CAPÍTULO LXXV

Preparativos para el viaje

Ahora que todo mi dinero se había terminado, temía salir a la calle, pues me parecía que todo el mundo iba a pedirme dinero. Pasaba el tiempo en la sinagoga, pensando en lo que había hecho y en lo que había dejado de hacer. «Voy a estudiar una página del Talmud, para distraerme». Pero mi atribulado corazón no encontraba placer alguno en el estudio. Empecé a impacientarme con Yerujam, que me obligaba a quedarme a causa de su mujer.

Se abrió la puerta y entró la señora Sommer acompañada de otra mujer. La señora Sommer extendió las manos hacia mí y me dijo, llorando:

—Se lo suplico, déme el libro Las manos de Moisés. Raquel va a tener un parto difícil.

—Ya lo envié a la tierra de Israel.

—¡Dios mío! ¿Qué podemos hacer? —exclamó ella, retorciéndose las manos.

La mujer que la acompañaba era consecuente. Al enterarse de que el libro ya no estaba allí, dijo:

—¿Qué se hacía antes de que existiera el libro? ¿Qué hacen en otros lugares? Se da a la partera la llave de la capilla grande y el parto se acelera.

Fueron a la Gran Sinagoga, en busca de la llave, pero no la encontraron, pues aquel mismo día se hacía prestar juramento al anciano que no tenía dinero para pagar sus deudas y el guardián había salido en busca de una Biblia, cerrando la puerta y llevándose la llave.

Un buen andariego puede ir de la sinagoga al juzgado en un cuarto de hora; pero el pensamiento vuela con la rapidez de la flecha al partir del arco. Antes de que pudieran ponerse en marcha, la mujer tuvo una idea:

—Ahora recuerdo que una vez se dio a una partera la llave de la vieja sinagoga y dio a luz en seguida.

Yo cerré la puerta de la vieja sinagoga y les di la llave. La señora Sommer la cogió y se alejó con toda la rapidez que sus piernas le permitían, como corre una madre que lleva en la mano la medicina que puede devolver la vida a su hija. Y yo me quedé como si hubiera perdido cuanto amaba en el mundo. Inmediatamente, me arrepentí de mi egoísmo y recé por Raquel, pues además de lástima hacia ella, sentí remordimientos por haberme desprendido del libro que ahora hubiera podido ayudarla. ¡Qué imperfecta es la caridad humana! Había hecho un favor a la señora Sara y a sus cuñadas y una mala pasada a Raquel.

Mientras estoy allí parado, oigo a alguien que dice en tono de burla:

—La criatura no querrá nacer para no dejar en mal lugar a su madre, pues ni siquiera han pasado siete meses desde el día de la boda.

Mientras éste echaba la cuenta de meses y días, el no nato, al comprender que ponía en peligro a su madre, empezó a patalear y a luchar consigo mismo. Entonces llegó la madre de Raquel y dio a su hija la llave de nuestra vieja sinagoga. Y, nada más ver la llave, nació la criatura. No tardó en correr la voz: ¡Raquel ha tenido un varón!

Hacía varios años que en Szybuscz no nacía una criatura. El faraón decretó el exterminio de los varones; pero las israelitas de nuestra ciudad eran todavía más severas que el faraón y habían decidido no tener ni varones ni hembras. Por ello, toda la ciudad se sentía partícipe del acontecimiento y en todas partes se advertía como un aire de fiesta. Fui a felicitar a Yerujam y él me recordó mi promesa.

—Lo que prometo, lo cumplo —le dije.

Aquel mismo día, empecé a preparar el viaje. En primer lugar, fui a despedirme de todos mis conocidos, de los que conocía de antes y de los que había conocido durante mi última visita. Si el Cielo se hubiera mostrado un poco más benévolo con ellos, ahora hablaría más extensamente de mis visitas; pero como viven agobiados bajo el peso de la desgracia y sus rostros están sombríos como un caldero tiznado, ¿para qué hablar más? La pobreza tiene muchas caras; cualquiera que sea la cara que te ofrezca, está llena de dolor y tribulaciones. En casa de la Janokina, a su dolor se sumó el mío por no poder hacer ningún regalo a los huérfanos. Me palpé los botones del traje y pensé en los hijos del maestrillo de la canción de «El rapto de la novia» que se cosían botones de plata en el chaleco para dárselos a los pobres que encontraban. Los huérfanos de Janok no advirtieron mi preocupación; al contrario, estaban muy contentos, pues aquel mismo día el más pequeño había empezado a recitar el Qaddish de memoria. Los esfuerzos de Rabbí Jayim no habían sido vanos.

