CAPÍTULO LXXVI

La circuncisión

¡Ved el amor que se profesa a la tierra de Israel! Porque yo había venido de allí fui padrino en la ceremonia de la circuncisión del recién nacido. No lo fue el rabino, ni lo fue el abuelo materno; lo fui yo, que ni soy una autoridad en las cosas de la Doctrina, ni pertenezco a la familia.

Me acuerdo de mi abuelo, que en paz descanse, que fue padrino de muchos niños nacidos en Szybuscz y que ni a uno solo de sus ahijados dejó de enviarle un regalo de boda. Se dice que, una vez, uno de ellos tuvo un pleito y cuando se presentó al rabino, en compañía de los restantes interesados, el rabino lo condenó. Él denunció entonces al rabino a las autoridades. El rabino pidió a mi abuelo que le cediera un padrinazgo, a fin de que el cumplimiento de este sagrado deber le asegurase la divina protección. Y de una circuncisión a la otra se guardaba un pedazo de pastel de miel en una fuente, bajo una corona de perlas de cristal, y recuerdo también que el abuelo solía darme un poco cada vez que me preguntaba el Talmud y yo sabía la lección. Y ahora voy a ocupar el lugar de mi abuelo, sin poseer ninguna de sus virtudes.

Desde el mediodía, siento que me tiemblan las rodillas. El espíritu está pronto, pero la carne es débil. Si la circuncisión se celebrara en la Gran Sinagoga o en la vieja escuela, como se hacía en tiempos de nuestros antepasados, tal vez no tuviese tanto miedo. Y es que en la sinagoga me siento más a gusto. Además, con nuestro padre Elías, el profeta, no se puede bromear y estoy seguro de que se guardará bien de sentarse en estas sillas en las que la gente se sienta para jugar o pasar el tiempo en frivolidades. Yo me digo: «Ya que no se puede mejorar la silla, mejora por lo menos al que ha de sentarse en ella».

Fueron llegando los que debían participar en la ceremonia y esperaron al rabino de la ciudad que ejerciendo de mohel, debía efectuar la circuncisión. De pronto, se abre la puerta y entra Daniel Bach; el hostelero le había invitado amablemente y él, olvidando la ofensa, aceptó la invitación. Es bueno que entre dos personas se restablezca la paz.

Es más, vino también Erela, Erela que, desde niña, estaba destinada a Yerujam. Pero Yerujam se había casado con Raquel y Erela seguía soltera. Si no creéis lo que os digo, esperad y veréis de qué forma se la honró. Ella tuvo el honor de traer en brazos al niño.

Al cabo de una hora más o menos, llegó el rabino. Saludó amablemente a todos los presentes y preguntó si estaba todo dispuesto. Habló con unos y con otros, cogió el cuchillo que iba a utilizarse para la circuncisión y lo sumergió en agua fenicada, luego se lavó las manos con agua jabonosa y dijo al médico:

—La limpieza nos conduce a la pureza.

Se vendó la pierna del niño desde la cadera y se le cubrió la cabeza con un gorrito de seda. Erela lo trajo en brazos a la sala. Todos se levantaron y dijeron en voz alta:

—Bendito el que llega.

Erela entregó el niño a Kuba y éste lo pasó al mohel.

El mohel lo tomó en brazos cariñosamente y dijo con énfasis:

—El Santo, alabado sea, dijo a Abraham: «Ve delante de mí y sé puro».

El niño lo miró y trató de esconder la cara entre las barbas del viejo, donde se estaba caliente. Un pelo le hizo cosquillas en la nariz y el niño empezó a estornudar. El mohel lo entregó al padre de Raquel, quien, a su vez, lo depositó en la silla destinada al profeta Elías, mientras cantaba con voz temblorosa:

—Ésta es la silla del profeta Elías, de santa memoria…

El niño pensó: «¿Quién será este padre Elías? En estos ocho días no ha venido a verme. Voló como un pájaro, desapareciendo entre la gente». El chiquitín tendió el oído y pensó si debía enfadarse con él por haberle dejado o alegrarse de que volviese. Trató de librarse de las vendas que le sujetaban los brazos, para asirse al cinturón de Elías. Quería subir con él a los Cielos para aprender allí la Torá. Cuando el niño recordó los buenos tiempos en los que le habían enseñado toda la Torá, apareció en su rostro una sonrisa. Ahora quería repetir todo lo que entonces aprendiera, pero lo había olvidado. Abrió la boca y sacó la lengua. Al hacerlo, tropezó con la hendidura que el ángel le había hecho en el labio superior cuando le golpeó en la boca para que olvidara la Torá. Se asustó y rompió a llorar.

Mientras lloraba por aquellos venturosos meses que no volverían, recordó la exhortación que se le hizo cuando abrió los ojos a la luz de este mundo para que siempre fuera piadoso, bueno y puro. Sintió miedo y dijo para sí: «Soy tan pequeño… ¿Qué será de mí?». Cerró los ojos y fingió dormir. Tenía la sensación de que había llegado ya el día de su muerte y que no debía temer nada, pues su alma era tan pura como el día en que la recibiera allá arriba.

