CAPÍTULO LXXX

Fin de la narración

Dejemos ahora la llave y volvamos al dueño de la llave. Me quedo en casa y hago mi trabajo. La gente viene a verme, para preguntarme lo que vieron mis ojos por esos mundos. Yo les pregunto a ellos qué ha sucedido aquí durante mi ausencia. Durante la conversación, el Altísimo, alabado sea, hace surgir a Szybuscz de nuevo ante mi vista. Cierro los ojos un momento y me parece que vuelvo a deambular entre sus ruinas. A veces extiendo la mano y siento el deseo de hablar con alguno de sus habitantes.

Al cabo de varios días, dejé mis cosas y me fui a Ramat-Raquel, a hacer una visita a Rabbí Shelomó Bach. Lo encontré en el huerto, escarbando. Tenía la nuca tostada por el sol y sus movimientos eran pausados, como los de la gente que trabaja la tierra. Le saludé y me saludó. Cuando me reconoció, soltó el apero, se acercó a mí y se sentó a mi lado.

Le di noticias de su hijo Daniel, de la esposa de Daniel, Sara Perle, de Rafael y de Erela y de la gente de nuestra vieja sinagoga que emigraron, unos a América y otros a otros países. Le hablé también de otros habitantes de Szybuscz, de aquéllos por los que me preguntó y de aquéllos por los que no me preguntó. De este modo, se habló de Szybuscz en Jerusalén.

Le pregunté por qué trabajaba en el huerto y me dijo:

—Cuando llegué a Ramat-Raquel y vi que todos trabajaban en la construcción del país, pensé: «Todos hacen algo y yo no hago nada». Les pedí que me nombraran maestro de los niños y recitador de nuestra comunidad. Pero los mayores no quieren un recitador fijo, pues todos ellos conocen las oraciones, y los niños tienen ya sus maestros y no necesitan a este viejo. Cuando vi que no podía ser útil, el mundo se me vino abajo. Traté de hallar consuelo en la lectura de la Torá y en el estudio de la Mishná. Cuando llegué al capítulo que habla de los Mandamientos que se refieren a las cosas de la tierra, comprendí que mis conocimientos no tenían raíces. Había leído las mismas cosas en el extranjero y no hallé dificultad en ellas; pero en la tierra de Israel el hombre ve las cosas de modo diferente y los viejos conceptos ya no le satisfacen. Un día, me dije: «Voy a ver qué árbol es ese del que hablan los profetas y cómo es el campo que se describe en la Mishná». Al salir, oí hablar a los muchachos y comprendí claramente toda la Mishná. No es que hablaran de la Mishná, sino que hablaban, a su manera, de árboles y de plantas. Entonces pensé: «Conviene que la sabiduría se ventile al aire libre». Desde aquel día, cuando alguna frase de la Mishná me ofrecía dificultades, me iba a hablar con alguno de los muchachos. Si él no me daba la solución, recurría al jardinero y éste nunca me fallaba. Si no me lo explicaba a nuestro modo, me lo explicaba al suyo y yo lo entendía. Yo tengo una máxima que es: «Mejor ver que meditar». ¿Qué más puedo decir? Tenían razón los sabios al decir: «No existe más Doctrina que la de la tierra de Israel». Tengo setenta años y no comprendí la verdad esencial de la Doctrina hasta que no vine a la tierra de Israel.

Rabbí Shelomó, después de una pausa, añadió:

—El estudio engendra la acción. Cuando iba a hablar con el hortelano, no me quedaba ocioso. Si él regaba las plantas, yo le llenaba las regaderas; si arrancaba cizaña, yo le ayudaba. Así aprendí a regar, a arrancar las malas hierbas, a cultivar la vid, a arar, sembrar y plantar. Nuestros camaradas, al ver mi interés, me asignaron un trozo de huerta para que cultivara verduras; y si el Señor, alabado sea, lo permite, comeré de lo que yo cultive.

