huésped. Contesto a todas sus preguntas y aún añado algo por mi cuenta, sin callar siquiera esas cosas que por lo general se silencian. Como la gente de mi ciudad no puede concebir que alguien diga las cosas como en realidad son, me toman por un chiflado que emplea muchas palabras para eludir el tema principal. Al principio, traté de sacarles de su error, pero al ver que la verdad auténtica no hacía sino desorientarles, opté por dejarles con su verdad imaginaria.
Realmente, no necesito hablar mucho. El hostelero conoce ya a sus clientes y no quiere saber más. Se sienta en su actitud acostumbrada, con la pipa en la boca y los ojos entornados. Su mujer se pasa el día encerrada. Él no quiere ver nada nuevo y ella tiene trabajo en la cocina; no es que tenga muchos huéspedes, pero debe guisar para los pocos que tiene y, naturalmente, también para su marido y sus hijos.
De sus hijos hablaré otro día, o quizá no lo haga nunca, pues no tengo nada en común con ellos. Ni ellos conmigo. Desde que los dos varones, Dolik y Lolik, han averiguado que no he venido por negocios, no me prestan la menor atención ni se preocupan por mí. Y tampoco su hermana Babtsche, que trabaja medio día en el despacho de un abogado y pasa el otro medio ocupada de sí misma. Y tampoco Raquel, la más pequeña, casi una niña todavía, a pesar de que quizás haya cumplido ya los dieciocho años. Tras ella puede ir un muchacho de veinte años, pero no un hombre. De manera que estoy completamente libre y puedo hacer lo que más me apetezca. Y esto es lo que hago. Inmediatamente después de desayunar, cojo la llave de la vieja casa de enseñanza y me voy allí hasta el mediodía.
Permanezco sentado, entre aquellas cuatro paredes, completamente solo. Los estudiosos que antes acudían allí a estudiar la Ley se han marchado y los libros han desaparecido. Muchos libros teníamos en la vieja sinagoga. En algunos estudié yo y puse notas marginales. Entonces estaba rebosante de ardor juvenil y creía poder agregar nuevas enseñanzas; también lloré sobre ellos, como los niños que creen que las lágrimas van a ayudarles a conseguir algo que su entendimiento no alcanza. De todos aquellos libros, sólo quedaba alguno que otro. ¿Dónde estaban los demás? En el «Libro de los Justos» se dice que las almas de los muertos poseen libros. Y después de muertos siguen estudiando, como estudiaron en vida. De ello se deduce que los ancianos muertos se llevaron sus libros, para aprender en ellos después de la muerte. Hicieron bien, ya que en la sinagoga no ha quedado nadie y no hay en la ciudad nadie que necesite un libro.
Antes de que los pocos libros que restan desaparezcan también, quisiera hojearlos. Cojo un libro y lo leo hasta el final. Antes, tomaba un libro al azar y volvía a dejarlo, como si no me bastara la sabiduría que encerraba. De pronto, descubrí que un libro puede dar materia a diez sabios sin que por ello agote su contenido. Hasta los libros que antes sabía de memoria se me antojaban ahora nuevos. La sabiduría tiene cien rostros, y el rostro con el que tú la miras es el que ella vuelve hacia ti.
Me sentaba, mudo, ante el libro, y el libro abría la boca y me descubría cosas ignoradas. Cuando me cansaba de estudiar, mi mente se ponía a divagar y acudían a ella toda clase de pensamientos. Por ejemplo: un sabio había escrito un libro hacía generaciones, sin saber nada del que ahora lo leía y, sin embargo, todas sus palabras se referían a él.
Descubrí también que el tiempo era más largo de lo que yo creía, que se divide en muchas pequeñas partículas y que cada una de ellas es todo un período por sí misma, en cuyo período pueden realizarse muchas cosas. De todos modos, esto únicamente es válido cuando uno está completamente solo, sin nadie que lo distraiga del trabajo. Me permití el chiste de que el mundo pudo ser hecho en seis días porque por aquel entonces el Creador todavía estaba solo.