Dejó de llorar y se quedó tranquilo.

El mohel recitó:

—«Salve, Elías, guardián del Arca, he aquí, delante de ti, lo que es tuyo; acude a mi lado y apóyame».

El niño frunció la nariz y olfateó el aire. Pensó: «Si el cinturón de Elías huele como la luz, quiere decir que mi alma ha vuelto arriba; si huele como a cuero, quiere decir que estoy entre los hombres». El mohel, modulando la voz, dijo:

—«Confío en tu ayuda. Me regocijo… Salve… Dichoso aquél a quien has elegido».

Se inclinó, cogió al niño y me indicó que me sentara. Yo me puse el manto y me senté.

Me pusieron un almohadón sobre mis rodillas y un escabel bajo los pies. El mohel puso al niño sobre el almohadón y me hizo sujetarle las piernas con la mano, ya que, mientras no es recibido por el Pueblo de Israel, existe el temor de que pueda pisar los Mandamientos con el pie.

Miré al niño y él me miró a mí. En sus ojos había como dos destellos azulados que se anegaron en llanto. Frunció la nariz y arrugó la frente. Entonces los rasgos del niño sufrieron una transformación y ya no fue posible distinguir en ellos la impresión de las cosas de las que hasta entonces se ocupara, como sucede a toda criatura humana cuando el dolor se apodera de su cuerpo. Rápidamente, puse la mano izquierda en la espalda de la criatura para que su cabeza pudiera descansar más cómodamente. El mohel me juntó las rodillas, para que el niño no resbalara; pues mientras no ha sido recibido en la comunidad hay que temer que pueda escapar a los Mandamientos. El mohel tomó el cuchillo y pronunció la fórmula de la circuncisión. Después, Yerujam recitó la bendición:

—«Alabado seas… y dígnate aceptarlo en la comunidad de Abraham».

Y todos los presentes respondieron: «Amén», y dijeron:

—«Así como ha entrado en la comunidad, entre también en la Torá, en el matrimonio y en la práctica de las buenas obras».

Se entregó una escudilla al padre de Raquel. Él la cogió, cerró los ojos y, con gran recogimiento, pronunció la oración:

—«Él consagró al amigo nacido del seno de la madre».

E impuso mi nombre al niño, para demostrarme su aprecio delante de Yerujam. Así se me otorgaron dos cosas: la primera, sentarme en la misma silla que Elías, y la otra, que un hijo de nuestro padre Abraham llevara mi nombre. Hubiera sido preferible que se impusiera al niño el nombre de un pariente fallecido, pues a los difuntos les gusta que alguien del mundo de los vivos lleve su nombre; pero medio cementerio estaba lleno de parientes de Raquel y no se quiso hacer distinciones entre ellos. ¿Y por qué no se llamó el niño con el nombre del padre de Yerujam? Para no despertar el recuerdo de la vergüenza.

Después de la circuncisión, el rabino se despidió y se fue a su casa; pues un doctor de la Ley no está obligado a participar en el banquete de la circuncisión, a menos que fueran a hallarse presentes personajes ilustres, como rezan los apéndices del tratado Pésaj del Talmud. Pero nosotros lo celebramos espléndidamente con pastelillos de miel, licor y pescados en dulce, preparado con miel y pasas. Comimos y bebimos a la salud del nuevo circunciso, a la de sus padres, a la de sus abuelos, y a la salud de todos los presentes.

Cuando mayor era la alegría, gracias a la comida y a la bebida, me levanté y dije:

—En la tierra de Israel es costumbre hacer un regalo al circunciso, del mismo modo que el Altísimo, alabado sea, regaló a Abraham la tierra de Israel cuando éste se circuncidó a sí mismo. Queridos hermanos, ¿qué puedo regalar al pequeño circunciso? ¿Alguna prenda de vestir, un gorro, unos zapatitos? Los niños crecen de día en día. Hoy le irán bien mis regalos, pero mañana ya no podrá usarlos. Si le regalo un reloj de plata y el día de mañana él se convierte en un hombre rico y se compra un reloj de oro, mi regalo desmerecerá a sus ojos. Pero le regalo la llave de nuestra vieja sinagoga. El Talmud dice: «Las casas de enseñanza y oración que estén fuera de la Tierra, en el futuro tendrán un lugar fijo en la tierra de Israel». ¡Dichoso el que posee la llave y puede abrirlas y entrar en ellas!

Después de la entrega de la llave, me presentaron una fuente y me pidieron que pronunciara una bendición. Al llegar a la cuarta bendición, pensé: «Yo me voy a Jerusalén y Jerusalén no ha sido reconstruida todavía». Entonces mi boca se cerró y se abrieron las fuentes de mis ojos. Pero me dominé como un hombre y terminé la bendición:

—«El que, en su Misericordia, construyó a Jerusalén. Amén».

Y los reunidos respondieron, en voz alta y alegre:

—Amén.