CAPÍTULO LXXVII

Abandono mi ciudad

Después de la bendición, me levanté de la mesa, me despedí de los invitados y entré en la habitación que ocupara antes de mudarme a casa de Kuba, para pasar revista a todos mis bienes. Separé las cosas que debía llevarme y dejé las demás para los pobres.

Yerujam entró y me ayudó a hacer el equipaje, luego se lo cargó sobre los hombros y lo llevó a la estación. Y yo fui a despedirme de Raquel y de su hijo. Después, me despedí del hostelero y de su esposa, de Dolik y Lolik, de Babtsche y también (lo que no es lo mismo) de Krolka. Como no me quedaba más dinero que el indispensable para el viaje, la recompensé con un hermoso objeto y con buenas palabras, ya que por mi causa se había tomado más molestias que las que el sueldo exigía.

Me despedí también de todos mis conocidos, judíos o no, y les pedí perdón por si no les había tratado con el debido respeto o les había reprendido por hablar mal de la tierra de Israel. Finalmente, fui a la vieja sinagoga. Puesto que había dado ya la llave al niño, no quise molestarle yendo a pedirle que me la prestara, no fuera a pensar que quería quedarme con ella y se echara a llorar. Pues es propio de los niños el tomar, pero no el dar. Al llegar ante la puerta de la sinagoga, miré por el ojo de la cerradura. Todo el interior de la sinagoga se concentró en mi pupila. De su interior salía una luz diáfana.

Y me quedé allí hasta que recordé que el tiempo pasaba y era hora de ir a la estación. Froté la cerradura con el borde de mi chaqueta y me fui.

De la sinagoga a la estación hay media hora. Éste fue el tiempo que invertí en el recorrido. No miraba las casas ni las ruinas como hiciera a mi llegada, el Día de la Expiación; pero dilaté la nariz y respiré el aroma de la ciudad, el olor a mijo cocido con miel.

En la estación encontré a Yerujam y a Kuba con mis cosas. Kuba me hizo el favor de ocuparse del envío del equipaje que tenía en su casa, para que yo tuviera completa libertad.

Además de Yerujam y de Kuba había allí numerosos judíos con sus trajes de fiesta o, por lo menos, decentemente vestidos. Me extrañó que no llevaran bultos ni maletas y me pregunté adónde se irían tan de repente; pero estaba demasiado ocupado con mis preparativos para hacer indagaciones.

Vino también Daniel Bach, para despedirme; en realidad, yo me había despedido ya de él y de su familia, pero ahora venía por encargo de su hijo Rafael, ya que Rafael quería que su padre viera al hombre que se iba a la tierra de Israel poco antes de partir. Di las gracias a Daniel Bach por las pruebas de amistad que me había dado, y le prometí que si con la ayuda del Cielo llegaba sano y salvo a Jerusalén iría a visitar a su padre y también —aunque la vida de uno y otro fuera diferente— la tumba de su hermano Yerujam.

—Hoy es el aniversario de la muerte de mi hermano —suspiró Daniel.

Yo le miré, apoyado en su pata de palo, su botín de la mísera lucha por la existencia en el destierro. Entonces recordé todas las desgracias que le habían sucedido y recordé también a su hermano, que había muerto defendiendo la tierra de Israel. Ahora, su padre, en Jerusalén, reza por el eterno descanso del alma del hijo muerto y piensa en el hijo vivo. ¿No sería conveniente que Daniel Bach entrara en la sinagoga y rezara el Qaddish?

Entretanto, iba llegando gente. A unos los conocía y a otros no o sólo de vista. Szybuscz no es grande ni tiene muchos habitantes; sin embargo, había personas con las que nunca había hablado.

—¿Qué fiesta es hoy? —pregunté a Daniel Bach.

—Están aquí en honor suyo —me respondió.

Recordé mi llegada a la ciudad, que pasó inadvertida, y ahora todos habían venido a despedirme. Yo les dije:

—Señores, ya sé que no están aquí para honrarme a mí; todos los días hay judíos que abandonan la ciudad y nadie va a despedirlos; estáis aquí para honrar a la tierra de Israel, porque este hombre va a la tierra de Israel. Quiera el Cielo concederos la gracia de que pronto podáis marchar a la tierra de Israel. ¿Y quién os despedirá? Ángeles buenos, que ya os esperan. Pues desde el día de la destrucción del Templo y de la dispersión de Israel entre todos los pueblos de la Tierra, los ángeles están dispersos también, y esperan volver a la patria con ellos. ¿Y quién os conducirá allá? El Rey del Universo y todos sus príncipes; sí, ellos os llevarán sobre sus hombros adonde está el Rey, el Mesías, como está escrito: «Y así habla el Rey de los Ejércitos: Mira, levanto mi mano sobre los pueblos y clavo mi bandera sobre las naciones; tus hijos la llevarán en el pecho y tus hijas la levantarán sobre sus hombros. Reyes serán tus preceptores y princesas tus niñeras; inclinarán ante ti su rostro hasta el suelo y te lamerán el polvo de los pies…». Y cuando nos llegue el día tan esperado, que el Padre Eterno os conceda la bendición de la vida eterna y el Redentor venga pronto a Sión, en nuestros días. Amén.

Antes de que yo empezase a hablar, Rubén y Simón y Leví y Judá y otros habían comenzado en comunidad la oración de la tarde. Cuando terminé, terminaron también su oración. Entonces sonó una voz que recitaba el Qaddish y vi a Daniel Bach apoyado en su bastón. Le temblaba la voz. Aquel día era el aniversario de la muerte de su hermano y algo le impulsó a recitar el Qaddish. Al final, todos los presentes contestaron: «Amén».

Se oyó acercarse el tren, jadeando y silbando. En la estación se detuvo. El «hombre de goma» agitó el banderín y gritó con voz melodiosa:

—¡Szybuscz!

En aquel tren venían varios forasteros y un judío que se parecía mucho a Elimélek Kaiser. Quizá fuera realmente Elimélek Kaiser; pero estaba envejecido y caminaba encorvado. Freide, su madre, que en paz descanse, antes de morir estaba más joven que él.

Todos los presentes me rodearon, me estrecharon la mano y se separaron de mí con afecto, fraternidad y amistad. Yo di un beso de despedida a mi amigo Yerujam y otro a mi amigo Kuba, subí al tren y me asomé a la ventanilla. Mi rostro estaba vuelto hacia la gente y mis ojos estaban en mi corazón. El «hombre de goma» agitó nuevamente el banderín para dar la salida al tren. Yo miré a mis hermanos, los hijos de mi ciudad, que allí reunidos me despedían. El tren se puso en marcha y entonces pensé: «Si se os concede la gracia de marchar a la tierra de Israel, volveremos a vernos».