Rabbí Shelomó me dijo después:

—Los jóvenes están contentos de mí y creen que si trabajo es para congraciarme con ellos. Mientras hago mi tarea no presto atención a sus palabras; si ahora las recuerdo es porque he dejado el trabajo.

No me separé de él sin haber visto su huerto. Luego, me llevó al jardín de infancia y me enseñó a Amnón, el hijo de su hijo. Quiera Dios que llegue a ser como su padre y como el padre de su padre.

Otro día volví a Ramat-Raquel, para visitar a Rabbí Shelomó. Estaba erguido, en medio de su huerto, y los pájaros volaban alrededor de su cabeza y picoteaban en los árboles:

—¿Desde cuándo les está permitido a los pájaros picotear en los árboles sin que el hortelano los espante?

—Muchas son las alegrías que me proporciona la tierra; los pájaros son la mayor de todas. Ellos nos anuncian que nuestra Redención está próxima. En el Midrash leemos: «Durante cincuenta y dos años, no se vio un solo pájaro en la tierra de Israel»; ahora que han vuelto, podemos estar seguros de que Israel vuelve a sus nidos.

De las aves del cielo, Rabbí Shelomó pasó a hablarme de las aves de corral.

Cogiéndome de la mano, me condujo al corral y me enseñó unos ejemplares que de tan rollizos les colgaban las alas. Los niños les echaban grano para que comieran. Él se sacó un puñado de grano del bolsillo y se lo puso en la mano a su nieto Amnón para que se lo echase a las aves.

—Tal vez piense que criamos pollos y gallinas por su carne. Pues bien, la mayoría de nuestros jóvenes no comen carne.

Lo cual suponía un elogio para ellos.

A los pocos días, Rabbí Shelomó vino a casa para decirme que la hija de su hijo, Hannak (es decir, Janna, es decir, Anyella, es decir, Erela), se había prometido a un tal doctor Jacob Milch. Felicité a Rabbí Shelomó y bebimos a la salud de la pareja. Le hice el elogio de Kuba.

Estoy seguro de que no tardarán en venir a la tierra de Israel. Será una suerte para Rabbí Shelomó tener familia aquí. Unas veces vendrán ellos a verle y otras veces irá él, sobre todo las fiestas, en que todo el mundo siente el deseo de estar con la familia.

Estuvimos hablando hasta el atardecer. Llegó la hora de la oración. Rabbí Shelomó se puso en pie y me preguntó:

—¿Dónde está el Este?

Por la ventana, le señalé la plaza del Templo. Él suspiró, se lavó las manos y oró. Cuando terminó le dije:

—¿Por qué no reza aquí, en lugar de hacerlo en Ramat-Raquel?

—También sin mí estaría completo el grupo de diez.

Fue así cómo salimos a hablar de los ancianos que viven con él, de cómo discuten entre sí por cosas insignificantes, ya que cada uno de ellos está convencido de que únicamente en su ciudad se predica la Torá y toda costumbre que no fuera conocida en su ciudad no es para ellos costumbre judía.

—¿No le gustaría volver a casa? —pregunté a Rabbí Shelomó.

—¿A qué casa?

—A Szybuscz.

Se me quedó mirando, como si no me hubiese oído.

—Si se da prisa, quizá llegue a tiempo de ver la boda de Erela —le dije—. Y si quiere quedarse allí y estudiar, le daré la llave de la vieja sinagoga. —Me levanté, abrí el cajón, le enseñé la llave y le conté toda su historia—. Aquí tiene la llave —insistí—. Cójala y vuélvase a Szybuscz.

Rabbí Shelomó sonrió:

—Con la ayuda de Dios, me quedaré aquí a esperar la llegada del Mesías.

Entonces, me dirigí a la llave y le dije:

—¡Tendrás que quedarte conmigo!

La llave no me contestó. En primer lugar, porque es un objeto sin vida y no puede hablar, y, en segundo lugar, porque… sí, por lo que dijeron los de la vieja sinagoga cuando me la entregaron.