Cuando descubrí esta propiedad del tiempo, repartí mi día entre diversas actividades. Hasta el mediodía, permanezco en la casa de enseñanza; por la tarde, voy a pasear por el bosque. En este momento, los árboles no han perdido todavía sus hojas y son un verdadero regalo para la vista. Unos presentan manchas multicolores, otros resplandecen como el cobre con reflejos indescriptibles.
Me paseo por entre los árboles, extiendo la mirada hacia ellos y pienso: ¡Qué hermosura! El Cielo me es propicio. Por lo visto, se ha dado cuenta de que aquí hay alguien que aprecia esta belleza y le complace ofrecérsela en todo su esplendor. Verdaderamente, me revela encantos hasta ahora ignorados. ¿No existían antes, o acaso la mirada los capta ahora con mayor claridad? No lo sé.
Estoy solo en el bosque, como solo estoy en la sinagoga. Nadie va al bosque, que forma parte de los dominios del príncipe, y, a pesar de que los guardas ya no están, el temor a ser descubierto por ellos aún perdura.
Tal vez hayáis oído la historia de la viejecita que va al bosque a buscar leña para preparar la papilla de sus nietos. ¿Cómo no la veo ahora? Quizá sus nietos se hicieron hombres y cayeron en la guerra y quizás ella muriese también, o quizá siga viviendo con sus nietos y cuando necesiten comida asalten a judíos, roben, saqueen y golpeen y le den también su parte a la viejecita, por lo que ella no tiene ya que ir al bosque a buscar leña. ¿Y dónde están las parejas que iban al bosque a cambiar promesas de amor? Claro que lo que antes se hacía discretamente, a solas, se hace ahora en público, a la vista de todos, y ya no es necesario molestarse en ir al bosque. Y, por otra parte, entre chicos y chicas existe ahora tan poco amor como entre los hombres en general. Hoy, un hombre encuentra a una mujer en la calle y, si ambos están de acuerdo, él la lleva a su casa y antes de que puedan llegar a enamorarse ya están cansados el uno del otro.
El Señor, alabado sea, me ha puesto una venda en los ojos para preservarme de ver la miseria de sus criaturas; y cuando me quita la venda mis ojos ven cosas que escapan a los ojos de los demás. Veo, por ejemplo, a Ignaz, que perdió la nariz en la guerra y ahora sólo tiene un agujero en lugar de nariz. Ignaz, de pie en la plaza del Mercado, apoyado en su bastón y con la gorra en la mano, grita a los transeúntes: «¡Una limosnita, por favor!». Y como nadie le presta atención yo le miro con redoblado interés, en primer lugar, por la compasión que está impresa en el corazón de Israel, y en segundo lugar, porque soy dueño de mi tiempo y nada me impide echar mano al bolsillo y sacar una moneda; pues he aprendido que las escalas del tiempo están generosamente medidas y en cada una de ellas puede hacerse mucho. La segunda vez que vi a Ignaz, me pidió limosna en hebreo. En el espacio de dos o tres días, había aprendido a decir «dinero» en la lengua sagrada. Cuando le di la limosna, se iluminaron los tres agujeros de su rostro, los ojos y el agujero donde antes tuvo la nariz.
El tiempo es largo, pero tiene límites. Cuando estás solo, te parece que el tiempo se ha detenido; en cinco minutos puedes imaginar todo un sistema de universo; si te encuentras con alguien, el tiempo da un salto y se escapa. Por ejemplo, si, al salir del hotel para ir a la sinagoga, me encuentro con Daniel Bach, cuando quiero recordar ya ha transcurrido medio día. ¿Que cómo es posible? Primero le pregunto cómo está, luego, cómo está su padre, él me pregunta cómo estoy yo y, entretanto, ha pasado medio día, es hora de comer y tengo que volver al hotel, como si la llave de la vieja sinagoga no me sirviera absolutamente para nada.