CAPÍTULO LXXVIII

En el mar

Dos días más tarde, llegué al puerto de Trieste, donde encontré a mi esposa y a mis hijos que esperaban mi llegada para embarcar todos juntos y juntos entrar en la tierra de Israel. Yo los besé y dije:

—¡Bendito sea el señor que nos ha traído hasta aquí!

Mi mujer respondió:

—¡Conque al fin volvemos a la tierra de Israel!

Yo moví afirmativamente la cabeza y no dije nada. Sentía henchido el corazón y tenía un nudo en la garganta, como le ocurre al que ve realizarse todas sus ilusiones. Pasamos cinco días en el barco. El aire era bueno, el mar estaba en calma y el barco navegaba apaciblemente. Vimos acercarse hacia nosotros la tierra de Israel. ¡Qué lengua ni qué pluma podría describir nuestro gozo! El barco estaba lleno de judíos, viejos y jóvenes, hombres y mujeres. Unos volvían de un congreso, otros, de conferencias. Unos volvían del balneario, otros de la clínica, unos del Este, otros del Oeste, del Norte y del Sur. Unos volvían de un viaje a través de muchos países, otros de dar la vuelta al mundo. Unos volvían de un viaje de placer, otros de un viaje imprevisto, unos de un viaje sin rumbo y otros volvían tan sólo para renovar el pasaporte y volver a partir. Se hablaba el ruso, el polaco, el rumano, el húngaro, el alemán, el español, el yiddish y el inglés, el inglés de los ingleses, el inglés de los americanos y el inglés que se habla en la tierra de Israel. Unos pocos hablaban el hebreo. Unos y otros, tendidos en las hamacas, miraban a los emigrantes que cantaban y bailaban alegremente.

Entre los emigrantes encontré a nuestro amigo Zví, el que trabajaba con el grupo que se preparaba para cultivar la tierra. Mientras estuvimos en el barco, Zví no dejaba de dar muestras de alegría por haber conseguido poner en práctica su plan y hallarse camino de la tierra de Israel. No cesaba de bailar de alegría, como si bailando pudiera llegar antes al lugar que era la ilusión de su vida. De vez en cuando, se acercaba a mí y hablábamos de nuestros camaradas de la Diáspora, de los muchachos que quedaron trabajando los campos y de las muchachas que trabajaban en el establo. Todavía son pocos, pero su trabajo es ya considerable y hasta los campesinos los elogian. Y si algunas veces los paganos les reducen el salario, el trabajo es ya suficiente recompensa para el trabajo. Un día, Zví me preguntó si tenía hambre. Extrañado le pregunté qué quería decir, y él, echándose a reír, me respondió:

—De pronto, recordé la Fiesta de Pentecostés, cuando nos robaron la comida y tuvimos que pasar hambre.

De nuestros amigos del pueblo pasamos a hablar de los restantes grupos de trabajadores de Polonia, en los que chicos y chicas aprenden a cultivar la tierra, y hablamos también de Ana, la hija de aquel justo varón, Rabbí Jayim, que en paz descanse. La muchacha se quedó en la Diáspora, esperando que Zví la lleve a Israel.

—¿Y quién te ha dado el permiso de inmigración? —le pregunté.

—Yo soy mi propio permiso de inmigración —respondió Zví, poniéndose la mano sobre el pecho.

Pensé que querría decir que guardaba el permiso cerca de su corazón y no pregunté más. Pero luego se descubrió que no era así.

Dejemos a Zví y volvamos a mi familia. Mi mujer y yo estábamos también tendidos en las hamacas y hablábamos de todo lo que se nos pasaba por la imaginación y de todo lo que acudía a nuestros labios. Eran tantas cosas y tan variadas que no cabrían en un libro.

Allí sentados, hablamos de los días pasados en el extranjero y de los días que nos aguardaban en la patria. Son tantas cosas y tan variadas que no cabrían en varios libros.

—Ya me cansaba vivir en el extranjero —dijo mi mujer—. En apariencia, no me faltaba nada, pues nuestros parientes se esforzaban por hacernos agradable la estancia, pero yo echaba de menos a la patria.

—¿Y vosotros? —pregunté a los niños—. ¿Qué echabais de menos, vosotros? —Y, como estaba de buen humor, me puse de parte de aquel rabino que no sabía cómo se decía «taburete» en hebreo y les dije—: Como su mente se ocupa en cosas más elevadas, no repara en algo tan bajo como un taburete. —Y añadí—: ¿No oísteis los elogios que aquel rabino dedicaba en sus sermones a la tierra de Israel? ¿No le oísteis decir que Israel es la luz de los pueblos?

—¿Qué estás diciendo padre? —me dijo mi hija—. ¡Si comparó a Israel con los griegos!

—¿Qué tiene eso de malo? Los griegos eran un pueblo sabio y comprensivo.

—Pero eran idólatras —dijo mi hija, echándose a reír.

—¿Y qué? —dijo mi hijo—. Se fabricaron unos muñecos y jugaban con ellos. ¿Tú nunca has jugado a las muñecas?

—Yo juego a las muñecas porque soy una niña; pero ellos eran personas mayores.

—Bendito sea tu entendimiento, hija —dije yo—; ahora cuéntame, ¿qué has hecho durante todo este tiempo? ¿Terminaste ya los «Relatos bíblicos»?

—Padre, tú te burlas de mí. He estudiado la Torá.

Varias personas se pararon junto a nosotros para escuchar lo que decían los niños, y elogiaron su inteligencia.

—Cuando un niño habla con sensatez hay que interrumpirle antes de que diga una tontería —dije.

Mandé callar a los niños y me puse a hablar con las personas mayores sobre la educación en nuestra generación y la enseñanza de la Biblia. Algunos decían que la explicación de la Biblia de modo profano resultaba perniciosa, y otros, que era saludable. Yo les conté la historia del viejo que entró en la sinagoga y oyó la historia de David y Goliat y la historia de Betsabé. En todo el barco resonaron las risas de mis interlocutores. Pero, al igual que la mayoría de la gente, no sacaron de la historia ninguna enseñanza práctica.

Así pasábamos el tiempo. ¿De qué no charlaríamos durante aquellos días? Hablamos del ancho mundo y de nuestro pequeño país, del verano y del invierno, del mar y del continente. Finalmente, volví la espalda al grupo y me dediqué a mis hijos. Los examiné de Biblia y les hice preguntas en tono de broma, como, por ejemplo, en qué lugar se arrojó al mar a Jonás.

—Pregunta a los peces —me respondieron—. Ellos te lo dirán.

Queridos hermanos, me gustaría terminar mi relato con un final feliz, tanto más cuanto que hemos arribado ya a la buena tierra. Pero desde que fuimos desterrados no existe el bien sin mal. Cuando avistamos Jaffa, Zví se arrojó al mar porque las autoridades no le habían concedido el visado de entrada en la tierra de Israel. El muchacho confiaba que las olas lo llevarían a tierra. Y las olas eran buenas e iban pasándoselo la una a la otra. Pero al final chocó contra las rocas. Y las rocas tienen duro el corazón y le golpearon y le hicieron sangrar. Cuando fue rescatado, las autoridades lo rodearon, lo apresaron y lo llevaron al hospital para que le curasen las heridas antes de enviarlo otra vez al extranjero.