CAPÍTULO V

La oración final

El sol, próximo ya a su ocaso, se hundió tras las copas de los árboles. Los muros de la sinagoga se oscurecieron y las escasas luces que brillaban en su interior apenas alcanzaban a disipar la penumbra. Llegó gente que no había estado en la casa de oración durante todo el día. Permanecían de pie, con el semblante triste y los ojos cansados, mirando al recitador que en aquel momento alzaba la voz para entonar el salmo de entrada «Salve a aquéllos». Se habían quedado todo el día en casa, como niños castigados; pero ahora que el sol iba a ponerse y se acercaba la hora del juicio definitivo, todos acudían a la sinagoga. Quizá no tenían intención de orar, ya que no creían en la fuerza de la oración ni esperaban premio, pero la hora era más fuerte que su razón. El recitador se inclinó profundamente, como el pecador que reconoce su vileza, y pronunció el Qaddish, mas sin cambiar ni una sola nota del cántico tradicional, contrariamente a lo que había hecho en el Qaddish de la oración solemne de la mañana, en la que asumió el tono en el que oran los que guardan luto. El recitador pasaba por alto la muerte de su hijo ante la grandeza de su Padre Celestial y al final su voz fue ahogada por el «Amén» de la comunidad. Por fin, la comunidad había dejado oír su voz. Luego, el templo quedó en silencio. Pero el silencio no duró mucho tiempo. Se elevó un coro de lamentaciones que no tenían nada en común con ningún idioma conocido. Sólo el que sabe de la soledad entiende este lenguaje.

Al terminar mi oración, vi a Daniel Bach con un libro en la mano, inclinado sobre la mesa colocada en el lado Sur, cerca de la puerta. Su actitud recordaba la del recitador, sólo que éste se apoyaba en sus dos pies y Daniel Bach en una pata de palo. Rechacé el recuerdo de las duras palabras que le oyera pronunciar el día antes, víspera del Yom Kippur, al anochecer, para que no le fueran tenidos en cuenta sus pecados a la hora de sellar el juicio.

La comunidad se extendió en esta oración más que en todas las restantes del día. Incluso los que llegaron tarde se arrimaban al vecino para leer en el libro y de sus gargantas se escapaban temblorosos sonidos. Al llegar a la oración de la confesión, algunos se golpeaban el pecho: «Culpables somos, hemos cometido traición». El templo estaba oscuro, únicamente ardían las luces conmemorativas por los difuntos. Cuando la comunidad hubo terminado su oración, el recitador subió las gradas, abrió el armario de la Torá, bajó nuevamente a su pupitre, hizo una pausa y, en voz alta, empezó: «Alabado seas Tú…», etcétera. Las velas estaban a punto de consumirse y el recitador entonó apresuradamente: «Ten compasión de tus criaturas», etcétera; luego, alzando la voz, «Ábrenos la puerta», etcétera, y «Muchas son las necesidades de tu pueblo».

Las paredes del templo estaban sumidas en la penumbra y la montaña de enfrente las oscurecía más aún. Los fieles se acercaron con sus libros al pupitre del recitador, para aprovechar la luz de la vela que ardía allí. La llama tremoló. El recitador dio una palmada de alegría y entonó: «La Salvación será Israel, la Salvación para siempre», dio otra palmada y prosiguió: «¡Prepárales hoy también, Soberano, la Salvación!». En la oscuridad, se oían voces sollozantes, como si una multitud de acólitos apoyaran las oraciones del recitador. Las puertas del tabernáculo estaban abiertas, como un oído de las alturas vuelto hacia la plegaria de Israel. De la mesa de la puerta llegaba un ruido sordo, como un roce de madera con madera. Daniel Bach cambiaba de lugar. Volvió a oírse el roce de la madera. Por lo visto, su pie no encontraba la postura. El recitador sacó un reloj, lo miró y empezó a abreviar su cántico por los viejos que, a causa del prolongado ayuno, casi no podían tenerse en pie. Cuando llegó al verso: «Todas las ciudades se levantan en lo alto del monte, pero la Ciudad de Dios está hundida en el abismo más profundo» sollozó largo rato; y todo lo que había sollozado al recitar este verso exultó al decir: «Nosotros somos tu pueblo». Después de hacer sonar el shofar[*] para señalar el final del ayuno, todos los que habían asistido a las últimas oraciones se fueron a sus casas y sólo quedó en la sinagoga Daniel Bach.

El recitador dejó caer el manto sobre sus hombros y se quedó en su pupitre, recitando la oración de la noche correspondiente al día de la semana, puesto que todavía no había transcurrido el año de luto por su hijo. Y aunque los que están de luto no rezan públicamente en las fiestas, el Día de la Expiación se distingue de las otras festividades y, por otra parte, el recitador es como el sumo sacerdote, que oficia aun guardando luto.

Después de la oración fúnebre por los huérfanos, las gentes se desearon mutuamente un bendito y buen año nuevo.

El pendenciero Elimélek Kaiser se acercó a mí y dijo, tendiéndome la mano:

—Me parece que no le he deseado un buen año.

Yo correspondí a sus deseos y mencioné la llave que por mediación suya había llegado a mis manos. Él dijo, titubeando:

—Le ruego que no me lo tome a mal si me he reído.

—Al contrario —respondí—. Gracias a usted he recibido un gran regalo.

—Ahora es usted el que se ríe —dijo—. Conque estamos en paz.

Daniel Bach se acercó al recitador y le dijo:

—Buen año nuevo, padre. Ven a cenar con nosotros, padre.

—Espera —respondió Rabbí Shelomó. Y por su tono era imposible adivinar si accedía o no. Daniel Bach lo miró y le dijo:

—Por favor, padre, ven. Sara Perle te preparará una taza de leche caliente. Es bueno para la garganta, después del ayuno. ¿No estás afónico, padre?

—¿Cómo ha podido ocurrírsete que esté ronco? —dijo Rabbí Shelomó—. Si la fiesta de la Expiación durase dos días, volvería a recitar todas las oraciones.

—Una taza de leche caliente con un poco de miel es buena después del ayuno —insistió Daniel—. Ven, padre, el pequeño quiere oír la bendición para separar la fiesta del día laborable.

—Primero hay que recitar la bendición de la Luna Llena —dijo Rabbí Shelomó.

—Entonces, esperaremos a que tú llegues —respondió Daniel.

—¡Qué bien sabes pedir! Si rogaras de ese modo a nuestro Padre Celestial, seguro que recibirías ayuda. Llegaste a la última oración. He oído el roce de tu pie de madera. En verdad, me ha dado mucha pena, hijo mío. Ya es tiempo de que se te ayude.

Rabbí Shelomó salió al patio del templo, para pronunciar la bendición de la Luna Llena; y su hijo Daniel le siguió. En el cielo brillaba una hermosa luna, repartiendo su luz por igual entre ricos y pobres. Esperé a que terminara la bendición y todos se fueran a casa, por si alguno había olvidado algo en la sinagoga, ya que yo tenía la llave. Cuando Rabbí Shelomó se sacudió el borde del tal.lit, Daniel le susurró:

—Vamos, padre.

—Ya voy, ya voy —respondió el rabino, moviendo afirmativamente la cabeza.

Daniel se inclinó y dijo:

—Está bien, padre.

Le cogió por el brazo y echaron a andar.

—Yo no puedo caminar tan aprisa como tú —advirtió Rabbí Shelomó.

—No, no puedes —dijo Daniel—. Daré pasos cortos.

—Llevamos el mismo camino —me dijo, al pasar por delante de mí—. Venga con nosotros.

Aunque conocía el camino, les acompañé.