Al cabo de un rato, el anciano se despidió de mí y se fue. Yo le acompañé. Al llegar a un cruce de caminos, nos separamos; él se fue a su casa y yo volví a la mía. Me volví a mirarle y vi volar los pájaros encima de su cabeza. Los pájaros del cielo que han vuelto a la tierra de Israel acompañan al anciano que volvió a su nido.

Entré en casa y guardé la llave en el cajón, cerré éste y me colgué al cuello la llave que lo cerraba. Sé muy bien que nadie pretende robarme la llave de nuestra sinagoga; pero me digo: «Mañana nuestra vieja sinagoga se trasladará a la tierra de Israel; será mejor que tenga la llave a mano».

Aquí termina la narración del hombre al que se refiere este libro; pues ahora se encuentra ya de regreso en su patria y ha dejado de ser el viajero.

Pero digamos algo más sobre Yerujam y Raquel. Yerujam y Raquel viven en paz y su hijo crece y les proporciona una gran alegría, y también a sus abuelos y hasta a su tía Babtsche, que tiene que conformarse con querer al hijo de su hermana. Kuba y Erela se preparan para emigrar a la tierra de Israel, y Schützling me pide que le mande un permiso de inmigración para su hijo. Genendel quiere un puñado de la tierra de Israel, a fin de prepararse el camino para después de su muerte. Lo que Genendel pretende hacer por su cuerpo, Leibtshe Bodenhaus lo ha hecho ya por su alma: ha enviado un ejemplar de su libro a nuestra Biblioteca Nacional, para asegurarse un recuerdo en la tierra de Israel.

¿Qué más podemos decir que no hayamos dicho ya? Daniel Bach se pasea por la ciudad o se sienta junto a su hijo Rafael que está siempre en la cama y ve el mundo en sus sueños. Cuando no tienen nada que comer, cifran todas sus esperanzas en los niños que Sara Perle ayudará a venir al mundo; un día, ellos se construirán casas y comprarán madera y leña para el fuego.

¿Qué más podemos contar? Todos los días recibo cartas de Szybuscz. Sipporá ya está bien y puede usar los pies. Pero ¿de qué le sirven los pies al que no puede hacer nada con ellos? Cuando vivía su padre, ella iba a verle una y otra vez; ahora que está muerto, ella no tiene dónde ir y se queda en casa, con su hermana, y las dos lloran por Zví, que ha sido deportado de Israel y, en medio de su llanto, confían en la Divina Misericordia.

Todo Szybuscz confía en la Divina Misericordia, cada cual a su modo; pues falta lo más indispensable y nadie gana lo suficiente para comer, y si uno gana un florín viene la autoridad y le quita la mitad con impuestos y la otra mitad con más impuestos. Sin embargo, Antush y Zvirn se hacen más ricos cada día, pero dudo mucho que esto pueda ser consuelo para nadie.

Hay en Szybuscz otras personas a las que hemos tratado y de las que nada hemos dicho aún, como Rubén y Simón, Leví y Judá; como el sastre y su esposa, como el viejo que hizo una llave para nuestra vieja sinagoga, como los miembros de Gordonia y tantos otros vecinos de Szybuscz; pero existe una norma para el pueblo de Israel según la cual todo aquel que no se traslada a la patria es olvidado; pero el recuerdo de los que logran llegar a ella se conserva para siempre, pues está escrito (Isaías, 4:3): «Todo aquel que ha sido marcado para la vida… en Jerusalén».

Veamos ahora lo que aquél a quien le es otorgado vivir en Jerusalén encuentra allí y lo que hace en la patria. ¿O acaso hay que decir que, ya que ocupa su lugar en ella y puesto que no es más que un grano de su tierra, no merece la pena ocuparse de él cuando todo el país se abre ante nuestros ojos?

Aquí concluye el relato del viajero sobre su paso por Szybuscz.