Un hallazgo
La desgracia de Zví amargó mi alegría. Después de llevar a mi mujer y a los niños a Jerusalén, fui a visitar a varios altos funcionarios para pedirles indulgencia para Zví. Y así como las rocas contra las que él chocó no se ablandaron, tampoco se ablandó el corazón de los funcionarios. Al advertir que no estaban dispuestos a ayudarme, recurrí a los jefes de la comunidad. Como tampoco éstos quisieron escucharme, fui a suplicar a las asociaciones benéficas. En vista de que nadie quería hacer nada por mi amigo, dejé el caso en manos de nuestro Padre Celestial.
Entretanto, mi familia y yo vivíamos en un hotel. Los dueños me trataban a ratos como a un cliente y a ratos como a un intruso. Por ejemplo, a las horas de comer daban la preferencia a los clientes extranjeros y a las horas de pagar me cobraban lo mismo que a ellos.
En el extranjero, resulta incómodo vivir en un hotel; en la tierra de Israel, mucho más. Así que alquilamos una pequeña vivienda y compramos algunos utensilios. Yo traje los pocos libros que los ladrones me habían dejado y mandamos a los niños a la escuela. Me dediqué a poner en orden mis viejos libros, y mi mujer a arreglar la casa. Cuando cada cosa estuvo en su sitio, me sentí contento. Había pasado casi un año fuera de mi casa, como el huésped que va de paso, y ahora estoy en mi casa, entre mis libros y mis cosas, con mi mujer y mis hijos.
La desgracia de Zví atormentaba mi espíritu. Decidí apartarla de él. Conseguí alejar de ella mi vista, pero no mi corazón. Poco a poco, me habitué de nuevo a mis ocupaciones y me distraje de las desdichas ajenas, pues es propio de la criatura humana sentir más cerca del corazón la uña de su dedo meñique que todo el cuerpo de su prójimo. Finalmente, llegué a olvidarme de Zví por completo y no hubiera vuelto a pensar en él de no haber aparecido su nombre en el periódico, en la lista de los deportados.
Encerrado en mi mundo y disfrutando de la paz de mi casa, fui alejando de mi mente lo vivido en Szybuscz. Ante mis ojos no aparecía ya el hotel, ni su propietario, ni los huéspedes, ni la vieja sinagoga, ni los que iban allí a rezar, ni los que no iban a rezar. Y si alguna vez acudían a mi memoria, en seguida los apartaba de ella, pues el que vive en paz en su casa no quiere pensar en la desgracia ajena.
Y así vivía, a la sombra de una dulce paz, en compañía de mi mujer y de mis hijos. Es la dulce paz que sólo puede saborear el hombre cuando está en su hogar. Yo me dedicaba a mis ocupaciones y mi mujer a las suyas. Un día, pasó revista a las maletas y las sacó al sol. Luego cogió mi mochila y se puso a remendarla, pues estaba ya bastante usada y tenía algún agujero. Mientras la arreglaba, me preguntó:
—¿Qué es esto?
Veo en su mano una llave grande que ha encontrado entre los pliegues de la mochila. Me puse en pie, lleno de asombro y perplejidad. Era la llave de nuestra vieja sinagoga. ¿Cómo podía estar aquí, si yo se la regalé al hijo de Yerujam Freier el día de su entrada en la tribu de Abraham? Evidentemente, Yerujam Freier, que no observaba los Mandamientos, no estaría muy satisfecho de que hubiera nombrado a su hijo guardián de la sinagoga y habría escondido la llave en mi mochila, para que yo me la llevase. Mientras en mi interior me sentía furioso con Yerujam, cogí la llave que me tendía mi mujer y entonces vi que no era la misma que me hiciera el viejo cerrajero. ¿Qué llave era, entonces? Era la llave que me entregaron los ancianos de la sinagoga el Día de la Expiación, poco antes de la oración final. Mil veces la busqué, desesperado, sin dar con ella y, al fin, tuve que encargar otra, y ahora que no necesito ya ni ésta ni la otra, la llave reaparece. ¿Cómo se perdió? ¿De dónde sale ahora? Seguramente, un día la guardé en la mochila y se metió en algún pliegue, o quizás el día en que estrené el abrigo la saqué del traje de verano para ponerla en el de invierno y luego la olvidé. ¡Cuántos sinsabores y cuánto trabajo me hubiese ahorrado de haber hallado la llave en el momento oportuno! Pero de nada sirve lamentarse por lo pasado.
Cuando se hubo calmado un poco la emoción que me produjo el hallazgo, conté a mi esposa toda la historia. Ella no sabía nada de la llave, pues en mis cartas no la mencionaba. Hubiese querido darle una explicación detallada de lo sucedido; pero no llegué a hacerlo. Luego, la llave se perdió y preferí no hablar de ella.
—¿Qué piensas hacer ahora con la llave? —me preguntó mi mujer—. ¡Envíala a Szybuscz!
—La que ahora tienen es ya demasiado para ellos y tú me pides que les cargue con otra llave.
—¿Y qué vas a hacer con ella?
Entonces acudió a mis labios el apotegma del profeta —sea santificada su memoria—: «Las casas de oración y de enseñanza que están fuera de la tierra de Israel, en el futuro ocuparán en ella un lugar fijo».
Y, para mis adentros, añadí: «Si ocupan un lugar en la tierra de Israel, bueno será guardar la llave».
Guardé la llave en un cajón y la llave del cajón me la colgué al cuello. ¿Por qué no me colgué la llave de la vieja sinagoga? Porque mi cuello no podría soportar su peso. Y es que los antiguos artesanos hacían las llaves grandes y pesadas, a la medida de nuestro corazón.
La llave ha quedado guardada donde yo la puse y yo he vuelto a mi trabajo. A veces, acude a mi mente aquello de que: «Las casas de oración y de enseñanza…». Abro la ventana y miro al exterior, con la esperanza de verlas venir a ocupar su lugar en la tierra de Israel. Pero la tierra está desierta y callada y no se oyen los pasos de las casas de oración y de enseñanza. La llave sigue en el cajón, esperando que llegue el día. Pero ella, la llave, es de hierro y de cobre y puede esperar. Yo, en cambio, que soy de carne y hueso, no podré esperar mucho.