En la calle, vi a Ignaz. No me gritó maos ni Peniendze, quizá comprendió que diciendo maos no conseguiría nada, o quizá porque en aquel momento estaba hablando con el cura. Por el modo en que me miró el desnarigado era fácil adivinar que estaba hablando de mí. Y, en efecto, el cura se volvió para mirarme. Si hablaba bien, bien está; si no, que el Cielo no se lo tenga en cuenta.

Después de despedirme de todos mis conocidos, me dirigí a la casa del rabino. Después de sentarme a su derecha, me hizo toda la clase de reproches por no haber ido a verle durante tanto tiempo.

—Estuve muy ocupado —le dije.

—¿Y sólo por eso no vino a visitarme? —me preguntó.

—Yo soy la tierra de Israel y me duele oír que alguien la critica. Cada vez que vengo a su casa dice usted cosas malas sobre Israel.

El rabino se mesó la barba con la mano derecha, me miró amistosamente y dijo con amabilidad:

—Y, sin embargo, yo siento una gran simpatía hacia usted.

—¿Qué soy yo, quién soy yo para merecer su afecto? No pido más que se me conceda ser su átomo de polvo de la tierra de Israel.

—¿Acaso critico yo la tierra sagrada? Yo sólo critico a sus habitantes.

—¿A cuáles de sus habitantes se refiere usted, a los que dan su vida por la tierra, los que convierten el desierto en tierra fértil, siembran y cosechan y plantan en él vida para los que allí viven, o tal vez se refiere a los que la guardan y se sacrifican por cada palmo de terreno, o acaso a los que en medio de la pobreza estudian la Torá y por amor a Dios y a su Sagrada Doctrina olvidan sus propios sufrimientos, o a los que sacrifican su propia gloria en favor de la Gloria de Dios y pasan su vida en constante oración? ¿O se refiere, quizás, a la gente del pueblo, a los estibadores, a los peones de albañil, a los sastres, a los zapateros, a los carpinteros, a los pintores de paredes, a los picapedreros, a los limpiabotas y demás trabajadores que con su trabajo alimentan a su familia y enriquecen al país? Una vez, encontré a un sastre con la ropa hecha jirones y resultó que se sabía de memoria el texto de las «Cuatro Hileras». Yo le dije: «¿Y sabiendo todo eso se dedica a la aguja?». Él me señaló entonces a un zapatero que iba descalzo y conocía todas las causas de las palabras de Maimónides y que, a su vez, no podía compararse a un limpiabotas de Jerusalén que trabajaba en plena calle y que era capaz de emitir veredictos basándose en el Zóhar. Y éste no era más que uno de tantos discípulos de la escuela de estibadores que están versados en todos los secretos de la Cábala y del Talmud. Pero seguramente usted se refiere a los que maman de la tierra y, a cambio del alimento que reciben, instalan veneno en ella; es como la mujer que alimenta a su hijo y viene una serpiente y chupa también y después muerde a la madre con sus dientes venenosos. ¡Santo Dios, si Tú los soportas, también nosotros los soportaremos!

Cuando acabé de hablar, me levanté de la silla y me despedí.

El rabino se levantó también, cogió mis manos entre las suyas y dijo:

—Por favor, quédese sentado.

Él se sentó también, apoyó la cabeza en las manos y guardó silencio. Finalmente, levantó la cabeza, clavó sus ojos en mí para decir algo, pero no encontró palabras.

Entró la esposa del rabino trayendo cidro de almíbar y dos vasos de té. Su marido le dijo:

—Él se va a la tierra de Israel y nosotros nos quedamos aquí. Échese azúcar en el té y bébaselo mientras está caliente y pruebe esta compota. Es de cidro.

Para despedirme del rabino con una bendición, bebí un poco de té, comí un bocado y recité la bendición: «Él que creó muchas almas y les dio lo que necesitaban…». Luego le pregunté por su hijo. Él se levantó, cogió un volumen que contenía una serie de periódicos encuadernados y, poniéndomelo delante, dijo:

—¡Ay, estas tonterías…!

Me puse en pie y me despedí. El rabino me estrechó la mano sin decir nada. Luego, volvió a cogerme la mano y siguió guardando silencio. Lentamente, retiré mi mano. Él me acompañó hasta la puerta.

Una vez allí, sacó del bolsillo una moneda de oro y me dijo:

—Le nombro mi mensajero de buena voluntad. Désela al primer pobre que vea al llegar a Israel.

—Quizá sea uno de ésos a los que usted censura.

—«Y todo tu pueblo será justo; ellos heredan la Tierra para siempre». Todo aquél a quien se concede la gracia de vivir en la tierra de Israel ha de ser justo.

—No todos los que viven en la tierra de Israel son justos. Hay entre nosotros hombres que se dicen justos y que atacan a los auténticos justos.

—¿Quieres penetrar en los secretos del Padre Eterno? —dijo entonces el rabino.